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Marx y el 18 Brumario de Luis Bonaparte

Legados

Fuentes: Rebelión

«La voracidad vació proyectos, la gula ambiciosa devoró quimeras. El pragmatismo aceleró la epifanía de los avatares del poder. La connivencia unió a oponentes históricos, los adversarios se confabularon y los aliados fueron defenestrados en esa masa informe que, desprovista de ética, consolida el Leviatán». (Frei Betto)   La primera inquietud que a uno le […]

«La voracidad vació proyectos, la gula ambiciosa devoró quimeras. El pragmatismo aceleró la epifanía de los avatares del poder. La connivencia unió a oponentes históricos, los adversarios se confabularon y los aliados fueron defenestrados en esa masa informe que, desprovista de ética, consolida el Leviatán».

(Frei Betto)

 

La primera inquietud que a uno le puede venir respecto de la lectura de lo que describe Marx, en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, es precisamente, por qué tanta meticulosidad respecto de un breve período de la historia.

¿Acaso Marx desconocía precedentes?

A dicha inquietud, cabe responder categóricamente con un no.

Marx era un hombre informado y muy bien formado, jamás podrían habérsele escapado los precedentes.

¿Entonces, qué motivó semejante análisis pormenorizado de hechos?

La respuesta aparece en aquella frase que cita de Hegel: «Todos los hechos importantes de la historia universal es como si ocurrieran, digamos, dos veces», a lo que Marx agregaba, por considerar que Hegel había omitido decirlo: «primero, como tragedia, y después, como farsa».

Es decir, que conociendo perfectamente los precedentes de la historia universal, de alguna manera, intenta describir un período como si fuera una simple muestra de lo acontecido.

¿Si hablamos pues, de tragedia y farsa, por qué se detiene en la farsa?.

Probablemente, por entender que la tragedia suele ser inevitable, pero a su vez, el antecedente de la farsa y, también su consecuente.

¿Pero por qué dice tan poco respecto de la tragedia?

Sólo parece. Uno intuye que la tragedia en sí misma representa el interés de la clase dominante. Que todo gira en su derredor, de una u otra manera, siempre.

¿A qué obedece, finalmente, el análisis casi científico, de la descripción de los hechos de la farsa?

Tal vez, para advertir, precisamente, dónde se gesta la tragedia y de qué manera se va sucediendo la farsa que la contiene. Seguramente, para llamar la atención respecto de las cosas de las que habría que huir para no recaer constantemente en ellas.

Pero, básicamente, seguramente lo que quiso demostrar Marx es la manipulación constante de los acontecimientos por parte del partido del orden, de aquél que, de ser preciso, arremete contra sus propios intereses de clase, para mantener sus intereses privados, sin importar quién es el personaje que viene a garantizar su statu quo.

Pero, además, pretendiendo poner en evidencia que la masa del pueblo, en general, es inconsciente de la lucha de clases y, de alguna manera, también defiende intereses individuales y no de conjunto y, por tanto, que puede llegar a ser quien contenga y lleve al trono al Emperador más desquiciado.

Así, la burguesía, es lógico que tema la necedad de las masas, mientras continúen siendo conservadoras, y su conciencia, en cuanto se vuelvan revolucionarias.

De la necedad, quedó demostrado que no alcanza a quebrantar el orden establecido y, respecto de la conciencia, también se puede observar claramente como se opera en forma constante para evitar que florezca, al menos organizadamente, una verdadera conciencia de clase que, de forjarse, provocaría, con su lucha, cambios trascendentales.

Será por esto último que cuesta encontrar, al revisar la historia universal, demasiados ejemplos que tengan que ver con las revoluciones que provoca la conciencia de clase de las grandes mayorías y si, en cambio, todo el empeño y las argucias necesarias, que logran neutralizar cualquier incipiente intento.

¿Refiere Marx a algún dato que uno pueda comprender respecto de las formas de dominación que utiliza el Partido del orden?

Sí. Uno puede ver claramente cómo el partido del orden presiona constantemente para mantener sus privilegios. Cómo todo lo institucional no resulta ajeno a sus intereses.

Se puede observar la permanente manipulación de hechos y acontecimientos, la verdadera farsa que resulta la representación popular cuando, constantemente, actúa a espaldas de los intereses de las masas y en beneficio de intereses de clase o personalísimos. Que para mantener el statu quo, todo vale.

Es emblemática la referencia -y no la única, por cierto- que realiza respecto de un hecho en el Concilio de Constanza, donde los puritanos protestaban por la vida lujuriosa de los papas y exigían un cambio de costumbres, a lo que el cardenal Pierre d´Ailly respondió con voz altisonante: «!Piden ángeles, cuando sólo el demonio en persona puede salvar a la Iglesia católica»!.

Y así, también se expresó la burguesía después del golpe de Estado: «!Sólo el Jefe de la Sociedad del 10 de diciembre puede salvar a la sociedad burguesa ahora! ¡Sólo el saqueo puede salvar a la propiedad ahora! ¡Sólo la herejía puede salvar a la religión, el bastardismo a la familia y el desorden al orden!».

Muestra, también, claramente, la manipulación de los medios de comunicación y su finalidad como formadores de opinión en defensa del interés de la clase dominante o del partido de gobierno.

Pero no solo queda claro el manejo político y comunicacional direccionado a intereses de clase, sino que queda demostrado, además, que el manejo de la economía, tanto doméstica como internacional cumplen tal objetivo.
Bill Clinton, lo expondría así: ¡Es la economía, estúpido!.

¿Es trasladable el análisis de Marx respecto de tan breve período histórico (1848-1851), a la historia de la humanidad y, concretamente a los tiempos contemporáneos? ¿ Y nosotros, encuadramos en las generales de la advertencia?.
Ortega y Gasset decía que necesitábamos de la historia toda, no para escapar de ella, sino para no recaer en ella.
La ceguera generalizada, no hace más que reivindicar a Marx en su profética advertencia de continuidad entre la tragedia y la farsa.

Pero, no son las interpretaciones analíticas o filosóficas quienes vienen a reivindicar tales cosas, sino la contundencia de la realidad, los hechos concretos.

Así, podríamos concluir con el título del libro de Andrés Rivera: «La revolución es un sueño eterno», si es que la pensamos desde las masas; ya que pensada desde el partido de la dominación, es un éxito tras otro, a lo largo de la historia universal.

La virtud del análisis de Marx, es precisamente, lo atemporal, ya que hacer hincapié en tan breve período, fue emblemático, pero, a la vez, anecdótico.

Si uno pudiera inmiscuirse en la política de otros Estados, diría que podemos decir que a los EE.UU también le cuadra el 18 Brumario a lo largo de su existencia y que, en George W. Bush encuentra su emblemática referencia, pero, en todo caso, cabe dejarle a los norteamericanos que lo descubran ellos mismos.

Así también, podríamos ir Estado tras Estado y encontraríamos la farsa y la tragedia como sellos distintivos inalterables. Pero, como decíamos, que cada uno busque su propio espejo.

Nosotros tenemos el nuestro y es tan grande que, detenernos en otros, carece de sentido.

Podríamos hurgar en los distintos golpes de Estado ocurridos, especialmente el de 1976 para decir: ¡He aquí, señores, nuestro 18 Brumario!. Pero podríamos remontarnos a los traidores de la revolución de mayo y lo encontraríamos presente; podríamos retornar a los albores democráticos y ubicarlo claramente; lo encontraríamos emblemáticamente obsceno y descarnado durante la democrática gestión del menemato, pero también en el gobierno de la Alianza; en los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001; y exponiéndose en su actualidad, aprendiendo de la historia, aggiornándose, disfrazándose de la manera más conveniente, pero ahí está, siempre.

Como diría una vieja canción «Las cosas se cuentan solas país, sólo hay que saber mirar».

El inolvidable Tato Bores, antes de la era menemista, lo acreditaba al comienzo de su programa, diciendo: «Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan sus derechos, si el hombre no conoce lo que vale, lo que puede o lo que se le debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y, después de vacilar algún tiempo, entre mil incertidumbres, será tal vez su suerte, mudar de tiranos, sin destruir la tiranía.».

