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Leo, luego existo

Fuentes: Maverick Ink Press/Rebelión

No hay quien pare la tabarra: «No leas, los jóvenes no leen. Deja eso, ni lo toques, caca. ¿Para qué lees, si la juventud no lee, si te van a marginar y a hacer búling por bicho raro? Tú atiende a nuestras encuestas, que somos la verdad revelada a menos que alguien nos financie convenientemente […]

No hay quien pare la tabarra: «No leas, los jóvenes no leen. Deja eso, ni lo toques, caca. ¿Para qué lees, si la juventud no lee, si te van a marginar y a hacer búling por bicho raro? Tú atiende a nuestras encuestas, que somos la verdad revelada a menos que alguien nos financie convenientemente para dejar de serlo. Convéncete, cuando cuente hasta tres, de que la lectura ha muerto. Luego tira este periódico a la basura. No nos compres más: nos harás un favor, son enigmas de la mercadotecnia«.

Y manipulan: «Convéncete, antes, de que las ventas del e-book en USA de 2008 a 2009 han crecido en un 176%. Es ciencia porcentual explotada por los insignes doctor Gallup, estadístico, y Hearst, magnate de la prensa. ¿Los frustres por haberlo adquirido? No hay datos. Nunca los habrá. Pero ten por seguro que hemos contrastado nuestras fuentes. Están todas de acuerdo: por algo elegimos a quién llamar». E insisten y machacan: «Haznos caso, analfabetízate, que es lo trendi, y permítenos que pensemos por ti y que no tengas que esforzarte. Para qué necesitas tantas palabras si todo se resuelve con lo de hacer los deberes, ponerse las pilas, pasar página, hoy toca, la buena noticia-la mala noticia y demás lenguajes únicos utilizados por los ministros y ministras y trasladados al pueblo soberano por los periodistas. ¡Por los pe-rio-dis-tas! No te preguntes nada, nosotros tenemos respuesta para todo. Un libro es algo demodé, carca, pijo, tercermundista y supercutre. Además, engorda».

Esta invasiva hipnosis mediática que prefiere no divulgar, cifra arriba, cifra abajo, puestos a hacer espectrografías, que en España hay tantos lectores del «Marca» -de papel- como parados, es letanía cotidiana. Subliminal o descarada, no cesa.

Llega la Feria del Libro de Madrid y TVE comunica -informar es otra cosa- por boca de un busto parlante con mueca de condescendencia que en España el libro va mal, que el hogar está lleno de audiovisuales que funcionan en su contra. El que más mola, como no, es la tele. Insisten los informativos de la Feria de mayo en que el ciudadano medio lee poco, en que si lo hace es un excéntrico. Se regodean en imágenes de bibliotecas caseras entecas. Luego se recurre al sistema aludido, Gallup-Hearst, para señarlar a cuantas horas de lectura toca cada sujeto censado. Minutos, les sale.

Aparte de lo que ya dejó dicho Vázquez Montalbán, que en España hemos pasado del analfabetismo a la televisión, se puede traducir el telediario como sigue: «No te hagas mala conciencia si no lees, no es necesario que lo hagas: nadie lo hace, así sigue mirándonos y embruteciéndote sin el menor remordimiento».

Otrosí, si este mensaje parte de una TV pública a la que desde hace meses no obliga la publicidad como teta nutricia, interpretemos que lo que desea propagar es una consigna política: iletrados y rebañegos votarán que sí a nuestro patrocinador de turno, de cuya apología nos encargamos. Así que reiteremos, tarde y noche, en apertura y clausura, que la Feria del Libro, sea la habitual o la de lance, en Moyano, el Retiro o Recoletos, es ya cosa anacrónica.

Lo más deleznable es que cierta prensa independiente, se hace llamar, comenzó por la contraria, buscándole a Internet defectos, riesgos, adicción y calambres invisibles para, en cosa de horas, qué tejemanejes habría por medio, ensalzar la e-literatura y decretar la muerte sociológica del escritor y del libro, en rústica o cartoné, como oficio sin futuro.

Leer sin leer

Se trata, pues, la operación, de incrustar en mentes ya abúlicas el milagro de que van a poder leer sin necesidad de leer. Todo les entrará por vía electrónica, antes ciencia infusa. Sin necesidad de esos libros de texto ¡carísmos!, gritan las matronas al llegar el comienzo de curso después de unas vacaciones tropicales. Y los periódicos las alientan. Ahora ovacionan la bajada de sueldo del 5% que van a sufrir los enseñantes. Cuyo salario sale de nuestros impuestos, sí. Como el de las casas reales, que son demasiadas, o las nóminas ubicuas de Rosa Díez, o el sueldo de ese florero con cactus que es Bibiana Aído. Cosa que parece no agraviar a las familias. Ésta es la radiografía de un país: el desdén furibundo por la raíces del saber. La única esperanza, la autodidaxia. Se imparte en Moyano y mercadillos similares del gremio: el del libro de lance.

