Este artículo de Ernest Mandel fue publicado originalmente en la revista Les Temps Modernes en julio de 1968 [1]. En él, después de situar las luchas de Mayo como resultado directo de las contradicciones de lo que entonces se conocía como «neocapitalismo», pone el acento en su relevancia como acontecimiento que volvió a poner de […]
Este artículo de Ernest Mandel fue publicado originalmente en la revista Les Temps Modernes en julio de 1968 [1]. En él, después de situar las luchas de Mayo como resultado directo de las contradicciones de lo que entonces se conocía como «neocapitalismo», pone el acento en su relevancia como acontecimiento que volvió a poner de actualidad la hipótesis revolucionaria en un país central del capitalismo occidental. Mandel fue un activista más de aquellas jornadas, habiendo participado en el acto público que se desarrolló en la Mutualité de París el 9 de mayo y en el que intervino también, junto a activistas de otros países, Daniel Cohn-Bendit. Al igual que le ocurrió a este líder estudiantil en pleno mes de mayo, Mandel fue expulsado de Francia el 10 de junio de aquel mismo año.
El ascenso revolucionario de mayo de 1968 constituye una enorme cantera de experiencias sociales. El inventario de estas experiencias está lejos de haber sido terminado: lo que caracterizó este ascenso fue precisamente la irrupción en la escena histórica de la energía creadora de las masas, que multiplicó las formas de acción, las iniciativas, las audaces innovaciones en la lucha por el socialismo. Tan sólo acudiendo a esta cantera y partiendo de este logro podrá el movimiento obrero y revolucionario armarse eficazmente para llevar a buen fin la tarea cuya posibilidad y, a la vez, cuya necesidad han sido confirmadas por mayo de 1968: la victoria de la revolución socialista en los países altamente industrializados de Europa occidental.
Desde hace años se ha ido desarrollando un debate enormemente interesante en torno a la definición de una nueva estrategia socialista en Europa[2]. Los acontecimientos de mayo de 1968 han resuelto varios de los problemas clave planteados en este debate. Incluso han planteado otros. Y también han obligado a aquellos que se habían sustraído al debate a participar en él a su vez, así fuera para falsear los supuestos del problema. Es, pues, necesario tratar una vez más los temas principales de esta discusión y examinarlos a la luz de la experiencia de mayo de 1968.
1. Neocapitalismo y posibilidades objetivas de acciones revolucionarias del proletariado occidental
En contra de los mitos de la burguesía, adoptados por la socialdemocracia e incluso por ciertos autores que se reclaman del marxismo, el ascenso revolucionario de mayo de 1968 ha demostrado que el neocapitalismo es incapaz de atenuar las contradicciones económicas y sociales inherentes al sistema hasta el punto de hacer imposible toda acción de masas de alcance objetivamente revolucionario.
Las luchas de mayo de 1968 son resultado directo de las contradicciones del neocapitalismo.
Esta irrupción violenta de las luchas de masas – una huelga general de diez millones de trabajadores con ocupación de fábricas; extensión del movimiento a múltiples capas periféricas del proletariado y de las clases medias (tanto «viejas» como «nuevas») – sería incomprensible si no existiera un descontento profundo e irreprimible entre los trabajadores, provocado por la realidad cotidiana de la existencia proletaria. Aquellos que se dejaban cegar por la elevación del nivel de vida durante los últimos quince años no comprendían que es precisamente en el período de auge de las fuerzas productivas (de «expansión económica» acelerada) cuando el proletariado adquiere nuevas necesidades, ampliándose aún más el desfase entre las necesidades y el poder adquisitivo[3]. Tampoco comprendían que, a medida que sube el nivel de vida, de cualificación técnica y de cultura de los trabajadores, la ausencia de igualdad y de libertad sociales en los lugares de trabajo, la alienación acentuada en el seno del proceso de producción, no pueden dejar de pesar de forma más intensa e insoportable sobre el proletariado.
La capacidad del neocapitalismo para atenuar un tanto la amplitud de las fluctuaciones económicas, la ausencia de una crisis económica catastrófica del tipo de la de 1929, ocultaban a demasiados observadores su impotencia para evitar recesiones. Las contradicciones que minaban la larga fase de expansión que el sistema había conocido en Occidente desde el final de la segunda guerra mundial (en los Estados Unidos, desde el comienzo de esta guerra); la oposición irreductible entre la necesidad de garantizar la expansión al precio de la inflación, y la necesidad de mantener un sistema monetario internacional relativamente estable al precio de una deflación periódica; la evolución cada vez más clara hacia una recesión generalizada en el mundo occidental, todas estas tendencias, inherentes al sistema, se encuentran entre las causas profundas de la explosión de mayo de 1968. Piénsese en los efectos del «plan de estabilización», en la reaparición del paro masivo (sobre todo del paro de los jóvenes); piénsese también en los efectos de la crisis estructural sufrida por algunos sectores (astilleros de Nantes y de Saint-Nazaire) sobre la radicalización de los trabajadores de determinadas regiones.
Es significativo, por lo demás, que la crisis de 1968 no se haya producido en un país con estructuras «envejecidas», en el que dominara un «laissez-faire» arcaico, sino, por el contrario, en el país tipo del neocapitalismo, aquél cuyo «Plan» se citaba como el ejemplo más logrado del neocapitalismo, aquél que dispone del sector nacionalizado más dinámico, cuya «independencia» relativa respecto al sector privado sugería a algunos, incluso, la definición de «sector capitalista de estado». La impotencia que ha demostrado este neocapitalismo para comprimir, a la larga, las contradicciones sociales adquiere por ello una importancia aún más universal.
El papel de detonador del movimiento estudiantil es producto directo de la incapacidad del neocapitalismo para satisfacer, a ningún nivel, las necesidades de la masa de los jóvenes que afluyen a la Universidad, tanto por la elevación del nivel de vida medio como por las necesidades de reproducción ampliada de una mano de obra cada vez más cualificada, como resultado de la tercera revolución industrial. Esta incapacidad se manifiesta al nivel de la infraestructura material (edificios, laboratorios, viviendas, restaurantes, bolsas, presalario), al nivel de la estructura autoritaria de la Universidad, al nivel del contenido de la enseñanza universitaria, al nivel de la orientación, de las salidas para los universitarios y para aquellos a los que el sistema obliga a interrumpir antes de concluirlos sus estudios universitarios. La crisis de la Universidad burguesa, que ha sido la causa inmediata de la explosión de mayo de 1968, debe entenderse como un aspecto de la crisis del neocapitalismo y de la sociedad burguesa en su conjunto.
Por último, la creciente rigidez del sistema, que ha contribuido ampliamente a exacerbar las contradicciones socioeconómicas – precisamente en la medida en que las comprimía por un período relativamente largo -, está, también, directamente vinculada a la evolución de la economía neocapitalista[4]. Hemos subrayado muchas veces que las tendencias a la programación económica, a la «globalización» de los problemas económicos y de las reivindicaciones sociales, no son tan sólo resultado de unos designios específicos de tal o cual fracción de la burguesía, sino también de unas necesidades inherentes a la economía capitalista de nuestra época. La aceleración de la innovación tecnológica, la reducción del ciclo de reproducción del capital fijo, obligan a la gran burguesía a calcular de modo cada vez más preciso, con varios años de antelación, las amortizaciones y las inversiones a efectuar por autofinanciación. Quien dice programación de las amortizaciones y de las inversiones dice también programación de los costes, y, por lo tanto, también «coste de mano de obra». He aquí el origen último de la «política de ingresos», de la «economía concertada», y de otras sutilezas que, sencillamente, tienden a suprimir la posibilidad de modificar mediante la acción reivindicativa «normal» el reparto de la renta nacional que desea el gran capital.
Pero esta parálisis creciente del sindicalismo tradicional no suprime ni el funcionamiento de las leyes de mercado, ni el creciente descontento de las masas. A la larga, tiende a hacer más explosivas las luchas obreras, por los esfuerzos del proletariado para recuperar en unas pocas semanas lo que intuye haber perdido durante años. Las huelgas, incluso, y sobre todo, si se espacian, tienden a hacerse más violentas, y empiezan más a menudo como huelgas salvajes[5]. La única posibilidad de que dispone el gran capital para evitar esa evolución, preñada de amenazas para él, es la de pasar, decididamente, del estado fuerte a la dictadura abierta, al estilo griego o español. Pero incluso en este caso – irrealizable sin una grave derrota y una grave desmoralización previas de las masas trabajadoras -, una mayor comprensión de las contradicciones socioeconómicas no puede dejar de reproducir, a la larga, situaciones aún más explosivas y más amenazadoras para el capitalismo, tal como lo demuestra la evolución reciente en España.
2. Tipología de la revolución en un país imperialista
Para dilucidar si la revolución socialista es o no posible en Europa occidental, pese a todos los «logros» del neocapitalismo y de la «sociedad de consumo de masas», tanto los críticos de derecha como los de «izquierda» se remitían, generalmente, a los modelos de 1918 (revolución alemana) o de 1944-45 (revolución yugoslava victoriosa, revolución francesa e italiana abortadas en condiciones análogas a las de la de 1918 en Alemania), o, incluso, a la guerrilla. Según algunos, supuesta la ausencia definitiva de una catástrofe económica o militar, era perfectamente utópico esperar del proletariado otra cosa que reacciones reformistas; según otros, la posibilidad de nuevas explosiones revolucionarias por parte de los trabajadores estaba vinculada a la reaparición de crisis de tipo catastrófico. En suma, para unos, la revolución se había convertido en definitivamente imposible; para otros, quedaba relegada al momento – en buena medida mítico – de «un nuevo 1929».