 

«El 18 Brumario es la crítica a los falsos presentes que conciben los actos estatales como pasos de comedia, mascaradas con grandes disfraces y gestos que sirven para encubrir realidades miserables. En un juego de sustituciones, las acciones políticas se revisten aquí de simbologías del pasado para fortificar las pasiones del ama colectiva. Pero a esta mascarada Marx la entiende como fruto de ilusiones fantasmales que reemplazan el drama de la dialéctica por una conciencia temerosa y repetitiva. Lo que lleva al espejismo del éxtasis, al dominio de los mantos sagrados, al imperio de la falsedad. Para describirla, sin embargo, había que comprenderla. El archivo de Marx parece estar menos en el British Museum -y vaya si ahí consultaba y fabricaba infinitos borradores- que en la memoria transparentada de la humanidad dispuesta a recobrar todo su anterior transcurso alienado en la repentina iluminación de un presente sin máscaras». (Horacio González).

Los hombres moldean su propia historia, pero no libremente, sino bajo circunstancias transmitidas por el pasado.
Las revoluciones, sostiene Marx, no pueden iniciar su tarea auténtica sino antes de deshacerse de toda adoración supersticiosa del pasado, para concientizarse de su propio contenido.

Así la revolución de Febrero resulta una farsa donde parece que el Estado regresase a su forma más primitiva, a la forma de dominación vergonzosamente simple del sable y la sotana.

Las jornadas de Febrero tenían como objetivo primordial una reforma electoral, que engrosaría el grupo de privilegios políticos dentro de la clase poseedora y echara por tierra la dominación exclusiva de la aristocracia financiera.
Refiriéndose a la Constitución, Marx dice, lo que seguramente podría aplicarse a cualquiera de las Constituciones contemporáneas: «Así, mientras se respetase el nombre de la libertad y se evitase su aplicación efectiva y real, por vía legal, la existencia constitucional de la libertad quedaba ilesa, íntegra, aunque se aniquilase su existencia cotidiana y concreta».

Las interpretaciones respecto de la mentirosa división de poderes y el comportamiento de los militares y los estados de sitio funcionales al adoctrinamiento y el statu quo, también parecen hablar de un comportamiento que no nos resulta ajeno.

La elección de Luis Bonaparte como presidente, fue inconstitucional por violación a la propia Constitución que decía que quién tuviese el cargo no podía haber perdido la ciudadanía. Bonaparte no sólo perdió la ciudadanía, sino que fue agente especial de la policía inglesa y suizo naturalizado.

Bonaparte, con artilugios, logra desarmar la Asamblea Nacional con presión popular y militar.

Luego de describir lo que entiende como una contrarrevolución, comparada con la primera revolución francesa, alega: «…la voluntad colectiva de la Nación, cada vez que se expresa en el sufragio universal, busca su signo adecuado en los enemigos sempiternos de los intereses de las masas y finalmente lo encuentra en la tenacidad de un pirata» (Uno podría haber dicho lo mismo de la era Menem, de los EE.UU. con Bush a la cabeza, sin con ello agotar los ejemplos que, como un estigma se continúan).

Y si así no se entendiera, algunas de las descripciones de Marx respecto de los hechos (de 1849), nos devuelve un espejo que espanta:

El período que enfrentamos comprende la mezcla más apretada de flagrantes contradicciones:

*Constitucionales que atentan abiertamente contra la Constitución.

*Revolucionarios que admiten ser constitucionales.

*Una Asamblea Nacional que quiere ser plenipotenciaria y nunca deja de ser parlamentaria.

*Monárquicos que son los patres conscripti (senadores) de la República y están obligados a mantener a las dinastías reales en pugna, de las que son devotos, en el extranjero y, mantener en Francia la República, que odian.
*Un Poder Ejecutivo que saca su fuerza de su propia debilidad, y su respetabilidad del desprecio que causa.
*Alianzas cuyo primer precepto es la separación.

*Luchas cuya primera ley es la irresolución.

*Una agitación fervorosa y sin sentido, en nombre de la calma.

*Los discursos más solemnes a favor de la paz en nombre de la revolución.

* Pasiones sin verdad, verdades sin pasión.

*Héroes sin proezas.

*Historia sin acontecimientos.

*Un proceso cuya única fuerza motora parece ser el calendario, cansador por su eterna repetición de tensiones y relajamientos.

*Enemistades que sólo parecen recrudecer periódicamente para debilitarse y desaparecer, sin resolución.
*Esfuerzos ostentados con jactancia y temores burgueses ante el fin del mundo mientras sus propios salvadores tejen las intrigas y comedias palaciegas más mezquinas, que con su Laisser Aller (dejadez, negligencia) recuerdan al juicio Final más que los días de la Fronda.

*El genio colectivo oficial de Francia vejado por la sagaz estupidez de un único individuo.

Si hay un pasaje de la historia pintado en gris sobre un fondo gris, se trata de éste.

Sombras que han perdido sus cuerpos. La propia revolución detiene a sus portavoces y da virulencia a sus enemigos. Y finalmente, cuando aparece el «fantasma rojo», persistentemente evocado y maldecido por los contrarrevolucionarios, no surge con el gorro frigio de la anarquía, sino con el uniforme del orden, con zaragüelles rojos.
Los diputados bonapartistas eran demasiado pocos para conformar un partido parlamentario independiente. Sólo constituían una mauvaise queue (un apéndice peligroso) del partido del orden. (Cualquier parecido con el partido de Dios, no es pura coincidencia).

Es claro que el partido del orden tenía en sus manos el Poder del gobierno, el ejército y el cuerpo legislativo, es decir, todos los poderes del Estado, y estaba fortalecido moralmente por las elecciones generales que hacían aparecer su dominación como voluntad popular, y por el triunfo simultáneo de la contrarrevolución en toda Europa.

Y, por cierto, a simple vista el partido del orden parece un ovillo de distintas fracciones monárquicas, que tejen intrigas unas contra otras, para elevar cada una a su propio aspirante al trono y descartar al del bando contrario, y se unen en el odio común y en sus ataques a la «República».

El partido socialdemócrata parece ser el representante de la «República» frente a esa conspiración monárquica.
El partido del orden parece estar siempre ocupado en una «reacción» que es contra la prensa, contra las asociaciones, y se traduce en violentas intromisiones policíacas de la burocracia, de la gendarmería y de los tribunales.

El partido socialdemócrata (alianza de pequeños burgueses y obreros) parece estar siempre ocupado defendiendo los «sempiternos derechos humanos».

No obstante, estudiando la situación y los partidos más de cerca, se desvanece esta apariencia superficial, que oculta la lucha de clases.

Lo que separaba a estas fracciones no era una cuestión de principios, sino de condiciones materiales de vida, la enemistad entre el capital y la propiedad del suelo.

En las peleas de la Historia debe distinguirse aun más que si se tratara de la vida del hombre; las proclamas y las figuraciones de los partidos y su organismo real y sus intereses reales, es decir, entre lo que creen ser y lo que verdaderamente son.

La unión de las fracciones del partido del orden encontró el modo: la República Parlamentaria.

Así los dos grandes sectores de la burguesía, pusieron al frente la dominación de su clase y no la de un sector privilegiado de ella.

Marx, refiere que ello también explicó su exposición frente al resto de las clases sociales y que añoraron sus métodos más sutiles de antaño.

Se trataba de una sensación de debilidad, que los hacía volverse atrás trémulos por las condiciones puras de su dominación de clase y añorar las formas más incompletas, menos desarrolladas y, por ende, menos peligrosas de su dominación.

Los pequeños burgueses, excluidos de la representación parlamentaria durante la dictadura de los republicanos burgueses, recuperaron su popularidad con su lucha contra Bonaparte y los ministros monárquicos. Se aliaron con los líderes socialistas y obreros. Pero la nueva socialdemocracia, poseía los mismos elementos que la vieja.

A los reclamos sociales de los obreros se les limó la punta revolucionaria, dándole una curvatura democrática; a las urgencias democráticas de los pequeños burgueses se les desdibujó la forma puramente política, y se le delineó una punta socialista, cambiando en el proceso, la clase a la que representaba.

Las características distintivas de la socialdemocracia se resumen en el hecho de exigir instituciones democrático-republicanas, no para deshacerse al mismo tiempo de los dos extremos -capital y trabajo asalariado-, sino para armonizar sus diferencias y volverlas armónicas. El contenido es el mismo, aunque difieren las medidas propuestas para alcanzar tal fin.

