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Tres filmes contemporáneos, El odio, Ghost Dog, El hombre que nunca estuvo

Lenguaje y poder

Fuentes: Rebelión

Introducción Este ensayo se propone hablar sobre tres filmes contemporáneos que, por distintas razones, no tuvieron el despliegue periodístico ni de crítica que se merecen, no, merecían: y no se habla en pasado pues el cine es un arte del presente. Ellos son: El odio (1995), del francés Mathieu Kassovitz (París, 1967), película que se […]

Introducción

Este ensayo se propone hablar sobre tres filmes contemporáneos que, por distintas razones, no tuvieron el despliegue periodístico ni de crítica que se merecen, no, merecían: y no se habla en pasado pues el cine es un arte del presente. Ellos son: El odio (1995), del francés Mathieu Kassovitz (París, 1967), película que se estrenó en Colombia el año 2000 y que aunque tuvo excelente acogida del público, se mantuvo muy poco en cartelera a pesar de los esfuerzos de la distribuidora, Babilla Cinè, para haber podido traer esta obra sociológica, no sociologizante, sobre la vida de tres individuos que, pese a su origen distinto, conviven en un hostil suburbio parisino; Perro Fantasma: El camino del Samurai (1999), del cineasta independiente   gringo Jim Jarmusch (Akron, Ohio, 1953), obra de lectura múltiple que por estos lares se quiso ver como pieza menor o, peor, para menores, tal vez por su recurrencia al comic o a las historietas, por su carácter pedagógico, por sus alusiones, no gratuitas, al western; finalmente, como el anterior, otro acierto de Babilla, El hombre que nunca estuvo ahí (2001), del también gringo, de origen judío, Joel D. Coen (Minneapolis, Minnesota, 1954) escrita y dirigida con su hermano Ethan J. (Minneapolis, 1957), filme tan grave y a la vez ligero como Ghost Dog pero que para distribuidores y crítica no tuvo las repercusiones que cinéfilos de todo tipo y tendencia sí supieron encontrar: y es que detrás de su inofensiva apariencia se esconde una crítica mordaz a esa especie de parainstitución gringa que es el chantaje; una sátira a la doble moral de su gente y a la supuesta inocencia de personajes comunes y corrientes; en fin, una fina ironía sobre una sociedad que, como la que muestra El odio, sigue cayendo pero se resiste a creerlo valiéndose de una vieja y manida estrategia: ocultando el mugre debajo del tapete. De cierta manera, una característica común a las tres películas es la de la desesperanza que transmiten sus personajes, pero no por un prurito masoquista o una necesidad de consolación. Más bien, por un conocimiento certero de saber en qué terreno pisan, a pesar de lo que en sentido contrario opina el Sistema. Sistema, desde los mismos filmes, descompuesto, a decir verdad, en El odio; mafioso o permeado por la mafia, en Perro Fantasma; corrupto, en El hombre que nunca estuvo. Descomposición, mafia, corrupción, aspectos invisibilizados por el mismo sistema pues a los tres personajes de El odio, Hubert, Vinz, Saïd, negro, judío, árabe, les pasa lo que a Ghost Dog y a Edward Crane en Perro Fantasma y El hombre que nunca estuvo, respectivamente: el Sistema no los ve o, peor, no los quiere ver, al margen de que ellos a sí mismos se vean o no como fantasmas… De ahí que la invisibilidad forzada en los dos primeros casos y pese a que parezca voluntaria en el tercero, resulte en los tres inaceptable, insoportable e injusta. Afortunadamente, queda el arte, el artista, el cineasta… como bien decía Samuel Beckett: «El arte que es una plegaria libera una plegaria en el que mira». O Friedrich Nietzsche: «Tenemos el arte para que la verdad no nos mate». O Andrei Tarkovski: «El arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión que ante todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea aceptada. No quiere proponer inexorables argumentos racionales a las personas, sino transmitirles una energía espiritual. Y en vez de una base de formación, también en sentido positivista, lo que exige es una experiencia espiritual».

EL ODIO: UNA SOCIEDAD QUE CAE…

Y así el Odio está condenado a la suerte lamentable

de no poder dormirse jamás bajo la mesa.

CHARLES BAUDELAIRE (1821-1867)

 

El odio (1995), en el original francés La haine, título tomado del poema Le tonneau de la haine o El tonel del odio (1)  de Baudelaire que alude a la marginalidad, al existencialismo, al spleen (2), transcurre básicamente en un suburbio en estado de sitio, Muguets, a 30 Km de París, entre las 10:38 y las 6:01 del día siguiente, después de que el joven Abdel Ichah fuera atacado brutalmente por la policía y de que un inspector perdiera su revólver. M. Kassovitz toma partido de entrada: «Filme dedicado a quienes murieron mientras se rodaba». Lo que no implica un acto de proselitismo sino una declaración de principios, en tiempos como los actuales en los que lo más sencillo y fácil es no ponerle la cara a nada. Más bien, declarar que todo se hizo a nuestras espaldas para no asumir responsabilidades. O para que otros terminen asumiéndolas y, además, cargando el fardo de las culpas.

Los planos iniciales de la revuelta («Policías: son unos asesinos; no tenemos armas, sólo piedras») sumados al blanco y negro, dificultan trazar límites entre documental y ficción, aunque claramente sea una puesta en escena, lo que de por sí anula al documental: «La visión de El odio es mi visión, pero esta no es la única ni por fuerza la mejor». Los protagonistas, Hubert, Vinz, Saïd, un negro, un judío, un árabe, que llevan sus nombres originales, aun con esa diversidad de origen son inseparables, lo que aludiría a un idealista universalismo, a pesar del sistema. Esto no habla de una utópica solidaridad entre ellos ni significa que se trate de una comedia o que el director piense en un final feliz, aunque el primer filme de Kassovitz, Métisse, haya sido comparado con She’s Gotta Have It (1986) o Nola Darling, de Spike Lee, por el tratamiento interracial, y El odio con Haz lo correcto (1989), también de Lee, y con otros dos de Scorsese, Calles peligrosas (1973) y Taxi driver (1976), trabajos todos ellos cuya complejidad, dureza y compromiso consigo mismos no admite discusión que pueda prosperar, en cuanto atañe a creación de personajes, atmósferas y repercusiones artísticas y sociales. Simplemente, habla de una propuesta factible entre individuos de distinta procedencia a los que, en una turbia y perversa jugada política, el Estado pretende atomizar a fin de disipar posibles focos de disidencia, de resistencia, de independencia, para él entendidos, sencillamente, como focos de subversión, de terrorismo.