Desde comienzos de los años 60, hemos tratado de reaccionar contra estas tesis esquemáticas, refiriéndonos a un tipo distinto de revolución posible y probable en Europa occidental. Nos permitiremos recordar lo que escribíamos al respecto a comienzos de 1965:
«Hemos demostrado más arriba que el neocapitalismo no suprime en absoluto los motivos de descontento en los trabajadores, y que el desencadenamiento de luchas importantes sigue siendo posible, si no inevitable, en nuestra época. Pero, ¿pueden estas luchas adoptar una forma revolucionaria en el seno de una ‘sociedad de bienestar’? ¿No estarán condenadas a quedar limitadas a objetivos reformistas mientras sigan desarrollándose en un clima de prosperidad más o menos general?…
«Para responder a esta objeción, hay que circunscribir de modo más preciso el objeto. Si con esto quiere decirse que, en el clima económico actual de Europa, no veremos repetirse revoluciones como la revolución alemana de 1918 o como la revolución yugoslava de 1941-45, se está emitiendo, evidentemente, un truismo. Pero este truismo lo hemos admitido de entrada, y lo hemos incluido en nuestra hipótesis liminar. Toda la cuestión está ahí: ¿no puede operarse el derrocamiento del capitalismo más que bajo formas de esa especie, limitadas necesariamente a circunstancias ‘catastróficas’? No pensamos que así sea. Pensamos que existe un ‘modelo histórico’ distinto al que podemos referirnos: el de la huelga general de junio de 1936 (y, a una escala más modesta, la huelga general belga de 1960-61, que hubiera podido crear una situación análoga a la de junio de 1936).
«Es perfectamente posible que en el clima económico general del ‘neocapitalismo próspero’ o de la ‘sociedad de consumo de masas’, los trabajadores se radicalicen progresivamente como consecuencia de una sucesión de crisis sociales (intentos de imponer la política de ingresos o el bloqueo de los salarios), políticas (intentos de limitar la libertad de acción del movimiento sindical y de imponer un ‘estado fuerte’), económicas (recesiones, o bruscas crisis monetarias, etc.), o incluso militares (por ejemplo, reacciones de gran envergadura contra las agresiones imperialistas, contra el mantenimiento de la alianza con el imperialismo internacional, contra el empleo de armas nucleares tácticas en las ‘guerras locales’, etc.); que estos mismos trabajadores radicalizados desencadenen luchas cada vez más amplias en el curso de las cuales empiecen a vincular algunos de los objetivos del programa de reformas de estructura anticapitalistas con las reivindicaciones inmediatas; que esta oleada de lucha desemboque en una huelga general que derroque el gobierno y cree una situación de dualidad de poder[6].»
Nos disculpamos por esta cita tan larga. En todo caso, demuestra que el tipo de crisis revolucionaria que ha estallado en mayo de 1968 podía preverse a grandes rasgos; que no debía considerarse en absoluto como improbable o excepcional; y que las organizaciones socialistas y comunistas hubieran podido perfectamente prepararse, desde hace años, para este tipo de revolución, si sus dirigentes lo hubieran querido y hubieran comprendido las contradicciones fundamentales del neocapitalismo.
Este tipo de explosión era tanto menos imprevisible cuanto que se habían tenido unas impresiones anticipadas de él en dos ocasiones: en diciembre de 1960-enero de 1961 en Bélgica, y en junio-julio de 1965 en Grecia. Después de los acontecimientos de mayo de 1968, no cabe ya duda de que será bajo esa forma – una huelga de masas que desborda los objetivos reivindicativos y los marcos institucionales «normales» de la sociedad y el estado capitalistas – que se producirán las crisis revolucionarias posibles en Occidente (a menos que sobrevenga una modificación radical de la situación económica o una guerra mundial).
En relación al debate que se ha ido desarrollando en el movimiento socialista internacional en torno a las líneas maestras de una estrategia anticapitalista en Europa, los acontecimientos de mayo de 1968 aportan también unas precisiones suplementarias que completan el esbozo de tipología de la revolución socialista en Europa occidental que habíamos iniciado en 1965.
Ante todo, cuando las contradicciones del neocapitalismo, comprimidas durante largo tiempo, estallan en acciones de masas de carácter explosivo, la huelga de masas, la huelga general, tiene tendencia a desbordar la forma de la «huelga pacífica y tranquila que se desarrolla en medio de una total tranquilidad», y combina formas de acción diversas, entre las cuales la ocupación de fábricas, la aparición de piquetes cada vez más masivos y duros, réplicas inmediatas a toda represión violenta, manifestaciones callejeras que se transforman en escaramuzas, y encontronazos constantes con las fuerzas de represión, llegando incluso a la reaparición de barricadas, merecen mención aparte.
Con objeto de velar los orígenes espontáneos e inevitables de esta radicalización de las formas de acción, y de acreditar la odiosa tesis de los «provocadores izquierdistas» que conspiran para crear «incidentes violentos» al servicio del gaullismo[7], los reformistas y los neorreformistas de todo pelaje se ven obligados a pasar en silencio el hecho de que ya se habían producido manifestaciones similares durante la huelga general belga de 1960-61 (barricadas callejeras en el Henao; ataque a la estación de los Guillemins en Lieja); el de que los obreros jóvenes habían pasado a la acción masivamente en este sentido con ocasión de las huelgas del Mans, de Caen, de Mulhouse, de Besançon y de otros puntos en Francia, en 1967; el de que la radicalización de la juventud obrera se vio acompañada por la reaparición de formas de acción análogas en Italia (Trieste, Turín), e incluso en Alemania occidental.
Resumiendo, a menos que se acepte la ridícula tesis de Pompidou de una «conspiración internacional», es preciso reconocer que el giro de la lucha de masas ha sido un giro espontáneo, determinado por factores objetivos que hay que desvelar, en vez de incriminar ya sea el carácter pequeñoburgués de los estudiantes, ya la «falta de madurez política» de la juventud, o bien el papel de unos provocadores legendarios.
Ahora bien, no es difícil comprender las razones por las que toda radicalización de la lucha de clases tenía que desembocar rápidamente en una confrontación violenta con las fuerzas represivas. Asistimos, en Europa, desde hace dos decenios, a un fortalecimiento continuo del aparato de represión, mientras que distintas disposiciones legales obstaculizan la acción de huelga y las manifestaciones obreras. Si bien en los períodos «normales» los trabajadores no tienen la posibilidad de rebelarse contra esas disposiciones represivas, no ocurre lo mismo cuando se produce una huelga de masas, que, repentinamente, los hace conscientes del inmenso poder que encierra su acción colectiva. De pronto, y espontáneamente, se dan cuenta de que el «orden» es un orden burgués que tiende a asfixiar la lucha emancipadora del proletariado. Adquieren conciencia del hecho de que esta lucha no puede superar un determinado nivel sin chocar cada vez más directamente con los «guardianes» de este orden, y de que esta lucha emancipadora seguirá siendo eternamente inútil si los trabajadores siguen respetando las reglas de juego imaginadas por sus enemigos para ahogar su rebelión.
El hecho de que tan sólo una minoría de jóvenes trabajadores hayan sido los protagonistas de estas formas nuevas de lucha, mientras fueron embrionarias; el de que haya sido en la juventud obrera donde las barricadas de los estudiantes han provocado más reflejos de identificación; el hecho de que en Flins y en Peugeot-Sochaux hayan sido, igualmente, los jóvenes los que replicaran de forma más clara a las provocaciones de las fuerzas represivas, no invalida en nada el análisis precedente. En todo ascenso revolucionario, siempre es una minoría relativamente reducida la que experimenta nuevas formas de acción radicalizadas. Los dirigentes del PCF, en vez de ironizar sobre la «teoría anarquista de las minorías activas», harían mejor en releer a Lenin al respecto[8]. Por lo demás, es precisamente entre los jóvenes donde resulta menos pesado que entre los adultos el peso de los fracasos y decepciones del pasado, el peso de la deformación ideológica que se deriva de una propaganda incesante de las «vías pacíficas y parlamentarias».
Los acontecimientos de mayo de 1968 también demuestran que la idea de un largo período de dualidad de poder, la idea de una conquista y una institucionalización graduales del control obrero o de cualquier reforma de estructura anticapitalista, descansa en una concepción ilusoria de la lucha de clases exacerbada del período prerrevolucionario y revolucionario.
Nunca podrá hacerse temblar el poder de la burguesía mediante una sucesión de pequeñas conquistas. Si no se da un cambio brusco y brutal de las relaciones de fuerzas, el capital encuentra, y siempre encontrará, los medios para integrar tales conquistas en el funcionamiento del sistema. Y cuando se produce un cambio radical de las relaciones de fuerzas, el movimiento de las masas se dirige espontáneamente hacia una conmoción fundamental del poder burgués. La dualidad de poder refleja una situación en que la conquista del poder es ya objetivamente posible debido al debilitamiento de la burguesía, pero en la que sólo la falta de preparación política de las masas, la preponderancia de tendencias reformistas y semirreformistas en su seno, detienen momentáneamente su acción en un nivel dado.