A pesar de que la socialdemocracia se enfrentase al partido del orden por la República y los derechos del hombre, no eran éstos sus fines últimos.

Por ello, cayeron ante la primera provocación del partido del orden, perdiendo estado parlamentario y sacando sus miserias a relucir, contagiando su propia debilidad al proletariado.

No hay otro partido que exagere más ante sí mismo sus instrumentos, ni que se engañe con mayor levedad sobre su situación como el democrático.

En poco tiempo, gracias a las ineptitudes de los socialdemócratas, el partido del orden, no solo los había debilitado, también había exigido la sumisión de la Constitución a los acuerdos de la mayoría de la Asamblea Nacional. Así dominaban bajo formas parlamentarias.

Al invalidar la rebelión, como movimiento que subvertía a la sociedad, como manifestación de la anarquía, la burguesía se cerraba para sí la posibilidad de llamar a la rebelión, cuando el Poder Ejecutivo violase contra ella la Constitución.
El partido del orden había conseguido el triunfo y Bonaparte no tenía más que adueñárselo. Lo hizo.

La tribuna y la prensa alabaron al ejercito, como poder del orden, oponiéndolo a las masas del pueblo, como la impotencia de la anarquía. (véase Argentina y sus dictaduras).

Sólo quedaba algo por hacer para realizar la auténtica República: hacer eternas las vacaciones parlamentarias y cambiar el lema de Liberté, égalité, fraternité, por estas palabras contundentes: ¡ Infantería, caballería, artillería!.

Narra Marx que el Poder Ejecutivo contaba con un ejército de funcionarios, en cantidad superior a los 500.000 y tiene, por tanto, bajo subordinación incondicional a una masa de intereses y existencias; donde el Estado tiene a la sociedad civil atada, fiscalizada, regalada, vigilada y tutelada, desde sus actos más amplios de vida hasta sus latidos menos perceptibles, desde los estilos de vida de la sociedad hasta los actos privados de los individuos; donde esta multitud parasitaria toma, gracias a una centralización prodigiosa, una ubicuidad, una omnisciencia, una capacidad de velocidad en los movimientos y una ductilidad, que se corresponde con la dependencia desamparada, en el carácter informe del cuerpo social.

Se entiende que en un país así, al perder oportunidad de ocupar puestos ministeriales, la Asamblea Nacional perdía toda influencia real, sino reducía al mismo tiempo, toda la administración del Estado, disminuyendo lo máximo posible todo el ejército de funcionarios y finalmente no permitía que la sociedad civil y la opinión pública creasen sus órganos propios, independientes del Poder del Gobierno.

Pero el interés material de la burguesía francesa está combinado precisamente del modo más íntimo con la conservación de aquella maquinaria del Estado extensa y ramificada.

Pone aquí a su población sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede obtener como beneficios, intereses, rentas y honorarios. Además, su interés político la obligaba a recrudecer cada día más la represión, y también, los recursos y el personal del Poder estatal, mientras estaba obligada a mantener una guerra sin cese contra la opinión pública y militar y desarticular con temor los órganos independientes de movimiento de la sociedad, cuando no lograba amputarlos completamente.

Así, la burguesía francesa se veía forzada por un lado, por su situación de clase, a desbaratar las condiciones de vida de todo Poder parlamentario, incluso el propio, y por otro a convertir en irresistible el Poder Ejecutivo hostil a ella.
Bonaparte se portaba como si fuese un genio ignorado, visto como un idiota por el mundo entero. Nunca disfrutó más completamente del desprecio de todas las clases como en aquel momento. Nunca la burguesía dominó más incondicionalmente, nunca ostentó con más jactancia los símbolos de su dominación.

Disfrazaban en lo discursivo, como socialismo, el liberalismo burgués, la ilustración burguesa, e incluso la reforma financiera burguesa.

Quería que las masas picasen el anzuelo con la obtención de dinero regalado y prestado. Regalar y recibir prestado: a eso se limita la ciencia financiera del lumpemproletariado, tanto del distinguido como del vulgar. Ésos eran los límites de los recursos que Bonaparte podía poner en movimiento. Ningún aspirante al poder ha especulado alguna vez tanto con la simplicidad de las masas.

Hubo un traspié en las elecciones parciales y Bonaparte se entregó de rodillas al partido del orden y éste tampoco supo aprovechar el momento.

Los socialdemócratas que se reinstalaron en el parlamento se empeñaron en demostrar, con modales correctos y actitud reflexiva, qué equivocados estaban quienes les daban el mote de anarquistas y veían en su triunfo una victoria revolucionaria.

Aprobaron una nueva ley electoral que condicionaba el voto de las mayorías, dejando a la parte más conservadora de la sociedad la elección de la Asamblea Nacional y del presidente, y luego una ley de prensa que terminó con los periódicos revolucionarios.

Entusiasmaron al pueblo con una lucha revolucionaria falsa y luego hicieron todo lo posible para impedir la lucha real. (Pero 1850 mostraba uno de los años más felices para la industria y el comercio y, por ende, el proletariado estaba íntegramente ocupado).

La Asamblea Nacional había insultado la soberanía del pueblo con su colaboración y connivencia. Bonaparte amenazó con denunciar su falta ante el tribunal del pueblo si no entregaban el dinero y compraban su silencio con tres millones al año.

Con el dinero recaudado Bonaparte armó una sociedad con individuos de la peor calaña social, muy similares a él para que representen al pueblo.

Percibe la historia de los pueblos y los actos importantes del gobierno como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una alegre mascarada, donde los disfraces, gestos y palabras sirven para ocultar lo más miserable y egoísta.

Cuando la misma burguesía representaba la comedia más completa, con la mayor seriedad posible, sin desatender ninguna de las condiciones pedantes de la etiqueta dramática francesa, y actuaba ella misma un poco engañada y otro poco segura de la solemnidad de sus acciones y representaciones dramáticas, era obvio que vencería por fuerza el aventurero que tomase la comedia lisa y llanamente como tal. Únicamente después de eliminar a su adversario solemne, momento en que él mismo toma seriamente su rol imperial y piensa estar representado con su máscara napoleónica al verdadero Napoleón, únicamente entonces es presa de su propia concepción del mundo: el bufón serio ya no toma a la historia universal como una comedia, sino a su comedia como la historia universal.

La sociedad creada por Bonaparte debía improvisar en sus recorridos por el país, enviadas en grupos a diversas estaciones, un público fervoroso, entusiasmado, que gritaría VIVE L´EMPEREUR!! , insultando y peleando con republicanos, bajo la natural protección de la policía. Cuando regresaban a París, debían ser la vanguardia, para despejar posibles contramanifestaciones. La sociedad del 10 de diciembre era suya, su obra, su prerrogativa más exclusiva.

Intrigas y conspiraciones constantes, cambios convenientes, ascensos, etc. dividieron al ejército y de haber podido, el ejército se hubiera transformado en la sociedad del 10 de diciembre. Al pasar, decía que, de acuerdo con las normas expresas de la Constitución, el presidente disponía por sí mismo del ejército.

Virtuoso del engaño y en atención a las denuncias respecto de la Sociedad del 10 de Diciembre, la disuelve sólo formalmente y destituye a su ministro de guerra, sacrificando con manos propias a las víctimas propiciatorias en el altar de la patria.

Astuto, eliminó la fricción en el choque previsto.

En su discurso ante la Asamblea refirió: » Francia requiere calma ante todo… Soy el único ligado por un juramento, y no me saldré de los límites que éste me exige… Yo, elegido por el pueblo y debiendo a él todo mi poder, me subordinaré siempre a su voluntad legalmente expresada. Si con este período de sesiones revisan ustedes la Constitución, una Asamblea Constituyente reglamentará la posición del Poder Ejecutivo. De otra forma, el pueblo se decidirá solemnemente en 1852. No obstante, cualquiera sea la solución que se piense para el porvenir, debemos ponernos de acuerdo, para que nunca el fervor, la sorpresa o la violencia decidan la suerte de una gran nación… No me preocupa tanto quién va a gobernar Francia a partir de 1852, sino usar el tiempo que me queda de manera tal que transcurra sin agitación, sin perturbaciones. Les he abierto mi corazón con entera franqueza, respondan a mi sinceridad con confianza, a mi noble deseo con colaboración, y Dios dispondrá el resto».

