No es condición necesaria ser seguidor político de Trotsky, literal o disidente, para admirar lo que podríamos considerar su «personalidad», los múltiples registros que describen su paso por las principales transformaciones que alteraron el rostro del siglo XX. En cierto sentido, en tanto tipo, y vaya si lo es, tan siglo XX -y quizás eso […]
No es condición necesaria ser seguidor político de Trotsky, literal o disidente, para admirar lo que podríamos considerar su «personalidad», los múltiples registros que describen su paso por las principales transformaciones que alteraron el rostro del siglo XX. En cierto sentido, en tanto tipo, y vaya si lo es, tan siglo XX -y quizás eso sea lo que ha hecho que no haya desaparecido de la memoria política y cultural en más de siete décadas-, tiene por un lado algo de héroe individual, en ese sentido un heredero del Romanticismo, con un fuerte ingrediente reflexivo y melancólico y, por otro, es un raro ejemplar de filósofo de la acción, un poco siglo XVIII. Ambas direcciones, lo individual y la razón instrumental, llegaron, una a finales del siglo XVIII y la otra a mediados del XV, y se quedaron para siempre, a veces antagonizándose, otras encontrando zonas de intersección o de acuerdo, psicoanálisis y marxismo por ejemplo. Pero lo esencial es que es difícil sacárselas de encima o ignorarlas, podemos encontrar su impronta en los mayores actores de la historia, hasta nuestros días inclusive. Trotsky da muy bien cuenta de ello.
Y, tal vez por la conjugación de ambos aspectos, ha sido «seguible» durante generaciones, sin importar si lograba o no imponer sus ideas estrictamente políticas, revolucionarias o críticas; más bien, si en ese sentido sus comienzos fueron deslumbrantes, y aun cuando siempre conservó una visionaria lucidez, a partir de cierto momento el éxito lo abandona, del mismo modo en que lo abandonan quienes debían haber seguido siendo sus soportes; pero la fuerza no lo abandona. Además, y para completar la descripción, fue alguien para quien la palabra escrita era al mismo tiempo un arma y un objeto de perfección, no sólo eficaz en sus objetivos sino contundente en la posesión de sus medios; en otras palabras lo que podía significar íntimamente la literatura, en sí misma y para el comunismo -así lo proclamó en artículos escritos en 1924 en los que atacaba a la sedicente «literatura proletaria», más política que literaria-; ese arrojo teórico era tan poco habitual como escasamente comprendido, aun por aquellos que se fascinaron con su lección de vida y de posibilidades revolucionarias y que incluso fueron inmolados en la hoguera estaliniana por seguirlo o porque se les imputaba seguirlo.
Y, más allá de esta radical diferencia respecto no sólo de sus contemporáneos y cofrades sino también de quienes se presumen sus herederos, habría que ser muy ciego para considerar que, por ejemplo, su autobiografía (Mi vida), o los capítulos que trazan la biografía de Lenin que ha llegado a mis manos (Lenin, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2009) son solamente documentos emitidos por un principal protagonista de lo que refiere, primera figura en el escenario de un mundo entre dramático, trágico e iluminado; por el contrario, además, alcanzan los puntos propios de la gran literatura y, en consecuencia, pueden ser leídos en esa dimensión, de la misma manera que en el siglo XX se puede leer el libro de Primo Levi, el diario de Gombrowicz o las memorias de Vasconcelos y en el XIX la autobiografía de Sarmiento, por mencionar textos cuyo autor es sujeto de lo que llega a parecer ficción gracias a su riqueza verbal e interpretativa a partir de la fidelidad a la experiencia personal, la observación sobre sí mismo o la reivindicación personal.
Era, en suma, un escritor que no se desprendió -así, en cambio, intentó hacerlo y hasta cierto punto avanzó en esa dirección la llamada «revolución cultural china»- de la herencia de la gran literatura, sobre todo de la novela burguesa del siglo XIX, de la que rescató no la defensa explícita de valores, que así podría verse y así lo vio en la obra de Tolstoi, sino el sistema narrativo, como concepción estructural, un modo de imaginar que va de Stendhal a Thomas Mann y que en ese camino encuentra a Dostoievski, Dickens y sobre todo Zola. A saber, una base documental rigurosa, una capacidad digresiva de alcance interpretante y una mirada comprensiva y benevolente sobre lo que se describe, en un gesto que cubre la descripción de un ámbito marco de conductas y acciones de sus personajes, pero con el cuidado de no hacer de ello, pecado que se puede endilgar al naturalismo, determinismos o relaciones de causa-efecto que parecían ser el summum del cientificismo de fin de siglo.