Mayo del 68 confirma, a este respecto, la ley de todas las revoluciones, es decir, que cuando unas fuerzas sociales tan amplias entran en acción, cuando lo que está en juego es tan importante, cuando el menor error, la menor iniciativa audaz por parte de uno u otro bando puede modificar radicalmente el sentido de los acontecimientos en el intervalo de unas pocas horas, resulta totalmente ilusorio tratar de «congelar» este equilibrio, sumamente inestable, durante varios años. La burguesía se ve obligada a tratar de reconquistar de inmediato lo que las masas le arrebatan en el terreno del poder. Las masas, si no ceden ante el adversario, se ven casi instantáneamente obligadas a ampliar sus conquistas. Así ha ocurrido en todas las revoluciones; así volverá a ocurrir mañana[9].
3. El problema estratégico central
La enorme debilidad, la enorme impotencia de las organizaciones tradicionales del movimiento obrero cuando se ven confrontadas con los problemas planteados por los ascensos revolucionarios posibles en Europa occidental, se ha manifestado en el modo en que Waldeck-Rochet, el secretario general del PCF, resume el dilema en el que, según él, estaba encerrado el proletariado francés en mayo de 1968:
«En realidad, la opción a tomar en mayo era la siguiente:
«- O bien actuar de modo que la huelga permitiera satisfacer las reivindicaciones esenciales de los trabajadores y proseguir, al mismo tiempo, en el plano político, la acción orientada a cambios democráticos necesarios en el marco de la legalidad. Esta era la posición de nuestro partido.
«- O bien lanzarse decididamente a la prueba de fuerza, es decir, ir a la insurrección, recurriendo, incluso, a la lucha armada con objeto de derribar el poder por la fuerza. Esta era la posición aventurera de algunos grupos ultraizquierdistas.
«Pero como las fuerzas militares y represivas estaban del lado del poder establecido[10], y como la inmensa masa del pueblo era absolutamente hostil a semejante aventura, es evidente que entrar en esta vía significaba, sencillamente, conducir a los trabajadores a la matanza y buscar el aplastamiento de la clase obrera y de su vanguardia, el partido comunista.
«¡Pues bien! No, no caímos en la trampa. Ya que ahí estaba el verdadero plan del poder gaullista.
«En efecto, el cálculo del poder era sencillo: ante una crisis que él mismo había provocado con su política antisocial y antidemocrática, calculó utilizar esta crisis para asestar un golpe decisivo y duradero a la clase obrera, a nuestro partido, a todo movimiento democrático[11].»
Dicho de otra forma: o bien había que limitar los objetivos de la huelga general de diez millones de trabajadores[12] a reivindicaciones inmediatas, es decir, a tan sólo una fracción del programa mínimo; o bien había que lanzarse de golpe a la insurrección armada para la conquista revolucionaria del poder. O lo uno o lo otro, el mínimo o el máximo. Puesto que no se estaba preparado para la insurrección inmediata, había que ir a unos nuevos acuerdos Matignon. Igual podría concluirse que, puesto que jamás se estará preparado para una insurrección armada al comienzo de una huelga general – sobre todo si se sigue educando a las masas y al propio partido en el «respeto a la legalidad» -, jamás se librarán luchas que no estén centradas en reivindicaciones inmediatas…
¿Es concebible una actitud más alejada del marxismo, por ni siquiera citar al leninismo?
Cuando el poder de la burguesía es estable y fuerte, sería absurdo lanzarse a una acción revolucionaria que tuviera por objeto el derrocamiento inmediato del capital; con ello se iría a una derrota segura. Pero, ¿cómo se pasará de ese poder fuerte y estable a un poder debilitado, resquebrajado, desagregado? ¿Por un salto milagroso? ¿No exige una modificación radical de las relaciones de fuerzas algunas estocadas decisivas? ¿No abren estas estocadas un proceso de debilitamiento progresivo de la burguesía? ¿No consiste el deber elemental de un partido que se reclame de la clase obrera – e incluso de la revolución socialista – en impulsar al máximo este proceso? ¿Puede hacerse esto excluyendo por decreto toda lucha que no sea por reivindicaciones inmediatas… mientras la situación no esté madura para la insurrección armada inmediata, con victoria garantizada sobre factura?
¿No representa una huelga de diez millones de trabajadores, con ocupación de fábricas, un debilitamiento considerable del poder del capital? ¿Quizá no hay que concentrar todos los esfuerzos en ensanchar la brecha, en tomar garantías, en actuar de tal modo que el capital no pueda ya restablecer rápidamente la relación de fuerzas en favor suyo? ¿Existe otro medio para lograrlo que no sea arrebatar al capital los poderes de hecho, en la fábrica, en los barrios, en la calle, es decir, pasar de la lucha por reivindicaciones inmediatas a la lucha por reformas de estructura anticapitalistas, por reivindicaciones transitorias? Al abstenerse deliberadamente de luchar por tales objetivos, y encerrarse deliberadamente en luchas por reivindicaciones inmediatas, ¿no se crean todas las condiciones propicias para un restablecimiento de la relación de fuerzas a favor de la burguesía, para una nueva y brutal inversión de tendencias?
Toda la historia del capitalismo atestigua su capacidad para ceder en cuanto a reivindicaciones inmediatas cuando su poder está amenazado. Sabe perfectamente que, si conserva el poder, podrá recobrar en parte lo que ha dado (mediante el alza de precios, los impuestos, el paro, etc.), y, en parte, digerirlo con un aumento de la productividad. Además, toda burguesía enervada y asustada por una huelga de amplitud excepcional, pero que conserve su poder de estado, tenderá a pasar a la contraofensiva y a la represión en cuanto refluya el movimiento de masas. La historia del movimiento obrero así lo demuestra: un partido encerrado en el dilema de Waldeck Rochet jamás hará la revolución, y se dirigirá con toda seguridad a la derrota[13].
Al negarse a entrar en el proceso que lleva de la lucha por reivindicaciones inmediatas a la lucha por el poder, a través de la lucha por las reivindicaciones transitorias y de la creación de órganos de la dualidad de poder, los reformistas y neorreformistas se han condenado invariablemente a considerar toda acción revolucionaria como una «provocación» que debilita a las masas y que «fortalece a la reacción». Esta fue la cantilena de la socialdemocracia alemana en 1919, en 1920, en 1923, en 1930-33. La culpa es de los «aventureros izquierdistas, anarquistas, putschistas, espartaquistas, bolcheviques» (entonces aún no se decía «trotskistas») si la burguesía obtiene la mayoría en la asamblea constituyente de Weimar, ya que sus «acciones violentas» han «asustado al pueblo», gimen los Scheidemann en 1919. La culpa de que el nazismo haya podido fortalecerse es de los comunistas, ya que ha sido la amenaza de la revolución la que ha decantado a las clases medias al campo de la contrarrevolución, repitieron en 1930-33.
Es significativo que incluso el Kautsky de 1918 comprendiera todavía que el movimiento obrero, confrontado con poderosas huelgas de masas, no podía limitarse a las formas de acción y de organización tradicionales (sindicatos y elecciones), sino que debía pasar a formas de organización superiores, es decir, a la constitución de comités elegidos por los trabajadores, de tipo soviético. No por ello dejó Lenin de fustigar las vacilaciones, las contradicciones y el eclecticismo de Kautsky en 1918. ¡Qué no hubiera objetado a esta argumentación de Waldeck-Rochet: «Puesto que no estamos preparados para organizar de inmediato la insurrección armada victoriosa, será mejor no asustar a la burguesía y limitarse a pedir aumentos de salario y a aceptar las elecciones; y eso en el momento en que Francia cuenta con el mayor número de huelguistas de toda su historia, en que los obreros ocupan las fábricas, en que el sindicato de la policía anuncia que dejará de ejercer la represión, en que el Banco de Francia no puede ya imprimir billetes de banco por falta de obreros dispuestos a trabajar, en que – y éste es el signo más seguro del desquiciamiento del poder burgués – unas capas tan periféricas como los arquitectos, los ciclistas profesionales, los ayudantes de hospital y los notarios se ponen a ‘cuestionar’ al régimen»!
La discusión sobre la «vacante de poder», planteada de esta forma metafísica, no tiene, evidentemente, ninguna salida. Pero Waldeck-Rochet, que recoge por su cuenta la tesis gaullista de la «conspiración» (¡según su versión, los conspiradores son los gaullistas!), reemplazando, de este modo, el análisis de la lucha de clases por el recurso a la demonología, debería recordar que el poder, que, según parece, quería, a cualquier precio, atraer a la clase obrera a la «trampa» de la «prueba de fuerzas», perdió el aliento buscando a los dirigentes sindicales para negociar la detención de la huelga a cambio de concesiones materiales bastante sustanciales.
Si la intención del gaullismo hubiera sido realmente la de provocar una prueba de fuerzas, su vía de actuación estaba clara: negarse al diálogo con los sindicatos mientras las fábricas siguieran ocupadas. La prueba de fuerza se hubiera hecho inevitable en un plazo de pocas semanas. ¡Sín embargo, se cuidó mucho de no cometer semejante locura, y con motivo! Su estimación de la relación de fuerzas y de su deterioro constante desde el punto de vista de la burguesía era más exacta que la que Waldeck-Rochet nos presenta hoy. Es decir, no buscaba la prueba de fuerzas, sino la finalización de la huelga, lo antes posible y al precio que fuera. Esto quiere decir que toda la tesis de la «trampa» no es más que un mito que tiene por objeto desviar la atención de los verdaderos problemas[14]. Si, por lo demás, puede hablarse de un «plan» de de Gaulle, el del 30 de mayo es brillante: detener las huelgas lo antes posible, y luego ir a las elecciones. ¿Cuál fue la reacción de la dirección del PCF? ¿No cayó de cabeza en esa «trampa», hasta el punto de acusar a los huelguistas de «ayudar al régimen a evitar las elecciones»? ¿Y cuál fue el resultado?
