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Lecturas desde el muro

Fuentes: Rebelión

El costo tan alto que ha pagado el socialismo como alternativa viable al capitalismo, en los años 90 del pasado siglo, solo podrá reducirse en algo de un modo: sacando suficientes lecciones de lo ocurrido. Lecciones a largo plazo para los movimientos de izquierda, a corto plazo para los países aún socialistas. Lecciones no solo […]

El costo tan alto que ha pagado el socialismo como alternativa viable al capitalismo, en los años 90 del pasado siglo, solo podrá reducirse en algo de un modo: sacando suficientes lecciones de lo ocurrido. Lecciones a largo plazo para los movimientos de izquierda, a corto plazo para los países aún socialistas. Lecciones no solo académicas, lecciones de la actividad política práctica, diaria, de la vida cotidiana de la gente. En definitiva, luego de tanta amenaza por el imperialismo y sus agentes, debemos reconocer que esos países murieron desde dentro, los sujetos de su deceso fueron las masas, esas para las cuales una teoría vale finalmente solo si se corresponde con sus sueños y sus deseos. Viví en la URSS la época inédita del tránsito del socialismo al capitalismo. La viví en su flamante Escuela Superior del Partido Comunista, en la parte antigua de Moscú, a unas cuadras de la Plaza Mayacovski y de la hermosa estación de metro Novoslobóskoya. Aquella primera excursión, concluida ante el poeta que cantó a la patria socialista, que avizoró y criticó sus nacientes males, y buscó la paz en el suicidio, me sacudió de un modo que casi veinte años después aún siento a flor de piel. Fue esa estancia todo un privilegio que solo años después comprendería en su real dimensión. Llegamos en 1987, cuando la perestroika era todavía una promesa (celebrada incluso por nuestro país como «aire renovador») y salimos de allí en 1990, cuando ya solo quedaban en pie unas cuantas paredes del edificio que hoy decimos que se «derrumbó», que se «desmerengó»;, como si hubiera muerto por la sacudida de un terremoto, por una clara de huevo de menos, y no a causa de una larga y penosa enfermedad no registrada «oficialmente» en su historia clínica, callada «partidistamente» por sus médicos de cabecera. Cuando arribé, en aquel verano de 1987, éramos todavía una gran familia socialista, nadie hablaba de modelos, nos reconocíamos unidos por lo esencial y separados por lo singular, como ocurre siempre en toda familia legítima. El gran problema que nos impedirá (ya lo está haciendo) sacar las debidas lecciones está precisamente aquí, en el modo oportunista en que hablamos hoy de esos países: casi con humor, sorna o sadismo; en el modo en que tratamos de demostrar que nuestro parentesco nunca fue más allá de primos tercero o cuarto. Unas supuestamente consolidadas y superiores relaciones de producción que se deshacen en días, gente que entrega, con menos indiferencia que si le arrebataran un dulce, los medios de producción que «poseía», merecen análisis más serios que los que pueden desprenderse de los calificativos de «derrumbe» y «desmerengamiento». Esos términos parecen la explicación dada por la ignorancia de un campesino del medioevo al misterio de la caída de un meteorito en su parcela de nabos, y esconden, en su supuesta intención de radicalismo, de síntesis, de metáfora política, el propósito fatal de desviar la atención, de recetar: lo ocurrido allí no merece una mirada seria. ¿Cómo reaccionaríamos hoy si los ideólogos del capitalismo nos dijeran que lo que sucede en los países capitalistas calamitosos, esos del tercer mundo, es que aplican un modelo equivocado? Lo sé, echaríamos mano, sin titubear, al concepto de formación económico social, ese con el que aprendimos a clasificar a los países no por sus peculiaridades externas y secundarias, sino por su esencia, ese mismo concepto que hoy al hablar de nuestros viejos aliados parece que olvidamos con meticulosa amnesia. Hasta unas cuantas citas clásicas, barbadas, sazonarían nuestro demoledor discurso Lo peor de todo, digámoslo directamente, es que este hablar