Se trata de la perduración de un instrumento que ha dado mucho en materia literaria y del que Trotsky no renegó ni tergiversó, como lo hizo el llamado «realismo socialista», que no por azar se implantó en la Unión Soviética un tiempo después de que debiera abandonarla, denostado, denigrado y perseguido hasta el asesinato. Tal vez esta referencia permita establecer una ecuación: si el testamento de Lenin no hubiera sido traicionado y este modo de situarse frente a la cultura de Trotsky hubiera seguido su curso, ni el estalinismo ni esa literatura sin porvenir que el estalinismo impuso se habrían producido. La literatura, sin duda, no es ajena a los avatares de la vida y la lucha social pero tiene su historia propia, sus cambios se guían más por la fatiga y el entusiasmo, son fuerzas contradictorias y su dinamismo funda un ritmo evolutivo si no autónomo seguramente diferente del que caracteriza la sucesión de cambios sociales. La vanguardia intentó, en los comienzos soviéticos, de homologarse, quiso ser en lo simbólico tan revolucionaria como lo era la realidad pero eso duró poco, tan poco que muy pronto algunos voceros de la vanguardia fueron a parar a Siberia o se suicidaron o fueron reducidos al silencio. No extraña, en consecuencia, que Trotsky haya escuchado, años después, a André Breton y a Diego Rivera; en el diálogo que estableció con ellos, lleno de diferencias, había una aceptación, tal vez no de una programática del arte y la cultura, pero sí de la existencia del instrumento. Eso que se puede registrar en los capítulos de una biografía de Lenin que se lee como la mejor de las novelas, obra de un gran escritor.
La escritura de una biografía, se sabe, descansa sobre una valoración, negativa o positiva, sin la cual no se comprende por qué se lleva a cabo; en este caso no hay duda, Trotsky, en tanto autor, considera de entrada que la existencia de Lenin no sólo es significativa en lo histórico, por lo que llegó a hacer, sino paradigmática en lo individual, un hombre que se construyó a sí mismo fuera de toda idea de destino.
Intenta mostrarlo construyendo un relato que da cuenta de una sociedad en la que el que va a ser Lenin va tomando forma pero fundamentalmente de un medio respecto del cual ese mismo sujeto reactúa. Pero no hay determinismo en esa doble perspectiva sino conciencia y voluntad. Y si ésta es la hipótesis central, la columna vertebral de su relato, el cuerpo que sostiene es un mundo de informaciones presentadas con una desconcertante soltura, el narrador como un experto nadador en un río de corrientes violentas y turbias; de este modo, traza retratos, de familia, de padre, madre y hermanos al mismo tiempo que de intentos revolucionarios y procedimientos propios de una sociedad represiva y anquilosada, sin que omita agudos juicios e interpretaciones sobre personas y acontecimientos vinculados a los momentos que describe, siempre con una extraordinaria serenidad, escribe como si no estuviera siendo objeto de persecución, amenaza y problemas de toda índole, exiliado, traicionado muchas veces, en precarias condiciones materiales de escritura.
Vamos, por lo tanto, navegando con él a propósito de Lenin en un mundo complejo y fascinante que prepara la emergencia de un hombre, un ser humano complejo, conflictivo, saturado de deseos y de ideas, descubridor de alternativas, intelectual y místico hasta cierto punto, no un fetiche, que así lo armó el estalinismo, monumento inexpugnable, frente al cual hay que rendirse y apagar la escasas luces que uno pudiera tener.
El que biografía se biografía a sí mismo al mismo tiempo de modo tal que conocemos y comprendemos dos entidades, igualmente significativas; queremos saber, o logramos saber, sobre Lenin a partir de lo que nos cuenta Trotsky, pero sobre Trotsky contando a Lenin. En cuanto a Lenin, sabemos que no es un sepulcro de mármol en la Plaza Roja, y de Trotsky su densidad filosófica y su profundidad literaria, artística se diría, con todos los alcances que tiene esta expresión, a saber, creo, que bien podría ser una riqueza literaria un modelo de una sociedad posible, más sólido que tantas convocatorias a acciones que se disipan y no llegan nunca a nada.
Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-142386-2010-03-20.html