Por esto es que toda la casuística desarrollada para dilucidar si realmente el poder estaba vacante en mayo, y si de Gaulle había o no «manifestado su intención de retirarse y de dejar el puesto», está relacionada con los mismos métodos de pensamiento que sustituyen por la referencia a la conspiración, a la astucia y a los «provocadores» el análisis serio de las fuerzas sociales en presencia y de la dinámica de sus relaciones recíprocas.
Una «vacante de poder» no es ningún regalo que se reciba tal cual de la historia; esperarla pasivamente, o con campañas electorales, significa resignarse a no encontrársela jamás. Una «vacante de poder» no es más que el punto final de todo un proceso de deterioro de la relación de fuerzas para la clase dominante. Ni siquiera Kerensky manifestaba la menor «intención de retirarse y ceder el puesto» unas horas antes de la insurrección de octubre. Lo esencial no es entrar en discusiones escolásticas en torno a la definición de una verdadera «vacante de poder». Lo esencial es intervenir en la lucha de las masas de tal manera que se acelere incesantemente este deterioro de la relación de fuerzas contra el capital. Aparte de la estrategia orientada a arrebatar a la burguesía los poderes de hecho, la propaganda incansable de la revolución, aun cuando sus condiciones no estén aún completamente «maduras», constituye para ello una condición necesaria[15].
El problema estratégico central es, pues, realmente, el de romper el dilema: «O huelgas puramente reivindicativas, seguidas de elecciones (es decir, business as usual), o insurrección armada inmediata, con la condición de que la victoria esté asegurada por anticipado». Hay que entender que unas huelgas generales como las de diciembre de 1960-enero de 1961 en Bélgica, o la de mayo de 1968 en Francia – sobre todo si relacionadas con ellas aparecen nuevas formas de lucha radical de las masas -, pueden y deben desembocar en algo más que en aumentos salariales, aun cuando los preparativos para una insurrección armada no estén demasiado a punto. Pueden y deben desembocar en la conquista por las masas de nuevos poderes de hecho, de poderes de control y de veto que creen una dualidad de poder, eleven la lucha de clases a su nivel más alto y exacerbado, y hagan madurar de este modo las condiciones para una toma revolucionaria del poder.
4. Espontaneidad de las masas, dualidad de poder y organización revolucionaria
Admitamos que los estudiantes tuvieran realmente intenciones revolucionarias en mayo de 1968; pero, ¿no se limitó la inmensa mayoría de los trabajadores a aceptar el carácter reivindicativo que los dirigentes sindicales imprimieron a la huelga? Es de este modo que M. Duverger, Jean Dru y otros corean el análisis del PCF.
Es realmente difícil saber qué pensaba realmente la masa de los trabajadores durante las jornadas de mayo; en efecto, no se le concedió la palabra. Hubiera sido fácil, sin embargo, averiguar sus preocupaciones, si realmente se hubiera deseado conocerlas. Hubiera bastado con reunir a los trabajadores en asambleas generales en las empresas, concederles ampliamente la palabra, decidir que las fábricas fueran ocupadas por toda la masa obrera, hacer que en ellas reinara la más amplia democracia obrera, reunirlos en todas las vicisitudes de la huelga; hubiera bastado, en suma, con crear, en el marco de esa huelga general, ese tipo de comités de huelga electos, con delegados revocables en todo momento; con ese tipo de contestación y de debate permanente bajo la mirada crítica de las masas que es el de los soviets, predicados para tales huelgas no sólo por Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburg, sino incluso por el Kautsky de 1918. Los dirigentes oficiales del movimiento obrero francés están muy por detrás de ese Kautsky[16].
El hecho de que los dirigentes sindicales se hayan esforzado por evitar a cualquier precio estas ocupaciones masivas y estas confrontaciones de ideas; el de que hayan intentado por todos los medios impedir el acceso a las fábricas a los portavoces de los estudiantes, indica que no estaban muy seguros de las reacciones de los trabajadores. El hecho de que los trabajadores convocados para ratificar el «protocolo de Grenelle» lo rechazaran por mayorías aplastantes constituye también un indicio de la voluntad instintiva de las masas de superar la fase de un movimiento puramente reivindicativo.
Cabe, por lo demás, plantearse esta pregunta: si es cierto que todo lo que deseaban los trabajadores era un aumento importante de los salarios, ¿por qué entraron espontáneamente en la vía de las ocupaciones de fábricas? Los trabajadores franceses han desarrollado distintos movimientos por aumentos salariales durante los últimos veinte años. Nunca esos movimientos tuvieron una amplitud comparable con la de mayo de 1968; nunca sus formas de acción se aproximaron a las de mayo de 1968. Con la ocupación de fábricas; lanzándose a la calle a decenas y a veces a cientos de miles; izando banderas rojas en las empresas; expandiendo por todas partes consignas como «con diez años, ya basta»; «las fábricas a los obreros»; «poder obrero», «el poder a los trabajadores», la masa de los huelguistas expresaba unas aspiraciones que desbordaban ampliamente las reivindicaciones puramente salariales[17].
Pero existe una prueba aún mucho más convincente de que también los trabajadores querían ir más allá de una simple campaña rutinaria «por salarios y unas buenas elecciones». Se trata de su comportamiento en todas partes en que tuvieron ocasión de expresarse libremente, en que la pantalla burocrática se resquebrajó y cayó, en que pudieron desarrollarse iniciativas desde la base. Se está lejos de haber hecho un inventario completo de estas experiencias; pero su lista es ya impresionante:
– en la fábrica C.S.F., de Brest, los trabajadores decidieron continuar la fabricación, pero produjeron lo que ellos consideraron importante, en especial «walkie-talkies» que ayudaron a los huelguistas y a los manifestantes a defenderse contra la represión;
– en Nantes, el comité de huelga trató de controlar la circulación hacia la ciudad y hacia fuera de ella, distribuyendo permisos de circulación y bloqueando mediante barricadas los accesos a la ciudad. Parece, por lo demás, que este mismo comité emitió unos bonos de crédito que eran aceptados como moneda por ciertos comerciantes y agricultores;
– en Caen, el comité de huelga prohibió todo acceso a la ciudad durante veinticuatro horas;
– en las fábricas Rhône-Poulenc, en Vitry, los huelguistas decidieron establecer relaciones directas de intercambio con los agricultores, trataron de extender la experiencia a otras empresas, y discutieron el paso a la «huelga activa» (es decir, a la reanudación del trabajo por cuenta de ellos y con sus propios planes), al mismo tiempo que llegaban a la conclusión de que sería preferible remitir esta experiencia al momento en que varias otras empresas los siguieran en esta vía[18];
– en Cementos de Mureaux, los obreros votaron en asamblea general la revocación del director. Se negaron a aceptar la propuesta patronal de votar nuevamente. El director en cuestión fue entonces enviado a una sucursal de la empresa, en la que, por solidaridad con los de Mureaux, los trabajadores desencadenaron de inmediato una huelga, la primera en la historia de esa fábrica;
– en Pilas Wonder, en Saint-Ouen, los huelguistas eligieron un comité de huelga en asamblea general, y, para manifestar su reprobación de la orientación reformista de la CGT, se encerraron con barricadas en su fábrica y prohibieron el acceso a ella a los responsables sindicales;
– en Saclay, los trabajadores del centro de energía nuclear confiscaron material de la fábrica para proseguir la huelga;
– en los astilleros de Rouen, los trabajadores tornaron bajo su protección a los jóvenes que vendían literatura revolucionaria, e impidieron el acceso a la fábrica de los CRS que les perseguían para detenerlos;
– en varias imprentas de París, los trabajadores o bien impulsaron la modificación de titulares (Le Figaro), o bien se negaron a imprimir un diario (La Nation), cuando su contenido era directamente perjudicial para la huelga;
– en París, el C.L.E.O.P. (Comité de enlace estudiantes-obreros-
– en la Peugeot, en Sochaux, los trabajadores construyeron barricadas contra la intrusión de los CRS, y los echaron violentamente de la fábrica;
– en las fábricas Citroën, en París, se hizo una primera tentativa, modesta y embrionaria, de requisar camiones para el avituallamiento de los huelguistas;
– el caso tal vez más elocuente: en Astilleros del Atlántico, en Saint-Nazaire, los trabajadores ocuparon la empresa y se negaron, durante diez días, a presentar un cuaderno de reivindicaciones inmediatas, pese a la constante presión del aparato sindical[20].
Cuando esta lista quede completada, ¿cómo podrá discutirse el que exprese la tendencia espontánea de la clase obrera a tomar en mano su propia suerte y a reorganizar la sociedad según sus convicciones y su ideal? ¿Son ésas manifestaciones de una huelga puramente reivindicativa, de una huelga «cualquiera», o de una huelga cuya amplitud y cuya lógica empujaban a las propias masas a desbordar las reivindicaciones inmediatas [21]?
Se ha contrapuesto a este análisis el resultado de las elecciones legislativas y el auge gaullista que éste refleja. Pero se trata de unos análisis intensamente teñidos de cretinismo parlamentario, de ignorancia fingida de lo que representan unas elecciones en la democracia burguesa.