Depende la tecnocharlatanería que nos aflige de intereses globales muy alejados de lo cultural, mucho más de lo intelectual, condición que ha pasado a ser insulto. Se intenta, ráfaga a ráfaga, meter interesadamente en ‘rehab’ a los adictos al volumen de impreso. Adictos dije, sí: una leyenda urbana asegura que quienes planean pasar unas horas hurgando en las barracas de esta costanilla tan ilustre, siempre procuran llevar en la cartera lo justo para un par de ejemplares. Cosa de no salir de allí con un saco lleno de libros y el bolsillo vacío. Lo cual los asimila a los ludópatas que van de póker fuerte. Es a modo de comparación.

Esta búsqueda de volúmenes y tomos náufragos tras un romance que se fue a pique o a raíz de la desarticulación de una familia caída en orfandad y que abomina de heredar libros -ya no se llevan en el diseño de interiores con ‘fengshui’-; este rastreo de libros expósitos y venidos a menos cuyo origen bastardo les otorga un caché distinguido ya ha convencido a quienes lo practican de que el ejemplar más superventas, éxito irrebatible según las clasificaciones de los colorines dominicales, rara vez es el más leído. Se puede demostrar, y a ello iremos.

La fórmula ‘hit-parade’

Para mayor paradoja, el libro que figura como el bestseller más mundial en dichos suplementos literarios suele ser, abracadabra, el menos comprado. El ilusionismo de obligar a leer algo -dejémoslo en adquirirlo- voceando que es lo que más se lee es fórmula antigua calcada de los ‘hit-parade’ discográficos. Antropológicamente, se basa en el gregarismo que deriva al evolucionar (¿involucionar?) el sapiens de la caza al pastoreo: de la acción a la pasividad. También constituye la médula de los programas, sondeos y discursos preelectorales.

Ocurre que en círculos ágrafos se describen unos a otros el argumento del libro de moda mediante la denterosa pregunta de: «¿De qué va?» Una vez informado en digest del contenido de la obra a partir de una sinopsis de solapa transmitida por la amiga que ha recibido el gran éxito como regalo de cumpleaños, aquél que nunca lo adquirió, mucho menos lo robó o socializó mediante el tocomocho del «me lo prestas» -eso es dandismo de iniciados- ya puede debatirlo en profundidad. Queda, asimismo, la cínica coartada de afirmar: «No pude pasar de la tercera página»; y así, salir airoso en la tertulia.

El prodigio de que el bestseller no se vende es un hecho que puede constatar cualquiera que lo halle infraganti, intruso y virgen, en las ringleras de la barraca. Desentona entre otros títulos ya ajados y heridos en combate que se ofertan de saldo en los cajones de Moyano. No cuadra por su brillo y complexión: recién salido del almacén. Lleva una faja de «Quinta edición» (de 500 ejemplares). Es outlet de rotativa.

Ello ejemplifica el choque inminente entre dos interpretaciones del libro como deseo: el joven e-mentalizado querrá el e-book que todo el mundo tiene; el trampero novel de libros raros y descatalogados, en cambio, ambicionará el volumen que nadie posee. Por un par de monedas y creyendo que el librero no sabe lo que tiene, ingenuo, puede pensar mientras hojea su adquisición irrepetible: «Leo, luego existo».

Así, rogamos a la peña enganchada al libro convencional, al libro (des)encuadernado -a partir de aquí el libro, lo demás son sucedáneos en busca de identidad- que neutralice el monólogo interior, joyceano o cervantino, que exhaustivamente se le transfiere al cerebro. Malware incluido: «No leas, leer lleva a escribir y eso carece de salidas laborales: el e-book se escribe y lee solo, te empapa de cultura con un pestañeo. Y no olvides que es gratis para ti. Para nosotros, no: son fenómenos del marchandísing» .

El mito de lo gratuito

¡Free-free-free!, es el aullido de la crisis manirrota que, si te buscas un buen libro de Historia no adulterada, los hay, ventéalos, viene afligiendo a los imperios pordioseros desde los días de Felipe II. Otro que también centraba el IPC y el PIB en el sector del ladrillo: ahí está El Escorial. Tú investiga bien y hallarás la chispa de tu tesis, de tu evaluación, de tu examen decisivo; que esto de Moyano y otros rastrillos del libro-libro tiene su compensación: datos exclusivos.