de «modelo eurosoviético»resulta en el fondo un intento por impedir la alarma, por mantener vivos los viejos slogans, la fe. El socialismo está vivo. Lo que fracasó es un modelo. Los demás modelos no tienen por qué alarmarse, sino seguir adelante. El hecho de que aquel modelo y no este cayese primero demuestra que aquel era el erróneo y estos (Cuba, China, Vietnam) los viables. Una conclusión feliz, tácticamente consoladora, pero, por supuesto, no digna hoy de científicos sociales, sino de tímidos avestruces o irresponsables. A menos que el marxismo haya modificado de un día para otro sus postulados nucleares acerca de la sociedad y la historia, las columnas que sostenían nuestros edificios (el levantado en medio del Caribe, en el extremo oriente, o junto al Neva y el Sprey) fundidas con propiedad social, relaciones productivas de cooperación, ideología marxista-leninista, alianza obrero-campesina, conducción de Partido Comunista, nos hacía más iguales que las diferencias que podían darnos el color de nuestras fachadas. Y una sociedad no retrocede a rendir culto al hombre como lobo del hombre, por la simpleza de una fachada sin color o una cornisa desprendida. O pensamos seriamente en revisar tales columnas o habremos dado la razón a nuestros enemigos que tanto nos han criticado los enfoques ideologizados, utilitarios, por encima de la cientificidad, pese a nuestra confesión apasionada de «única filosofía científica». Repensar las columnas de nuestro edificio común pasa obligatoriamente por el acto de dudar. Duda de todo, respondió Marx a la pregunta de su hija menor acerca de su lema favorito. Una lástima que le hayamos dado, sin embargo, siempre más valor a los trabajos muchas veces escritos al fragor de la réplica, de la urgencias de la historia, por Marx y Engels, que al espíritu explorador, interpretativo de sus mejores textos, a su perenne actitud creadora. Lo ocurrido en la Europa del Este es una tragedia para la humanidad, no es un acto de «dulcería». Y ante las tragedias de esa magnitud no se tiene derecho a tener nada encerrado en cajas herméticas, envuelto en el tejido retórico de las «verdades eternas», alejado de la luz de la razón. Mucho de ese socialismo hoy desplomado lo vimos agrietarse impasibles, callados, jugando a la táctica, a la solidaridad. Nada de una fabulosa dialéctica que explicaba «marxistamente» el proceso del desarrollo, nos sirvió para entender que la guerra con el capitalismo no se podía ganar sacrificando el autodesarrollo, descuidando lo interno que es la casa de las esencias, postergando lo estratégico en aras de las coyunturas. Luego de tanta satanización, de tanta enajenación endilgada a la sociedad capitalista, hoy tenemos que reconocer que el hombre en esas sociedades socialistas se enajenó del poder, de los medios de producción, de la ideología. Estaba a tal distancia de esas cosas, mientras aplaudía y desfilaba agitando sus banderas rojas, que pudo ver desde la barrera, sin siquiera un aislado disparo de fusil de barricada, como sus sociedades daban un giro de ciento ochenta grados. No fueron misteriosamente insensibles al giro, nada desmanteló de la noche a la mañana su identidad socialista y llenó sus cerebros de inclinaciones procapitalistas. Para ellos, los de la realidad real, no habría tal magnitud en el giro, apenas unos grados, y, por demás, la posibilidad de apostar y mejorar valía el riesgo.

No continuemos aceptando, en bochornosa ineptitud académica, lo sucedido como un misterio sociológico, como caja negra que solo nuestros nietos podrán abril. No nos asombremos en pleno siglo XXI como nuestro campesino que mira al cielo creyendo que en ese momento la mano de cierto ser sobrenatural le ha lanzado una piedra. No hubo defensa del poder «;del pueblo»porque las masas fueron beneficiarias del poder, receptoras, pero jamás ostentaron verdaderamente el poder. No hubo iniciativa de esas masas para contrarrestar el inminente derrumbe, porque hacía mucho que la iniciativa real de las masas se había diluido en una obediencia que pasaba por consciente unanimidad.

