En el lenguaje también se recrean las disputas políticas. Nominar es, frecuentemente, una manifestación de poder. De qué manera se deben decir las cosas -con qué palabras nombrarlas- suele ser un acto mediado por lógicas que se legitiman desde el poder dominante. Pierre Bourdieu acuñó la expresión «imperialismo lingüístico», para referir las arbitrariedades del lenguaje que se configuran a partir del uso/abuso del poder. Durante el primer periodo del «embrujo autoritario», Álvaro Uribe Vélez ordenó a su equipo de gobierno no hacer uso del término «conflicto armado», bajo el argumento de que Colombia registraba un «asedio terrorista», y no una guerra social interna. Insatisfecho con el disparate lingüístico, el del Ubérrimo mandó redactar un Manual de Estilo (2009) que hizo llegar a las redacciones de distintos medios de comunicación -los oficiales, por supuesto-, en el que consignó sus orientaciones ideológicas y el abordaje lingüístico de temas relevantes para el país.1 Toda la sociedad debía hablar con las mismas palabras, fue su pretensión.
En 2018, funcionarios de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (conocidos como CDC), una agencia dedicada a salvar y proteger las vidas de los más vulnerables en Estados Unidos, recibieron la orden del gobierno de Donald Trump de dejar de utilizar palabras como «vulnerable» en documentos del presupuesto de ese año, según informó en su momento el diario The Washington Post: «En una junta de 90 minutos realizada el jueves, a los analistas de política en la principal institución de salud pública en Estados Unidos se les presentó un menú de siete palabras prohibidas, le contó un analista al periódico. En la lista se encuentran las palabras y conceptos: «diversidad», «feto», «transgénero», «vulnerable», «autorización», «con base en la ciencia» y «con base en la evidencia”».2
Un nuevo capítulo de ese negacionismo lingüístico que es la prohibición del lenguaje, sucedió en Argentina hace pocos días. La nueva ocurrencia del que reside en la Casa Rosada ha consistido en ampliar la prohibición, ya en curso en dependencias como el Ministerio de Defensa, a toda la administración pública, del lenguaje inclusivo y la perspectiva de género. «No se va a poder utilizar la letra e, el arroba, la x; y evitar la innecesaria inclusión del femenino en todos los documentos de la administración pública», señaló el vocero de la administración que informó de la nueva medida.3 El autodenominado «libertario» pretende de ese modo «liberar» a la lengua española y, de paso, a la sociedad argentina, según afirma, del lastre de la izquierda que ha socavado las bases morales (¿neoliberales?), al imponer sus narrativas identitarias. «Zurdos de mierda», repite frecuentemente el mismo que, en su visita al Vaticano, no resistió la tentación de pedir al Papa Francisco permiso para abrazarlo.
Los tres casos referidos están inscritos no solo en una misma temporalidad histórica, sino, además, en una misma constelación política. La prohibición del lenguaje bien puede
interpretarse como una manifestación de lo que el escritor Agustín Lage (cuyos textos son fuente ideológica de la que beben Milei y los cavernarios de la derecha latinoamericana), denomina la «batalla cultural», entendida como la disputa por los significados y formas de la cultura y por la aceptación o desaprobación de los dispositivos que la reproducen. En esencia, la «batalla cultural» es una disposición de la derecha (así lo reconoce Lage), que traduce las disputas políticas por la defensa de un orden social, económico y cultural que se basa en la promoción del darwinismo social, las desigualdades de clase y de género, las «buenas costumbres» y la reivindicación de una idea de «cultura universal», que suele ser la de la globalización capitalista.
A la «batalla cultural», con sus rasgos clasistas autoritarios como el prohibicionismo, la censura y el castigo (amen de reivindicar una idea estática y ahistórica de cultura), se debe contraponer, en los tiempos de hoy, la «batalla de ideas» que reivindicó Fidel Castro y que debe entenderse como la disposición y la necesidad de construir contrahegemonía, a partir de la creación y posicionamiento de pensamiento crítico, soportado este en debates argumentados y en los avances modernos del conocimiento, y siempre ligado a los procesos de democratización de la sociedad. «Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra», afirmó José Martí. Lograr conciencias críticas que puedan dar paso a comportamientos que no atenten contra los derechos de los pueblos, y no imponer formas de pensamiento -y de lenguaje, agregamos-, es una premisa prioritaria en la disputa política contemporánea por la ampliación de apoyos sociales que permitan reversar la hegemonía capitalista y avanzar hacia mejores estadios de vida para la humanidad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.