Cuando mi madre murió en 1984, abandoné los misteriosos placeres del dibujo, la escultura, los varios tomos de Shakespeare en español, los muchos más de la por entonces anacrónica enciclopedia Cumbre de tapas rojas, la vieja máquina de escribir Olivetti de mi padre, por algo que nunca había hecho en mi infancia: jugar al fútbol […]
Cuando mi madre murió en 1984, abandoné los misteriosos placeres del dibujo, la escultura, los varios tomos de Shakespeare en español, los muchos más de la por entonces anacrónica enciclopedia Cumbre de tapas rojas, la vieja máquina de escribir Olivetti de mi padre, por algo que nunca había hecho en mi infancia: jugar al fútbol en un campito.
En realidad, había descubierto este deporte, y cualquier otro deporte, un poco antes, con mi hermano, en la secundaria, pero por aquel año sólo queríamos ir al campito del liceo a encontrarnos con nuestros amigos para jugar al fútbol. Al regreso a casa, ya no leía la segunda y tercera página del diario con las noticias internacionales sino las dos últimas, con las últimas novedades del fútbol uruguayo. Por entonces, a nadie le importaba las ligas de otros países, aparte de Argentina. El campeonato alemán, que pasaban en la televisión, era un relleno aburrido del que nadie hablaba. Ahora, claro, es al revés. A un muchacho que vive en un rincón apartado de una granja en Uruguay le importa más el Liverpool o el Barcelona que Peñarol o Nacional.
Mi pasión por jugar al fútbol duró sólo dos años. Como en otras etapas de la vida, la experiencia nunca murió. Debido a una infancia sin fútbol, mi hermano y yo éramos muy malos jugadores. Aparte de que el fútbol (como cualquier otra habilidad, como un idioma o como la música) se debe cultivar de muy pequeño para hacerlo bien, seguramente no teníamos condiciones naturales. Yo menos que mi hermano mayor, porque en los deportes, sospecho, los más habilidosos son siempre los hermanos mayores. Pruebas hay de sobras.
En mi caso, al menos, había un agravante: cada vez que me llegaba la pelota pensaba tres o cuatro veces a quién debía pasársela. Cuando llegaba a la conclusión correcta, ya me la habían quitado y los compañeros de mi equipo habían acabado con la acostumbrada lista de insultos. Sospecho que los genios del fútbol como Maradona, como Messi, como Salah no piensan una buena jugada; la ven antes que ocurra. O simplemente la provocan, como sea.
Recuerdo, entre tantos, a un compañero llamado Frank, algo mayor que el resto, una especie de capitán, que me gritaba, «¡No lo dejes pasar, matalo! ¡Que pase el jugador, no la pelota!». Y como yo no podía darle una patada a nadie, el adversario terminaba convirtiendo otro gol. Inútil era el adjetivo más amable que solían decirme. Yo era muy malo jugando al fútbol, pero todos sabíamos que los insultos, por terribles que fuesen, terminaba allí, en el campito. Hoy ni siquiera recuerdo aquel campito como un trauma, sino con cariño.
Terminaba el partido y terminaba la bronca. Por entonces, casi no existía el bullying, al menos no con el significado con el que existe ahora, esa podredumbre destructiva que veo en jovencitos aquí en Estados Unidos y en otros países al sur. Nadie quería matarse ni matar al resto por las burlas ajenas. Teníamos alguna capacidad para contextualizar cada drama. Nos insultábamos, nos decíamos «pata dura», «negro inútil», «maricón», «retardado mental», y cosas políticamente incorrectas como esas, pero todos sabíamos que pertenecíamos al grupo, que blancos y negros, que tanto los buenos jugadores como los peores pertenecíamos al mismo grupo–diverso, aunque de una mayoría de chicos pobres, muy pobres.
El campito donde jugábamos tenía arcos imaginarios, marcados con dos piedras o dos zapatos cada uno. Los equipos se componían de trece o catorce jugadores cada uno. No tuvimos arcos verdaderos por mucho tiempo, hasta que la institución, el Liceo Número 2 de Tacuarembó, instaló dos, hechos de caños metálicos.
Allí conocí y admiré muchos amigos, por entonces de catorce y quince años, con habilidades especiales para ese deporte, como los hermanos Barboza, o un compañero de clase que se hacía llamar Ricardo Gareca, porque era rubio y extremadamente habilidoso, como el jugador argentino de Boca Juniors, actual DT de Perú. Michel Barboza, el hermano mayor de los Barboza, era otro prodigio. No sé si Messi, a esa edad, podía dejar a medio equipo adversario sentado o bocabajo antes de convertir un gol que, de ser visto hoy en un video, se llamaría, con ese nombre tan triste, «viral». Michel, como casi todos, jugaba descalzo para no estragar sus zapatos, que a veces usaba para ir a clases. Yo les tenía una profunda admiración y creo que, fuera de la cancha, también ellos me respetaban.
Una vez se organizó un campeonato juvenil entre distintos liceos (instituciones de secundaria) de la ciudad. Nosotros armamos un equipo con los mejores. Allí estaban los Barboza, el tal Gareca, Charamoni y muchos otros nombres fuertes… Por supuesto, mi hermano y yo fuimos de suplentes. Pero fuimos. Estábamos seguros de que con aquel equipo de estrellas no podíamos perder.
El problema fue que cuando llegamos a la cancha nos dimos cuenta que las canchas de verdad eran, por lo menos, el doble de grandes que la que conocíamos, y el adversario tenía, en promedio, un par de años más, que a esa edad, en la adolescencia, es una diferencia brutal.
Para el segundo tiempo ya había entrado mi hermano. Íbamos perdiendo 7 a 0 y alguien dijo, «déjenlo entrar al Majfud chico». Ese partido estaba perdido, pero yo no me aguantaba en el banco. Entré y dejé hasta el último aliento. Incluso, según recuerdo, más de una vez le puse el pie más fuerte de lo permitido a jugadores que evidentemente me superaban en edad y en fuerza física.
Perdimos 7 a 1. No recuerdo quién hizo el gol del honor, pero sí recuerdo la ansiedad por entrar a la cancha, cuando el partido iba 7 a 0 y aun sabiendo que yo era uno de los peores, sino el peor jugador que teníamos.
En Estados Unidos, uno de los insultos preferidos por el bully vocacional es llamar a otro de «perdedor». Como todo lo que se produce y defeca por aquí, luego se copia en otras partes del mundo, así que no es raro que en algún momento se lo adopte en algún país «perdedor». Como sea, conservo parte de aquella cultura (como conservo expresiones y alguna palabra de mi idioma materno que, por anacrónica, hoy en día algunos milenials del sur creen que es una influencia de haber vivido mucho tiempo en un país de habla inglesa) y para mí ser perdedor no es un insulto. Sócrates, Jesús y el Che Guevara fueron perdedores también.
Mi pasión por jugar al fútbol duró sólo dos años. Como en otras etapas de la vida, aquella experiencia nunca murió. Seguramente me acompañará hasta mi último aliento cuando diga, espero que con una sonrisa, «vamos perdiendo 7 a 0».
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