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Literatura y política bajo el capitalismo

Fuentes: Guaraguao. Número 21

Describiremos el contexto en que hoy ha de abrirse paso un texto sobre literatura y política que no pida perdón, que no acuda a generalidades tales como el principal compromiso del escritor es con su propia obra, que quiera para sí un mayor margen de precisión y elija ser llamado: literatura y política bajo el […]

Describiremos el contexto en que hoy ha de abrirse paso un texto sobre literatura y política que no pida perdón, que no acuda a generalidades tales como el principal compromiso del escritor es con su propia obra, que quiera para sí un mayor margen de precisión y elija ser llamado: literatura y política bajo el capitalismo.

En su libro Entre la pluma y el fusil, que lleva por subtítulo «Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina», Claudia Gilman afirma en relación a la cultura militante y revolucionaria de los años 60-70: «Esta época constituye la gran expectativa frustrada, el canto de cisne de la cultura letrada en América latina y en el mundo. Conocemos los hechos: la revolución mundial no tuvo lugar. Esa comunidad de izquierda, tan potente en su producción de discursos y tan convincente respecto de los cambios que anunciaba; y ese período, en el cual grandes masas se movilizaron como pocas veces antes, ¿fue resultado de una ilusión sin fundamento?». Desde una pequeña revista argentina, Lucha de clases, alguien llamado Demián Paredes escribe a su vez sobre el libro de Gilman y juzga que la autora sólo entiende en un sentido romántico o superficial «la pérdida del Che y el aborto del proceso chileno y toda la reacción que se instala en los setenta -y aún antes, ¡Brasil!- con las dictaduras militares en el Cono Sur». La autora, en un gesto intelectual poco frecuente hoy día, se toma el trabajo de contestar a la pequeña revista señalando que en el primer capítulo del libro ella misma se ha preguntado si no es posible pensar que «la sucesión de golpes militares y represiones brutales fue una respuesta imbuida de la misma convicción de que la revolución estaba por llegar (y que por lo tanto era necesario combatirla); se ha preguntado y cita: «¿Estaban errados los diagnósticos o las relaciones de fuerza se modificaron con el propósito de sofocar pulsiones revolucionarias existentes?». A lo que Demián Paredes responde: «Efectivamente fue así, como señala en último término». Esto es: efectivamente las relaciones de fuerza se modificaron con el propósito de sofocar pulsiones revolucionarias existentes. Nos interesa señalar el proceso por el cual una afirmación como la anterior que muchos aún hoy juzgamos evidente, pierde el derecho a existir y debe por el contrario ser formulada en términos interrogativos. Lo que está en juego es la diferencia entre el fracaso y la derrota, entendiendo por fracaso el hecho de no dar una cosa el resultado perseguido con ella por multitud de factores que pueden ser inherentes a la cosa misma, mientras que la derrota ha de ser infligida por otro. La diferencia es grave porque a través de ella se dirime el rumbo, la dirección, se trata de saber si había -se trata de saber al fin si hay- o no que dirigirse hacia donde se dirigían los movimientos revolucionarios quizá con otra estrategia, quizá a un ritmo más lento, o acaso más rápido, pero hacia ahí. ¿La expectativa de justicia, la expectativa de un comportamiento equitativo en la distribución del placer y del sufrimiento, la expectativa de un mundo sin esclavos de hecho o de derecho, regido por un principio mejor que la ganancia del más fuerte, era y sigue siendo una ilusión sin fundamento o, por el contrario, esa expectativa no estaba errada sino que la frustraron otros, sino que estrellaron otros las revoluciones incipientes contra los escollos aun cuando entre esos otros podamos incluir también -también pero no sólo- el oportunismo y la confusión? Nuevamente hemos de responder: efectivamente, es como señala el segundo término, la expectativa no estaba errada sino que otros frustraron su cumplimiento.