En la primera vuelta, la izquierda obtuvo el 41 % de los votos, y los gaullistas el 44 %. Pero si se toma en cuenta el elevado número de trabajadores que esta vez se abstuvieron por asco de la política de las grandes organizaciones obreras, sin dejar por ello de permanecer disponibles para la acción; si se toman en cuenta los cientos de miles de jóvenes que estaban en la vanguardia del movimiento de mayo de 1968, pero que están desprovistos de derecho de voto en un sistema electoral antidemocrático – y también debido a la negativa a poner al día las listas electorales, negativa que privó del derecho de voto a los que habían alcanzado recientemente la mayoría de edad -, puede presumirse, sin exageración, que, incluso después de la inmensa decepción del 30 de mayo, las fuerzas de la izquierda y del gaullismo estaban equilibradas en el seno del pueblo francés.
Ahora bien, este equilibrio se daba tras una maniobra victoriosa del gaullismo y de un fracaso táctico lamentable de la izquierda, que había aceptado las reglas de juego prescritas por el enemigo de clase: detener la huelga sobre una base puramente reivindicativa; aceptar de hecho la represión contra la extrema izquierda; remitirse a las elecciones para dirimir los problemas vitales levantados por mayo de 1968. ¿Puede dudarse por un solo instante que si la iniciativa hubiera permanecido del lado de la izquierda, si ésta hubiera podido hacer que fructificara el enorme capital de combatividad, de entusiasmo y de generosidad acumulado durante las cuatro semanas de mayo, y hubiera impuesto el control obrero, comités de fábrica y de barrio elegidos democráticamente, federados a nivel local y regional y confederados a escala nacional, piquetes de huelga armados, imprentas a disposición del pueblo, y todo eso además de la satisfacción de las reivindicaciones inmediatas, puede dudarse que entonces el 45 % de la nación francesa que la izquierda representaba, pese a todo, la noche del 23 de junio, se hubiera convertido, en un espacio de días, en más del 50 %?
Toda la historia contemporánea lo atestigua: si bien el «miedo a la guerra civil» es un móvil de opción política para las clases medias y las «capas flotantes del electorado», por otro lado la inclinación a pasarse al campo del más fuerte, la tentación de subirse al carro que va en dirección a la victoria, el atractivo de la iniciativa más resuelta y enérgica, pesan en la balanza de un modo mucho más decisivo[22]. En este sentido, de Gaulle había ganado la batalla ya en la noche del 30 de mayo, no tanto reagrupando al «partido del miedo» como ganando por la mano a sus adversarios políticos, marcados por las dudas, el inmovilismo y el espíritu de capitulación.
Se ha objetado a menudo a la estrategia de reformas de estructura anticapitalistas, a la estrategia del programa de transición que nosotros preconizamos, que sólo es eficaz si la aplican las grandes organizaciones obreras, sindicales y políticas. Sin el dique que tan sólo estas organizaciones pueden levantar contra la infiltración permanente de la ideología burguesa y pequeñoburguesa en el seno de la clase obrera, ésta estaría actualmente condenada a limitarse a luchas reivindicativas. La experiencia de mayo de 1968 ha desmentido totalmente este diagnóstico pesimista.
Sin duda, la existencia de sindicatos y de partidos de masas no integrados al régimen capitalista, que educaran incesantemente a los trabajadores en un espíritu de desafío y de cuestionamiento global frente a ese régimen, sería una baza enorme para acelerar la maduración de la conciencia de clase revolucionaria en el seno de los trabajadores – y eso aunque esos sindicatos y partidos no fueran instrumentos adecuados para la conquista del poder. Pero la experiencia de mayo de 1968 ha demostrado que incluso estando ausente una vanguardia revolucionaria de masas esta toma de conciencia acaba, de todos modos, por irrumpir en el seno del proletariado, porque está alimentada por toda la experiencia práctica de las contradicciones neocapitalistas que los trabajadores acumulan día tras día a lo largo de los años.
La espontaneidad es la forma embrionaria de la organización, decía Lenin. La experiencia de mayo de 1968 permite precisar de dos modos la actualidad de esta idea. La espontaneidad obrera no es jamás una espontaneidad pura; en el seno de las empresas actúan los fermentos de los grupos de vanguardia – a veces un solo militante revolucionario curtido – cuya tenacidad y paciencia se ven recompensadas precisamente en esos momentos de fiebre social que llega a su paroxismo. La espontaneidad obrera desemboca en la organización de una vanguardia más amplia porque en el plazo de unas pocas semanas millares de trabajadores han comprendido la posibilidad de la revolución socialista en Francia. Han comprendido que deben organizarse con este fin, y tejen mil lazos con los estudiantes, con intelectuales, con los grupos revolucionarios de vanguardia, que, poco a poco, van dando forma al futuro partido revolucionario de masas del proletariado francés, del que la JCR[23] se muestra ya desde ahora como su núcleo más sólido y dinámico.
No somos plácidos admiradores de la pura y simple espontaneidad obrera. Aun cuando ésta se revalorice, inevitablemente, ante el conservadurismo de los aparatos burocráticos[24], choca, sin embargo, con unos límites evidentes ante un aparato de estado y una máquina represiva altamente especializados y centralizados. En ninguna parte ha logrado aún la clase obrera derribar espontáneamente el régimen capitalista y el estado burgués en un territorio nacional; y sin duda jamás lo conseguirá. Incluso la extensión de órganos de dualidad de poder a todo un país de las dimensiones de Francia es, si no imposible, sí al menos enormemente difícil en ausencia de una vanguardia ya lo bastante implantada en las empresas como para poder generalizar rápidamente las iniciativas de los trabajadores de algunas fábricas piloto.
Por otra parte, no tiene ninguna ventaja el exagerar la amplitud de la iniciativa espontánea de las masas trabajadoras en mayo de 1968. Ésta estaba presente en todas partes, en potencia; no se hizo realidad más que en una serie de casos limitados, tanto al nivel de desencadenamiento de ocupaciones de fábricas como al de las iniciativas de dualidad de poder antes mencionadas. Los estudiantes en acción escaparon, en su gran mayoría, a los intentos de canalización hacia vías reformistas; los trabajadores, una vez más, se han dejado canalizar en su mayoría. No hay que echárselo en cara; la responsabilidad la tienen los aparatos burocráticos que se han esforzado durante años en ahogar en su seno todo espíritu crítico, toda manifestación de oposición respecto a la orientación reformista o neorreformista, todo resto de democracia obrera. La victoria política gaullista de junio de 1968 es el precio que paga el movimiento obrero por estas relaciones aún no trastocadas entre la vanguardia y la masa en el seno del proletariado francés.
Pero si bien es cierto que mayo del 68 ha permitido verificar una vez más la ausencia de una dirección revolucionaria adecuada y las consecuencias inevitables que de ello se desprenden para el éxito del ascenso revolucionario, por otra parte la experiencia permite también entrever – por primera vez en Occidente desde hace más de treinta años – las dimensiones reales del problema y sus vías de solución. Lo que faltó en mayo de 1968 para que se produjera una primera incursión decisiva hacia la dualidad de poder – para que Francia conociera, salvando las proporciones, su febrero de 1917 – fue una organización revolucionaria no más numerosa en las empresas de lo que era ya en las universidades. En ese momento preciso, y en esos sitios, unos núcleos reducidos de obreros, articulados, armados de un programa y de un análisis político correctos, y capaces de hacerse oír, hubieran bastado para impedir la dispersión de los huelguistas, para imponer en las principales fábricas del país la ocupación de masas y la elección democrática de los comités de huelga. Esto no hubiera sido, desde luego, ni la insurrección ni la toma del poder. Pero se hubiera girado una página decisiva de la historia de Francia y de Europa. Todos aquellos que creen posible y necesario el socialismo deben actuar de modo que sea girada la próxima vez.
5. Participación, autogestión, control obrero
Para conquistar el poder se necesita una vanguardia revolucionaria que haya convencido ya a la mayoría de los asalariados de la imposibilidad de ir al socialismo por vía parlamentaria, que sea ya capaz de movilizar a la mayoría del proletariado bajo su bandera. Si el PCF hubiera sido un partido revolucionario – es decir, si hubiera educado a los trabajadores en ese mismo espíritu incluso en los períodos en que la revolución no estaba a la orden del día, incluso en las fases contrarrevolucionarias, tal como dice Lenin -, entonces, en abstracto, esta toma del poder hubiera sido posible en mayo de 1968. Sólo que entonces muchos de los supuestos hubieran sido muy distintos de la realidad de mayo de 1968.
Dado que el PCF no es un partido revolucionario, y dado que ningún grupo de vanguardia dispone todavía de audiencia suficiente en la clase obrera, mayo del 68 no podía terminar en una toma del poder. Pero una huelga general con ocupación de fábricas puede y debe terminar con la conquista de reformas de estructura anticapitalistas, con la realización de reivindicaciones transitorias, es decir, con la creación de una dualidad de poder, de un poder de hecho de las masas opuesto al poder legal del capital. Para la realización de una dualidad de poder no resulta indispensable un partido revolucionario de masas; basta con un poderoso empuje espontáneo de los trabajadores, estimulado, enriquecido y parcialmente coordinado por una vanguardia revolucionaria organizada, aún demasiado débil para disputar directamente la dirección del movimiento obrero a los aparatos tradicionales, pero ya lo bastante fuerte para desbordarla en la práctica.
