Resulta un poco desconcertante que, de un tiempo a esta parte, en vez de discutir con lo que sostienen nuestros críticos, cada vez más, tenemos que discutir con lo que nuestros críticos dicen que sostenemos nosotros. Sin lugar a dudas, esto sólo es imputable a que debemos explicarnos con poca claridad. Por otro lado, también […]
Resulta un poco desconcertante que, de un tiempo a esta parte, en vez de discutir con lo que sostienen nuestros críticos, cada vez más, tenemos que discutir con lo que nuestros críticos dicen que sostenemos nosotros. Sin lugar a dudas, esto sólo es imputable a que debemos explicarnos con poca claridad. Por otro lado, también es cierto que este problema nos lo encontramos sólo en la discusión con, por decirlo así, el universo spinozista. Desde luego, con esto no pretendemos descargarnos de la responsabilidad que nos corresponde. Simplemente queremos expresar la sospecha de que nos encontramos ante graves problemas de entendimiento mutuo.
Por eso, debemos sin duda agradecer a John Brown su extraordinaria claridad. En este caso, al menos, sí creemos entender con precisión qué es lo que dice que sostenemos. Quizá pueda parecer que esto no es gran cosa, pero se debe tener en cuenta que, en las discusiones con ese universo, no sólo es frecuente que no logremos entender con claridad qué sostienen nuestros interlocutores, sino que, además, es bastante frecuente que no logremos entender ni siquiera qué es lo que dicen que sostenemos nosotros.
Trataremos de aprovechar la generosa claridad y precisión de John Brown para intentar, al menos, explicarnos un poco mejor.
Comencemos por la cuestión de la propiedad: John Brown asegura que realizamos «una defensa de la propiedad -privada- como condición indispensable de la independencia del ciudadano». En realidad, en nuestro texto nos limitamos a sostener que esa defensa la realizan los grandes autores de la Ilustración (entre ellos, desde luego, Locke o Kant) y, bueno, sin duda nos halaga que nos identifique sin más con ellos pero, en honor a la verdad, debemos reconocer que es una identificación injustificada. Simplemente tratamos de hacernos cargo de «las sólidas razones que llevaron a establecer esta conexión entre la propiedad y la autonomía ciudadana: sólo quien no depende del arbitrio de otro para garantizar su subsistencia (porque puede asegurarla por sus propios medios) puede considerarse verdaderamente independiente. Por el contrario, aquél cuya subsistencia misma depende de la voluntad de otro -es decir, de la propiedad de otro que puede hacer siempre lo que quiera con lo suyo- cabe decir que tiene su autonomía y, por lo tanto, todos sus derechos de ciudadanía hipotecados».
Nos encontramos ante dos cuestiones relativamente distintas: por un lado, con una condición indispensable, a la que se denomina «independencia civil», sin la cual alguien no puede ser considerado propiamente un ciudadano: que la propia subsistencia no dependa de la voluntad arbitraria de otro particular. Por otro lado, nos encontramos con que el modo de cumplir esa condición que propone la tradición ilustrada remite a la propiedad -en efecto- privada.
¿Qué defendemos nosotros? Que la «independencia civil» de todos los ciudadanos (en el sentido en el que la acabamos de definir: que la subsistencia de ninguno pueda depender de la voluntad arbitraria de otro) es una condición irrenunciable de cualquier proyecto político que podamos defender (o, si se prefiere, una exigencia de la razón, aunque con esta expresión quizá estemos apretando en el resorte equivocado y generando más confusión).
¿Qué no defendemos? No defendemos que la propiedad privada en la que piensan autores como Locke y Kant sea ni el único modo de cumplir esa condición ni el modo más razonable de hacerlo (dado, en efecto, un sistema productivo altamente socializado al que sería absurdo renunciar). Por ejemplo, un sistema de Renta básica o renta mínima de ciudadanía (siempre que sea lo suficientemente ambicioso) perfectamente podría atender a esta exigencia republicana de un modo realmente más acorde con los tiempos. Sin lugar a dudas, sería un disparate proponer como alternativa política un sistema de productores independientes que exigiese destruir la socialización del trabajo alcanzada ya por el capital (tal como parece imputarnos John Brown comparándonos esta vez no con Locke y con Kant sino con Pol Pot y con Unabomber; lo que no sabemos es si se pueden extraer propiedades transitivas de esta doble comparación). En efecto, con el grado de socialización de la producción alcanzado, el objetivo de la independencia civil podría lograrse, por ejemplo, mediante la instauración de cooperativas protegidas o, incluso, mediante la estatalización de los medios de producción (en un sentido muy clásico) siempre y cuando fuese acompañada de una exigente «ley de la función pública» que hiciese de los trabajadores no «súbditos» o «asalariados» sino, más bien, algo del tipo «funcionarios» (es decir, individuos que, sin ser propietarios, son civilmente independientes en la medida en que son dueños de la función que desempeñan).
