Armando López Salinas (Madrid, 1925) es un personaje indispensable para comprender la resistencia política y cultural al franquismo. Tras quedar finalista del Premio Nadal en 1959 con La mina, una de las obras más importantes del realismo social, y ganar el Premio Machado con Año tras año, publicó varios libros de viajes: Por el río […]
Armando López Salinas (Madrid, 1925) es un personaje indispensable para comprender la resistencia política y cultural al franquismo. Tras quedar finalista del Premio Nadal en 1959 con La mina, una de las obras más importantes del realismo social, y ganar el Premio Machado con Año tras año, publicó varios libros de viajes: Por el río abajo (escrita con Alfonso Grosso), Viaje al país gallego (con Javier Alfaya) y el mítico Caminando por las Hurdes (con Antonio Ferres). Dejó de escribir cuando pasó a la clandestinidad como miembro del Partido Comunista, de cuyo comité central formó parte durante casi dos décadas. Ahora, tras un silencio de treinta años, se edita Crónica de un viaje y otros relatos (Adhara, 2007). Hemos repasado con él algunos de sus recuerdos. El último libro «Son cuentos escritos en los años cincuenta y principios de los sesenta. Es lo primero que publico en muchísimos años. Dejé de hacerlo cuando pasé a la clandestinidad, que es una auténtica rueda de molino. Te enganchas a la actividad política y pasas años y años de reuniones, propaganda y relaciones internacionales. Lo único que escribía eran informes internos».
«Estos cuentos se editan ahora tal y como se escribieron en su momento. No los he revisado. Pensé que era mejor dejarlos así, y en ellos se nota de fondo la presencia de la censura, porque alguno fue prohibido. Otros aparecieron en Sábado gráfico y otras revistas. Por ejemplo, no pasó la censura ‘Aquel abril’, que relata la detención de mi padre al día siguiente de la entrada de las tropas franquistas en Madrid. Y eso que la historia está bastante dulcificada. En realidad, por aquel entonces yo era un muchacho más politizado de lo que se muestra en el cuento. Tenía catorce años y, a pesar de todas las dificultades, había conocido una sensación de libertad que nunca he vuelto a sentir».
Familia
«Mi padre era un dirigente sindical de la CNT y era amigo de Durruti. De hecho, tengo un relato sobre el día en que lo conocí, poco antes de que le mataran en Ciudad Universitaria, cuando acompañé a mi padre a un palacete de la calle Miguel Ángel donde se había instalado un cuartel de las milicias de la CNT. Mi padre era un gallego que llegó a Madrid a finales del siglo XIX procedente de Lugo. Huyó porque entonces iban por las aldeas reclutando campesinos para el seminario. Él no quería ser cura y se vino con catorce años a la capital a trabajar. Dormía sobre unos sacos en una tienda de ultramarinos. En 1934 formaba parte de un comité de huelga y lo encarcelaron. Sus compañeros venían a traerle el salario todas las noches a casa. De aquella el socorro rojo funcionaba muy bien».
«Mi abuelo era el administrador de unas tierras cerca de Estella y, nada más acabar la guerra, mi madre me mandó allí porque en Madrid la situación era insostenible. Es la experiencia que cuento en uno de los relatos de Crónica de un viaje. En realidad, mi abuelo ya había muerto cuando me mandaron allí, aunque en mi relato aparece vivo. Había participado en el último alzamiento carlista y aún conservaba el uniforme absolutista».
Trabajar y escribir
«De niño leía básicamente novelas de escritores anarquistas y novelas del Oeste, además del periódico de la CNT. También recuerdo haber ido en más de una ocasión al Ateneo Libertario a escuchar los debates. Mi padre, que era camarero, siempre nos decía: ‘Hay que estudiar y estar preparados porque ellos tienen el poder para conocer y decidir las cosas’. Así que leía todo lo que caía en mis manos, sin ningún método. Me gustaba mucho Álvaro de Retana, un escritor anarquista y homosexual al que condenaron a muerte y vivió durante muchos años de escribir novelas de kiosco. Era una persona muy valiente. También era músico y en la cárcel hizo un chotis que se titulaba ‘El chotis de La Pepa’. ‘La Pepa’ era la pena de muerte, así que era un chotis sobre la pena de muerte».
«Tuve que dejar de estudiar en segundo de bachillerato y ponerme a trabajar. Primero, con trece años, con un pintor de brocha gorda, llevando un carrito con pinturas y rascando paredes. Después, con un representante de zapatos, que debía ser un represaliado. Mi particular lucha de clases con él consistía en que no cogía nunca el metro ni el autobús y yo tenía que cargar con la maleta. Después trabajé en la representación de una casa que fabricaba alternadores, cerca de Gran Vía».
«Mientras trabajaba, estudiaba por la noche en la Escuela de Ingenieros Industriales. Sabía algo de resistencia de materiales, se me daba bien el dibujo industrial y me gustaba mucho la pintura, de hecho, soy un pintor frustrado. Después empecé a trabajar en el Laboratorio Central de Obras Públicas, donde conocí a Antonio Ferres, que era perito industrial, y empecé a escribir con él unos pequeños relatos. Fue entonces, en 1958, cuando ingresamos en el Partido Comunista. Empezamos escuchando la radio y haciendo panfletos que firmábamos como PC y tirábamos, aunque aún no teníamos ningún contacto con el Partido. Seguro que los comunistas organizados pensaban que los hacía la policía».
Política cultural
«Yo quería cambiar el mundo y hacer la revolución, y durante un tiempo escribir formó parte de la militancia. En mi primera época en el Partido, tenía responsabilidades directamente relacionadas con el mundo cultural y participé en las primeras organizaciones de intelectuales de izquierda. Entonces se hacía una revista llamada Unión de Intelectuales Libres, que se reproducía con una máquina de escribir y papel de calco y se enviaba a mucha gente. En uno de los viajes de Semprún se organizó un comité de intelectuales con gente como López Pacheco, Celaya, Eloy Terrón, Fernando Múgica, García Hortelano, Sastre y algunos otros. Teníamos una tertulia en el café Pelayo e hicimos unos seminarios sobre Lukács. También se formó un grupo con los pintores de Estampa Popular, pero el grupo más numeroso era el de cine: eran más de cien, con actores como Paco Rabal y productores como Querejeta».
«En ocasiones el régimen nos permitía ciertas licencias. Por ejemplo, cuando las torturas en Asturias se firmó un documento que encabezaba Bergamín. Nos pusieron una multa de 50.000 pesetas a cada uno, mucho dinero para entonces, que nos negamos a pagar. Nos apremiaron y decidimos presentarnos con una maleta en la Dirección General de Seguridad, en la puerta del Sol, pidiendo que nos metieran en la cárcel. Yagüe, el director de seguridad, no quería que ingresáramos en prisión porque sabía que al día siguiente saldría en todos los medios internacionales en un momento políticamente complicado para ellos. Así que, por increíble que resulte, nos ofreció pagar a plazos. Y eso que sabía que se habían hecho colectas entre escritores e intelectuales de todo el mundo y se habían recaudado más de cinco millones de pesetas para pagar la multa. De hecho, en aquella ocasión vino a Madrid Simone de Beauvoir. Era una persona inteligentísima, estuvimos cenando con ella y nos echó una buena bronca por no haber llevado a nuestras mujeres. El caso es que nosotros preferimos que esos cinco millones se dedicaran a las familias de los presos políticos, lo que cabreó todavía más al régimen. Eran los tiempos en que los escritores practicábamos lo que se llamó la insurrección firmada».