Entre la pluma y el fusil, por su amplia y al mismo tiempo sintética documentación, se convertirá en obligada estación de paso para quien quiera indagar sobre las relaciones entre literatura y política en los años sesenta y setenta. No está escrito con saña ni con ironía. Y esta misma circunstancia vuelve aún más significativo el sonido de fondo que incorpora con aparente naturalidad, un contexto en donde no sólo nadie, al parecer, reclama la necesidad de una literatura revolucionaria, sino en donde la existencia de fuerzas reaccionarias que actúan en la historia y, por cierto, también en la literatura, pasa a ser considerado algo inseguro, improbable, algo sobre lo cual habría, en todo caso, el deber de preguntar. Semejante, diremos, ¿incertidumbre? con respecto a golpes de Estado, invasiones, bloqueos, torturas, expolios, es propia no de la época sobre la que Gilman escribe sino de la época en la que escribe, época que ha producido a su vez una visión del presente como lo menos malo, una visión de la desigualdad, la incontinencia y la voracidad como lo inevitable. Época que soslaya el hecho de que en la isla de Cuba una revolución no pudo ser destrozada, el hecho de que hoy, a pesar del acoso, un pueblo vive y lucha porque le sigan dejando vivir sin imponerle desde fuera los criterios sobre qué sea lo bueno, lo justo, lo vergonzoso; época que ante procesos históricos como el que se está viviendo en Venezuela una vez más acude al mito del intelectual contra el poder olvidando que hasta hace muy poco existía una simbiosis entre poder y cultura en Venezuela como existe en todos los países capitalistas, olvidando que no es esa simbiosis lo que cabe reprochar sino al servicio de qué está puesta, para favorecer qué acciones.

Ya en 1967, en su célebre discurso «La literatura es fuego» con motivo de la aceptación del premio Rómulo Gallegos por La casa verde, Vargas Llosa afirmaba: «La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista». Desde otra posición, en 1972 el escritor argentino Haroldo Conti se dirigía en estos términos a la Fundación Guggenheim: «…con el respeto que ustedes merecen por el sólo hecho de haber obrado con lo que se supone es un gesto de buena voluntad, deseo dejar en claro que mis convicciones ideológicas me impiden postularme para un beneficio que, con o sin intención expresa, resulta cuanto más no sea por la fatalidad del sistema, una de las formas más sutiles de penetración cultural del imperialismo norteamericano en América Latina».

Las palabras de Conti reconocían así en la literatura algo más maleable que el fuego, algo que puede ser penetrado, influido, modificado. Como tantas veces, de una concepción materialista de la realidad se seguía un comportamiento regido por ideales, mientras que la voluntad de no ver ataduras, influencias, vínculos, acabaría respondiendo a lo que José Carlos Mariátegui había descrito como la costumbre de la burguesía de idealizar o disfrazar sus móviles. No obstante, el discurso que casi cuarenta años después se ha convertido en «lo normal» no es el de Haroldo Conti sino el de Vargas Llosa. La independencia del escritor, la autonomía insondable de la literatura aun cuando en esa autonomía se reconozcan posibles tensiones y equilibrios, reglas del juego a la manera de Bourdieu pero que actúan sólo como factores secundarios de un fuego que no puede ni debe ser sometido a ninguna política, a ninguna exigencia colectiva, a ningún «plan quinquenal» pues cuando así ha ocurrido la literatura ha muerto. Llama la atención que sólo cuando el socialismo trata de someter a la literatura ésta muera, mientras que cuando el capitalismo diariamente la somete, condiciona, penetra, compra, seduce, alecciona, eso en nada afecte a su salud. Llama la atención que se pretenda de la literatura, hecha para contar la vida, una existencia en otra órbita, allá donde la vida, los miedos, los deseos de una sociedad no puedan alcanzarla. Llama la atención porque nunca nadie leyó ni escribió esa literatura.

Toda literatura es, se sabe, política; preguntarse sobre literatura y política en las actuales condiciones significa preguntarse si la literatura, como la política, puede hacer hoy algo distinto de traducir, acatar o reflejar el sistema hegemónico. Estuvo a veces la literatura al servicio de causas revolucionarias. Pero muchas más veces estuvo al servicio de lo existente y, muchas otras, el poder capitalista cortó el camino, torturó, silenció, arrasó las condiciones de existencia en las que habrían podido germinar referentes distintos. Es imprescindible recordar que la historia de la literatura revolucionaria no se escribe sólo con rechazos como el Conti o Viñas, se escribe también con las obras de aquellos que no estuvieron siquiera en la posición de rechazar. De aquellos que no llegaron a ser lo suficientemente conocidos como para que el capitalismo intentara cooptarlos y no llegaron a serlo porque nunca se adaptaron a las exigencias del canon, o porque eligieron la militancia en vez de la escritura, o eligieron una escritura militante que les alejó de posibles ofertas, o porque habiendo elegido la «alta» escritura un día renunciaron a ella por las presiones de la vida diaria, o para trabajar por las revoluciones que existían o por las que podrían llegar a existir. Como es preciso tener presente que mientras Haroldo Conti fue secuestrado en 1976 por la dictadura militar y hasta el día de hoy permanece en la lista de desaparecidos, todos los que se sumaron a la propuesta metafísica del Gran Rechazo de Adorno jamás rechazaron nada físico procedente del imperialismo capitalista, ni una beca Guggenheim, ni un premio Planeta ni un ciclo de conferencias en una universidad norteamericana.

