Uno de los problemas filosófico-teológicos más difíciles de todos, el del libre arbitrio, no podía por menos que interesar al movimiento feminista. Reduciendo la cuestión a niveles inaceptables diremos que si una ha de ser libre, ha de serlo tanto para el bien como para el mal. Dicho de otro modo, una es libre cuando […]
Uno de los problemas filosófico-teológicos más difíciles de todos, el del libre arbitrio, no podía por menos que interesar al movimiento feminista. Reduciendo la cuestión a niveles inaceptables diremos que si una ha de ser libre, ha de serlo tanto para el bien como para el mal. Dicho de otro modo, una es libre cuando tiene en sus manos el poder de hacer lo que quiera tanto lo malo como lo bueno. De ahí que recientemente Amelia Valcárcel llegara a afirmar que: lo justo es que la mujer tenga la mitad de todo, aunque ese todo sea abominable (las declaraciones de la consejera de la Consejera de Estado Amelia Valcárcel daban título a un artículo de María Sanz publicado en la sección de Opinión de Rebelión el 22-7-2007, y a una polémica que queríamos agradecer y proseguir aquí). Sin duda que Valcárcel se refiere aquí a una justicia meramente equitativa o de reparto, a saber: si somos dos lo justo es repartir a partes iguales. De manera que sin preguntarnos por la naturaleza de lo repartido procederemos a descargar en los platillos de la balanza la misma cantidad de lo que sea con el fin de llegar al más perfecto equilibrio.
Sin embargo, cabría preguntarse si todo puede escindirse en dos mitades rasas e idénticas, e incluso, si no convendría conocer la naturaleza y las consecuencias de ese acto de justicia antes de acometerlo. Pensemos sin ir más lejos en aquel archifamoso caso referido en la Biblia. Allí se cuenta cómo encontrándose Salomón ante dos mujeres que afirman por igual ser las madres de una única criatura, el astuto rey decide hacer justicia en términos meramente equitativos: «¡Partamos al niño en dos mitades idénticas!». No obstante, este primer y ciego trato con lo justo instituye en el fondo cierto estado de cosas al que quizá convendría denominar sin más una trampa para impostores en la que quedará atrapada la madre mala o falsa, revelando al aceptar la ignominiosa sentencia que la criatura le es completamente indiferente y, por lo tanto, que es incapaz de distinguir la naturaleza humana ¾no digamos filial¾ de lo que va a ser prontamente diviso ¾y precisamente por eso, destruido¾ a saber, su supuesto hijo. El mal se conoce porque se traga como la Revolución a sus propios hijos. Pero al mismo tiempo que la madre impostora se alegra de este final distributivamente justo, la madre auténtica o buena horrorizada por el ciego funcionamiento de la maquinaria judicial trata de volverse atrás prefiriendo la dolorosa ruptura del vínculo materno a la abominable separación de la carne de su carne, desvelando con ello un desinterés bien distinto a aquella indiferencia de la que hablamos y que nace del justo aprecio, del cuidado de lo que tenemos en nuestras manos. En efecto, el bien se conoce porque está siempre a tiempo del mayor de los sacrificios. El verdadero amor no mata sino que salva.
Sin duda que este «expediente maternidad» es especialmente conveniente para el caso que aquí queremos comentar siquiera sucintamente con objeto de deshacer cierto malentendido.
Es claro para nosotras que la Humanidad ha sido escindida en dos bajo la espada de lo que alguno ha denominado una visión androcéntrica por la cual se pretende dar a cada una lo suyo. De resultas de esta cuota las mujeres han sido tradicionalmente apartadas de la Historia y de la política y en este sentido es bien cierto que no han obtenido su mitad. A partir de este hecho, ciertamente injusto, cabe pensar que lo justo sería reparar este atropello lo más prontamente posible dividiendo el todo en dos mitades idénticas y sin considerar la naturaleza y las consecuencias de este sencillo acto de Justicia. Y, sin embargo, puede que no se trate más que de una trampa. Precisamente, porque la acción de la que hemos sido excluidas conlleva la decisión y esta la posibilidad del errar, de hacer el mal. Luego el mal viene a ser una señal de poder, de libertad para hacer lo que se quiera. De ahí que en la cuota femenina no se admita el mal como una opción, como una elección consecuencia del libre albedrío de los hombres, sino que adquiera la forma fija y monstruosa de una naturaleza invertida. La madre buena o auténtica versus la madre mala e impostora. Pero una vez llegadas a este punto entendemos que es necesario dar un peligroso paso en falso al deducir en cierto modo de lo dicho que «hacer el mal», esto es, tener nuestra mitad de abominación, pueda contribuir en algún sentido a liberarnos de esta interpretación ciertamente misógina. Más bien entendemos que es abundar en ella.
Dicho de otro modo, pudiera ocurrir que la naturaleza del actuar, de hacer el mal o el bien, es decir, la naturaleza de la libertad humana merezca ¾como la criatura del pasaje bíblico¾ ser tomada en consideración antes de decidirse a seccionarla e incluso a destruirla definitivamente. En efecto, poder hacer lo que una quiera es ciertamente ¾utilizando la distinción foucaultiana¾ un síntoma de liberación pero no necesariamente una práctica de libertad. Queremos decir que no basta con encontrarse empuñando la mitad de las espadas de este mundo sino que hubiera sido bastante preferible decidir antes si era o no conveniente desenfundarlas. Afirmar pues que lo justo es que la mujer tenga la mitad de todo, aunque ese todo sea abominable supone en realidad la exhibición de una renuncia, a saber: la de que las mujeres estén dispuestas a liberarse sin poner en práctica su libertad la cual consiste por definición en transformar el mundo mediante la acción, sometiéndose así a la mencionada visión androcéntrica y a su vil estrategia que ha pasado de excluirla a hacerla su cómplice. Pensemos si no en la ¾así llamada¾ liberación sexual que hace de las tradicionales esclavas sexuales nada menos que trabajadoras del sexo, todo ello sin que su sometimiento a la voluntad sexual del varón haya cambiado en nada y cifrando su consentimiento, al que se aclama como libertad, en la obtención de una indemnización económica, es decir: a las que se paga para que sean «libres»[1]. Luego la libertad se compra lo mismo que se vende y es bajo esta peculiar interpretación de la libertad bajo la que cobra sentido tener un capital que poner en circulación en este cochino mundo. Chicas, nos toca la mitad.