En El odio se cumple lo que para André Bazin ( Padre de la plantilla de Cahiers du Cinema que, excepto él, de la crítica pasó a la realización) es el realismo en el cine: ontológico, es decir, connatural al carácter automático y mecánico de la reproducción cinematográfica. En ese sentido, las películas que mejor lo interpretan y que más se aproximan a la esencia del cine son aquellas que reducen al máximo la manipulación y el artificio y crean así atmósferas verosímiles. Películas que de algún modo hacen referencia al carácter metafísico de sus protagonistas, a partir de sus hábitos cotidianos, de su pérdida de unidad con el mundo, lo que los lleva a experiencias de trance, ya sea a través del alcohol, de la droga, o a prácticas ilegales. Así, en El odio, Saïd, desdramatizador del relato, sobrevive en lo ilícito; Vinz ve en el odio la razón para no morir y, de paso, la posibilidad de matar…; Hubert, boxeador, al contrario de los anteriores que se hallan vinculados así sea de forma indirecta a la violencia, cree que para vivir lo ideal es ser pacifista… una suerte de contradicción personal para un hombre que practica uno de los deportes más violentos: hecho que a nivel diegético (interno) del filme se reflejará en el epílogo del mismo.

Tales actitudes vitales se relacionan con el desempleo, la injusticia social y el rechazo de los tres al puto sistema. Si Abdel Ichah muere, Vinz ha prometido matar a un policía con la misma arma que se extravió. Saïd sabe que la comida se consume caliente mientras la venganza se come fría. Hubert es consciente de que el odio atrae al odio, como pensaba aquel paradigma de tolerancia asesinado a plomo en 1965 y llamado Malcolm X o El-Hajj Malik El-Shabazz, nombre musulmán que, a propósito, en árabe sintetiza una doble idea: la de la peregrinación a La Meca y la de la búsqueda de un objetivo determinado. En el caso de aquél, la aceptación de la diferencia, la conversión a la tolerancia, la bienvenida al pluralismo, esto último, la Ley de la Tierra para Hanna Arendt. Es ella, justamente, la que aplican en sus vidas Vinz, Hubert y Saïd como quienes hacen un guiño a quienes creemos que e l arte lleva a considerar la construcción de imaginarios desde un nicho de igualdad, respeto, tolerancia, que implica comprender a los demás. Sin ello no es posible crear mundos comunes: lo común no excluye la diferencia, que es lo que justo enriquece, no lo que empobrece ni debe distanciar. La riqueza está en la diversidad, en el pensamiento complejo; la pobreza, en el rechazo a posturas abiertas, en la bronca ciega al eclecticismo, en la estulticia de creer en el pensamiento único: que es en lo único que no hay que creer.

Pocas veces se ve un filme cuyo valor, sinceridad y honradez están fuera de toda sospecha y que no intenta complacer a nadie pues la verdad no tiene que ver con la seducción, al igual que el amor y el odio no existen en sí mismos ni son contrarios y cada uno es sólo el complemento y/o la ausencia del otro. El parecido de la realidad descrita en El odio con la de cualquier otra latitud no es casual: El odio es la historia de una sociedad que cae… y que aun con el inminente aterrizaje -pues la caída parece no importar- piensa que de momento, todo va bien, como diría Virgilio, pero no el autor de La Eneida sino el tristemente célebre ex presidente colombiano de apellido Barco. Desmintiendo tan infundado positivismo, la obra de Kassovitz no es esperanzadora pues sería falsa. Y su verosimilitud está anclada en el realismo, de ahí el carácter de documental que algunos quieren ver en el filme y que no es otra cosa que el pretexto para minar la resistencia de potenciales espectadores escépticos que sólo dan crédito a la fantasía y a la imaginación, pero son incapaces de reconocer la verdad aunque la tengan al frente. Ya lo dijo Camus: «Dudamos de la evidencia aunque hayamos descubierto los secretos de una buena vida».

Aunque la humanidad apueste aún por un universalismo compatible con las diferencias, el que permitiría llevar a efecto esas páginas que están por escribirse, según se desprende del concepto de Hegel: Los momentos felices de la historia son sus páginas blancas, o sea, las que el hombre no ha llenado (las que existen contienen grafías innobles, con base en el horror), la obra de Kassovitz refuta tan optimista pero vana pretensión y en ese sentido su final apabulla. Aquel fundido a negro en el que el hombre rebelde metafísico, el que no acepta al mundo tal como es o está, no el que rechaza lo circunstancial inmediato,   Hubert (cuyos ídolos son el púgil Muhammad Ali, primer objetor de conciencia de EE. UU frente al atropello del servicio militar obligatorio, y John Carlos, atleta que en México/68 levantó el puño para simbolizar la unidad del pueblo negro), se enfrenta al poli-Notre-Dame, deja claro que millares de amarillos, negros y morenos desembocaron en tropel en Europa y sus razones de vida murieron entre la xenofobia, el racismo, la intolerancia.