«Cultura gratis», he llegado a leer en una pancarta desplegada en la Azoka de Durango, para desazón de quienes allí, en vilo, se queman las pestañas firmando sus últimas producciones, sus noches de desvelo, sus carreras sobre las ascuas incandescentes de la duda creativa. La instalaron unos miserables carentes de adjetivo exacto. No os fiéis de las personas inmunes al adjetivo. En «La Primera Catástrofe» de Dos Passos, excelente traducción de 1929 que allí en Moyano exhumé, el personaje dice: «Esta muchacha es anarquista filosófica, se le pasará».

Habitamos un País de bibliotecas públicas, incluyendo las de los centros educativos; vivimos en municipios donde te puedes llevar ese título prestado a casa y donde la enseñanza es gratuita. Sí, gratis, exceptuando esos libros cuyo precio tanto irrita a las matronas pese a ser muy inferior al del modelo ideal-ideal que desea vestir tras pasar por el spa. (Del patriarca no hablo: son minoría a la hora de preocuparse por la instrucción de la criatura). Enseñanza gratis, con una condición: que no se desaproveche tan valiosa oferta por parte de progenitores y prole.

Aquel insulto sin fundamento, infame, «Cultura gratis», puede traducirse como libro sí, autores no. Se refiere a la vieja idea de que en todo ser humano subyace un creativo y que, por lo tanto, hay que eliminar a las llamadas ‘firmas’ para que las sustituya ese otro individuo sublimado que, cierto, puede crear si se esfuerza y lee, lee y no para de leer a dichas rúbricas presuntuosas y anteriores a la suya propia. Porque, no lo dudéis, el condicho mito se pondrá a firmar, a rubricar y a conferenciar sin tregua en cuanto se vea lanzado al Parnaso por el ‘star-system’ que redacta las listas de más vendidos y menos leídos. Actuará como el monstruo de Mary Wollstonecraft. Con lo que se convertirá a su vez en ‘firma’ virtual.

Apropiación indebida

La hipótesis que fulmina al escritor (‘si se sigue escribiendo, tendré que leer’) olvidando que firmar es responsabilizarse, no publicitarse, causa daños irreparables cuando alguien que dedicó su vida a la literatura se ve sometido a algo peor que el fracaso: a la inhabilitación de su esfuerzo, a la ruptura de su breve inmortalidad y a la victoria de la estupidez, en suma, sobre la inteligencia.

Nada hay más peligroso que un idiota con causa y al servicio de grandes hóldings de la información informatizada que, si no se toman enérgicas medidas oficiales, se disponen a practicar la apropiación indebida de otros ingenios, firmar lo ajeno y difundir sin permiso lo que otro manufacturó con el sudor de su cerebro. Dice Anaximandro, recuérdalo siempre, que el antedicho ser humano piensa porque tiene manos. Esas manos que teclean son manos pensantes . El callo no se ve: suele quedarse allá por la zona límbica.

Te magnificarán en incansable mesmerismo que nadie compra libros porque nadie puede vivir -excepto los consagrados en nómina restrictiva y afín a los holdings aludidos, casi un santoral- de la vana ocupación de elaborarlos. Los mismísimos evangelistas, alegan, eran unos piojosos que se alimentaban de mendrugos y bayas del bosque. Estrategia dirigida a arrebatar toda motivación literaria y a hundir la autoestima de quienes practican esta modalidad laboral: a la castración/ablación de la inteligencia comunicativa. Si nadie lee ¿para qué escribes?; y si nadie escribe, ¿por qué lees?, susurra Mefistófeles.

No concibo el «Ulysses», que ya estará listo para digitalizarse, leído en e-book. Sería un sacrilegio. El soporte idóneo para el «Ulysses» es el cuaderno de espiral con caligrafía de estilográfica Waterman «Ripple», modelo de 1923 fabricado en ebonita y con carga a palanca. Cuaderno con tapas de hule desgastadas y rugosas. Que huelan a hule. El acogerse al intradiálogo consigo mismo, empero, ya es propio del «Quijote» cervantino, cuyo inagotable discurso íntimo halla en Sancho un espárring de primera categoría.

