Hace solo unos pocos años cuestionar esta fase superior del capitalismo que ha venido en llamarse globalización, suponía ser objeto de las más variopintas descalificaciones. La desregulación del capital financiero y su hegemónico dominio sobre la lógica del sistema económico, se presentaba como un fenómeno consustancial al país de las maravillas que nos anunciaban Bill […]
Hace solo unos pocos años cuestionar esta fase superior del capitalismo que ha venido en llamarse globalización, suponía ser objeto de las más variopintas descalificaciones. La desregulación del capital financiero y su hegemónico dominio sobre la lógica del sistema económico, se presentaba como un fenómeno consustancial al país de las maravillas que nos anunciaban Bill Gates y Steve Jobs. El sueño americano adoptaba así una banda sonora grunge para anunciarnos que el triunfo y la felicidad nos esperaban en la trastienda de algún inmundo garaje, entre microchips, videojuegos y palomitas de maíz. Frente a esta incuestionable buena nueva, la más mínima voz discordante, en Seattle, Chiapas o el bar de la esquina, era anatemizada y presentada como el grito fosilizado del último neardenthaliense incapaz de asumir su condición de fracasado.
Estos días hemos podido comprobar la falsedad de estos planteamientos, para nada ajenos a ese conflicto social que comenzó cuando el primer monarca mesopotámico decidió quedarse con parte de la riqueza producida por sus, a partir de entonces, súbditos. Y es que el 15-O ha puesto de manifiesto que si hay algo que hoy pueda proclamarse, sin pudor, global y hasta planetario, es la indignación. Los millares de personas que tomaron las calles de Madrid, Barcelona y Valencia, junto a quienes lo hicieron en Londres, Roma. París, Bruselas, Nueva York o Seúl, así lo dejaron patente. No faltarán, claro está, quienes insista en colocar al nuevo movimiento el sambenito del perroflautismo y hasta los reproches gastados de la violencia. Sin embargo, con una Europa que se adentra irremediablemente por los senderos de la recesión permanente como telón de fondo, los viejos cantos de sirena sobre el mejor de los mundos posibles llegan cada vez más afónicos a un auditorio cansado y escéptico.
Una reacción comprensible para una ciudadanía occidental orgullosa hasta hace poco de su superioridad material y ahora condenada a la resignación de saberse súbitamente habitantes de unos nuevos países en vías de subdesarrollo. Las hasta ayer avanzadas sociedades modernas han despertado de su opiácea ensoñación para encontrarse con Etiopía en las esquinas de sus grandes almacenes. Un reciente informe de una entidad tan poco sospechosa de subversiva como Unicef lo subrayaba también esta semana : 205.000 hijos de inmigrantes viven en la miseria en España, una suerte que comparten con el 6% de los niños autóctonos.
Resulta una incógnita saber hacia que derroteros puede conducirnos la nueva globalización que reclama en las calles el 15-O. Son los privilegios de lo que todavía está por venir. Sin embargo, a estas alturas del naufragio, son pocas las sorpresas que puede depararnos la ya caduca globalización de los mercados. Al fin y al cabo, no deja de hundir sus raíces en un lejano día de hace muchos siglos, cuando un primer barco echó el ancla frente a las costas de África para recoger un peculiar cargamento: el de cientos de hombres, mujeres y niños encadenados para ser conducidos a través del océano hasta una lejana tierra que por entonces se proclamaba como un Nuevo Mundo.
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