Esta vanguardia organizada no es aún un partido; es un partido en devenir, el núcleo de un futuro partido. Y si bien los problemas de construcción de ese partido se sitúan, a grandes rasgos, en un marco análogo al esbozado por Lenin en ¿Qué hacer?, su solución tiene que estar enriquecida por sesenta años de experiencia y por la incorporación de todas las particularidades que caracterizan hoy al proletariado, a los estudiantes y a las demás capas explotadas de los países imperialistas.
Hay que tener en cuenta que, históricamente, esta tentativa será la tercera – tras haber fracasado las de la SFIO y el PCF -, y que los fracasos del pasado inculcan a los trabajadores y a los estudiantes una acentuada – y justificada – desconfianza respecto a todo intento de manipulación, a todo dogmatismo esquemático, a todo esfuerzo por sustituir los objetivos que las masas se asignan a sí mismas por objetivos teledirigidos. Por el contrario, la capacidad de apoyar y ampliar todo movimiento parcial por objetivos justos, de mostrarse como el mejor organizador de todos esos combates parciales y sectoriales, es lo que da al militante revolucionario (y a su organización) la autoridad necesaria para integrarlos a una acción anticapitalista de conjunto.
Se ha denunciado el carácter falsificador del movimiento gaullista de la «participación» lo bastante para que no sea necesario extenderse demasiado al respecto. Mientras subsista la propiedad privada de los principales medios de producción, la irregularidad de las inversiones provoca inevitablemente unas fluctuaciones cíclicas de la actividad económica, es decir, el paro. Mientras la producción sea, en lo esencial, una producción para el beneficio, no estará orientada a satisfacer ante todo las necesidades de los hombres, sino que se orientará hacia los sectores que den mayor beneficio (así sea «manipulando» la demanda). Mientras en la empresa el capitalista y su director conserven el derecho de mandar sobre los hombres y las máquinas – y, desde de Gaulle hasta Couve de Murville, todos los paladines del régimen han precisado claramente que ni por un instante han pensado en poner en tela de juicio ese poder -, el trabajador seguirá estando alienado en el proceso de producción.
Si sumamos estas tres características del régimen capitalista, obtendremos la imagen de una sociedad en la que subsisten los rasgos fundamentales de la condición proletaria. Subsiste la inseguridad de la existencia. Subsiste la alienación del productor. La del consumidor incluso aumentará. La venta de la fuerza de trabajo desembocará, como antes, en la aparición de una plusvalía y en la acumulación de un capital que es propiedad de una clase distinta a aquella que la ha engendrado con su trabajo[25]. Dentro de estos límites, una «participación» equivale, en suma, a un intento de acentuar la alienación, de hacer perder a los trabajadores la conciencia de estar explotados, sin suprimir la alienación misma. Los proletarios tendrán el derecho a ser consultados sobre cuántos de ellos serán despedidos. ¡Felices las gallinas que participan en la selección de los procedimientos que se emplearán para desplumarlas!
Deshacer el engaño de los parloteos sobre la «participación», sin embargo, no basta. No es casual que esa demagogia haya surgido con ocasión de la crisis de mayo. Expresa, por parte del régimen, una toma de conciencia de la agudeza de las contradicciones sociales en la Francia neocapitalista, un presentimiento de su carácter explosivo durante todo un período histórico. Si no, ¿cómo explicar que fuerzas importantes del gran capital se vean obligadas a utilizar unos argumentos que pudieron ahorrarse incluso en 1936 y en 1944-45? Es chocante el paralelismo entre la socialdemocracia alemana luchando contra Spartakus, los consejos de obreros y soldados, en enero de 1919, bajo la consigna «la socialización está en marcha», y de Gaulle intentando encauzar la revolución que asciende desde abajo insinuando que se dispone a realizar una revolución desde arriba, en orden y tranquilidad, naturalmente.
La explosión de mayo ha planteado de golpe, ante toda la sociedad francesa, la cuestión social de nuestra época en los países imperialistas. ¿Quién mandará sobre las máquinas? ¿Quién decidirá las inversiones, su orientación, su localización? ¿Quién determinará el ritmo de trabajo? ¿Quién elegirá el abanico de productos a fabricar? ¿Quién establecerá las prioridades en el empleo de los recursos productivos de que dispone la sociedad? Pese al intento de reducir la huelga general a un problema de retribución de la fuerza de trabajo, la realidad económica y social obliga y seguirá obligando a todo el mundo a discutir el problema fundamental, tal como Marx lo formuló: no sólo aumentos de salarios, sino supresión del salariado.
Los socialistas revolucionarios no podrán dejar de alegrarse. Este giro de los acontecimientos confirma lo que llevan proclamando desde hace años, es decir, que la lógica de la economía neocapitalista y de las luchas de clases amplificadas desplazará cada vez más el centro de gravedad de los debates y de la acción de los problemas de reparto de la renta nacional a los problemas del mantenimiento o derrocamiento de las estructuras capitalistas en la empresa, en la economía y en toda la sociedad burguesa.
En el curso de la crisis de mayo, la consigna de «autogestión» se lanzó desde diversos lados. Como consigna de propaganda general, no hay nada que objetarle, a condición, eso sí, de que se reemplace «autogestión de las empresas» por «autogestión de los trabajadores», y que se precise que esta última implica el advenimiento de una planificación democráticamente centralizada de las inversiones y algunas garantías suplementarias; de no ser así, el «productor desproletarizado» puede volver a verse siendo un Juan Lanas como antes, y podrá convertirse en parado de la noche a la mañana[26].
Pero como objetivo inmediato de acción, y al margen de las situaciones pre-insurreccionales en las que se plantea el derrocamiento inmediato del régimen capitalista, y especialmente en la forma en que fue utilizada algunas veces por dirigentes de la CFDT, esta consigna encierra una peligrosa confusión. La autogestión de los trabajadores presupone el derrocamiento del poder del capital, en las empresas, en la sociedad, y desde el punto de vista del poder político. Mientras ese poder subsista, no sólo es una utopía el pretender transferir el poder de decisión a los trabajadores, fábrica a fábrica (¡como si las decisiones estratégicas de la economía capitalista contemporánea se tomaran a ese nivel y no al de los bancos, los trusts, los monopolios y el estado!); es, también, una utopía reaccionaria, ya que tendería, si por casualidad encontrara un comienzo de institucionalización, a transformar a los colectivos de obreros en cooperativas de producción que se verían obligadas a sostener una competencia con las empresas capitalistas y a someterse a las leyes de la economía capitalista y a los imperativos del beneficio. Se hubiera llegado, dando un rodeo, al mismo resultado que aquél al que apunta la «participación» gaullista: quitar a los trabajadores la conciencia de estar explotados sin eliminar las causas esenciales de esa explotación.
La respuesta inmediata que tanto los acontecimientos de mayo como el análisis socioeconómico del neocapitalismo sugieren ante el problema del cuestionamiento del marco capitalista de la empresa y de la economía no puede ser, pues, ni la de «participación» (abierta colaboración de clase), ni la de «autogestión» (integración indirecta en la economía capitalista), sino la de control obrero. El control obrero es, para los trabajadores, el equivalente exacto de lo que representa para los estudiantes la contestación total.
Control obrero significa afirmación por parte de los trabajadores de la negativa a permitir que la patronal disponga libremente de los medios de producción y de la fuerza de trabajo. La lucha por el control obrero es la lucha por un derecho de veto de unos representantes libremente elegidos por los trabajadores y revocables en todo momento[27] sobre la contratación y los despidos, sobre los ritmos de las cadenas, sobre la introducción de nuevas fabricaciones, sobre el mantenimiento o la supresión de toda fabricación, y, evidentemente, sobre el cierre de las empresas. Es la negativa a discutir con la patronal o el gobierno en su conjunto sobre el reparto de la renta nacional mientras los trabajadores no hayan obtenido la posibilidad de desenmascarar la forma en que los capitalistas marcan las barajas cuando hablan de precios y beneficios. Es, en otros términos, la apertura de los libros de contabilidad patronales y el cálculo por los trabajadores de los auténticos precios de coste y de los verdaderos márgenes de beneficios.
El control obrero no debe concebirse como un esquema hecho una vez por todas que la vanguardia trata de insertar en el desarrollo real de la lucha de clases. La lucha por el control obrero – con la que se identifica en una amplia medida la estrategia de las reformas de estructura anticapitalistas, la lucha por el programa de transición – debe, por el contrario, entrar en todas las sinuosidades de las preocupaciones inmediatas de las masas, surgir y resurgir una y otra vez de la realidad cotidiana vivida por los trabajadores, las amas de casa, los estudiantes, los intelectuales revolucionarios.
¿Implica el alza de salarios conquistada en mayo de 1968, «necesariamente», una elevación de los precios de coste? ¿Hasta qué punto? ¿La elevación de los precios al por menor es realmente resultado de esta elevación de las remuneraciones[28]?
¿No estará tratando la patronal de «recuperar las pérdidas causadas por las huelgas» mediante una aceleración de los ritmos, es decir, no tratará de restablecer su tasa de ganancia mediante el aumento de la plusvalía relativa? ¿Quién es el responsable de la hemorragia de reservas de cambio que ha sufrido Francia en un plazo de pocos días? No serán, imaginamos, los trabajadores, ni siquiera los «grupúsculos izquierdistas», los que han transferido miles de millones de francos a Suiza y a otras partes.