Obedecer, rendir culto a la unidad, era allí la cumbre del patriotismo. No se cuestionó lo acertado o no de las políticas destructivas desencadenadas, porque hacia mucho que habían aprendido del centralismo democrático que las decisiones de los organismos superiores son de obligatorio cumplimiento para los organismos inferiores (y su militancia). La costumbre, la práctica, era que las ideas nacieran en el buró político y bajaran. No existía un mecanismo para corregir desde abajo, nunca existió más allá de los primeros intentos de Lenin, y cuando la perestroika, demoledora, empezó a desbaratar lo que quedaba en pie del edificio, encontró ese mismo camino de la obediencia ciega en aras de un principio que según la teoría hacía fuerte y no débil al Partido.

Aunque ya el culto a la personalidad de Stalin había demostrado antes que en asunto del Partido la masa de militantes era más débil que el solitario Secretario General, la historia colocó otra vez similar piedra, pero más cruelmente, ante el pueblo soviético. Y paradójicamente aquel pueblo colosal, que destrozó el Plan Barbarroja y fue primero al cosmos, no pudo con tamaña tarea. Cuando a mediados de 1990, y mientras Eltsin continuaba sus triunfales maniobras electoreras, visité junto con mis compañeros de grupo la República Autónoma de Karelia, y el secretario de una de las regiones nos pidió «a los camaradas hermanos del Partido Comunista de Cuba» que le dijésemos todo lo que opinábamos de su desastrosa y sepulturera perestroika, su voz se levantó al final no para censurarnos la crudeza de los vaticinios que ya entonces nos atrevimos a hacer, sino para refutarnos una expresión de nuestro discurso crítico. «Estoy de acuerdo en todo con usted, menos en una cosa. Usted habla de nuestra perestroika. Eso no es así, es la perestroika de Gorbachov, nadie la discutió conmigo o con mi Comité Regional, nadie me pidió opiniones. Yo no puedo aceptar esa responsabilidad». Un suspicaz profesor de la Escuela Superior del PCUS, que nos impartía las conferencias de Derecho Internacional, nos confesó una vez: «Tenemos que revisar tantas cosas, camaradas. Nos cansamos de repetirlas, de oírnos decirlas, sin reparar mucho en ellas. ¿Por qué centralismo democrático y no democracia centralizada?, ¿como conciliar dialécticamente el «total poder del pueblo» con la condición de «fuerza dirigente superior del Partido» que hace ya de ese poder del pueblo un «poder inferior, de segundo orden»?.No era él un revisionista ni un renegado. Era un hombre sensible, honesto, que nos contaba con orgullo de sus días de konsomol en el Baikal-Amur, que sufría por el curso que tomaba el país, y que viendo que ya nada lo apuntalaría, nos pedía siempre sacar nosotros las adecuadas lecciones de lo que les ocurría, luchar por salvarnos del naufragio. Su sentido llamado (y el de todos aquellos que más de una vez habían dicho en sus clases que el marxismo era la única teoría sociológica científica, que ella nos permitía predecir acertadamente el futuro, en sus directrices esenciales, claro, construirlo de acuerdo con las leyes del desarrollo social)sigue hoy en pie a más de una tres lustros de la catástrofe. Y a ese llamado debemos acudir con especial voluntad y responsabilidad. Pero para oírlo y convertirlo en reflexión útil tendremos, eso sí, que partir de dos principios esenciales: a) sentirnos amenazados también, no dejar que nuestro optimismo y alguna dosis de chovinismo nos impulsen a creernos tan distintos que eso nos signifique la inmunidad, y b) lograr que la autoevaluación se abra paso con la carga de cientificidad, objetividad, espíritu de renovación, que están implícitos en el marxismo mismo. Se trata, a fin de cuentas, no de adoptar una especial postura, sino actuar como verdaderos marxistas. Mirarnos hacia adentro con ese valor, ese compromiso con la verdad, que está en Marx, Engels y Lenin, que está en la obra de aquellos marxistas que por resultar incómodos al dogma de la III Internacional aún esperan por formar parte de la historia oficial del marxismo. Durante muchos años, revisar lo que iba o podía ir mal se convirtió a los ojos de la burocracia partidista (burocracia que en el poder, por muy de nuevo tipo que fuese, no dejó de actuar como todo poder) en revisar el marxismo. Ya nos queda claro para todos la paradoja