Al comienzo del primer volumen de El Capital, en el capítulo destinado a «La Mercancía», Karl Marx establece una comparación breve pero jugosa entre el modo de producción feudal y el modo de producción capitalista. A continuación, la nueva comparación establecida por Marx es entre este sistema maduro de producción capitalista de mercancías, de una […]
Al comienzo del primer volumen de El Capital, en el capítulo destinado a «La Mercancía», Karl Marx establece una comparación breve pero jugosa entre el modo de producción feudal y el modo de producción capitalista. A continuación, la nueva comparación establecida por Marx es entre este sistema maduro de producción capitalista de mercancías, de una parte, y el modo de producción familiar y autosuficiente que rige en una economía campesina.
Que ambas comparaciones se sitúen tan próximas en el texto marxiano, creo, tiene su razón de ser. En el hilo interno, ambas pertenecen al famoso apartado «El fetichismo de la mercancía, y su secreto» (I, 4). En él -como es sabido- se expone el modo en que el capitalismo camufla las relaciones sociales, relaciones entre personas, como si fueran relaciones objetivas, vínculos entre objetos materiales. Las mercancías, presentadas como objetos materiales susceptibles de cambio, esconden en sus respectivas equivalencias mutuas en el mercado los distintos trabajos cualitativamente distintos invertidos en la producción de cada uno de ellos. En una sociedad productora de mercancías suficientemente desarrollada, la cualidad diferente de cada trabajo (el trabajo de un tejedor, que en sí es muy diferente del trabajo de un sastre, por ejemplo) ha quedado absolutamente reducido a un trabajo abstracto. En la crítica marciana al capitalismo se encuentra incluido este diagnóstico: el sistema opera ya con esta reducción. Es un ejemplo del carácter práctico de toda abstracción. A la hora de presentarse revestida de valor una cierta mercancía, ésta puede cambiarse por otras porque ya previamente la sociedad admite como cosa lógica y natural que los trabajos invertidos en su producción sean también mercancías y sean susceptibles de ser medidos y comparados en su valor (de cambio) pasando por encima de la diversidad cualitativa de trabajos: he ahí la médula de este sistema de explotación.
En este sentido, la primera comparación (p. 42), establecida entre el modo de producción feudal y el modo de producción desarrollado de mercancías -que es ya, capitalismo- es meridiana en el texto de Marx. Como ya sabían bien en el siglo XIX, e incluso defendían apologéticamente algunos románticos e historicistas, el feudalismo consistió en un sistema «personalista». En él, las relaciones sociales -de dominación, de subordinación- eran por completo transparentes. No era preciso recurrir al disfraz de relaciones entre objetos materiales para esconder el «engranaje social» entendido como conjunto de servicios y prestaciones. Es el trabajo concreto del vasallo el que sirve para expresar esa subordinación o sojuzgamiento. También en el feudalismo el trabajo es medido en tiempo, pero son tiempos de trabajo distintos para trabajos diversos. En este sentido, el feudalismo es un personalismo frente a la cosificación capitalista. El trabajo del hombre va adherido a la profesión o status de ese hombre, que se encuentra supeditado en la escala social a otros. Marx vincula estrechamente la diversidad de oficios o trabajos del feudalismo con la transparencia del modo de producción aquel. Curiosamente, el advenimiento de la ideología burguesa (Rousseau, Libertad, Igualdad, Fraternidad, las «ideas modernas» en términos de Nietzsche) supone el enmascaramiento de las formas de dominación. En realidad, se trata de libertad burguesa para comprar y vender, libertad burguesa del obrero para «vender» su fuerza del trabajo al no disponer de ningún otro bien para vender. En realidad se trata de la Igualdad formal de todo ciudadano, como si todo miembro de la sociedad fuera un burgués con poder, dinero, conocimientos o asistencia jurídica para defenderse y hacer valer sus derechos. En realidad -también- la Fraternidad consiste en el privilegio de una parte para explotar a la mayoría, en nombre de una igualdad formal de derechos que esconde una explotación material cruda.
