A finales de 1961, un escritor ruso desconocido e inédito que acababa de cumplir 43 años envió un ejemplar de una novela corta, solicitando su publicación, a Noviy Mir (Nuevo Mundo), la revista que en aquel momento, y a la vista del discurso de su director, el poeta Alexandr Trifónovich Tvardovski (1910-1971), en el aperturista […]
A finales de 1961, un escritor ruso desconocido e inédito que acababa de cumplir 43 años envió un ejemplar de una novela corta, solicitando su publicación, a Noviy Mir (Nuevo Mundo), la revista que en aquel momento, y a la vista del discurso de su director, el poeta Alexandr Trifónovich Tvardovski (1910-1971), en el aperturista XXII Congreso del PC de la URSS de ese mismo año, abanderaba un talante liberalizador en las letras soviéticas. El autor del texto era Alexandr Isáievich Solzhenitsin, que tras estudios de matemáticas en la Universidad de Rostov y su paso por el Ejército Rojo como oficial de artillería durante la Gran Guerra Patria había sufrido diez años de prisión y destierro por criticar a Stalin en su correspondencia privada. Establecido después en Rostov como profesor de matemáticas, se había concentrado en una producción literaria que trataba de reflejar sobre todo las experiencias vividas en los campos. Resignado a escribir sin poder dar ninguna publicidad a sus escritos, reconoce en sus memorias Coces al aguijón (Versión española: Argos 1977, traducción de V. Lamsdorff), que en ese momento, «entregué el manuscrito y me entró inquietud, pero no la del joven y vanidoso autor, sino la del viejo y precavido recluso que ha tenido la imprudencia de dejar una pista contra sí».
La novela remitida, compactamente mecanografiada «por las dos caras, sin márgenes y renglón contra renglón, sin espaciados» para ahorrar papel, se titula S-854, y describe un día de la vida de un preso en un campo de trabajo del Gulag siberiano durante el invierno de 1951. Con un tono costumbrista, no exento de humor, y realismo fotográfico, el relato nos presenta la rutina de la vida en el campo, los apretujones en el comedor, las interminables listas y recuentos, y la labor a destajo en la que el recluso S-854, Iván Denísovich Shújov, albañil de profesión, acaba poniendo el alma y encontrando su personal liberación. Iván nació en una pequeña aldea y después luchó y fue hecho prisionero en la guerra. Su condena procede de la acusación de espionaje con que fue recibido cuando consiguió escapar y regresar a las filas propias. Adaptado a las nuevas circunstancias, Shújov domina los trucos del campo, tiene herramientas escondidas y sabe cómo conseguir una ración extra. Con él conocemos a campesinos semianalfabetos y también a intelectuales que discuten sobre el arte soviético, todos ellos con absurdas condenas. El relato, breve y conciso, y que el autor había expurgado eliminando las críticas más ácidas, nos acerca a la vida de los reclusos, y cuando concluye y la luna llena se eleva sobre el gris escenario de barracones y alambradas, nos deja con la impresión de haber vivido algo de la existencia de aquellas gentes.
La novela entusiasmó a Tvardovsky, que decidió hacer lo posible para publicarla y convocó a un asombrado Solzhenitsin a las oficinas de la revista en Moscú. Allí, en una reunión con los responsables de ésta, que sugieren algunas modificaciones, en un intercambio de propuestas entre todos, alumbran el título con el que la obra alcanzaría fama universal: Un día en la vida de Iván Denísovich (Odín dien Ivana Denisóvicha). Comenta Solzhenitsin en sus memorias: «Tvardovsky me advirtió de que no me prometía en firme la publicación (¡Señor, pero si yo me alegraba de que no lo hubieran llevado al KGB!), ni tampoco daba una fecha, pero no regatearía esfuerzos.» Esta reunión da comienzo a una relación tensa entre los dos tocayos, plena en encuentros y desencuentros, y que se describe en detalle en Coces al aguijón. Humana y literariamente cómplices en muchos aspectos, resulta esclarecedora la imposible conexión entre el hombre del poder soviético empeñado en una renovación desde dentro del panorama literario, y el enemigo jurado del mismo poder decidido a usar sus libros como armas contra él, aunque dispuesto también a una cierta colaboración que le permitiera culminar esa ambición de cualquier escritor de ver sus obras publicadas. En Coces al aguijón descubrimos a un Solzhenitsin dominado por una idea obsesiva: la información de que dispone sobre lo ocurrido en los campos dibuja algo tan aterrador que de ser divulgado, supone la sentencia de muerte del régimen soviético. Él mismo se considera predestinado para la ejecución de esa sentencia. Si no tenemos en cuenta esto no entenderemos nada de su trayectoria posterior.