En cualquier caso, lo importante aquí es notar la diferencia entre la exigencia a la que señala el concepto ilustrado de «independencia civil» (exigencia que, ciertamente, defendemos sin restricciones) y el modo de atenderla que proponen los grandes autores liberales (o sea, a través de la propiedad privada).
¿Qué más defendemos? Que (junto a la independencia civil) la libertad y la igualdad son también condiciones irrenunciables de todo proyecto político que podamos defender. En este caso sí, entendemos por libertad civil exactamente lo mismo que Kant: «nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal como él se imagine el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante» (Teoría y práctica). Esta libertad de cada uno no debe encontrar más obstáculo que el derecho de los demás a reclamar para sí la misma libertad. Por lo tanto, la única misión del derecho debe ser, en principio, buscar los mecanismos con los que lograr que la libertad de cada uno pueda coexistir con la de cualquier otro teniendo en cuenta que se trata de un derecho que corresponde a todos. Evidentemente, la exigencia de igualdad remite a la negativa a que las leyes introduzcan prerrogativas hereditarias o privilegios de cualquier tipo en el ejercicio de esos derechos.
¿Cuál es la tesis fundamental del artículo? Que el capitalismo es radicalmente incompatible con una sociedad basada en estas tres condiciones de libertad, igualdad e independencia civil:
(1) porque el capitalismo tiene como condición fundamental que se haya erradicado la posibilidad misma de la independencia civil para la gran mayoría de la población. Esto es algo que demuestra Marx, de un modo incontrovertible, en El capital, especialmente en los dos últimos capítulos del libro primero (capítulos que, por supuesto, John Brown nos reprocha no haber entendido tampoco ).
(2) porque, sobre esta base, se genera un mecanismo paradójico (que El capital consiste precisamente en analizar) capaz de lograr que el aumento de la «libertad» en el terreno económico se traduzca automáticamente en mayor explotación y barbarie (en vez de en mayor justicia y civilización). John Brown afirma que la persecución de ese ideal basado en la libertad «no lleva, como reconocen Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, a una atenuación, sino a un incremento de la explotación, de la precariedad, de la inseguridad, y por consiguiente de la dependencia efectiva. Todo ello bajo los colores de la independencia y de la propiedad privada». Ahora bien, esto no es que lo «reconozcamos» (como si lo hiciésemos a regañadientes) sino que se trata de la tesis fundamental que defendemos en el artículo que Jonh Brown critica: el capitalismo constituye un mecanismo endiablado capaz de generar la mayor explotación en nombre de la Libertad, el más profundo abismo entre clases en nombre de la Igualdad y la peor de las servidumbres en nombre de la Independencia.
¿Se deduce de todo lo anterior que defendamos una sociedad de mercado pero sin capitalismo? No. A no ser que se empeñe en poner en nuestra boca premisas que no defendemos, no es posible alcanzar estas conclusiones. En todo caso, haremos todavía un esfuerzo más por enunciar un par de frases sencillas que resulten difíciles de malinterpretar: (1) no creemos que haya existido históricamente nunca esa feliz sociedad de mercado en la que propietarios libres e iguales produjeran toda la riqueza como mercancía. Como modelo de explicación del pasado es sencillamente falso . (2) No creemos que una sociedad de ese tipo pueda existir en ningún caso. Como proyecto político es sencillamente disparatado.
Hay que ser realmente un fundamentalista para defender que a una sociedad de hombres y mujeres libres le podría parecer razonable regularlo todo a través del mercado. Por el contrario, nos parece evidente que una sociedad de mujeres y hombres verdaderamente libres lo primero que haría sería poner casi todas las cuestiones esenciales a resguardo de la lógica de mercado. ¿Realmente cree Jonh Brown que defendemos una sociedad de propietarios libres, iguales e independientes en la que todo, incluida por ejemplo la educación, la sanidad y la justicia, quedasen sometidas a criterios mercantiles y de competencia entre individuos? Resulta absurdo que John Brown nos reproche estar proponiendo un modelo equivalente al defendido en el Programa de Gotha y tan duramente criticado por Marx.