El segundo punto de comparación (p. 43) que establece Marx es el del sistema familiar campesino. Por ejemplo, éste se encontraba hasta hace muy poco lleno de vitalidad en la Casería Asturiana, aunque cuenta con análogos en los diversos tipos de granjas de la Europa templada y nórdica. Marx presenta el sistema familiar campesino también en su subcapítulo sobre «El fetichismo de la mercancía» y a propósito de la diversidad cualitativa de los trabajos y de la medida del tiempo. En una familia aldeana, de forma elemental, hay una división del trabajo: por sexo y por edad puede haber un reparto de las funciones, aunque es frecuente que todos puedan y sepan hacer de todo cuanto es necesario, pues ello es útil en casos de ausencia de uno de los miembros, enfermedad, fallecimiento, sobreocupación, etc. Cortar leña, llevar el ganado, trabajar el huerto, reparar herramientas u otros medios de producción, etc. Marx afirma que las fuerzas individuales se hayan repartidas, hay una división social del trabajo, pero cada fuerza individual es como un órgano de una misma fuerza colectiva de trabajo, que es toda la familia.
Resulta enteramente comprensible que los economistas políticos de la burguesía hayan vituperado todo lo posible estos dos modos de producción ajenos a la producción desarrollada de mercancías, modos ajenos al capitalismo. Para Marx la situación es comparable a la de los Padres de la Iglesia que consideraron a todas las religiones precristianas, así como a las religiones rivales contemporáneas, como falsas y demoníacas (p. 44). Pero la proyección subjetiva de tales teólogos no podía esconder al historiador neutral la rivalidad efectiva entre la Religión dominante («única verdadera») y las otras, sojuzgadas, en el margen o en manos de potencias enemigas. Pues bien, los teólogos modernos del Capitalismo incurren en una proyección similar. Los resquicios de feudalismo o de comunidad campesina primitiva y familiar son condenados a la marginalidad, son una base que se ha de superar. Se incapacitan ellos mismos -los teólogos economistas- en el uso del método comparativo, pues en la comparación entre un sistema de producción orientado al Mercado -supremo, único verdadero- y los demás, éstos modos salen siempre perdiendo (como fases históricas superadas, como márgenes anómalos que no tardarán en verse disueltos por el progreso constante del capitalismo).
Curiosamente, el positivismo de la economía política es un enfoque idiográfico radical: la determinación material (el modo de producción) determina los demás elementos superestructurales sólo en la sociedad burguesa. Marx replicó a estas tempranas críticas (nota 36, p. 46) advirtiendo que los atenienses clásicos no «se ganaban la vida» con la Política, ni los feudales del medievo latino tampoco «se ganaban la vida» con el Catolicismo. Si cada modo de producción es específico, y dotado de leyes propias, no obstante hay una pauta común -e ineludible- a toda sociedad humana, cual es la de producir para satisfacer sus necesidades sociales. No se vive de la Política, no se vive de la Religión, no se vive del Arte.
Toda formación social dispone de un esqueleto anatómico y de una fisiología que sirven a los propósitos de satisfacer las necesidades humanas. Las necesidades biosociales deben ser resueltas, y la manera en que se dividen las clases sociales para resolver el problema de la Producción, así como la relación que se establece entre estas es un problema general de la vida humana en sociedad. El hecho de que un hombre deba vivir por necesidad en el interior de una formación social dada, es un factor condicionante a la hora de comprender adecuadamente esa anatomía y esa fisiología de la sociedad. Los economistas vulgares sólo llegaban a ver los vínculos de la superficie, mientras que los economistas clásicos llegaron a perfilar relaciones más sólidas entre categorías científicas (precios, mercancías, valores). Pero faltaba la inmersión de esa red de categorías en un fondo, el verdadero fondo y núcleo del capitalismo: el valor de la fuerza del trabajo. Sólo por medio de una abstracción práctica, que incluye las ficciones jurídicas correspondientes y la aceptación universal en la sociedad, sólo por medio de la fantasía igualitaria es como la sociedad burguesa perdió su «transparencia» (en comparación con la feudal, su precedente) y equiparó la diversidad de oficios y profesiones, la muchedumbre de quehaceres humanos en el proceso social de la producción. La fuerza invertida en los diversos trabajos hubo de ser medida en tiempo para ser considerada mercancía.