A las 6:00 de la mañana, cuando todo está por consumarse, surge el as bajo la manga de Kassovitz: el inspirador poeta del spleen y de lo marginal, con su implícita carga de inconformidad, tedio y angustia frente a un medio hipócrita que se opone al cambio del statu quo: Charles Baudelaire, poeta romántico, urbano, moderno, jamás decadente ni maldito (salvo por el Poder que para excluirlo así lo llama), cuyos temas aluden al individuo fragmentado, anónimo y solitario como podrían ser el vago, el ladrón, el alcohólico, la prostituta, en suma, los marginados. Así, con su figura reflejada en el muro de un edificio, a la manera de icono-grafito, al fondo del drama de uno de esos marginados que se enfrenta a la desmesura de la autoridad, a sus desafueros, a su esquizofrenia, un minuto más tarde, el espectador vuelve al presente de una sociedad que sigue cayendo en el tonel sin fondo del odio y que pretende olvidar que ese mismo odio está condenado a la suerte lamentable de no poder dormirse jamás bajo la mesa. A menos, eso sí, que haya gente dispuesta a no aceptar las muchas veces erráticas e incuestionables medidas y disposiciones del statu quo y, por el contrario, a luchar por disposiciones y medidas más ajustadas a las condiciones actuales, a cambiar dicho estado de cosas sin reparos ni flaquezas, a proponer un mundo mejor y a todas luces probable, pese a la, ahí sí, pesimista posición de los políticos, esas sanguijuelas dispuestas siempre a saltar sobre el cuello de las víctimas potenciales/reales para extraer el máximo de savia con un mínimo de esfuerzo, lográndolo no pocas veces a causa de la pusilanimidad y la no-resistencia de una masa irreflexiva y narcotizada a punta del hiper-consumismo y del inclemente taladro mediático que ocasiona lesiones irreversibles en cerebros desprovistos de criterio y de humanidad. Y, claro, de dignidad. Lo único innegociable, así se carezca de todo lo que los políticos prometen y jamás dan: salud, vivienda, educación. Algo que el trío de El Odio tiene claro.

Notas:

(1) Le tonneau de la haine. La Haine est le tonneau des pâles Danaïdes;/ la Vengeance éperdue aux bras rouges et forts/ a beau précipiter dans ses ténèbres vides/ de grands seaux pleins du sang et des larmes des morts,// Le Démon fait des trous secrets à ces abîmes,/ Par où fuiraient mille ans de sueurs et d’efforts,/ Quand même elle saurait ranimer ses victimes, et pour les pressurer ressusciter leurs corps.// La Haine est un ivrogne au fond d’une taverne,/ Qui sent toujours la soif naître de la liqueur/ et se multiplier comme l’hydre de Lerne.// – Mais les buveurs heureux connaissent leur vainqueur, / Et la Haine est vouée à ce sort lamentable / d e ne pouvoir jamais s’endormir sous la table. El tonel del odio. El Odio es el tonel de las pálidas Danaïdes;/ la venganza consternada en brazos rojos y fuertes/ se ha complacido en precipitar en sus tinieblas vacías/ grandes cubos colmados de sangre y de lágrimas de los muertos.// El Demonio hace hoyos secretos en esos abismos,/ por donde huirían mil años de sudores y esfuerzos,/ aunque ella lograra reanimar a sus víctimas,/ y para oprimirlas resucitar sus cuerpos.// El Odio es un beodo en el fondo de una taberna,/ que siente siempre la sed nacer del licor/ y multiplicarse como la hidra de Lerna.// – Mas los bebedores felices conocen a su vencedor, / y el Odio está condenado a la suerte lamentable/ de no poder dormirse jamás bajo la mesa.

(2) Spleen: palabra inglesa, del griego splën, que traduce aburrimiento, tedio, melancolía, usada antes a comienzos del Siglo XIX por el Romanticismo; la conexión entre spleen, por el bazo, y la melancolía viene de la medicina griega y del concepto de los humores. El DRAE acepta la voz esplín, que también puede traducirse por angustia metafísica, extravío existencial, pérdida del sentido de la vida, que es lo que no en última instancia acompaña el viaje iniciático de los tres protagonistas de El odio.

Título original: La haine (1995). Título en español: El odio. Dirección y guión: Mathieu Kassovitz (Francia). Fotografía: Pierre Aim. Montaje: Mathieu Kassovitz / Scott Stevenson. Música: MC Solaar, IAM, Les Sages Poètes de la Rue, Sens Unik. I: Vincent Cassel (Vinz); Hubert Koundé (Hubert); Saïd Taghmaoui (Saïd). Director de producción: Gilles Sacuto. Formato: 35 mm; B/N; duración: 97 min.

GHOST DOG: EL CAMINO DEL SAMURAI: PENSAR EN LA MUERTE, VIVIR EL MOMENTO…

 

«Nada es original. Roba de cualquier lado que resuene con inspiración o que impulse tu imaginación. Devora películas viejas, películas nuevas, música, libros, pinturas, fotografías, poemas, sueños, conversaciones aleatorias, arquitectura, puentes, señales de tránsito, árboles, nubes, masa de agua, luces y sombras. Selecciona sólo cosas para robar que hablen directamente a tu alma. Si haces esto, tu trabajo (y robo) será auténtico. La autenticidad es incalculable; la originalidad es inexistente. Y no te molestes en ocultar tu robo, celébralo si tienes ganas. En cualquier caso, siempre recuerda lo que dijo Jean-Luc Godard: ‘No es de dónde sacas las cosas, es en dónde las pones'».

JIM JARMUSCH, THE GOLDEN RULES OF FILMING

 

A partir del texto Hagakuré: The Secret Book of the Samurais, Jim Jarmusch ha hecho con Ghost Dog: The Way of Samurai (1999) o Perro Fantasma: el camino del samurai un filme de múltiples lecturas. Una de ellas habla de un filme pedagógico, no deliberado sino espontáneo: si tal término cabe para una puesta en escena calculada al extremo y en la que, por esas paradojas del arte, todo hay que hacerlo deliberadamente pues en eso consiste la dirección, como sostenía Otto Preminger; tanto para iniciados como para aprendices, asequible (sic), entretenido, humorístico y, no obstante, grave y ligero a la vez. Esto quizás porque los asuntos graves deben tratarse con ligereza y los leves con gravedad, como corresponde a los principios de un verdadero samurai. 