Hablemos entonces de lo que se entiende por literatura capitalista en la fase actual del capitalismo. Hablemos de un libro que se ha convertido en un estandarte de lo que sí debe hacerse, La fiesta del chivo de Vargas Llosa. A diferencia de lo sucedido con frecuencia en la época descrita por Francis Stonors Saunders en La guerra fría cultural, en estos momentos el capitalismo no tiene tanta necesidad de explicitar sus demandas pero, si la tuviera, habría formulado el encargo más o menos así: «Conviene que quien en su día defendió la literatura como una forma de insurrección permanente, y hoy está claramente al servicio del llamado neoliberalismo, escriba una novela sobre una dictadura latinoamericana. Conviene que se trate de una dictadura antigua, sobre la que ya se hayan cerrado teóricamente las heridas. Conviene distanciar esa dictadura de los Estados Unidos lo más posible aunque sin incurrir en mentiras gruesas puesto que hay hechos que ya son de dominio público.

Prestaría un gran servicio, desde el punto de vista de la escala de valores dominante, convirtiendo cualquier acto de resistencia en fruto de la inquina o la venganza personal. Se le sugiere, puesto que al fin y al cabo no le llevará mucho trabajo, que haga de un personaje cercano a Trujillo un simpatizante de Fidel Castro. Alguien particularmente abyecto, por ejemplo el jefe de la policía política, el máximo torturador. Si la verdad histórica dice que ese hombre formó parte de una operación encubierta de la CIA contra Fidel Castro no la mencione, en este caso no es demasiado conocida.

No olvide la rentabilidad de sobrecargar su novela con violaciones, impotencia, miedo a ser acusado de «mariconería», esto es, el cuerpo y en especial el sexo llevados a sus extremos más patéticos, morbo, a fin de cuentas, aun cuando recubierto de algún adjetivo barroco que permita a los lectores de clase media sentirse distintos y mejores que los lectores de novelas seriadas, y permita a la crítica traducir la palabra morbo por cosas como una penetrante mirada sobre el mal o una bajada a los infiernos. La economía, la política, la inteligencia, el interés, la capacidad de elegir, los argumentos que se emplean a la hora de ejercer esa capacidad, los trabajadores, los revolucionarios, los movimientos populares, todo esto debe estar ausente de su novela. Se trata de simplificar la condición humana hasta reducirla a dos o tres pasiones y traumas incontrolables.

El autor debe por último extremar sus críticas a Trujillo, que ya está muerto y bien muerto, para recuperar algo de la legitimidad que ha perdido en los últimos años sobre todo con respecto al público de América Latina. Se espera poder presentar al autor, un ideólogo del neoliberalismo, como crítico de un agente de los Estados Unidos; esto, unido a una gran campaña de promoción en América Latina, le conferirá nueva legitimidad, la que subyace en frases del tipo: aunque no estamos siempre de acuerdo con sus artículos, como escritor es grande y llega hasta el fondo de las miserias humanas y de las dictaduras más crueles».

Los encargos del capitalismo «están en el aire», el autor los percibe con claridad ya sea si los reconoce de forma explícita o si los interioriza convirtiéndolos en su particular percepción de lo adecuado en ese momento. El capitalismo literario, en su fase actual, ha llevado hasta el límite la división burguesa entre lo público y lo privado como si esa división pudiera en verdad efectuarse. Y ha logrado que la inmensa mayoría de la literatura se retire a la esfera de lo privado: secretos familiares, pasiones escondidas, asesinatos de psicópatas, y que cuando en algún caso se aborden cuestiones públicas se haga por la vía de privatizarlas, como así ocurre con una la política de Trujillo dictada por su próstata privada, o con las historias sobre la guerra civil española en donde el núcleo argumental se reduce a actos privados de amor u odio. No es tarea de un solo artículo describir y analizar los componentes de la literatura capitalista del tiempo que antecedió y siguió a la caída del muro de Berlín. Baste quizá con que el artículo sugiera el actual florecimiento de un realismo capitalista sin trabas, exonerado al parecer de tarea de argumentar, dar respuesta o siquiera combatir una escala de valores que a lo largo de los siglos ha luchado, con mayor o menor potencia de difusión, por abrirse camino.