Tras negociaciones y dificultades en las que fue esencial una lectura favorable de la obra por parte del propio Nikita Jrushov, ésta es publicada en 1962 en el número 11 de Noviy Mir. «Antes de las fiestas de Noviembre, justo al año de haber entregado la novela, me llamaron para la primera corrección de pruebas. Mientras anduve con textos mecanografiados, todo eso era un mito, no lo sentía realmente. Pero cuando tuve ante mí las galeradas sin paginar, entonces sí me imaginé cómo sale a la luz para millones de ignorantes, el monstruo antediluviano de nuestra vida concentracionaria, y en el lujo de una habitación de hotel lloré por primera vez ante mi propia novela.» El éxito del libro es enorme, y Solzhenitsin se convierte en uno de los escritores más conocidos de la Unión Soviética. En esa época las relaciones con Tvardovski son excelentes: «Esos frecuentes encuentros que tuvimos en el otoño de 1962 eran a primera vista muy espontáneos y muy cordiales. En aquellos meses, A. T. me quería como a un hijo y se enorgullecía de mis éxitos como si fueran suyos.» Sin embargo añade después: «Demasiado poco se parecían mi pasado y su pasado, y demasiado poco se parecían las conclusiones que habíamos sacado de él. Ni una sola vez pude ser con él tan sincero y tan abierto como con docenas de personas, marcadas por los campos de concentración.» Se hacen planes y se intenta la publicación de otras obras, pero tengamos en cuenta que el Iván Denísovich había sido escogido por Solzhenitsin precisamente por ser el más digerible de todos sus manuscritos. Para dificultarlo todo aún más, empieza en ese momento una reacción en las altas esferas que hace su carrera literaria imposible en la Unión Soviética: «En aquella primera recepción en el Kremlin todavía me ponían por las nubes (…) pero con el Iván Denísovich dio su último suspiro el impulso del XXII Congreso. Ya se iniciaba un ataque general de los estalinistas, que el poco perspicaz Jrushov apoyaba con simpatía.»
Paulatinamente las relaciones de Solzhenitsin con las autoridades se deterioran, y siendo ya un escritor conocido, se convierte en uno de los principales exponentes de las dificultades de los disidentes. Es un tiempo de silencio, persecución e incautaciones de manuscritos, que paralelamente comienzan a aparecer publicados en el extranjero. También recibe el apoyo de personas como el violonchelista Mstistav Rostropóvich o el físico Andréi Sájarov, y en 1970 se le concede el premio Nóbel de literatura. Estos años con Leonid Brézhnev al frente del Presidium del Soviet supremo destruyen todas las esperanzas apuntadas anteriormente, y ello se refleja también en el destino de Alexander Tvardovski, cuya estrella se apaga progresivamente cuando su talante no encaja con las directrices oficiales. En el XXIII congreso (1966) ya no es elegido para el Comité Central y en 1970 el gobierno impone su dimisión como director de Noviy Mir, que deja de ser la revista liberal que trataba de traer aire nuevo a las letras soviéticas. En 1971 fallece víctima del cáncer. En Coces al aguijón están reflejadas sus cuitas y desdichas de editor progresista en la Rusia soviética.
La persecución contra Solzhenitsin arrecia, es expulsado de la Asociación de Escritores Soviéticos, y al fin detenido y desterrado en 1974. Se percibe en estos acontecimientos una obcecación por parte de las autoridades soviéticas que resulta odiosa y sin duda fue también funesta. Parecen éstas imbuidas del carácter eterno e inamovible de su propio poder, y de la conveniencia y legitimidad de ejercerlo con un desprecio absoluto por todo tipo de derechos elementales. Solzhenitsin, empujado así a la colaboración con un Occidente escasamente altruista, se convierte al final en un agente eficaz para el desprestigio intelectual de la Unión Soviética, que debía preceder a su desmoronamiento. La víctima y denunciante de un episodio terrible de la historia, como fue el Gulag, pasa así a ser una pieza del catastrófico colapso de todo el sistema social que se vivió en los años 90.
La noticia reciente del fallecimiento de Alexandr Solzhenitsin nos hace preguntarnos qué parte de su legado literario puede estar destinado a permanecer. Seguramente el retrato de la represión estalinista que dibuja en la más conocida de sus obras, Archipiélago Gulag, que muestra cómo hasta lo más terrible puede ser exagerado, ha de ser reeditado generosamente mientras su utilización propagandística sea posible. Otras obras de denuncia que se acercan a escenarios diversos de la sociedad soviética, como el mundo de los intelectuales internados en un campo especial en El primer círculo o el hospital de Pabellón de cáncer, adolecen de una prolijidad sin demasiado apoyo literario que las hace hoy escasamente atractivas. En el otro extremo de su producción son quizá sus libros más decididamente objetivos, como el Iván Denisovich o Agosto 1914, con su visión ajustada de la campaña de Tannenberg en el frente oriental de la I Guerra Mundial, los que probablemente han de ser leídos más tiempo con placer y provecho. Cuando juega a ser el garrote de Dios, Solzhenitsin fracasa literariamente, pero en las obras en que predomina la observación y una reconstrucción histórica más rigurosa sin duda consigue resultados apreciables.
El escritor tiende a ser la polilla que se obstina en torno a la antorcha del poder. Poco es sin su ayuda, pero si se aproxima demasiado, fácilmente arderá en un breve destello que consumirá cualquier posibilidad de tratamiento objetivo de la realidad. Es una danza en la que la literatura lleva siempre la peor parte. El caso de Alexandr Solzhenitsin ilustra lo compleja que puede llegar a ser la utilización de un escritor por poderes diversos y enfrentados. Encumbrado por el poder soviético en un momento en que un viento de rectificación soplaba en las alturas, el ex-recluso estaba vacunado por su experiencia en el Gulag para convertirse en un prohombre del régimen, toda vez que se planteaba su literatura como una denuncia imposible de asumir por éste. Esta lucha sin embargo acabó situándole en la órbita de otro poder que, dominando mejor que el soviético las técnicas de la propaganda, resultaba y resulta igualmente odioso. Rusia y Occidente se disputaron así y terminaron por convertir en un símbolo literario a un escritor cuyos méritos no daban seguramente para tanto.