Principios a los que Ghost Dog, el personaje encarnado por el pesado actor negro Forest Whitaker que por gracia del arte parece pluma de paloma cuando en la terraza realiza su rutina de artes marciales, es leal de principio a fin: «Cada día sin excepción uno debe considerarse muerto», dice al comienzo de una obra que es un collage (Jarmusch) de homenaje a Seijun Suzuki (1923-2017), el director del filme Koroshi no rakuin (1967) o Marcado para matar ( Branded to Kill ) en dos escenas: la del asesinato a través de las cañerías y la de la mariposa amarilla; a Jean-Pierre Melville, pionero del film noir francés y director de El samurai (1967) o El silencio de un hombre que abre con el proverbio: La soledad del samurai sólo es comparable a la del tigre en la selva; a Lee Marvin, el Walker de Point Blank (1967) o A quemarropa, de John Boorman, y uno de Los siete magníficos (1960), de John Sturges, parodia gringa del western japonés Los siete samurais (1954), de Kurosawa; a Don Quijote, el alquimista del sueño y la utopía por excelencia: un guerrero que cree en un código de caballería que no funciona en el mundo en que vive: un hombre de otro tiempo; a Frankenstein: el monstruo que no lo era… como Ghost Dog; a la cultura afroamericana y en particular al jazz (Ch. Parker, Chet Baker), al hip-hop y al rap, específicamente el de RZA, Public Enemy, Ice Cube y Method man: la música del filme es de RZA, el rapero que aparece vestido de camuflado y que le habla de poder e igualdad a Ghost, quien trascendente le responde: «Que lo veas todo»; y desde luego al comic (El Correcaminos, Los Simpson, El gato Félix) (1). Aparte de ello, Ghost Dog es una invitación a la lectura, un tributo a las culturas antiguas, un reconocimiento de las minorías: negros, indios, haitianos, rastas, hispanos. Claro que la obra del autor de Vacaciones permanentes (1981), Extraños en el paraíso (1984), Bajo el peso de la ley (1986), Tren del misterio (1989), Noche en la tierra (1993), Dead Man (1995), Café y cigarrillos (2004), Flores rotas (2005), Los límites del control (2009), entre otros filmes independientes, constituye además una profunda reflexión sobre el sueño como sucedáneo del mundo, de la vida, si se considera una de las sentencias del samurai, una de las tantas citas de Hagakuré intercaladas en el filme: «Es bueno pensar que el mundo es como un sueño. Cuando uno tiene una pesadilla y se despierta, sabe que era sólo un sueño, y entiende que el mundo en que vivimos no es muy distinto a esto». Frase que se corresponde con la de Shakespeare en Ricardo III según la cual estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños.

El aspecto político de Ghost Dog se revela aún más cuando el espectador sabe que Perro Fantasma mezcla de forma cuidadosa cine sarcástico y estética japonesa, mirada urbana y movida nocturna, cultura del jazz (en particular la mezcla de rigidez y libertad del bebop), rap y hip-hop y mundo de la mafia (2). Y como el arte no tiene moral, aunque sí ética, ni puede ser moralista, en entrevista con Serge Kaganski (Trip,  2000), Jarmusch confiesa su pasión por la cultura japonesa, la filosofía oriental, los filmes de kung-fu, así como el total respeto que en Ghost Dog muestra por las personas al margen de la ley. Cuando se le pregunta por su insistencia en el respeto hacia tales personas si son, en ocasiones, asesinos, en una clara declaración política, fuera de manifestar su inconformidad frente a las fallas de la democracia, al abuso del control social, a la rebeldía ya aludida de quienes con razón se resisten al sistema, sostiene: «Porque las leyes están hechas, ante todo, para los que poseen el poder y el dinero. Sobre el envoltorio de la democracia y de los grandes enunciados, las leyes permiten a los poderosos controlar a los demás. Respeto a quienes se encuentran fuera de la ley, porque no quieren ser controlados por el sistema. Me identifico con esta actitud».

Pero Ghost Dog, el filme, es también un alegato contra el racismo y la intolerancia, que lleva a Ghost Dog, el personaje,   a la violencia… ya hecho samurai; una pugna por la aceptación de la diversidad y una defensa tácita de la buena educación: la que consiste en ayudar a pensar, aprender a aprender, a vivir libremente y sin temores, como parece asimilarlo Pearline, la niña que lleva libros en la lonchera a manera de alimentos no convencionales y quien recuerda a las pequeñas Alicia y Mathilda en Alicia en las ciudades y en El perfecto asesino, filmes de Wenders y de Besson, respectivamente. Y, no en último término, una vuelta al policiaco en general (3) antes que al cine negro (aunque en el filme se sostenga, nos están despachando como gánsteres de verdad, como recuerda Vin el mafioso antes de morir en igualdad con un policía) lo mismo que al western clásico, como al que se refiere en el epílogo: western político que se convertiría en el primero (y último) de su realizador, arquetipo, de acuerdo con Philip French, del western tipo Kennedy: por demócrata en apariencia pues ya se sabe, por declaraciones del propio Presidente de la Nueva Frontera y Rey de Camelot (lugar mítico de honor, gloria, justicia) refiriéndose a su familia en forma impersonal, que «los Kennedy no son verdaderamente demócratas y con seguridad tampoco republicanos: forman un partido político por su cuenta» (4); y alegoría de contenido político y doble significado, según el criterio de los críticos suecos G. Oldin y H. Schein, quienes en su ensayo titulado El cowboy olímpico vieron en High Noon (1952), de Fred Zinnemann, una alegoría sobre la política exterior gringa y la Guerra de Corea (5).