Marx vio cómo Aristóteles, por haber vivido en un sociedad esclavista, y por tanto transparentemente «no igualitaria» no podía descifrar por sí misma la forma del valor (p. 26). Desde Rousseau y desde la modernidad revolucionaria, la igualdad entre los hombres cobró la forma de un «prejuicio popular». Las masas populares se dejaron seducir por tan halagüeña ilusión: al menos jurídicamente todos vamos a ser iguales, haciendo abstracción de la riqueza, el talento, la moral, la fuerza y la inteligencia. Pero, desde el punto de vista de la Producción desarrollada de mercancías esta igualdad no es reconocida de forma natural y directa, no lo es en modo alguno. Había sido preciso combatir la esclavitud jurídica para bendecir la nueva forma de esclavitud económica. Esto es, hacer del capitalismo un sistema de embozado de la realidad. La realidad es que los diversos empleos de la fuerza de trabajo son desiguales materialmente, pero quedan tratados como mercancías cuyo valor fluctúa en el mercado y equiparados precisamente en cuanto adquieren un valor de cambio. Ese valor es relativo: hace referencia a otros empleos diversos de fuerza de trabajo, que en una sociedad productora de mercancías ya están muy diversificados y especializados. Y ese valor también es equivalente: es medido por comparación con otros usos de la fuerza de trabajo y la homologación para las equivalencias se sustenta en mediciones de tiempo. Así, tantas horas de uso de fuerza de trabajo de un tejedor equivalen a tantas horas de trabajo de un sastre. En una sociedad más transparente, como la esclavista o la feudal, se asume el carácter irreductible de cada contribución humana a la sociedad. El valor de un esclavo doméstico, joven, muy culto o muy bello, podía superior al valor de un rudo y ya anciano esclavo de la minas o del campo. Pero esa comparación era realmente una comparación entre dos mercancías, dos objetos, y entrando en los detalles, se trata de dos objetos cualitativamente distintos que pueden servir como medios de producción. Lo mismo se dirá de la transparencia feudal, en la que la aportación en servicios y prestaciones de un humilde campesino a su señor es distinta, en lo cualitativo y en lo cuantitativo, de la aportación de un rico granjero pero igualmente vasallo: depende de la «calidad» de la persona.
La superficialidad de algunos enfoques que se dicen «anti-capitalistas» estriba, muchas veces, en no haber meditado a fondo sobre el concepto (germinal, según Marx) de Mercancía. El mero hecho de que el capitalismo sea un sistema de dominación es algo que no debe sorprender a nadie. Ni siquiera los apologistas de este sistema criminal pueden ocultar semejante realidad, aunque es habitual que recurran a la naturalidad e inexorabilidad de semejante dato: dejando a un lado, quizás, las formas comunales campesinas, o un nebuloso «comunismo primitivo», toda sociedad compleja es un sistema de dominación. Pero dominación no significa necesariamente explotación económica. En tiempos antiguos un propietario de cientos o miles de esclavos era portador de gran riqueza incluso si estos esclavos eran mantenidos inactivos, simplemente como atesoramiento de una mercancía disponible (susceptible de venta o de explotación). Es la virtualidad de esa riqueza lo que permite entender que el hombre, el ganado y muchos otros bienes móviles, transportables, contables, hayan ejercido funciones dinerarias. Es la virtualidad de poder, con una relativa facilidad, cambiar esas unidades almacenadas por otros valores de uso equivalentes. También hay una dominación extraeconómica, cuando las castas o clases superiores, bajo coacción, amenaza, violencia, ejercen su poder sobre las clases o castas más débiles. En lugar de la explotación -organizada económicamente- encontramos aquí el chantaje, el robo, el rapto, el saqueo, el botín, etc.
La transición entre el robo y saqueo sistemáticos hacia una dominación tributaria es un asunto a tratar empíricamente por los historiadores. Es frecuente en la dominación de pueblos bárbaros, militarmente fuertes pero con un nivel cultural más bajo que la población sometida. Estos tiempos «bárbaros» son fundamentales en el proceso de la llamada Acumulación Primitiva. Las leyes del capital, que de forma muy elemental pueden entenderse como el Imperio de la Mercancía, el modo de dominación en el que toda producción e intercambio es de mercancías y para «leerse» como mercancías, viene a ser algo así como un edificio grande y complejo que tan sólo puede levantarse una vez aplanado el terreno sobre el que se va a alzar: deben despejarse los escombros y ruinas de viejas construcciones, y desbrozar cualquier maleza, retirar por la fuerza todo obstáculo -natural o construido por el hombre. El Imperio de lo económico (de una dominación estrictamente económica) procede originariamente de una dominación extraeconómica: robo, saqueo, rapiña.