Todos los grabadores de todas las ediciones lo representan obeso para contraponerlo al Quijote acecinado y estilizado: pero que el autor jamás describe como tal gordinflón . Es más, se le supone tirando a escuálido a fuer de hambriento contumaz. No sólo nos recuerda nuestra condición básica comiendo: defeca. Detalles y precisiones que nadie podrá cibernetizar, a menos que encuentre previamente, en Moyano, o en librerías de lance y anticuarias, la edición de 1865 de Gaspar y Roig, calle del Príncipe 1, Madrid. ¿Por qué? Porque las notas al pie de esta tirada concreta corren a cargo de Arrieta, Pellicer, Clemencín y Janer.

Menú del e-día

Se omiten otras evidencias: la que más, que todo repertorio o catálogo digitalizado se depurará y filtrará por criterios de elección, es decir, de renuncia, ajenos a los apetitos exactos del lector. El e-book acarrea las mismas taras que las dudosas listas-de-más-vendidos de los suplementos que informan de qué es lo más ‘cool’ para la mesilla de noche. Menú del e-día, vamos.

Porque, digan lo que digan, se omitirán los prólogos de ediciones sucesivas, los comentarios de eruditos según la fecha de tirada y los subrayados de quien antes leyó y opinó, a lápiz iracundo, sobre el pliego. No es sólo estética, como sostienen algunos que no quieren pasar por retrógrados: es esoterismo, telepatía táctil. Las i-cosas siempre contendrán, insisto, un repertorio cerrado con algunas herejías que lo confirmen como de-mo-crá-ti-co.

Pero, eso sí, herméticas. Con las mismas listas negras de escribas hostiles al sistema de que disponen algunas empresas periodísticas que, como los hipocondriacos, no paran de gritar que se mueren porque no mueren. Con lo que la campaña contra el libro, aparte de aprovecharse

de la aprensión congénita del español, desde la llamada Generación del ’98, a parecer reaccionario y escasamente europeo, oiga, que esto no es Grecia -olvidan a Homero, Kavafis, Epicuro, Sócrates, Aristóteles, Kazantzakis- se prolonga en telefilmes de misterio donde los detectives y las sagaces inspectoras echan mano (publicidad estática) de toda suerte de cachivaches de tecnología puntera que desvirtúan lo que debe ser un ‘thriller’ : esto es, los superpoderes inductivos del prota.

Holmes ya se lo dijo a Watson, hombre de ciencia (desenterré en Moyano la edición de Tauchnitz, 1927, en la que Conan Doyle, muy a su pesar, se reintegra a lo que el consideraba su infraliteratura y, forzado por un público agresivo, resucita a Sherlock). Dice Holmes: «Yo soy un cerebro, amigo Watson: en mí, todo lo demás es apéndice». En la actualidad, fíjáos, lo que predomina es la abulia ilusionista: el crimen lo resuelve la última iPollez surgida de Silicon Valley y aplicada a la criminología de ficción.

Observa, añaden los insidiosos, en cómo el e-mail terminó con el género epistolar. «¡Cómo que lo mejor de Dostóiewski son sus cartas a Ana Grigorievna precedidas por la biografía de ésta a cargo de Verdaguer! ¡Tira eso, que no tiene ni portada, es antihigiénico!» Aducen, por tanto, que esos raros que leen van a poder hacerlo gratis. Ello define al Estado de Bienestar excepto cuando EEUU incluye el dinero en la gratuidad.

Cartuchos de tinta

Callan que, si bien puedes bajarte los libros y leerlos desparramados en folios, los cartuchos de tinta no son gratis: cada uno cuesta más que tres libros palpables. Pero todo se andará, te consuelan. No habrá editor que se arriesgue a publicar en analógico. Es el momento de desvalijar a esa cuadrilla de elitistas, los escritores y filósofos, de todo cuanto hasta entonces hayan dado a luz. Con total, por no decir unánime, impunidad. Qué se habrán creído que son.

Ya no le cabe duda a esa generación ni más ni menos sensata que esta otra, tan adultescente, que la precede -con aspavientos ridículos, como si acabara de descubrir que existen las anfetas, el alcohol con speed, la farlopa y el rock ácido de California- que se la prefiere bien controlada en botellones oficiales, colectivos, masificantes, antes que cultivada en exceso. Siempre habrá esclavos voluntarios, pero gran parte de esos jóvenes se percatan de que hay gato encerrado en la disyuntiva ilógica (no existe la ‘inteligencia artificial’, la ‘estupidez artificial’ sí que abunda) que fuerza a escoger entre el aparato de colorines acaramelados, y la noble pelleja del libro. A saber: quieren clavar en la mollera de la chavalería que el libro ha muerto por aburrido. Lo cual incurre en lo más grave que puede sucederle a un objeto contemporáneo. Hoy todo ha de ser divertido, desde unas compresas a un contenedor de basura, pasando por un ataúd y unos alicates.