Todo ello mostrado en Ghost Dog a través de una cámara limpia que realiza todos los movimientos de cámara (paneos, travellings y grúas e incluye el uso eventual del steady-cam ), dancísticos ralentís o tomas lentas, soberbios encuadres y recursivas angulaciones, fluido montaje con estilizadas disolvencias y fundidos encadenados, creíbles personajes e incuestionable calidad musical. La que guarda un nicho especial para el jazz y en particular para el bebop, fenómeno musical nervioso por angustiado que la crítica ubica entre 1945 y 55, fecha, esta, en que muere Ch. Parker (lo que supondría también la muerte del estilo), adalid del que se considera un fenómeno importante de la Contracultura (no sólo) Negra, toda vez que revitalizó al blues, llevó a la concientización política del afroamericano y puso el dedo en la llaga de un Stablishment porfiado en negarle salidas de libertad e inclusión al pueblo negro, cuidándose, eso sí, de dejarlo bajo el sometimiento y la exclusión.

En ese sentido, si se recuerda que Birdland fuera de ser el sitio en el que Ghost Dog compra el alimento para sus palomas, es uno de los apodos del más grande saxo alto de la historia y a la vez el mote del Templo del Bebop en Harlem fundado en su nombre, entonces ya no cabe duda de que se está hablando de Ch. Bird Parker, el creador de la inolvidable elegía sonora, a medio camino entre el temblor y la tristeza, Lament for the Congo, grabada por aquél años antes del asesinato de Patrice Lumumba (1925-1961), el líder estudiantil congolés que a los 35 años, a poco de haberse convertido, además de Ministro de Defensa, en Jefe del Gobierno presidido por Kasa-Vubu y pedir ayuda a la URSS, fue asesinado por el esbirro de los defensores mundiales de la democracia, la justicia infinita, la retórica igualdad: EE.UU. Antes había sido destituido por su rival, Kasa-Vubu, quien estableció un gobierno unitario en el que los cascos azules de la ONU obligaron a entrar a Tshombé. Sátrapa que le negaba la acción a uno de los más preclaros exponentes del socialismo africano, concepto en desuso forzado. Luego vendría otro sátrapa: Joseph Mobutu, alias Mobutu Sese Seko, presidente de la República Democrática del Congo desde 1965, a la que denominó Zaire en 1971, gobernándola hasta 1997: urdido, como el crimen que produjo, en las cavernas de la furia anticomunista, como Jefe de Seguridad de los gringos, fue quien dio la orden para que Lumumba fuera arrestado y luego asesinado. La muerte de éste causó tal escándalo que en 1966 fue proclamado en forma póstuma héroe nacional y mártir: he ahí el engañoso consuelo que la democracia da   a sus víctimas… a las que luego desconoce (6). 

Todo ello mostrado, se reitera, a través de la historia de un hombre que es (y no «se cree»   como en su momento sostuvo un critiquillo, chiquillo, pobrecillo) un samurai lúcido, marginal y solitario. Lúcido porque toma distancia frente a un mundo degradado que, sin embargo, la mayoría acepta… Sin esperanza de una vida mejor le importa, más que la lucha, lo útil del momento: «No hay nada más que el objetivo del momento presente». Marginal porque vive en un espacio donde cree poder conservar su autonomía en el mundo pero, en realidad, va teniendo cada vez menos poder. Está convencido de su autenticidad aunque nada externo lo permita comprobar. Su incomunicación consciente, salvo con Pearline, cómplice pedagógico y Raymond, compañero de ajedrez (otra forma de comunicarse o de tener una conversación) y de vida, se corresponde con su soledad pues sabe que nadie puede compartir su filosofía ni, ya involucrado con la mafia, sus métodos criminales. Precisamente, a través de la relación entre Ghost y Raymond, el hombre del Palacio del Helado que se comunica en francés mientras su partenaire lo hace en inglés y sin embargo se entienden, Jarmusch recuerda las relaciones entre lenguaje y Poder: hecho crucial entre los griegos, por ejemplo, que desearan ascender a nivel social y político.

Aquí no sobra recordar una tesis central de Platón en La República: si el ideal del hombre justo y hacedor del bien sólo puede tomar forma en un estado perfecto (que no es, ni puede atribuirse, al que representó el nazismo), la educación, clave para encarnar ese tipo de estado, en particular a través de la filosofía, será en últimas un problema de poder. Ghost, desde luego, no entra en esta categoría platónica: sus métodos prácticos, pragmáticos, disidentes, se lo impiden, aunque a través de sus actos sí recuerda que el lenguaje, el amor y el lenguaje del amor no son obstáculos para la comprensión de los pueblos, que son puestos por los políticos y sus inanes colaboradores los diplomáticos, con sus poco escrupulosos métodos. Métodos de todas maneras mucho más criminales que los del selectivo Ghost Dog porque éste, a la manera de The Cleaner o El limpiador, retitulada El perfecto asesino, contribuye a limpiar la carroña humana que la sociedad produce y recicla, mientras aquéllos realizan sus actos de exterminio a través de métodos sofisticados   y a espaldas de la opinión pública (la de los sin opinión) como son los de cerrar las vías a educación pública, salud, vivienda, abriendo cuarteles, cárceles y cementerios. De ahí es posible inferir dos cosas: la intolerancia del Estado es la única que no discrimina; el Estado es el único asesino perfecto que existe, mediante sus retorcidos y bien lavados, por los medios, métodos criminales.

Métodos criminales que el protagonista de El camino del samurai no asume gratuitamente: el oso, al ser provocado, reacciona con violencia, les dice Raymond a Ghost, a Pearline y al espectador: «El oso es un animal solitario que se adapta a toda clase de ambientes, climas y comidas. En manadas comparte su comida, si esta es abundante. A pesar de su interacción social limitada el oso es un adversario formidable que carece de instinto depredador. Pero si se lo asusta o hiere, el oso puede atacar y es muy peligroso». Pese a todo, existe en Ghost Dog   la identificación con una ética aun a sabiendas de que no puede transmitir su visión a otro; a sabiendas de que dicha ética se ha refundido al filo del tiempo en el incierto bolso de la moral, esa mala costumbre relacionada con la religión, única especie de opio, hoy cocaína, a la que puede acceder todo el pueblo. Dicha ética, que guarda relación directa con la mirada del hombre sobre el mundo, tiene relación con el final: «Ya he visto todo lo que tenía que ver», dice, moribundo, a Louie, frase que exhala relativo conformismo con lo que el mundo le puede mostrar a un hombre, cualquier hombre, de también relativa existencia.