Es en base a estas cuestiones, y a cuestiones análogas suscitadas por la realidad cotidiana, que puede constantemente ampliarse, actualizarse y perfeccionarse la agitación por el control obrero.
El objetivo no es crear nuevas instituciones en el marco del régimen capitalista. El objetivo es elevar el nivel de conciencia de las masas, su combatividad, su capacidad de replicar golpe a golpe ante cada medida reaccionaria de la patronal o el gobierno, cuestionar, no de palabra, sino con actos, el funcionamiento del régimen capitalista. Así será cómo se afianzará la insolencia revolucionaria de las masas, su resolución de echar a un lado el «orden» y la «autoridad» capitalistas para crear un orden superior, el orden socialista de mañana, dentro de un celoso respeto por la democracia de los trabajadores. Es en la medida en que se generalice la lucha por el control obrero; en que se amplíe incesantemente la prueba de fuerza con la patronal, con la consiguiente toma de conciencia revolucionaria de las masas; en que surjan por todos lados organismos de dualidad de poder, es en esta medida que el paso de la «ocupación pasiva» a la «ocupación activa», es decir, la reanudación de la economía bajo la gestión de los trabajadores mismos, adquiere un sentido no simbólico, sino real, es en esta medida que desaparecerá el peligro de «institucionalización» de las fábricas autogestionadas en el marco del régimen capitalista y que podrá un congreso de comités elegidos por los trabajadores tomar en sus manos la organización económica del nuevo poder, encarnando, al mismo tiempo, al nuevo poder en el plano político. Mayo de 1968 ha tenido el mérito histórico de demostrar que la lucha por este control obrero, que el nacimiento de la dualidad de poder, a partir de las entrañas mismas de las contradicciones neocapitalistas y de la iniciativa creadora de las masas, son posibles y necesarios en toda la Europa capitalista[29]. Una etapa posterior contemplará su florecimiento, es decir, pondrá a la orden del día la incursión al socialismo, a la desalienación del hombre. Estamos en el comienzo; prosigamos el combate.
Notas
[1] Este artículo, fechado el 20 de julio de 1968, fue traducido a muchos idiomas (el original escrito en francés)
[2] Toda lista de artículos y libros referidos a este debate sería necesariamente incompleta. Recordemos, tan sólo para refrescar la memoria, los artículos aparecidos en Les Temps modernes de agosto-septiembre de 1964 (Mandel, Santi, Poulantzas, Declercq-Guiheneuf, Tutino, Ingrao, Trentin, Anderson, Topham, Liebman); en la Revue internationale du socialismo, n.° 7, 8, 9 y 10, 2.° año (1963) (Prager, Basso, Herkommer, Therborn, Marchal, J. M. Vincent, Marcuse, Mallet, Mandel, Gorz, Topham); los libros de André Gorz, de Serge Mallet, de Pierre Naville, de Ken Coates, de Livio Maitan, de Jean Dru; el coloquio del Instituto Gramsci y del C.E.S., etc.
[3] Los elementos «históricos» incorporados al valor de la fuerza de trabajo -por volver al vocabulario de Marx- más allá de los elementos puramente fisiológicos, tienden a aumentar, y por ello mismo, los salarios reales, aun cuando estén en alza, pueden caer por debajo de este valor.
[4] Se menciona a menudo la supresión de las mediaciones entre el poder y el pueblo, provocada por el advenimiento del gaullismo, como una de las causas lejanas de la explosión de mayo. Más allá de este fenómeno particular de Francia, hay que encontrar los rasgos generales propios del neocapitalismo mismo.
[5] Esto se ha verificado incluso en Alemania occidental en 1967, año marcado por un auge excepcional de las huelgas salvajes. La más importante de las huelgas «oficiales» de ese año, la de los obreros del caucho de Hesse, empezó como huelga salvaje.
[6] Ernest Mandel, «Une stratégie socialiste pour l’Europe occidentale», en Revue internationale du socialismo, 2.° año, n.° 9, pp. 286-287.
[7] Waldeck-Rochet afirma, en su informe ante el comité central del PCF del 8-9 de julio de 1968 (L’Humanité, 10 de julio de 1968), que «la segunda de nuestras tareas es la defensa de las libertades democráticas contra las tendencias autoritarias y fascistas que irán fortaleciéndose». ¿A qué se debe, entonces, que el PCF no dijera ni una palabra en protesta contra la prohibición de las organizaciones de extrema izquierda, y que incluso le ofreciera al gobierno el pretexto para esta prohibición, siendo el primero en hablar de «las milicias armadas de Geismar»? La historia del movimiento obrero y democrático demuestra, sin embargo, que una represión tolerada contra la extrema izquierda se extiende progresivamente a toda la izquierda. Los dirigentes socialdemócratas pudieron meditar, en los campos de concentración nazis, sobre la cordura política que consistía en aceptar las medidas anticomunistas bajo el pretexto de que «la violencia comunista» provocaría «objetivamente» la represión fascista.
[8] Lenin, Oeuvres choisies, en dos vols., ediciones en lenguas extranjeras, Moscú, 1946, t. I, p. 542. («Las enseñanzas de la insurrección de Moscú»): «Las formas esenciales del movimiento de diciembre, en Moscú, han sido la huelga pacífica y las manifestaciones. La inmensa mayoría de los obreros no han participado activamente más que en estas dos formas de lucha. Pero precisamente el movimiento de diciembre, en Moscú, ha demostrado espectacularmente que la huelga general, como forma independiente y principal de lucha, ha quedado superada; que el movimiento desborda con una fuerza instintiva, irresistible, estos marcos demasiado estrechos, dando origen a la forma superior de la lucha: la insurrección.»
[9] Desde el inicio de las ocupaciones de empresas, las fuerzas de represión intentaron recuperar algunos puntos estratégicos ocupados por los huelguistas, como el centro de telecomunicaciones. Un movimiento obrero al que los acontecimientos no hubieran tomado desprevenido hubiera sabido defender estas posiciones clave, logradas sin ninguna dificultad, y partir de esas provocaciones del poder para hacer que las masas fueran aceptando progresivamente la idea de un armamento defensivo de los piquetes de huelga. El «miedo a la guerra civil» hubiera sido reemplazado por la voluntad de autodefensa.
[10] Admírese la fuerza del argumento. La especie de «revolución pacífica» que espera la dirección del PCF es, sin duda, una revolución en la que, desde un comienzo, «las fuerzas militares y represivas» se evaporen por ensalmo o… estén del lado del pueblo. Esperaremos con impaciencia que Waldeck-Rochet nos notifique esa transustanciación milagrosa de un ejército burgués y de una fuerza de represión en pura nada o en «ejército del pueblo», sin previa lucha, sin medios necesariamente revolucionarios para la desintegración de ese ejército. Cf. Lenin: «Es imposible, según se nos dice, luchar contra un ejército moderno; es preciso que el ejército se haga revolucionario. Desde luego, si la revolución no se gana a las masas y al ejército mismo, no puede ni pensarse en una lucha seria. Naturalmente, la acción en el ejército es necesaria. Pero no hay que imaginar este cambio súbito de la tropa como un acto simple y aislado, que resulte de la persuasión por un lado, y, por otro, del despertar de la conciencia. La insurrección de Moscú demuestra, con toda evidencia, hasta qué punto esa concepción es rutinaria y estéril. En realidad, la indecisión de la tropa, inevitable en todo movimiento verdaderamente popular, conduce, cuando la lucha revolucionaria se intensifica, a una verdadera lucha por la conquista del ejército. La insurrección de Moscú nos presenta, precisamente, la lucha más implacable y enconada de la reacción y de la revolución por conquistar el ejército» (op. cit., pp. 545-46).
[11] L’Humanité, 10 de julio de 1968.
[12] Es significativo, al respecto, que la dirección de la CGT no proclamara en ningún momento la huelga general, contentándose con afirmar que ésta «era un hecho». En realidad, la proclamación de la huelga general implicaba la formulación de objetivos que desbordaban los de una lucha reivindicativa, e implicaba (dentro de la tradición leninista) que se reconociera que estaba planteada la cuestión del poder. En 1960-61, en Bélgica, ante una huelga que era, sin embargo, mucho menos dura que la de Francia en mayo de 1968, y sin ocupación de fábricas, el PC criticaba a la dirección sindical socialdemócrata por no proclamar la huelga general. Lo que ocurría era que en Bélgica el PC no es más que una minoría bastante pequeña en el seno del movimiento sindical.
[13] Waldeck-Rochet afirma, también: «La condición del éxito de la vía pacífica es que la clase obrera, gracias a una correcta política de alianzas, logre agrupar, en la lucha por el socialismo, una superioridad de fuerzas tal que la gran burguesía, aislada, no esté ya en condiciones de recurrir a la guerra civil contra el pueblo.» Todo el cretinismo reformista se manifiesta en estas palabras: la «superioridad de fuerzas» no se mide ya por la amplitud de la movilización, la iniciativa, la audacia, la energía del proletariado, sino tan sólo por la desaparición de la voluntad de resistencia del adversario. ¡Mientras la burguesía sea capaz de «recurrir a la guerra civil», mejor no abrir boca! Con semejante estado de espíritu, ni la revolución rusa, ni la revolución yugoslava, ni la revolución china, por no hablar de la revolución cubana o de la revolución vietnamita, se hubieran emprendido nunca. Dicho sea de paso, ese ánimo apocado es el mejor aliento para que la burguesía desencadene su guerra civil. La socialdemocracia se anuló ante Hitler con argumentos de esa especie, y en Grecia fue la misma mentalidad la que permitió que los coroneles tomaran el poder sin encontrar seria resistencia.