El partido del orden no se engañó con el discurso. Con los juramentos ya estaban hastiados desde hacía tiempo: había entre ellos veteranos virtuosos del perjurio político; ¡pero por cierto habían participado en forma connivente a espaldas del pueblo y, por tanto debían callar. Temiendo perder las conquistas hechas en contra de la revolución, permitieron que su rival cosechase los frutos !.

Bonaparte realizaba actos que tenían como fin la usurpación, pero el partido del orden causaba «agitación» al alborotar respecto de estos actos e interpretarlos de un modo hipocondríaco.

Bonaparte no sólo violaba la Constitución, sino el Código Penal, pero la corrupción continua del partido del orden impediría su juzgamiento.

Bonaparte, más ingenioso que el partido del orden, terminó controlando el parlamento y el ejército.

Logra tener control sobre las fracciones del partido del orden, tensionando a unos contra otros y amenazando a todos con poner un ministro republicano o retornar el voto universal.

La burguesía pedía a gritos un «gobierno fuerte» y consideraba terrible dejar a Francia «sin administración» y máxime en medio de una crisis comercial y con las ciudades a favor del socialismo.

En vista a la revisión constitucional, diezmadas sus referencias parlamentarias, el partido del orden hace alianza con la socialdemocracia y los republicanos puros, en sus esfuerzos vanos por conservar el poder militar y recobrar la dirección suprema del Poder Ejecutivo, porque el partido del orden era una aleación de sustancias sociales heterogéneas y, la cuestión de la revisión constitucional, originó el clima político que desintegró el producto en sus componentes originarios.

Los bonapartistas querían derogar el artículo que prohibía la reelección y la prórroga de sus poderes. La posición de los republicanos también era comprensible. Rechazaban de plano la revisión, avizorando una conspiración contra la República desde todos los planos. Contaban con la mayoría suficiente y, por ende, no podían temer la derrota.

Ante estas claras posturas el partido del orden estaba lleno de terribles contradicciones. Si se negaba a la revisión ponía en peligro el statuo quo, ya que no le dejaba a Bonaparte otra salida que la violenta, y entregaba a Francia a la anarquía (el contexto, por entonces, pasaba por un momento decisivo, el presidente había perdido su autoridad, el Parlamento ya no la tenía desde hacía tiempo y el pueblo deseaba reconquistarla).

Si aceptaba la revisión, sabía que era inútilmente, porque su postura fracasaría ante el veto de los republicanos.
Si, en cambio, poniéndose fuera de la Constitución, consideraba legítima la simple mayoría de votos, ya no podría dominar la revolución sin someterse a las órdenes del Poder Ejecutivo, lo que pondría a Bonaparte como dueño de la Constitución, de la revisión constitucional y del propio partido del orden.

Una revisión sólo parcial, que extendiese los poderes del presidente, abría la posibilidad de la usurpación imperial. Una revisión general, que limitase la vida de la República, abría un conflicto ineludible entre las pretensiones dinásticas, porque las condiciones para una restauración borbónica y para una restauración orleanista eran bien diferentes y se excluían la una a la otra.

La República parlamentaria era mucho más que un terreno neutral donde podían cohabitar con derechos iguales dos fracciones de la burguesía francesa, la gran propiedad territorial y la industria. Era una condición necesaria para su dominación conjunta: la única forma de gobierno en donde su interés general de clase podría someterse a las aspiraciones de las distintas fracciones y de las otras clases de la sociedad.

En sus elucubraciones filosóficas, los cerebros del partido del orden, intentaron unificar las monarquías, desconociendo la génesis y su historia. Sólo lograron volver a su estado original las cosas y dividir aún más, lo que ya estaba fragmentado.

Finalmente, junto a Bonapartistas, firman un acuerdo de revisión constitucional «para que la nación pueda ejercer su plena soberanía», pero por boca de su portavoz atentaban contra lo pactado.

La revisión, como era previsible, fue rechazada, pero por menos de los votos exigidos de las tres cuartas partes.
La mayoría parlamentaria se declaraba de este modo contra la Constitución, pero ésta se declaraba a favor de la minoría y requería un acuerdo obligatorio.

El partido del orden, no podía asombrarse de ello, ya que siempre burló la Constitución en beneficio de sus intereses.
Sin embargo, en este momento la revisión constitucional significaba solamente la continuación del Poder Presidencial, del mismo modo que la no revisión de la Constitución significaba solamente la destitución de Bonaparte.
El Parlamento se había declarado a su favor, pero la Constitución se declaraba contra el Parlamento.
Así pues, Bonaparte actuó parlamentariamente al destruir la Constitución, y constitucionalmente al destruir el Parlamento.

Con sus constantes incoherencias, el partido del orden, había demostrado su incapacidad para gobernar.
El partido parlamentario no solamente se había dividido en sus dos grandes fracciones y éstas a su vez subdividido, también el partido del orden dentro del Parlamento había roto con el partido del orden fuera del Parlamento. Los portavoces y escribientes de la burguesía, la tribuna y la prensa de la burguesía, esto es, los ideólogos de la burguesía y la propia burguesía, los representantes y los representados estaban separados, ya no congeniaban.
La aristocracia financiera pasó a ser bonapartista y los intereses de la Bolsa estuvieron cerca de Bonaparte y lo expresaban a través de su órgano europeo, el Economist de Londres.

En febrero de 1851, publica: «Hemos corroborado en todas partes que Francia requiere principalmente tranquilidasd. Así lo declara el presidente en su mensaje a la Asamblea Legislativa, le hace eco la tribuna nacional, lo aseguran los periódicos, lo proclaman en los púlpitos, lo prueban los valores sensibles del Estado ante el menor indicio de desorden, y su firmeza no bien triunfa el Poder Ejecutivo».

El 29/11/1851 el Economist declara con nombre propio: «En todas las Bolsas europeas, se reconoce al presidente como sostén del orden ahora».

De este modo, la aristocracia financiera fustigaba la lucha parlamentaria del partido del orden contra el Poder Ejecutivo por considerarla perturbación del orden, y celebraba todos los triunfos del presidente sobre sus supuestos representantes como si fueran triunfos del orden.

Marx describió también cómo era el negocio que los unía: El crédito público enraizado con todo el negocio pecuniario, toda la economía bancaria. Una parte del capital de ésta se invierte obligatoriamente en valores del Estado que dan réditos y son convertibles rápidamente. El capital puesto a disposición en forma de depósitos y distribuidos por ellos entre comerciantes e industriales, viene en abundancia en parte de los dividendos de los rentistas del Estado.
Si en todas las épocas la estabilidad del poder público depende del mercado monetario y sus sacerdotes, ¿cómo no va a ser así ahora, cuando el diluvio amenaza con arrastrar simultáneamente a los viejos Estado y a sus deudas?.
Fervorosa cultora del orden, a la burguesía industrial, también le irritaban las disputas del partido parlamentario del orden con el Poder Ejecutivo y castigó a sus parlamentarios.

Quería que sus representantes parlamentarios dejasen sin protestar el poder militar, de manos del propio Parlamento a manos de un aspirante aventurero.

Demostraba que su interés de clase, le resultaba molesto como si fuese una perturbación del orden en su negocio privado.

A pesar de que Bonaparte atacaba sin tapujos a la Asamblea Nacional y principalmente al partido del orden, en sus giras provinciales era recibido servilmente por los funcionarios burgueses de las ciudades provinciales, por los magistrados y los jueces comerciales.

Lo único que interesaba a las clases dominantes era que se mantenga el statu quo, sin importar quién fuera el que se lo proveería.

Así ordenaron a sus representantes que voten a favor de la revisión, es decir, a favor de Bonaparte.
La burguesía hacía más evidente su ira contra sus representantes literarios, contra su prensa. Los jurados burgueses castigaban con condenas a multas imposibles y terribles penas de presidio a todo aquel periodista burgués, que hablase contra los anhelos de usurpación de Bonaparte, que intentase a través de la prensa defender los derechos políticos de la burguesía contra el Poder Ejecutivo, y esto asombraba no sólo a Francia sino a toda Europa.