¿Qué modelo defendemos? El Comunismo, sin duda. Puede despreocuparse Jonhn Brown porque no pensamos regalarle ese concepto a nadie, ni siquiera a él. Dada la necesidad imperiosa (y cada vez más urgente) de desactivar la lógica suicida de producción e intercambio capitalista; y dado, en efecto, un sistema productivo altamente socializado al que sería absurdo renunciar, parece que no quedan muchas opciones que no pasen por la organización en común de las cuestiones económicas fundamentales. Ahora bien, lo que no defendemos es cualquier versión posible del comunismo. Por ejemplo, en ningún caso estaríamos dispuestos a defender un modelo en el que lo común adquiriese una primacía tal que los individuos, radicalmente carentes de independencia, quedásemos reducidos a la condición de meras piezas de la maquinaria completa. Del mismo modo, en lo relativo a cómo se aplican las reglas a cada uno, tampoco parecería razonable defender una versión del comunismo en la que, al estilo de Rebelión en la granja, todos fuésemos iguales pero algunos más iguales que otros. Tampoco defenderíamos un presunto derecho de la comunidad a meter las narices en el modo como cada uno decida buscar su propia felicidad. Citando a Kant, definíamos antes la libertad con la fórmula «nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal como él se imagine el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante». En este sentido, tampoco defenderíamos una versión del comunismo en la que, en nombre de lo común, se dejase de respetar este principio.
¿Con qué patrón de medida queremos distinguir entre versiones posibles del comunismo? Tal como se puede sospechar simplemente a partir de los ejemplos anteriores, tomaremos al libertad, la igualdad y la independencia (en el sentido en que las hemos definido aquí) como criterios con los que enjuiciar modelos políticos, incluido el comunismo. En definitiva, hemos dicho ya que constituyen exigencias irrenunciables.
Admitimos que la libertad, la igualdad y la independencia civil representan, en efecto, una mera ficción ideológica bajo condiciones capitalistas. Admitimos que, de hecho, son la principal coartada con la que el sistema se representa a sí mismo. Sin embargo, eso no puede hacer que renunciemos a esos conceptos como condición de cualquier proyecto político que podamos defender. ¿Acaso porque el capitalismo recurre a la «Libertad» para liberalizar el mercado de trabajo o el comercio de servicios podemos ponernos como objetivo político un proyecto que no incorpore la exigencia incondicionada de libertad (en el sentido en el que la hemos definido)? ¿acaso porque el capitalismo logra imponer los privilegios más obscenos sin prescindir del concepto de «Igualdad» podemos renunciar a este principio como idea reguladora del orden político que defendemos? ¿acaso porque el capitalismo se basa en la erradicación más absoluta de cualquier posibilidad de independencia civil debemos defender un sistema en el que la subsistencia de algunos ciudadanos sí pudiese depender de la voluntad arbitraria de otro particular? ¿No parece un poco absurdo? ¿No necesitaremos estos conceptos incluso para condenar el capitalismo?
Conclusión: No admitimos en absoluto que la discusión entre John Brown y nosotros sea la que enfrenta al comunismo (representado por él) con la policía (representada lógicamente por nosotros). Ni hemos dejado de defender el comunismo en ningún momento ni le imputamos a él tampoco el haberlo hecho. Así pues, lo más probable es que la discusión, en realidad, verse más bien sobre el tipo de exigencias que la libertad, la igualdad y la independencia (en el sentido en el que las hemos definido) representan también para el Comunismo. No sé si esto nos distancia o no de Spinoza, pero detestamos que falten esas condiciones y, no (qué le vamos a hacer), no nos limitamos a entender. Estamos de acuerdo con John Brown en que esos principios constituyen una pura ficción legitimadora del capitalismo. Ahora bien, consideramos que, además, son una exigencia para cualquier proyecto político que podamos defender. Y es en esto en lo que ya no estamos tan seguros de estar de acuerdo con John Brown, pero eso lo tendrá que explicar él.