Hoy, se nos advierte, es preciso huir de cualquier asociación con una máxima como la enunciada por Brecht: «Los artistas del realismo socialista tratan la realidad desde el punto de vista de la población trabajadora y de los intelectuales aliados con ella y que están a favor del socialismo». Sin embargo, ¿podríamos convenir con el opuesto de esa máxima, afirmar que los artistas del realismo capitalista tratan la realidad desde el punto de vista de la burguesía y de los intelectuales aliados con ella y que están a favor del capitalismo? Podríamos, y para que hacerlo no cree ninguna incomodidad el discurso dominante ha sustituido la palabra burguesía por la palabra condición humana, y la palabra capitalismo por la palabra leyes naturales de la existencia o algo semejante, sin permitir que se desarrollen en parte alguna aquellos planteamientos que quisieran analizar las implicaciones de esa sustitución.

En cuanto a la pregunta sobre si es posible hacer bajo el capitalismo una literatura que no sea capitalista, decir, sin bajar la voz: el único camino es una escritura hacia la revolución, esto es, una escritura que alcance a cuestionar la idea misma de literatura pero no lo haga desde la «novedad» aislada ni acepte tampoco circunscribirse sólo a la tradición hegemónica; una escritura, por tanto, capaz de concebir el paso siguiente en un proceso liberador que no comienza hoy. «Sin una memoria colectiva que contribuya a forjar una narración común acerca de lo que ocurre, que proporcione algún tipo de inmortalidad mitológica a los individuos que lo apuestan y lo pierden todo por cambiar el futuro, no existe la menor posibilidad de resistencia», ha escrito Guillermo Rendueles en referencia a cómo en las manifestaciones antiglobalización de Barcelona, Carlo Giuliani, asesinado a tiros por la policía genovesa, apenas fue recordado. Rendueles señala así sus dudas sobre la viabilidad de un nuevo sujeto contestatario fluctuante, sin historia, casa común, e incluso sin memoria para recordar a los suyos. En 1970, Rodolfo Walsh decía a Ricardo Piglia durante una entrevista: «Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas».»

Hablemos ahora de literatura. Digamos que quienes con honestidad y auténtica militancia, muy lejos del oportunismo que también hubo en la izquierda, perdieron su capital cultural, su prestigio, un lugar en el canon, ofertas económicas, glamour y complicidades, por cambiar el futuro, por hacer una literatura tal vez en exceso didáctica, acaso ingenua, quizá demasiado sencilla, tal vez de una grandeza que aún no hemos comprendido, merecen nuestro respeto. No merecen nuestro paternalismo ni nuestra vergüenza ni nuestro arrepentimiento. Porque sea lo que sea una escritura revolucionaria, no parece creíble que consista en encontrar una figura mediática «del otro lado», una figura que escriba «buenos» libros, esto es, tan «buenos» que hasta la noble Academia por supuesto independiente y objetiva se vea obligada a reconocerlo, y el noble Mercado por supuesto libre y sin dueños, se vea obligado a reconocerlo, y la noble autonomía de la literatura por supuesto desvinculada de intereses, por supuesto incapaz de fomentar un tipo de narraciones y dejar fuera de la circulación otras, se vea obligada a admitirlo. No se quiera ver aquí la clásica condena del autor de éxito o la idea de que el fracaso es necesariamente una marca de honestidad. Pero que nada tampoco nos impida decir que la construcción de una escritura revolucionaria no puede ser sólo un proyecto individual sino que requiere construir también un lugar a donde dirigirse y un espacio común que no podrá coincidir con el espacio en donde habita ni el lugar hacia donde se dirige la inmensa mayoría de la literatura capitalista de nuestro tiempo. Y si expresiones como «realismo socialista» o «novela social española» no designan el final del trayecto, que no sean tampoco la excusa perfecta con que regresar justificados al discurso dominante.