Ir en contra de sus representantes, instando a que Bonaparte termine con ellos, se explicaba en la única razón de entregarse con confianza a sus negocios privados, bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto.
Esta clase dominante que siempre inmoló su interés general de clase por sus interés más egoísta y sucio interés privado, se quejó luego, de que el proletariado no se aliase con ella, porque dejó de lado sus intereses políticos ideales por sus intereses materiales.

El mismo Economist, cuatro días antes del golpe de Estado, mostraba a Bonaparte como «garante del orden» y luego del golpe, denunciaba la traición de las «masas obreras ignorantes, incultas y estúpidas hacia el talento, el saber, la conducta, la influencia espiritual, los recursos intelectuales y el valor moral de las capas medias y elevadas de la sociedad».

Está claro que la única masa, ignorante, inculta y estúpida fue la masa burguesa.

Esa burguesía que creía que la crisis comercial se fundaba en razones políticas. Mientras la crisis comercial respondía a un contexto internacional de ciclo económico y que Marx lo describe comparando lo ocurrido en Inglaterra.

La suprema crisis de 1851 era simplemente la detención que hacen la superproducción y susperespeculación cada vez que recorren el ciclo industrial, antes de juntar fuerzas para recorrer febrilmente la última etapa del ciclo y arribar nuevamente a su punto de partida: la crisis comercial general.

Lo que, se reitera, Clinton definiría como: ¡ Es la economía, estúpido!.

Dice Marx que no hubo jamás un acontecimiento que proyectase frente a sí con tanta antelación al momento de ocurrir la sombra que proyectó el golpe de Estado de Bonaparte.

Al mes de su elección ya se había dejado traslucir tal intención y los periódicos bonapartistas lo anunciaban cada vez que había turbulencia parlamentaria y cuanto más cerca la crisis, más recrudecía el tono del anuncio. En las orgías nocturnas que Bonaparte presidía, se proyectaba el golpe de Estado para la mañana siguiente.

El golpe de Estado fue siempre una idea fija en la mente de Bonaparte. La idea lo dominaba tanto que la confesaba a cada paso, sin poder contener a su lengua. Pero era tan débil que volvía a abandonarla a cada paso. La sombra del golpe de Estado, en la forma de un espectro, llegó a ser tan familiar para los parisinos, que cuando finalmente se presentó en carne y hueso, ya no podían creerlo.

El golpe de Estado triunfó, a pesar de la indiscreción de Bonaparte y del conocimiento certero de la Asamblea Nacional, porque era un efecto necesario del proceso anterior.

Poco tiempo antes del golpe, Bonaparte entusiasma a la burguesía industrial, reunida en el circo para recibir de sus manos las medallas por los premios de la Exposición Industrial de Londres.

«Al tener éxitos tan insospechados, me siento capaz de decir que la República Francesa sería inmensamente grande si se le permitiese defender sus verdaderos intereses y reformar sus instituciones, en lugar de obligarla todo el tiempo a padecer la perturbación de los demagogos, por un lado y de los alucinados monárquicos, por otro. (aplausos ensordecedores y continuos desde todas las direcciones del anfiteatro). Las alucinaciones monárquicas mellan en toda perspectiva de desarrollo industrial serio. En lugar de haber progreso, sólo hay lucha. Hombres que antes eran los más firmes sostenedores de la autoridad y de los privilegios reales, hoy pujan por una Convención, sólo para desgarrar la autoridad emanada del sufragio universal. (nuevos y estrepitosos aplausos) Hombres que sufrieron como nadie la revolución, y la denostaron como nadie, hoy suscitan una nueva sólo para maniatar la voluntad de la nación…Les prometo tranquilidad para el futuro…(vivas repetidos y ensordecedores)».

De este modo servil celebra la burguesía industrial el golpe de Estado del 2 de diciembre, la tiranía de Bonaparte.
Este segundo Bonaparte, no fue a buscar un modelo en los anales de la historia universal, sino en los anales de la Sociedad del 10 de Diciembre, esto es, la memoria criminal.

Roba al Banco de Francia 25 millones de francos, soborna a un general con un millón, y a los soldados con 15 francos a cada uno, y con aguardiente, como un ladrón se reúne con sus cómplices por la noche, ordena que saqueen las casas de los líderes parlamentarios más riesgosos y saquen a empujones de la cama para llevárselos a los generales, ordena ocupar con tropas las plazas principales de París, y el Parlamento, y pegar, al alba, en todos los muros, carteles fulgurosos donde se proclama la desaparición de la Asamblea Nacional y del Consejo del Estado, la restauración del sufragio universal y la declaración de estado de sitio para el departamento del Sena. Luego, incluye un documento falso, donde se denuncia a un grupo de influyentes parlamentarios conspirando contra él en un Consejo de Estado.
Los miembros del Parlamento sin sus líderes, se congregan y resuelven la destitución de Bonaparte, profiriendo gritos de «!Viva la República!» y apelando en vano a la masa atónita delante del edificio. Son arrestados y transportados a las cárceles. Éste fue el fin del partido del orden, la Asamblea Legislativa y la revolución de Febrero.

La República Socialista surgió como propuesta, como profecía, en los albores de la revolución de Febrero. Fue ahogada con la sangre del proletariado de París en las jornadas de junio de 1848, pero emergió en los demás actos del drama como un fantasma. Se anuncia la República Democrática. Se diluye el 13 de junio de 1849, con sus pequeños burgueses fugitivos, pero arrojando reclamos soberbios en la huida. Todo el escenario lo ocupa la República Parlamentaria con la burguesía, aceleran la plenitud de su vida, pero el 2 de diciembre de 1851, se la entierra con un grito angustiante de los monárquicos unidos: ¡Viva la República!.

La burguesía francesa que rehusaba el dominio del proletariado trabajador, puso en la cima del poder al lumpemproletariado, con el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre a la cabeza. La burguesía tenía a Francia espantada con el miedo constante a la anarquía roja; Bonaparte hizo realidad el espanto, cuando el 4 de diciembre logró que el ejército del orden, borracho de aguardiente, hiciese fuego contra los elegantes burgueses. La burguesía ensalzó el sable y el sable mandó sobre ella. Destruyó la prensa revolucionaria y su propia prensa fue aniquilada. Puso vigilantes en las asambleas populares y sus propios salones fueron vigilados por la policía. Disolvió la Guardia Nacional democrática y su propia Guardia Nacional fue disuelta. Decretó el estado de sitio y el estado de sitio se decretó contra ella. Reemplazó los jurados con tropas militares y las tropas militares reemplazan a sus jurados. Subordinó al pueblo al saber de los clérigos y los clérigos la subordinan a su saber. Desterró a prisioneros sin juicio previo y ella misma es desterrada sin juicio. Aplacó todo movimiento social con el Poder del Estado y el Poder del Estado aplaca todos sus movimientos sociales. Se sublevó contra sus propios escribientes y políticos, entusiasmada por su caja; sus escribientes y políticos fueron hechos a un lado, pero después su caja es saqueada, su boca amordazada y quebrada su pluma. La burguesía gritaba sin cesar a los revolucionarios: ¡FUGE, TACE, QUIESCE ! y ahora Bonaparte es quien grita a la burguesía: ¡FUGE, TACE, QUIESCE ¡ ( ¡HUYE, CALLA, SOSIÉGATE!).

¿Por qué razón el proletariado de París no se sublevó después del 2 de diciembre?

Si bien la caída de la burguesía estaba decretada, el decreto no se había llevado a cabo todavía. Todo intento de rebelión por parte del proletariado le habría servido a aquélla para vigorizarse, reconciliarse con el ejército, y garantizar a los trabajadores una segunda derrota de junio.

El 4 de diciembre el proletariado fue instado a luchar por burgueses y tenderos. Varias huestes de la Guardia Nacional, armadas y uniformadas, prometieron acudir al escenario de lucha la noche de ese día.

Burgueses y Tenderos habían descubierto que en uno de los decretos del 2 de diciembre, Bonaparte abolía el voto secreto y les ordenaba inscribir un sí y un no en los registros oficiales, detrás de sus nombres.