Frase en relación directa con lo que antes del desequilibrado duelo el siervo Ghost   le ha dicho a su jefe Louie, al que, por principios éticos arraigados, no traiciona pase lo que pase: ¿Qué es esto? ¿High Noon? (Sólo ante el peligro o A la hora señalada, 1952), western de Zinnemann, como ya se dijo, una denuncia del parnellismo, mal llamado maccarthysmo, y a la vez de la cobardía colectiva en tiempos de inquietud: en síntesis, el conflicto moral y ético de un sheriff que, como Ghost, se encuentra en el dilema de cumplir con su obligación o preservar su vida. Ghost Dog, el filme, recuerda que sólo quien no tiene miedo puede amar libremente; sólo quien se abre al conocimiento y a la investigación es capaz de establecer puentes de entendimiento entre los hombres; sólo quien no abriga temores quiere vivir u opta libremente por morir: «A veces hay que hacer las cosas a la antigua», expresa el samurai tras asegurar que el espíritu de una época es imposible de recuperar. Apenas queda sacar lo mejor de cada generación. El camino del samurai, a la postre, es uno de inmediatez y lo mejor es ir al grano. De manera que sí, hay que conservar lo que sea posible, así como tener en cuenta los cambios y el presente. Vivir el momento, del que habla el Tao, como los niños. Por último, la esencia del samurai está en considerarse muerto cada día: pensar en la muerte, para sentirse y/o para estar más cerca de la vida.

Notas: 

1. Para el escritor argentino Roberto Arlt, según una aguafuerte porteña publicada en El Mundo de Buenos Aires (8.I.1931), Félix es un gato aventurero, quijote y alacrán que, además, tiene escondido un estadista y un moralista (Jorge Rivera, Panorama de la historieta en la Argentina, Coquena Grupo Editor, Argentina, 1992, p. 26).

2. Jarmusch ha definido a Ghost Dog como un filme bebop: El hip-hop es (…) muy cercano al bebop, salvo que los raperos samplean los standards directamente. El bebop no samplea, cita. Ghost Dog es entonces una película bebop: cita películas o elementos y los trabaja libremente, en vez de samplearlos. Me gusta esta libertad, esta manera de proceder. (Trip. 2000) Samplear significa mostrar una pequeña parte de algo que evidencia cómo es el resto.

3. Al preguntársele a Jarmusch si se puede decir que en Ghost Dog improvisó en la línea melódica películas de gánsteres es decir cine negro, dijo: «Yo diría más bien que sobre los filmes policíacos en general y no sobre el cine negro. Soy un purista en materia de cine negro y, para mí, este se sitúa en los años 30 y 40, con un estilo particular de luz, de personajes y de historias en un contexto histórico específico. Todo esto evolucionó en los años 50, cuando Don Siegel o Sam Fuller rodaron fuera de estudio, pero ya no hablamos exactamente de cine negro, en la medida en que este se nutre, plásticamente, del expresionismo alemán. Ghost Dog es una variación de lo policiaco en un sentido más general».   (Ob. Cit.) Como prueba de su afecto por el cine negro, J. ha declarado: «Fue ahí donde vi cosas que solo había leído y había escuchado hablar, películas de muchos de los buenos directores japoneses, como Imamura, Ozu, Mizoguchi. También películas de directores europeos como Bresson y Dreyer, e incluso películas estadounidenses, como un ciclo de películas de Samuel Fuller, que yo solo conocía de ver un par de ellas en televisión por las noches. Cuando volví de París, todavía escribía y mi escritura se estaba volviendo más cinemática en cierto modo, más descriptiva visualmente.» Sobre la Cinémathèque Française, entrevista para The New York Times (21/oct/1984).

4. Forjadores del Mundo Contemporáneo, Tomo 4, Planeta, 1986: 257.

5. Ver Westerns, Philip French, Ediciones Tres Tiempos, Bs. Aire s, 1977.

6. Cuando, en mayo de 1997, Mobutu abandonó el país, ante el avance de las tropas lideradas por Laurent Kabila (asesinado en 2001), Zaire dejó ese nombre para recuperar el original, posterior a la independencia, y pasar a llamarse nuevamente República Democrática del Congo. Apenas un nombre más para un país gobernado desde el exterior. Véase, respecto a todo lo anterior, el filme Lumumba (2000), de Raoul Peck, así como léase El asesinato de Lumumba, de Ludo de Witte.

Título original: Ghost Dog: the way of samurai (1999). Título en español: Perro Fantasma: el camino del samurái. Dirección y guión: Jim Jarmusch (EE.UU.). Fotografía: Robby Müller. Música: Chet Baker, Ch. Parker, RZA, Public Enemy, Ice Cube, Method Man. Intérpretes: Forest Whitaker (Ghost Dog); John Tormey (Louie, el Jefe ); Cliff Gorman (Sonny Valerio); Isaach de Bankolé (Raymond); Henry Silva (Ray Vargo, capo de la mafia); Camille Winbush (Pearline, la niña); Tricia Vesey (Louise, hija de Ray Vargo). Formato: 35 mm; color; duración: 105 minutos.