Por estar referidas a la ciencia, estas palabras del inmunólogo cubano Agustín Lage permiten aproximarse de otro modo al tema que nos ocupa: «La ciencia aprende por ensayo y error, pero los sistemas de ideas generales determinan qué es lo que se ensaya y qué sectores de la realidad se exploran». Habiendo convenido en este aserto resulta más sencillo asumir que los sistemas generales de ideas determinan también qué se ensaya en literatura y qué sectores de la realidad se exploran; determinan, en consecuencia, sobre qué no se va a seguir ensayando, qué sectores dejarán de explorarse. Determinan cómo se volverá inútil tanto conocimiento, cómo lo que supimos del camino, sus curvas, la espesura, los animales feroces, la fuente turbia y el lugar de aquella otra fuente donde sí se podía beber, el barranco oculto, las dos encrucijadas, se volverá inútil porque hoy los sistemas generales de ideas dicen: quedémonos aquí, dejemos de pensar que hay que adentrarse donde no hay más carretera, quedémonos, exploremos el horror nuestro de cada día pero no sus causas, exploremos la inconsciencia pero no su necesidad.

La novela desde su nacimiento como género ha dado multitud de pasos en falso, ha emprendido multitud de caminos que conducían a un callejón sin salida, ha tomado recursos de otros géneros, ha evolucionado adaptándose al medio literario en distintos momentos. Y cada uno de esos pasos en falso, como cada una de sus metamorfosis, ha sido estudiada, valorada, ha pasado a formar parte de una suerte de capital acumulado llamado cultura. No así la escritura revolucionaria. Ni se estudiará ni pasará a formar parte de bagaje alguno pues su sola mención producirá rubor, deseos de renegar de ella, arrepentimiento. Pero ¿de qué se reniega, del camino escogido para atravesar el cerco o de la voluntad de atravesarlo?

En 1997, a partir de la conocidas palabras de José Martí, «dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. ¿O son una las dos?», el escritor y entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba Abel Prieto, con motivo de un debate interno sobre el papel de la literatura, reivindicaba la noche para la posible literatura que se escribiera en Cuba. Tal vez no se trata, o no sólo, de que los novelistas revolucionarios creen personajes colectivos, o de que frente al consuelo y el acompañamiento en lo oscuro que parece ofrecer a veces la novela burguesa, ofrezcan siempre el sol del mediodía y los cantares de la comunidad. No siempre, no sólo. No sólo, diríamos entonces, reafirmar las certidumbres sino latir también junto a lo incierto, y en lo incierto residirá además la idea de literatura.

Con todo, importa recordar que ni siquiera la noche es la misma para quienes viven a costa de otros, de otras, y para quienes son obligados a vivir para el beneficio ajeno. Ése «no ser la misma» a menudo se ha visto exclusivamente como una limitación, lo que daba lugar al deseo del esclavo de convertirse en amo y no de convertirse en hombre libre, o al deseo del escritor revolucionario de hacer alta literatura sin poner en duda al legislador que había dictado las leyes por las que se regía el ingreso en la alta literatura. Desde la posición contraria se quiso en cambio convertir la noche del oprimido en hogar propio, como si ella fuera el único recinto admisible y de ahí nacieron discursos que remedaban o halagaban una cultura obrera, campesina, colonizada sin cuestionar cuanto de heredado, impuesto, mutilado había en esa cultura y en la literatura circunscrita a unos límites que tampoco eran suyos. Ahora sabemos que cualquiera que estas dos opciones es insuficiente, y no lo sabemos en el vacío sino en la historia, y si lo sabemos es porque no renegamos ni estamos solos, porque no venimos de ninguna parte sino de una ola de siglos en la que los conflictos se han manifestado y siempre fue posible decir qué es lo que estaba en juego, qué clase de vida y para cuántos y para quiénes.

Desde este conocimiento cabe proponer una poética para una escritura impura, condicionada y material. Una escritura consciente de que ni aún en los países en donde las revoluciones no pudieron ser destrozadas el socialismo ha llegado a existir sin la amenaza permanente y sin los condicionantes que impone esa amenaza. Propongamos entonces la poética de una escritura militante.