La resistencia asustó a Bonaparte y ordenó que por la noche se pegaran en todas las esquinas de París carteles que anunciaran la restauración del voto secreto.

Burgueses y Tenderos creyeron haber conseguido su objetivo. Todos los que desertaron a la mañana siguiente fueron Burgueses y Tenderos.

Si en el fin de la república parlamentaria estaba la simiente de la viabilidad del triunfo de la revolución proletaria, el efecto inmediato, ostensible, era el triunfo de Bonaparte sobre el Parlamento, del Poder Ejecutivo sobre el Poder Legislativo, de la fuerza sin palabras sobre la fuerza de las palabras.

Dentro del Parlamento, la nación convertía su voluntad general en ley, esto es, convertía su voluntad a la ley de la clase dominante. Ante el Poder Ejecutivo, renuncia a toda voluntad propia para someterse a un poder ajeno, el de la autoridad. El Poder Ejecutivo, en oposición al Legislativo, materializa la heteronimia de la nación en oposición a su autonomía. Así, Francia parece escapar a la tiranía de un individuo, y específicamente bajo la autoridad de un individuo sin autoridad. La lucha aparentemente terminó con todas las clases hincadas, con idéntica impotencia y mudez, ante la culata del fusil.

Sin embargo la revolución es radical. Realiza metódicamente su tarea.

Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales de los terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos atributos del poder del Estado, los dignatarios feudales en funcionarios retribuidos y el abigarrado mapa muestrario de las soberanías medievales en pugna en el plan reglamentado de un poder estatal cuya labor está dividida y centralizada como en una fábrica. La primera revolución francesa, con su misión de romper todos los poderes particulares locales, territoriales, municipales y provinciales, para crear la unidad civil de la nación, tenía necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había iniciado: la centralización; pero al mismo tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número de servidores del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó esta máquina del Estado. La monarquía legítima y la monarquía de Julio no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que crecía a medida que la división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creaba nuevos grupos de intereses, y por tanto nuevo material para la administración del Estado. Cada interés se desglosaba inmediatamente de la sociedad, se contraponía a ésta como interés superior, general (allgemeines), se sustraía a la propia iniciativa de los individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la actividad del Gobierno, desde el puente, la escuela y los bienes comunales de un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, la riqueza nacional y las universidades de Francia. Finalmente, la república parlamentaria, en su lucha contra la revolución, viose obligada a fortalecer, junto con las medidas represivas, los medios y la centralización del poder del Gobierno. Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la dominación, consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio del Estado como el botín principal del vencedor.

Pero bajo la monarquía absoluta, durante la primera revolución, bajo Napoleón, la burocracia no era más que el medio para preparar la dominación de clase de la burguesía. Bajo la restauración, bajo Luis Felipe, bajo la república parlamentaria, era el instrumento de la clase dominante, por mucho que ella aspirase también a su propio poder absoluto.

Es bajo el segundo Bonaparte cuando el Estado parece haber adquirido una completa autonomía. La máquina del Estado se ha consolidado ya de tal modo que frente a la sociedad burguesa, que basta con que se halle a su frente el jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, un caballero de industria venido de fuera y elevado sobre el pavés por una soldadesca embriagada, a la que compró con aguardiente y salchichón y a la que tiene que arrojar constantemente salchichón. De aquí la pusilánime desesperación, el sentimiento de la más inmensa humillación y degradación que oprime el pecho de Francia y contiene su aliento. Francia se siente como deshonrada.

Y, sin embargo, el poder del Estado no flota en el aire. Bonaparte representa a una clase, que es, además, la clase más numerosa de la sociedad francesa: los campesinos parcelarios.

Así como los Borbones eran la dinastía de los grandes terratenientes y los Orleans la dinastía del dinero, los Bonapartes son la dinastía de los campesinos, es decir, de la masa del pueblo francés. El elegido de los campesinos no es el Bonaparte que se sometía al parlamento burgués, sino el Bonaparte que le dispersó. Durante tres años consiguieron las ciudades falsificar el sentido de la elección del 10 de diciembre y estafar a los campesinos la restauración del imperio. La elección del 10 de diciembre de 1848 no se consumó hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851.
Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción, la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo, ni aplicación alguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza de relaciones sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia más bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una Convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la lluvia y el sol, por consiguiente, la influencia política de los campesinos parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo su mando a la sociedad.

La tradición histórica hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa de que un hombre llamado Napoleón le devolvería todo el esplendor. Y se encuentra un individuo que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el Code Napoléon ordena: «La recherche de la paternité est interdite«. Tras 20 años de vagabundaje y una serie de grotescas aventuras, se cumple la leyenda, y este hombre se convierte en emperador de los franceses. La idea fija del sobrino se realizó porque coincidía con la idea fija de la clase más numerosa de los franceses.

Pero, se me objetará: ¿y los levantamientos campesinos de media Francia, las batidas del ejército contra los campesinos, y los encarcelamientos y deportaciones en masa de campesinos?

Desde Luis XIV, Francia no ha asistido a ninguna persecución semejante de campesinos «por manejos demagógicos».
Pero entiéndase bien. La dinastía de Bonaparte no representa al campesino revolucionario, sino al campesino conservador; no representa al campesino que pugna por salir de su condición social de vida, la parcela, sino al que, por el contrario, quiere consolidarla; no a la población campesina, que, con su propia energía y unida a las ciudades, quiere derribar el viejo orden, sino a la que, por el contrario, sombríamente retraída en este viejo orden, quiere verse salvada y preferida, en unión de su parcela, pro el espectro del imperio. No representa la ilustración, sino la superstición del campesino, no su juicio; sino su prejuicio, no su porvenir, sino su pasado, no sus Cévennes modernas, sino su moderna Vendée.

Los tres años de dura dominación de la república parlamentaria habían curado a una parte de los campesinos franceses de la ilusión napoleónica y los habían revolucionado, aun cuando sólo fuese superficialmente; pero la burguesía los empujaba violentamente hacia atrás cuantas veces se ponían en movimiento. Bajo la república parlamentaria, la conciencia moderna de los campesinos franceses pugnó con la conciencia tradicional. El proceso se desarrolló bajo la forma de una lucha incesante entre los maestros de escuela y los curas. La burguesía abatió a los maestros. Por vez primera los campesinos hicieron esfuerzos para adoptar una actitud independiente frente a la actividad del Gobierno. Esto se manifestó en el conflicto constante de los alcaldes con los prefectos. La burguesía destituyó a los alcaldes. Finalmente, los campesinos de diversas localidades se levantaron durante el período de la república parlamentaria contra su propio engendro, el ejército. La burguesía los castigó con estados de sitio y ejecuciones. Y esta misma burguesía clama ahora acerca de la estupidez de las masas, de la vile multitude que la ha traicionado frente a Bonaparte. Fue ella misma la que consolidó con sus violencias las simpatías de la clase campesina por el Imperio, la que ha mantenido celosamente el estado de cosas que forman la cuna de esta religión campesina. Claro está que la burguesía tiene necesariamente que temer la estupidez de las masas, mientras siguen siendo conservadoras, y su conciencia en cuanto se hacen revolucionarias.

En los levantamientos producidos después del golpe de Estado, una parte de los campesinos franceses protestó con las armas en la mano contra su propio voto del 10 de diciembre de 1848. La experiencia adquirida desde 1848 les había abierto los ojos. Pero habían entregado su alma a las fuerzas infernales de la historia, y ésta los cogía por la palabra, y la mayoría estaba aún tan llena de prejuicios, que precisamente en los departamentos más rojos la población campesina votó públicamente por Bonaparte. Según ellos, la Asamblea Nacional le había impedido caminar. Ahora no había hecho más que romper las ligaduras que las ciudades habían puesto a la voluntad del campo. En algunos sitios, abrigaban incluso la idea grotesca de colocar, junto a un Napoleón, una Convención.