EL HOMBRE QUE NUNCA ESTUVO: SUEÑOS DE FUGA DE UN HOMBRE…

Verano de 1949. Santa Rosa, pueblo al norte de California. Allí Edward Ed Crane es el peluquero, el barbero. Un hombre ensimismado, lacónico, insatisfecho con su vida: pura rutina; él se siente un ser anónimo que vive entre pelos, es un pelo más. Crane es también un ser ausente, no sólo para los demás. Su vida es la de un fantasma, un ser invisible, incluso para sí mismo. Un hecho relevante en este sentido lo constituye esa voz en off, interior, cavernosa, que parece significar la imposibilidad de salir a la superficie: y es que Ed Crane no existe. Podría verse en las volutas de humo de su cigarro, que fuma a la manera de Humphrey Bogart (el dandy-hampón del cine gringo de los años 1940 y 50 que los Cohen tanto quieren), el signo de la ausencia de Crane. El filme de los Cohen, por su intrínseco valor fílmico y humano, no puede pasar inadvertido, como pasó con Miller’s crossing o De paseo a la muerte o Muerte entre las flores, con Albert Finney y Gabriel Byrne, entre otros. Filmes que pasan incomprendidos pero que, como El hombre que nunca estuvo, deben recuperarse por su implícita importancia, la que le otorga el ojo aguzado…

Y es que El hombre que nunca estuvo (2001), guión/dirección de Joel y Ethan Cohen, se plantea como una reflexión existencial, alegórica, de esa vida sumida en la incertidumbre, el sosiego que harta, la apariencia, los accidentes y en ese afán de libertad entendido como acción del deseo: en el caso de Ed Crane, los fantasmas del deseo. Los Cohen aprovechan esta circunstancia en apariencia trivial, para hablar de unos EE.UU donde los hombres deambulan como almas en pena y sueñan con alimentar una fuga para sus vidas minúsculas. De ahí que varios de sus personajes sean tributarios o prisioneros del american dream, no importa cómo se cumpla. En el que todo vale, incluido el arribismo, of course. Como en Fargo, obra en la que el protagonista se inventa el secuestro de su mujer para cobrar el seguro. O como en el caso de Crane, a quien una vez Tolliver le propone el negocio del lavado en seco, aquél, lejos de lamentarse por la infidelidad de su esposa Doris, entra con gusto a hacer parte de esa especie de parainstitución gringa que es el chantaje. Aquí hay dos cosas relevantes: por un lado, Tolliver se le presenta a Crane como el azar o la posibilidad de cambiar de vida, no la vida; por otro lado, en el lavado en seco podría verse la metáfora de la limpieza a través del agua, elemento tan caro a los Cohen y al maestro Tarkovski, por poner otro ejemplo notable. Y aunque Ed Crane le apuesta al azar, antes que a la necesidad, de todas maneras las cosas nunca resultan como se han planeado… 

Al comienzo se ha visto que Doris Crane, esposa de Ed, es una arribista más, pues no le importa cómo asciende en su oficio y, por ende, en la escala social, acostándose con Big Dave. Pero, contrario a lo que podría esperarse, su disgusto, Ed Crane no se inmuta, no se altera, no se transforma por la infidelidad de ella sino que planea la forma de conseguir los diez mil dólares que necesita para entrar en el negocio de la lavandería. Es decir, al recurrir al chantaje, Crane se adapta a las artimañas y a los vicios de su medio social, esa suerte de pesadilla real gringa que muchos se resisten a ver como tal, que casi nadie advierte como perniciosa, en tanto aprovechamiento y utilización de los demás. Tres ejemplos: la falsa propuesta de Tolliver a Crane; el chantaje de Doris a Big Dave y el que sufre éste con Crane; la utilización de Big Dave por su amante Doris para subir laboral y socialmente.

Cuando Ed Crane pretende asomar su cabeza por la única ventana abierta a la ilusión de la pureza, a un futuro distinto y optimista, la historia de los Cohen se encarga de darle un giro abrupto a esa ilusión y le cierra la ventana en plena cara… cuando se descubre que Rachel Abundas/Birdy/la Lolita pianista, no tiene el talento que Ed cree. Ahora, si lo cree es más por su afán existencialista de encontrar una salida a tanta frustración que por los méritos de la intrépida adolescente. Supuestos méritos que el experto Carçanogues aclara: ella sólo sabe tocar las teclas, pero no tiene alma: y los instrumentos se tocan con el corazón; las manos son apenas un medio. Así, el último recurso de Crane frente a la impotencia para cambiar su vida, se derrumba con estrépito. Otro asunto en suma clave para quienes creen que el cine como arte debe emocionar, antes de pasar a ser un hecho coherente, racional, tiene que ver con la historia que se cuenta. Una historia real, sobre una crónica de los años 40, de ahí que el filme se inicie en 1949, y que los Cohen respetan profundamente. Ese respeto llega al punto de evitar la intromisión de Crane en el relato cuando, por ejemplo, se evade mentalmente de la cárcel y ve un platillo volador. ¿Otra alegoría? Sí, la de ese otro círculo, esa otra proyección mental que intenta compensar la incomprensión y el fracaso. Es probable que al desarrollar su puesta en escena los Cohen hayan pensado en una obra de Huston que apunta a la filosofía del fracaso. A la filosofía del fracaso del triunfo, como en el caso de El tesoro de la Sierra Madre, rapiña humana por un oro que se escurre entre los dedos de sus ambiciosos/fugaces dueños. O, más acá, en el de La comunidad, de Álex de la Iglesia, descenso a los infiernos de la avaricia, comedia negra en tono ligero, muy distinto al grave de El hombre que nunca… Filme que a semejanza de los citados divide su peso entre la gravedad y la ligereza, más a la manera de Ghost Dog que de El odio, filme a medio camino entre la amargura y la desolación, entre la desesperanza y la injusticia.

Los problemas de Ed Crane con la justicia (la muerte de Big Dave; la incriminación de Doris en el caso, que la lleva al suicidio; el accidente con Birdy; el hallazgo del cadáver de Tolliver), lejos de resolverse, lo llevan poco a poco hacia la muerte en vida, es decir, hacia la cárcel, una cárcel que no se diferencia en nada de la vida que llevaba fuera de ella. Tras el hallazgo del cuerpo de Tolliver se comprueba que, en efecto, Ed nunca estuvo allí ni en cualquier otro lugar: en este caso, su incertidumbre está determinada por la fatalidad. De ahí ese círculo vicioso, letal, representado por la tapa de la llanta que gira sin sentido y que parece aludir a la rutina, al tedio, antes que al eterno retorno. Símbolo de una vida superficial, penosa, asfixiante. Con posterioridad a The big show o La gran función como dice el abogado Freddy Riedenschneider, Ed Crane hace al espectador una confesión en la intimidad de su casa: «Sí, yo era un fantasma. Nunca veía a nadie. Nadie me veía a mí».