Escribió Tolstoi que el arte comienza cuando una persona expresa un sentimiento a través de ciertas indicaciones externas «con el objeto de unir a otro u otros en el mismo sentimiento». Ha escrito Raymond Williams que el significado de la palabra comunicación puede resumirse como la «transmisión de ideas, informaciones y actitudes de una persona hacia otra». Partiendo de cuanto tiene la literatura de comunicación, que es mucho, bien saben los formalistas que es mucho, y recordando a Brecht cuando decía que los sentimientos se piensan, nace una visión de la literatura como actividad destinada a unir a las personas en actitudes comunes, siendo la actitud un sentimiento pensado y siendo, en el caso de cierta literatura, la representación el modo particular de pensar los sentimientos.

La escritura actúa siempre como proyección. Los sentimientos pensados en la literatura han sido los sentimientos pensados en la sociedad y sólo la conjunción de factores de lucha, azar y militancia ha permitido a veces que, en el seno de sociedades capitalistas, la literatura dejase de transmitir el discurso de las clases dominantes y acertara a pensar, representar y escribir otra vida. Se trata entonces, y hasta tanto el discurso que una hipotética literatura pueda proyectar sea otro, de provocar esa conjunción de factores. Provocarla, producirla activamente ahora que ya la posmodernidad declina y sabiendo que el regreso al sujeto moderno no es nuestra reivindicación, porque no es cuestión de volver y porque aquel sujeto llevaba dentro de sí la falacia de la naturaleza burguesa universal.

La escritura que tiende a la revolución, la que se escribió, la que se escribirá, no está hecha, está siempre por hacer y su estructura, sus temas, su práctica de la autoría, habrán de ajustarse a cada momento, no podrán fijarse. Pero sí cabe hablar hoy de una poética de astucia e indigencia, rebeldía y dignidad, en el sentido que proponemos.

Es indigencia escribir «muchos juzgamos» sabiendo que muchos no habrán reparado en ello y algunos y, probablemente, algunas, sí. Es indigencia no tener una lengua capaz de condensar el «muchos y muchas de nosotros y de nosotras», indigencia no tener una realidad en donde el género gramatical sea sólo un instrumento de economía lingüística y no articule  silenciamiento o desdén. Es, en otro orden de cosas, indigencia no heredar tradición alguna a no ser en conflicto, a no ser con violencia y sin dejar a un lado, como tanto se ha querido, la sospecha; indigencia no poder descansar en lo que aprendimos -pero quién nos enseñó, pero con qué ojos- a ver como admirable.

Es astucia lo contrario de la franqueza, no escribir como si se hubiera ganado la batalla porque no se ha ganado. Acaso algunos escritores revolucionarios creyeron que podían empezar desde el principio, que podían ser francos, pero no podían; por eso hoy, aun cuando nos conmueve su franqueza hasta el dolor, decimos: hay que seguir adelante, no era tiempo de pararse, no bastaba entonces y menos basta hoy con hablar como si no existiera el discurso dominante pues existe, domina, y cerrar los ojos sólo nos hace más débiles. Finge el astuto guerrero no socorrer a la ciudad amiga que está sitiada y atacar en cambio la capital de enemigo, finge y logra así deshacer el cerco de la ciudad y sorprender al enemigo en el camino cuando éste regresa para proteger su capital, logra con procedimientos engañosos el guerrero más débil triunfar en la batalla pero sabe, no obstante, que si su argucia fuera descubierta no renunciaría, que defendería a la ciudad amiga aun en las circunstancias menos ventajosas, y que cuando adoptar las maneras del enemigo implique servirle, las rechazará. Pues la astucia termina en el instante en que comienza la traición.

De la dignidad supimos que no es nunca individual, la dignidad del hombre más solo de la tierra es colectiva, la dignidad de aquel que dice «no» y nadie le oye, y su «no» jamás será contado es colectiva, existe porque ese «no» es con otros, para otros que en él se apoyan. La rebeldía pertenece a la historia y hoy rehúsa pactar con la injusticia de la explotación, convenir en la tristeza del esclavo, celebrar la mezquindad del dueño. El texto literario no termina en sí mismo, es un hecho extensivo; como se proyecta la luz, como se propaga por el solo hecho de existir y no es posible detener una ola del mar sin perder la ola ni es posible que una onda esté quieta, así ocurre que no es posible cercenar de cada texto literario el viento, el haz, el foco que en la lectura se constituye y del que somos parte. Y hay un viento distinto del que procede del capitalismo, un foco sin filtros, un haz incontenible de claridad y rabia.

Madrid, Diciembre 2005.