Después de la primera revolución había convertido a los campesinos semisiervos en propietarios libres de su tierra. Napoleón consolidó y reglamentó las condiciones bajo las cuales podrían explotar sin que nadie les molestase el suelo de Francia que se les acababa de asignar, satisfaciendo su afán juvenil de propiedad. Pero lo que hoy lleva a la ruina al campesino francés, es su misma parcela, la división del suelo, la forma de propiedad consolidada en Francia por Napoleón. Fueron precisamente las condiciones materiales las que convirtieron al campesino feudal francés en campesino parcelario y a Napoleón en emperador. Han bastado dos generaciones para engendrar este resultado inevitable: el empeoramiento progresivo de la agricultura y endeudamiento progresivo del agricultor. La forma «napoleónica» de propiedad, que a comienzos del siglo XIX era la condición para la liberación y el enriquecimiento de la población campesina francesa, se ha desarrollado en el transcurso de este siglo como la ley de su esclavitud y de su pauperismo. Y es precisamente esta ley la primera de las idees napoléoniennes que viene a afirmar el segundo Bonaparte. Si comparte todavía con los campesinos la ilusión de buscar la causa de su ruina, no en su misma propiedad parcelaria, sino fuera de ella, en la influencia de circunstancias secundarias, sus experimentos se estrellarán como pompas de jabón contra las relaciones de producción.

El desarrollo económico de la propiedad parcelaria ha invertido de raíz la relación de los campesinos con las demás clases de la sociedad. Bajo Napoleón, la parcelación del suelo en el campo completaba la libre concurrencia y la gran industria incipiente de las ciudades. La clase campesina era la protesta omnipresente contra la aristocracia terrateniente, que se acababa de derribar. Las raíces que la propiedad parcelaria echó en el suelo francés quitaron al feudalismo toda sustancia nutritiva. Sus mojones formaban el baluarte natural de la burguesía contra todo golpe de mano de sus antiguos señores. Pero en el transcurso del siglo XIX pasó a ocupar el puesto de los señores feudales el usurero de la ciudad, las cargas feudales del suelo fueron sustituidas por la hipoteca y la aristocrática propiedad territorial fue suplantada por el capital burgués. La parcela del campesino sólo es ya el pretexto que permite al capitalista sacar de la tierra ganancia, intereses y renta, dejando al agricultor que se las arregle para sacar como pueda su salario. Las deudas hipotecarias que pesan sobre el suelo francés imponen a los campesinos de Francia un interés tan grande como los intereses anuales de toda la deuda nacional británica. La propiedad parcelaria, en esta esclavitud bajo el capital a que conduce inevitablemente su desarrollo, ha convertido a la masa de la nación francesa en trogloditas. Dieciséis millones de campesinos (incluyendo las mujeres y los niños) viven en chozas, una gran parte de las cuales sólo tienen una abertura, otra parte, dos solamente, y las privilegiadas, tres. Las ventanas son para una casa lo que los cinco sentidos para la cabeza. El orden burgués, que a comienzos del siglo puso al Estado de centinela de la parcela recién creada y la abonó con laureles, se ha convertido en un vampiro que le chupa la sangre y la médula y la arroja a la caldera de alquimista del capital. El Code Napoléon no es ya más que el código de los embargos, de las subastas y de las adjudicaciones forzosas. A los cuatro millones (incluyendo niños, etc.) de paupers oficiales, vagabundos, delincuentes y prostitutas, que cuenta Francia, hay que añadir cinco millones, cuya existencia flota al borde del abismo y que o bien viven en el mismo campo desertan constantemente, con sus harapos y sus hijos, del campo a las ciudades y de las ciudades al campo. Por tanto, los intereses de los campesinos no se hallan ya, como bajo Napoleón, en consonancia, sin en contraposición con los intereses de la burguesía, con el capital. Por eso los campesinos encuentran su aliado y jefe natural en el proletariado urbano, que tiene por misión derrocar el orden burgués. Pero el Gobierno fuerte y absoluto -que es la segunda idée napoléoninne que viene a poner en práctica el segundo Napoleón- está llamado a defender por la violencia este orden «material». Y este orden material es también el tópico en todas las proclamas de Bonaparte contra los campesinos rebeldes.

Junto a la hipoteca, que el capital le impone, pesan sobre la parcela los impuestos. Los impuestos son la fuente de vida de la burocracia, del ejército, de los curas y de la corte; en una palabra, de todo el aparado del poder ejecutivo. Un gobierno fuerte e impuestos elevados son cosas idénticas. La propiedad parcelaria se presta por la naturaleza para servir de base a una burocracia omnipotente e innumerable. Crea un nivel igual de relaciones y de personas en toda la faz del país. Ofrece también, por tanto, la posibilidad de influir por igual sobre todos los puntos de esta masa igual desde un centro supremo. Destruye los grados intermedios aristocráticos entre la masa del pueblo y el poder del Estado. Provoca, por tanto, desde todos los lados, la injerencia directa de este poder estatal y la interposición de sus órganos inmediatos. Y, finalmente, crea una superpoblación parada y no encuentra cabida ni en el campo ni en las ciudades y que, por tanto, echa mano de los cargos públicos como de una respetable limosna, provocando la creación de cargos del Estado. Con los nuevos mercados que abrió a punta de bayoneta, con el saqueo del continente, Napoleón devolvió los impuestos forzosos con sus intereses. Estos impuestos eran entonces un acicate para la industria del campesino, mientras que ahora privan a su industria de sus últimos recursos y acaban de exponerle indefenso al pauperismo. Y de todas las idées napoléoniennes, la de una enorme burocracia, bien galoneada y bien cebada, es la que más agrada al segundo Bonaparte. ¿Y cómo no había de agradarle, si se ve obligado a crear, junto a las clases reales de la sociedad una casta artificial, para la que el mantenimiento de su régimen es un problema de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras operaciones financieras consistió en elevar nuevamente los sueldos de los funcionarios a su altura antigua y en crear nuevas sinecuras.

Otra idée napoléonienne es la dominación de los curas como medio de gobierno. Pero si la parcela recién creada, en su armonía con la sociedad, en su dependencia de las fuerzas de la naturaleza y en su sumisión a la autoridad que la protegía desde lo alto era, naturalmente, religiosa, esta parcela, comida de deuda, divorciada de la sociedad y de la autoridad y forzada a salirse de sus propios horizontes, limitados, se hace, naturalmente, irreligiosa. El cielo era una añadidura muy hermosa al pequeño pedazo de tierra acabado de adquirir, tanto más cuanto que de él viene el sol y la lluvia, pero se convierte en un insulto tan pronto como se le quiere imponer a cambio de la parcela. En este caso, el cura ya sólo aparece como el ungido perro rastreador de la policía terrenal: otra idée napoléonienne. La próxima vez, la expedición contra Roma se llevará a cabo en la misma Francia, pero en sentido inverso al del señor Montalembert.
Finalmente, el punto culminante de las idées napoléoniennes es la preponderancia del ejército. El ejército era el point d’honneur de los campesinos parcelarios, eran ellos mismos convertidos en héroes, defendiendo su nueva propiedad contra el enemigo de fuera, glorificando su nacionalidad recién conquistada, saqueando y revolucionando el mundo. El uniforme era su ropa de gala; la guerra su poesía; la parcela, prolongada y redondeada en la fantasía, la patria, y el patriotismo la forma ideal del sentido de la propiedad. Pero los enemigos contra quienes ahora tiene que defender su propiedad el campesino francés no son los cosacos, son los alguaciles y los agentes ejecutivos del fisco. La parcela no está ya enclavada en lo que llaman patria, sino en el registro hipotecario. El mismo ejército ya no es la flor de la juventud campesina, sino la flor del pantano del lumpemproletariado campesino. Está formado en su mayoría por remplaçants, por sustitutos, del mismo modo que el segundo Bonaparte no es más que el remplaçant, el sustituto de Napoleón. sus hazañas heroicas consisten ahora en las cacerías y batidas contra los campesinos, en el servicio de gendarmería, y si las contradicciones internas de su sistema lanzan al jefe de la Sociedad del 10 de diciembre del otro lado de la frontera francesa, tras algunas hazañas de bandidaje el ejército no cosechará precisamente laureles, sino palos.

Como vemos, todas las «idées napoléoniennes» son las ideas de la parcela incipiente, juvenil, pero constituyen un contrasentido para la parcela caduca. No son más que las alucinaciones de su agonía, palabras convertidas en frases, espíritus convertidos en fantasmas. Pero la parodia del imperio era necesaria para liberar a la masa de la nación francesa de peso de la tradición y hacer que se destacase nítidamente la contraposición entre el Estado y la sociedad. Conforme avanza la ruina de la propiedad parcelaria, se derrumba el edificio del Estado construido sobre ella. La centralización del Estado, que la sociedad moderna necesita, sólo se levanta sobre las ruinas de la máquina burocrático-militar de gobierno, forjada por oposición al feudalismo.