Las «ideas modernas» en contra de las cuales inició Nietzsche su cruzada (con no pocos seguidores, considerados antitéticos del marxismo, como O. Spengler) fueron en realidad -en su conjunto- el aparato ideológico necesario para la implantación del capitalismo. Implantación que incluye extender de forma impertinente las ilusiones de igualdad, de libertad y fraternidad a campos diversos de la vida social, dejando intocadas las cuestiones verdaderamente decisivas de la Producción. Así es como la izquierda -una vez castrada en su potencial revolucionario- se convierte en la más ardiente defensora de los ideales burgueses. Todas las minúsculas guerras sobre «el género» exacerban la elemental reivindicación de una igualdad jurídica entre el hombre y la mujer, trasponiéndola a los terrenos más absurdos: habituar a que los niños varones jueguen con muñecas, mutilar los cuentos de Hadas para que desaparezcan los ingredientes que hoy llamamos machistas, maquillar (bajo un nuevo puritanismo feminista) todo indicio de identidad femenina marcada, imposición de cuotas paritarias, etc. Es decir, que una vez conquistada la igualdad jurídica entre los sexos, lo que se pretende es aminorar las diferencias entre ellos, toda vez que el capitalismo necesita del ser humano abstracto, tanto en su faceta de consumidor como en la de productor. Y ese ser humano abstracto parece ser un ser humano sin sexo según la izquierda que piensa en ángeles en vez de personas. Otro tanto se diga de las demás luchas de la izquierda claudicante, todas ellas a mayor gloria del Capital. La Democracia, que como decía Ortega, es estrictamente una forma de Derecho Político, se quiere trasplantar a terrenos donde el propio concepto degenera: el capitán sometiendo a votación su maniobra militar, el maestro consultando a sus pupilos sobre las notas de los exámenes, los ciudadanos en tanto que «usuarios de servicios públicos» fiscalizando la labor profesional de funcionarios especializados… Todo ello es, desde luego, un democratismo ridículo, pero a ese ridículo llegan las sociedades occidentales del capitalismo tardío. Al no democratizar lo que verdaderamente es fundamental a saber, la Economía, la izquierda y el marxismo degenerado han procedido a sacar la «democracia» fuera de sus tiestos y a perder el rumbo.
El mensaje burgués surgido de las grandes ciudades, muchas veces ajeno al proyecto genuino del marxismo – el de la restauración de la Comunidad-en oficial, en pensamiento único. El socialismo y el liberalismo, entre otras tendencias principales, lo han asumido, extrapolando conceptos sólo viables en el sentido jurídico (los que están presentes en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, fundamentalmente) y presentándolos como fin en sí mismo. Al mismo tiempo, el concepto medular del Capitalismo, la Mercancía, permanece encerrado en el sanctasanctórum. Todo, absolutamente todo, es considerado Mercancía en este sistema de Producción. La Tierra, el Trabajo, todo tipo de servicio y relación humana. Nadie, aparentemente, quiere darse cuenta de aquello que Marx dejó entrever ya en su capítulo sobre la Mercancía. Que el concepto de Igualdad (de todos los hombres) encubre la desigualdad material de la especie en todos los aspectos, muy principalmente en el de la posesión de los medios de producción. Las sociedades humanas un tanto complejas ya poseen distinciones jerárquicas, y por ejemplo entre los antiguos indoeuropeos hay una partición trimembre de funciones que, con las debidas transformaciones llegan casi hasta hoy. El hoy que ha conocido una extraordinaria división del trabajo, una dialéctica incesante entre especialización de oficios (impulsada por el desarrollo científico-técnico) y una descualificación de oficios. Porque es preciso decirlo: el capitalismo ya no puede dar pasos hacia delante si no es por medio de esa proletarización. Vivimos sumidos en un izquierdismo que ha llegado a ser la coartada para la explotación y el imperio de la producción de mercancías para la apropiación de la plusvalía. Se radicalizan ideas igualitaristas y democratistas, y se sacan de madre, con el fin de asegurar el imperio del capitalismo.
Nota: las páginas citadas están tomadas de la excelente versión de «El Capital», traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, tomo I; México, 2000.
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