de que en las sociedades llamadas socialistas encontró el marxismo su peor espacio para continuarse desarrollando. De guía pasó a subordinado dócil de las fuerzas partidistas. Su misión se redujo a apuntalar, justificar, y popularizar una teoría congelada, como si el desarrollo hubiera terminado ahí. Alguien pudiera objetar que hubo libertades para que el marxismo creara, elaborara, se aventurara por todos los senderos que estimase. Formalmente fue así. No se encontrará un documento que diga lo contrario. Pero esa será uno de los temas al que habrá que dedicar reflexiones en el futuro: el problema de la libertad real en una sociedad que en su proyección humanista, en su propia legalidad, pareció asegurar esa libertad. Cada sociedad que llega a la historia es superior a la anterior pero trae también nuevos problemas. El socialismo no fue menos, solo que los del socialismo aún esperan por una identificación como primer paso para su solución. Cada sociedad tiene su modalidad de control social, de subordinación social. Del abierto del esclavismo, donde jurídicamente no eres dueño de ti, el capitalismo pasó a un control económico: económicamente no eres dueño de ti. Y el socialismo estableció el suyo: el control ideológico. De la tiranía del capital en el socialismo se pasó a la tiranía de la ideología. Y no hablo aquí de si la ideología es buena o mala, hablo de un su acción totalizadora, monopólica. Queriendo hacer bien, ¿no creó el socialismo, como una prolongación de esa dictadura del proletariado (intento teórico de establecer una «dictadura buena», «una dictadura del bien»), una dictadura que creyó que porque eran buenos los fines se podían emplear medios que si bien no dejaron muertos ni desaparecidos (una generalización arriesgada conociendo el radicalismo estaliniano), oprimió mentes y corazones, instituyó la intolerancia como principio? La ideología marxista en el poder no tuvo contendientes legales. Los nuevos Marx no pudieron contar con una Gaceta del Rhim, los nuevos Engels no tuvieron un Duhrings con quien polemizar. Todo estaba hecho, acabado. Había pasado la etapa de la duda, de la elaboración, y nos encontrábamos en la fase de la ejecución. La suspicacia, la sagacidad, la lucidez, se reservó para mirar las odiosas huestes del enemigo. Al enemigo le exigíamos datos, les virábamos al revés sus estadísticas, especulábamos con sus destinos. Pero esa inteligencia se tornaba canto y loa si se trataba de echar una mirada sobre la obra que construíamos. La apologética demostró que no era pariente solo de la teología. El realismo socialista no se circunscribió al campo del arte. Si a la literatura se le pidió mostrar el futuro, presentar como reales ya los hombres que vendrían, al resto de las instituciones se les permeó del mismo postulado. Comenzó la emulación a ver quién presentaba más datos que atestiguaran que el hombre del futuro ya gateaba en las guarderías de Moscú o Berlín. Las estadísticas se pusieron al servicio de ese realismo socialista que era verdaderamente idealismo socialista. Para evitar puntos de vista, tesis, teorías que lastraran el optimismo de las masas, el principio de que el Partido tenga su prensa se convirtió en uno parecido: la prensa debe ser del Partido. Los que debíamos rendir culto a la dialéctica materialista desterramos toda posibilidad de contradicción. Y cuando llegó el momento de evaluar cómo se comportaba nuestra realidad, a ojos marxistas, siempre compleja, poliédrica, tensa, no nos incomodó que lo que viésemos en el espejo fuese una unanimidad y un consenso, una alineación, tan perfectos como tan increíbles a la luz de la más mediana sicología y sociología. Las ciencias sociales se estancaron porque no tenían nada que resolver, las tareas de pensar, enjuiciar y decidir habían pasado a las manos del Partido. La relación partido-sociedad civil se edulcoró de modo casi risible. El partido, como centro irradiador, condenó a todo lo demás a periferia. Ese centro absoluto dejó que todo lo demás existiese y creciese solo formalizado. La concepción de Lenin de las poleas de transmisión refiriéndose a las organizaciones de masas dejó claro quien hacía girar a quien, en un sentido totalmente contrario a la concepción marxista de la sociedad civil. No era la sociedad la que se daba el estado, sino el estado