Las condiciones de los campesinos franceses nos descubren el misterio de las elecciones generales del 20 y 21 de diciembre, que llevaron al segundo Bonaparte al Sinaí pero no para recibir leyes, sino para darlas.

Manifiestamente, la burguesía no tenía ahora más opción que elegir a Bonaparte. Bonaparte, como poder ejecutivo convertido en fuerza independiente, se cree llamado a garantizar el «orden burgués». Pero la fuerza de este orden burgués está en la clase media. Se cree, por tanto, representante de la clase media y promulga decretos en este sentido. Pero si es algo, es gracias a haber roto y romper de nuevo diariamente la fuerza política de esta clase media. Se afirma, por tanto, como adversario de la fuerza política y literaria de la clase media. Pero, al proteger su fuerza material, engendra de nuevo su fuerza política. Se trata, por tanto, de mantener viva la causa, pero de suprimir el efecto allí donde éste se manifieste. Pero esto no es posible sin una pequeña confusión de causa y efecto, pues al influir el uno sobre la otra y viceversa, ambos pierden sus características distintivas. Nuevos decretos que borran la línea divisoria. Bonaparte se reconoce al mismo tiempo, frente a la burguesía, como representante de los campesinos y del pueblo en general, llamado a hacer felices dentro de la sociedad burguesa a las clases inferiores del pueblo. Nuevos decretos, que estafan de antemano a los «verdaderos socialistas» su sabiduría de gobernantes. Pero Bonaparte se sabe ante todo jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, representante del lumpemproletariado, al que pertenece él mismo, su entourage, su Gobierno y su ejército, y al que ante todo le interesa beneficiarse a sí mismo y sacar premios de lotería californiana del Tesoro público. Y se confirma como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre con decretos, sin decretos y a pesar de los decretos.

Esta misión contradictoria del hombre explica las contradicciones de su Gobierno, el confuso tantear aquí y allá, que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a esta y otras veces a aquella clase, poniéndolas a todas por igual en contra suya, y cuya inseguridad práctica forma un contraste altamente cómico con el estilo imperioso y categórico de sus actos de gobierno, estilo imitado sumisamente del tío.

La industria y el comercio, es decir, los negocios de la clase media, deben florecer como planta de estufa bajo el Gobierno fuerte. Se otorga un sinnúmero de concesiones ferroviarias. Pero el lumpemproletariado bonapartista tiene que enriquecerse. Manejos especulativos con las concesiones ferroviarias en la Bolsa por gentes iniciadas de antemano. Pero no se presenta ningún capital para los ferrocarriles. Se obliga al Banco a adelantar dinero a cuenta de las acciones ferroviarias. Pero, al mismo tiempo, hay que explotar personalmente al Banco, y, por tanto, halagarlo. Se exime al Banco del deber de publicar semanalmente sus informes. Contrato leonino del Banco con el Gobierno. Hay que dar trabajo al pueblo. Se ordenan obras públicas. Pero las obras públicas aumentan las cargas tributarias del pueblo. Por tanto, rebaja de los impuestos mediante un ataque contra los rentistas, convirtiendo las rentas al 5 por 100 en renta al 4,5 por 100. Pero hay que dar un poco de miel a la burguesía. Por tanto, se duplica el impuesto sobre el vino para el pueblo, que lo bebe al por menor, y se rebaja a la mitad para la clase media, que lo bebe al por mayor. Se disuelven las asociaciones obreras existentes, pero se prometen milagros de asociación para e porvenir. Hay que ayudar a los campesinos: Bancos hipotecarios, que aceleran su endeudamiento y la concentración de la propiedad. Pero a estos Bancos hay que utilizarlos para sacar dinero de los bienes confiscados de la casa de Orleans. No hay ningún capitalista que se preste a esta condición, que no figura en el decreto, y el Banco hipotecario se queda reducido a mero decreto, etc.

Bonaparte quisiera aparecer como el bienhechor patriarcal de todas las clases. Pero no puede dar nada a una sin quitárselo a la otra. Y así como en los tiempos de la Fronda se decía del duque de Guisa que era el hombre más obligeant de Francia, porque había convertido todas sus fincas en obligaciones de sus partidarios, contra él mismo, Bonaparte quisiera ser también el hombre más obligeant de Francia y convertir toda la propiedad y todo el trabajo de Francia en una obligación personal contra él mismo. Quisiera robar a Francia entera para regalársela a Francia, o mejor dicho, para comprar de nuevo a Francia con dinero francés, pues como jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre tiene necesariamente que comprar lo que quiere que le pertenezca. Y en institución del soborno se convierten todas las instituciones del Estado: el Senado, el Consejo de Estado, el Cuerpo Legislativo, la Legión de Honor, la medalla del soldado, los lavaderos, los edificios públicos, los ferrocarriles, el Estado Mayor de la Guardia Nacional sin soldados rasos, los bienes confiscados de la casa de Orleans. En medio de soborno se convierten todos los puestos del ejército y de la máquina de gobierno. Pero lo más importante de este proceso en que se toma a Francia para entregársela a ella misma, son los tantos por ciento que durante la operación de cambio se embolsan el jefe y los individuos de la Sociedad del 10 de Diciembre. El chiste con el que la condesa L., la amante del señor de Morny, caracterizaba la confiscación de los bienes orleanistas; «C’est le premier vol de l’aigle» (*) [«Es el primer vuelo (= robo) del águila»], puede aplicarse a todos los vuelos de este águila, que más que águila es cuervo. Tanto él como sus adeptos se gritan diariamente, como aquel cartujo italiano al avaro, que contaba jactanciosamente los bienes que habría de disfrutar durante largos años: «Tu fai conto sopra il beni, bisogna prima far il conto sopra gli anni» (Cuentas los bienes, cuando lo que debieras contar son los años). Para no equivocarse en los años, echan las cuentas por minutos. En la corte, en los ministerios, en la cumbre de la administración y del ejército, se amontona un tropel de bribones, del mejor de los cuales puede decirse que no sabe de dónde viene, una bohème estrepitosa, sospechosa y ávida de saqueo, que se arrastra en sus casacas galoneadas con la misma grotesca dignidad que los grandes dignatarios de Soulouque. Si queremos representarnos plásticamente esta capa superior de la Sociedad del 10 de Diciembre, nos basta con saber que Véron-Crevel es su predicador de moral y Granier de Cassagnca su pensador. Guando Guizot, durante su ministerio, utilizó a este Granier en un periodicucho contra la oposición dinástica, solía ensalzarlo con esta frase: «C’est le roi des drôles«, «es el rey de los bufones». Sería injusto recordar a propósito de la corte y de la tribu de Luis Bonaparte a la Regencia o a Luis XV. Pues «Francia ha pasado ya con frecuencia por un gobierno de favoritas pero nunca todavía por un gobierno de chulos»

Acosado por las exigencias contradictorias de su situación y al mismo tiempo obligado como un prestidigitador a atraer hacia sí, mediante sorpresas constantes, las miradas del público, como hacía el sustituto de Napoleón, y por tanto a ejecutar todos los días un golpe de Estado en miniatura, Bonaparte lleva el caos a toda la economía burguesa, atenta contra todo lo que a la revolución de 1848 había parecido intangible, hace a unos pacientes para la revolución y a otros ansiosas de ella, y engendra una verdadera anarquía en nombre del orden, despojando al mismo tiempo a toda la máquina del Estado al halo de santidad, profanándola, haciéndola a la par asquerosa y ridícula. Copia en París, bajo la forma de culto del manto imperial de Napoleón, el culto a la sagrada túnica de Tréveris. Pero si por último el manto imperial cae sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la Columna de Vendôme.

No tengo necesidad de que el Nano me entere de que Marx está muerto y enterrado, pero aquello que escribió, espero alguna vez nos sirva de lección, ya que nosotros jamás pudimos, hasta ahora, escapar a nuestro propio Brumario.