Una vuelta por Moyano, por Libreros, por el Pasaje de San Ginés; una ojeada a los que curiosean los cajones, lo desmiente. Ello, por no hablar de la webs donde conviven el bibliófilo y el vendedor de volúmenes «antiguos, raros, curiosos y agotados», como reza el eslógan de Libros Madrid.  

No se me oculta que pronto van a convivir el libro electrónico (impuesto) y el compaginado (elegido). El primero llegará a ser sólito; el segundo, siempre insólito. Por mucho que se propugnen clichés contra la inteligencia, una fina intuición digna del salvaje que aprendió a tallar un hacha a partir del sílex sirve a quienes son sometidos a detergentes consumistas diversos para optar por aquello que, les insinúan con contundencia, es una pelmada indigna de su breve condición núbil y de su facilidad para lanzar SMS y asesinar la gramática (adrede, no como los representantes parlamentarios, que lo hacen a su pesar y el de quienes les pagan).

«¡He pillado la colección de El Víbora!»

Pero no lograrán implantar el Cretiniense. Se ve a la juventud, concepto inespecífico, pero yo me entiendo, leer por los parques, los transportes, los bancos públicos, las playas. Se les descubre, para desesperación de los tecnoprofetas, embebidos en gruesos volúmenes y prefiriendo el cómic a la consola. (Hay una frase que horripila el vello de progenitores que se escandalizan de una generación desmadrada: «¡Me he pillado la colección completa de El Víbora y Makoki! Eso es de vuestros tiempos ¿no?») Hace años el librero anticuario arriba aludido, Miguel Madrid, de «Libros Madrid», me resolvió la incógnita: «Un bibliómano colecciona libros; un bibliófilo, además, se los lee».

En su establecimiento de Campomanes, como en otros muchos de la calle de San Bernardo, de la que se mereció la placa de Los Libreros, que cae entre la Gran Vía y la calle de la Estrella; en las baldas enigmáticas de las barracas de la Cuesta de Moyano, en el Pasaje de San Ginés, en idénticos establecimientos ubicados en toda localidad de nuestra geografía (qué decir de Portugal) se trafica legalmente con este hábito que, iniciado en la infancia, después no se interrumpe y carece de tratamiento y de antídoto.

Internet no es contrincante, debes huir de ese sofisma: es la mejor de las complicidades entre lo dactilar y lo digital. Otra sandez contagiosa es que cómo puede seguir habiendo libros -y gentes que los escriban- «¡¡en pleno siglo XXI!!» Claro, no hubo nunca pleno siglo XII, ni pleno siglo XV, ni pleno siglo XVIII, ni plena (pre)Historia. Sólo es esta era la que vamos a vivir, ergo es el novamás y lo que hubo antes no existe. Únicamente lo que se inventa ahora son nuevas tecnologías. No lo fueron el fuego controlado, la rueda, el arco, el pararrayos, el teléfono, el gramófono o el paraguas.

Los libros, empero, es lo que tienen, que crionizan a los muertos y que éstos siguen planteando una obra fija que resulta distinta para cada lector que la lee. Será siempre mutante, sobre todo, cuando median varios años y circunstancias entre cada lectura a cargo de la misma persona.

Un peligro, pues, la bibliofilia, para un universo concienzudamente estructurado de forma que haya que ser moderno en fase invariable y a toda costa. Inarrugable, también: ahí están los productos ¡anti-edad!

Baroja en el repecho

El emblema de los buscadores de chollos y tesoros intelectivos o novelescos en las barracas de Moyano, es Baroja. Allí, en esa calle perfumada por el Jardín Botánico, pudo y supo abastecerse un Pío aún sin don cuando no tuvo más remedio — el editor presionaba — que documentarse con textos y estampas para sus «Memorias de un hombre de acción», la serie de Aviraneta. Preside este escritor el zacatín desde el repecho. Antes estaba en el Retiro, a un paso. Hasta que algún edil con entendederas indicó que si bien era cierto que paseaba por el parque desde su casa de Ruiz de Alarcón, no lo era menos que acababa irremediablemente en los tenderetes, escrutándolos, calibrando los ejemplares.

Compara mentalmente un libro de Baroja en e-book y otro de edición Caro Raggio con grabados de su hermano Ricardo y sé sincero contigo mismo. Que no te arrebaten la opinión los rictus de la pantallita.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.