En el epílogo, por un afán de reubicación, puede verse el deseo de Crane por tener una visión amplia de lo que ha sido su vida. Sus últimas palabras, antes de ir a la silla eléctrica, están dirigidas a explicar a su mujer, desde la muerte, lo que aquellas en la Tierra no han podido transmitirle: siempre es tarde para el hombre, para reafirmar la idea de su fracaso existencial. Así, el círculo se cierra y Crane relata su historia desde una prisión que en nada difiere de la exterior, la que se corresponde con esa cárcel llamada ciudad, donde escondía detrás de su esquemática existencia una mueca del sueño americano. Dentro del cual, para los demás, tanto como para sí mismo, realmente era un hombre invisible, por más sueños de fuga que haya de por medio: en suma, sólo un barbero, o sea, un pelo más entre los pelos de sus congéneres. De ahí que pueda verse en esta vida espectral, la muerte prematura y en blanco y negro de un hombre sin propiedades o sin atributos. Asignación pertinente, si se piensa que Crane es un hombre consciente de su insignificancia, de su vacío, de su silencio.

Y el que sea un hombre de pocas palabras, quizás recuerde que la relación del hombre con el mundo sólo se da a partir del lenguaje; que únicamente a través de él puede alcanzar la sabiduría; que en cierto modo el lenguaje crea al hombre, lo hace consciente de su existencia aunque sea el hombre el que lo articule, el que por supuesto cree el lenguaje. Y tal vez por eso Crane piensa que no existe: porque casi no habla. Pero también porque no hay necesidad de hablar, porque no importa si es él quien habla. De ahí su impotencia, dolor, inexpresividad. Impotencia, dolor e inexpresividad de un hombre que, detrás de las volutas de humo del cigarro, esconde su silencio frente a un mundo descompuesto. He aquí por qué El hombre que nunca estuvo es algo más que el simple título de un filme: es probable que al salir de él el espectador ya no crea más en la grandeza de ningún hombre (o la ponga en duda) y, por contraste, pregunte si la insignificancia de Ed Crane no hará tomar conciencia a los demás de la suya: de la de millares de otros hombres, ya no sólo gringos. No obstante, lo que marca la diferencia radical frente a todos ellos, es que Ed Crane, aun con sus dudas metafísicas, es un poeta, un auténtico poeta. Así, por contraste, sea al mismo tiempo el hombre invisible que sueña con fugarse de su pasado y, además, sin que nadie lo note: hecho cuya inutilidad naufraga entre el absurdo y lo imposible.

Título original: The Barber: The Man Who Wasn’t There (2001). Título en español: El hombre que nunca estuvo ahí. Dirección: Joel Coen. Guión: Joel & Ethan Cohen (EE.UU.). Fotografía: Roger Deakins. Música: Carter Burwell. Intérpretes: Billy Bob Thornton (Ed Crane); Frances McDormand (Doris Crane, esposa de Ed); James Gandolfini (1962-2013) (Big Dave, amante de Doris); Michael Badalucco (Frank, cuñado de Ed); Jon Polito (Tolliver); Scarlett Johansson (Rachel Abundas o Birdy). Formato: 35 mm; rodada en color y virada a B/N; duración: 116 minutos.

Referencias bibliográficas:

  1. Jarmusch, Jim. The Golden Rules of Filming. Wikipedia.

  2. Rivera, Jorge. Panorama de la historieta en la Argentina, Coquena Grupo Editor, Argentina, 1992: 26.

  3. Kaganski, Serge. Revista Trip. 2000.

  4. Forjadores del Mundo Contemporáneo, Tomo 4, Planeta, 1986: 257.

  5. French, Philip. Westerns, Ediciones Tres Tiempos, Bs. Aires, 1977, 163 pp.

  6. De Witte, Ludo. El asesinato de Lumumba, Editorial Crítica, Barcelona, 2002, 336 pp.

  7. Muñoz Sarmiento, Luis Carlos. La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), inédito: 213 a 221.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Estudios de Zootecnia, U. N. Bogotá. Periodista, de INPAHU, especializado en Prensa Escrita, T. P. 8225. Profesor Fac. de Derecho U. Nacional, Bogotá (2000-2002). Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2014). Fundador y director del Cine-Club Andrés Caicedo desde 1984. Colaborador de El Magazín de El Espectador. Ex Director del Cine-Club U. Los Libertadores y ex docente de la Transversalidad Hum-Bie (2012-2015). Escribe en: www.agulha.com.br www.argenpress.com www.fronterad.com www.auroraboreal.net www.milinviernos.com Corresponsal www.materika.com Costa Rica. Co-autor de los libros Camilo Torres: Cruz de luz (FiCa, 2006), La muerte del endriago y otros cuentos (U. Central, 2007), Izquierdas: definiciones, movimientos y proyectos en Colombia y América Latina, U. Central, Bogotá (2014), Literatura, Marxismo y Modernismo en época de Pos autonomía literaria, UFES, Vitória, ES, Brasil (2015) y Guerra y literatura en la obra de J. E. Pardo (U. del Valle, 2016). Autor ensayos publicados en Cuadernos del Cine-Club, U. Central, sobre Fassbinder, Wenders, Scorsese. Autor del libro Cine & Literatura: El matrimonio de la posible convivencia (2014), U. Los Libertadores. Autor contraportada de la novela Trashumantes de la guerra perdida (Pijao, 2016), de J. E. Pardo. Espera la publicación de sus libros Ocho minutos y otros cuentos, El crimen consumado a plena luz (Ensayos sobre Literatura), La Fábrica de Sueños (Ensayos sobre Cine), Músicos del Brasil, La larga primavera de la anarquía – Vida y muerte de Valentina (Novela), Grandes del Jazz, La sociedad del control soberano y la biotanatopolítica del imperialismo estadounidense, en coautoría con Luís E. Soares. Hoy, autor, traductor y coautor (con LES) de ensayos para Rebelión. 

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