[14] Cuando de Gaulle le dio la vuelta a la situación, el 30 de mayo, al aceptar los dirigentes del movimiento obrero el repliegue a «vías parlamentarias», le fue posible, evidentemente, endurecer la presión de las fuerzas represivas. Pero incluso entonces los casos de Flins y de Sochaux demostraron cuáles eran las posibilidades de réplica obrera. El «espectro de la guerra civil» es utilizado tanto por el régimen como por la dirección del PCF para velar la situación real y sus posibilidades, las de la dinámica de una política de autodefensa popular. Unas fuerzas represivas extenuadas por combates incesantes contra los estudiantes, que empezaron a extenderse a un número de ciudades cada vez mayor; las vacilaciones del régimen para movilizar al ejército estacionado en Francia (y acuartelado durante las semanas decisivas); la posibilidad de transformar a varios cientos de empresas en bastiones que resistieran ante los C.R.S. y protegieran a los manifestantes, he aquí cuáles eran los supuestos del problema. ¿Cuáles hubieran podido ser, en esas condiciones concretas, las posibilidades y objetivos de una intervención de los paracaidistas, en plena huelga general y ante un proletariado que tenía en sus manos la prenda suprema de todo el aparato productivo del país? La experiencia de julio de 1936 en España, cuando una intervención del ejército fue aplastada, en pocos días, en prácticamente todos los centros proletarios, por trabajadores resueltos, está llena de enseñanzas. La Francia de 1968 está lejos de tener tantas regiones atrasadas, base de repliegue del fascismo, como tenía España en 1936. La Europa de 1968 no tiene nada en común con la Europa de 1936. Las clases medias francesas no estaban demasiado dispuestas a aceptar una dictadura sangrienta. ¿Quién puede creer que de Gaulle no hizo todos sus cálculos y que se hubiera atrevido a emitir sus amenazas si no hubiera estado seguro de que sus adversarios retrocederían en vez de replicarle?
[15] «Kautsky no comprende en absoluto algo tan cierto como que aquello que distingue al marxista revolucionario del vulgo y del pequeño burgués es que sabe predicar a las masas ignorantes la necesidad de la revolución que está madurando, demostrar su llegada ineluctable, explicar su utilidad para el pueblo, preparar para ella al proletariado y a todas las masas trabajadoras y explotadas.» (Lenin, La revolución proletaria y el renegado Kautsky.)
[16] Lenin, ibid., citando a Kautsky, que escribía: «Contra las fuerzas colosales de que dispone el capital financiero en los terrenos económico y político, los viejos métodos de lucha económica y política del proletariado demuestran en todas partes ser insuficientes… La organización soviética es uno de los fenómenos más importantes de nuestra época. Promete adquirir una importancia primordial en las grandes batallas decisivas que se avecinan entre el capital y el trabajo.»
[17] Citemos una vez más a Lenin. «¡Y qué vergüenza para la socialdemocracia serán siempre estos discursos sobre la conspiración (cf. la «aventura izquierdista», E. M.) con ocasión de un movimiento popular de la amplitud de la insurrección de diciembre en Moscú!», Lenin, Informe sobre el Congreso de unificación del POSDR, junio de 1906.
[18] Señalemos que los mismos obreros entraron espontáneamente en contacto con distintas fábricas químicas de Europa occidental, demostrando mayor espíritu de iniciativa y mayor «conciencia europea» que todas las direcciones sindicales europeas juntas. La FIOM-CISL (federación internacional de obreros metalúrgicos, parte de la confederación internacional de sindicatos libres a la que están adheridos el DGB alemán, la FGTB belga, las Trade-Unions británicas, en particular), que estaba en congreso cuando se produjeron los acontecimientos de mayo, no llevó su solidaridad más allá de la concesión de un apoyo de… ¡10.000 dólares a los huelguistas! (0,1 centavos por huelguista).
[19] Militante del PSU, autor de un libro sobre el «poder obrero», Payot, 1969.
[20] Como fuente de estas diversas informaciones, véase en particular Le Monde, 29 de mayo de 1968; Le Figaro, 30 de mayo de 1968; La Nouvelle Avant-Garde, junio de 1968; Le Nouvel Observateur, 19 de junio y 15 de julio de 1968; «Mai 1968, premiére phase de la révolution socialiste française» (Mayo de 1968, primera fase de la revolución socialista francesa), número especial de la revista Quatrième Internationale, mayo-junio de 1968, etc.
[21] Waldeck-Rochet cita a Lenin : «Decir que toda huelga es un paso hacia la revolución socialista es una frase completamente colgada en el aire.» Quedamos confundidos ante la magnitud del sofisma. ¿Pretende insinuar Waldeck-Rochet que Lenin escribió: «Decir que una huelga de diez millones de trabajadores con ocupación de fábricas es un paso hacia la revolución socialista es una frase completamente colgada en el aire»? ¿Lenin, el mismo que escribió que una huelga general plantea la cuestión del poder, la cuestión de la insurrección?
[22] «[Los representantes de la II Internacional y los socialdemócratas independientes, E. M.] olvidan que la dominación de los partidos burgueses se basa en gran parte en el engaño, con el que inducen en error a amplias capas de la población; en la presión del capital. Además, se engañan a ellos mismos en cuanto a la naturaleza del capitalismo… Que la mayoría de la población se pronuncie en favor del partido del proletariado, en las condiciones del mantenimiento de la propiedad privada, es decir, manteniéndose la dominación y la presión del capital, y tan sólo entonces ese partido puede y debe tomar el poder»: he aquí el lenguaje de los demócratas pequeñoburgueses, verdaderos lacayos de la burguesía, que se hacen llamar ‘socialistas’.
«Que el proletariado revolucionario derribe primero a la burguesía, rompa la presión del capital, destruya el aparato de estado burgués, y entonces el proletariado victorioso se ganará rápidamente la simpatía y el apoyo de la mayoría de las masas trabajadoras no proletarias, satisfaciendo a esas masas a expensas de los explotadores : he aquí lo que nosotros respondemos.» (Lenin, Las elecciones a la Constituyente y la dictadura del proletariado, 16 de diciembre de 1919.)
[23] Juventud Comunista Revolucionaria, disuelta en junio del 68. Muchos de sus militantes volvieron a reunirse para fundar el semanario «Rouge», en septiembre de 1968, y luego la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) en 1969.
[24] No podemos analizar aquí las raíces materiales y sociales del conservadurismo de los PC de masas en Francia y en Italia. Estas raíces son, en parte, idénticas a las de la socialdemocracia clásica, y, en parte, distintas. Baste, por ahora, con una observación en el plano «ideológico»: no se puede educar impunemente a un aparato, durante más de dos decenios, en el espíritu de la «nueva democracia» y de las «vías pacíficas y parlamentarias al socialismo» sin que tal aparato no quede completamente desorientado y desarmado cuando se ve confrontado con un impulso revolucionario de amplias masas que rompa el yugo de la «legalidad» y del parlamentarismo burgués.
[25] No insistamos en el carácter falseador de la «participación en los beneficios», variante gaullista del «capitalismo popular», tan grato a los capitalistas norteamericanos y alemanes occidentales. No eliminaría la condición proletaria más que si liberara al trabajador de la obligación que se le impone de vender su fuerza de trabajo, es decir, más que si ello le permitiera hacerse con una fortuna que le garantizara la subsistencia. Un capitalismo que llegara a semejante resultado se negaría a sí mismo, ya que dejaría de encontrar mano de obra para explotar en sus empresas.
[26] El ejemplo yugoslavo demuestra que una autogestión limitada al nivel de la empresa se ve acompañada por un excesivo florecimiento de la economía de mercado, y bajo el pretexto de proteger al trabajador contra la «centralización» (como si la auto- ridad de un congreso nacional de consejos obreros -de soviets-, reunido en permanencia y que respete escrupulosamente la democracia obrera, no pudiera servir de medio de lucha eficaz contra la burocracia) puede llegar a hacer que aumente tanto la desigualdad social como la fuerza de la burocracia y los sinsabores de los trabajadores (incluyendo los despidos y el paro masivo).
[27] Varios comités de huelga – en especial los de las galerías Lafayette y los de las fábricas Rhóne-Poulenc, en la región parisina – se eligieron bajo el régimen de revocabilidad de sus miembros al arbitrio de los electores.
[28] El economista norteamericano Galbraith, que no tiene un pelo de marxista, señala que los trusts norteamericanos de la siderurgia tienen por costumbre demorar hasta después de las huelgas los aumentos de precios previstos, con objeto de endosar la responsabilidad a los «excesivos aumentos salariales».
[29] Nos falta espacio para tratar las implicaciones y consecuencias de la explosión de mayo de 1968 en el plano internacional europeo y extraeuropeo. Señalemos, sin embargo, el modo unánime con que el capital internacional voló en ayuda de de Gaulle durante los días decisivos, pese a todas sus diferencias con los anglosajones; y, en contrapartida, el lamentable espectáculo de la total impotencia del movimiento sindical y obrero oficial para organizar ni una sola acción de solidaridad con la huelga general más amplia que Occidente haya conocido en varios decenios.