el que, sabio, fiel, de buenas intenciones, se reproducía en la sociedad. Las organizaciones sociales no representaban a sus miembros ante la sociedad sino al partido ante sus miembros, una inversión de los extremos del embudo, de la dirección del flujo. Una vez dije, en cierto debate, que lo más doloroso fue que en aquellos países el socialismo murió sancionado por sus propios postulados. Lo acosaron sus promesas incumplidas, sus expectativas sin saldar, sus lemas y consignas vaciados de contenido real. No solo la burguesía incumplió su Igualdad, Hermandad y Fraternidad. Tendremos que teorizar sobre el problema de esos diseños utópicos, atractivos inicialmente para las masas, que después nadie sabe cómo convertir en realidad. La libertad superior del ciudadano socialista, enfrentado a «lo permisible a un ciudadano, debido a la aguda lucha de clases», salió perdiendo por amplio margen. La democracia se convirtió, es cierto, en poder «para» el pueblo (el pueblo como receptor), pero apenas desarrolló ese «del pueblo y por el pueblo» que refleja la propiedad sobre el poder y la ejecución de ese poder por el pueblo como sujeto. No pretendo totalizar. Son estos y otros muchos, muchísimos, los temas que esperan todavía hoy por nuestra discusión. Coincido con Armando Chaguaceda en lo expuesto en su artículo «;El discreto encanto de cierta Academia» (La Gaceta de Cuba, No.6, La Habana, 2005). Aprecio en el pensamiento cubano una comodidad, un plegarse sutil. Escribo, publico, y si no me hacen caso no importa. Unos deslizan sus verdades con tal eufemismo que parecen ideas de un malabarista y no de alguien obligado por su profesión y su lugar en la sociedad a hablar alto y claro; otros, sabiendo que la vida a su alrededor les espera, palpitante, en ebullición, no se cansan de dar bisturí sobre el cuerpo del socialismo fallecido, el malo, insinuando aquí, pespunteando allá, como si ese medio tono los salvase a la vez de dos cosas: del castigo reservado a los que callan y del peligro que ronda a los que osan hablar fuera de libreto. De ese modo se ha articulado un discurso académico inocuo, paralelo, que no se toca con el discurso político, que coexiste con él en una paz caballeresca, que acepta que su espacio son las revistas, los eventos, y se siente feliz de ese espacio, como si ello significase libertad y conquista. Así esos espacios se convierten en canales por donde desagua la «presión intelectual», canales que no van al mar de la vida, al presente, que no fertilizan la polémica, sino que cumplen una función tranquilizadora, conformante. ¿No estaremos aceptando todos la peor y más moderna de la censura? ¿Esa mediante la cual a la idea nueva se le deja nacer en el papel para anularla en el eco, en la resonancia, en el consumo? Pero añado otra pregunta: Si la academia se comporta hoy así, ¿no es responsable cada sociedad de los rumbos éticos que toman sus ciudadanos: jóvenes, mujeres, trabajadores manuales e intelectuales? Respondiendo a esta última es probable demos con una explicación a esos acomodos académicos. Y entonces se alteren los polos, y los culpables pasen a ser solo víctimas. Pero ello es un asunto que supondría otra reflexión, particular y prolongada. Concluyo recordando aquel verano de 1987, y la plaza Mayacovski, y mis arrepentidos profesores de la Escuela del PCUS, y la indiferencia con la que miles de moscovitas esperaban que otros decidieran sus destinos. Estos temas y recuerdos, tienen todos para mí, lo confieso, un especial vínculo no solo con el porvenir, sino con la memoria y la nostalgia. Cada vez que oigo una hermosa canción tradicional rusa, o miro una postal dedicada al Primero de Mayo, asomando en ella la Plaza Roja engalanada y su enhiesto Kremlin al fondo; cada vez que contemplo alguna de las fotos que guardo de aquellos años, tomadas en otoño o invierno, junto al monumento a los hombres de Panfílov o rodeados por unos hospitalarios koljosianos del Cáucaso, siento que la deuda nuestra con aquellos «ex» es una deuda de hermanos y no de primos distantes. Y lo más importante: una partida que no ha terminado, apenas empieza, donde nosotros, los de la ostrav sbabodi (la Isla de la Libertad), seguimos arriesgando el futuro.

Félix Sánchez Rodríguez (Ciego de Ávila, 1955, Cuba) es Licenciado en Ciencias Sociales. Escritor