Los debates respecto de los movimientos sociales latinoamericanos han centrado una parte importante de la discusión política e intelectual de la última década. Desde el surgimiento del Ejercito Zapatista, con la famosa frase del Subcomandante de «Mandar obedeciendo», pasando por las luchas del Movimiento de los Sin Tierra, o los movimientos contra la privatizaciones en […]
Los debates respecto de los movimientos sociales latinoamericanos han centrado una parte importante de la discusión política e intelectual de la última década. Desde el surgimiento del Ejercito Zapatista, con la famosa frase del Subcomandante de «Mandar obedeciendo», pasando por las luchas del Movimiento de los Sin Tierra, o los movimientos contra la privatizaciones en Paraguay o en Bolivia, con la Guerra del Agua en Cochabamba, los movimientos han pasado de ser masa que sigue a determinados colectivos políticos, a ser protagonistas principales de la construcción de las fuerzas políticas y electorales de sus propios países.
Se trata de un enjambre de peleas, iniciadas en los años 80’y 90′, que fueron redefiniendo el escenario en donde se situaba la lucha política y social en el continente.El peso político de los movimientos sociales ha crecido hasta convertirse en el eje sobre el cual se sostiene gran parte del actual proceso de transformación que se vive hoy en los distintos países de América Latina.
Sin embargo, el excesivo énfasis en las lecturas centro europeas respecto de los movimientos sociales ha hecho muchas veces incomprensible el entender a estos movimientos en su contexto latinoamericano. Para ello es necesario ir más allá de una categorización que rompa con conceptualizaciones como la «sociedad civil», que la social democracia europea impuso como dogma para interpretar todo aquello que estaba más allá del sistema de partidos políticos.
Las nuevas formas organizativas y de generación de conciencia a nivel social han ido construyéndose de forma dispersa en el continente, guardando un arraigo profundo en las condiciones sociales y políticas históricas propias de cada país.
Es así como, por ejemplo, en Bolivia es imposible entender el peso actual del movimiento campesino, sin entender como este movimiento tradicional fue «intervenido» por el tradicional movimiento de trabajadores de la minería, luego del cierre de las minas de Oruro, a mediados de los 80′, con el desplazamiento de miles de ex mineros a los campos de Cochabamba, lugar al que llevaron no sólo sus familias, sino también, su formas de organización y lucha.
De la misma forma, al actual movimiento indigenista que recorre Latinoamérica, si bien guarda una profunda raíz campesina, tienen características, cada vez más, marcadamente urbanas. Por ello, sus luchas incorporan elementos adicionales a las reivindicaciones históricas por la tierra. Suman, por ejemplo, demandas por el derecho a la educación, ya no sólo a nivel básico, sino también a nivel universitario. Incluso en el caso de movimiento estudiantil universitario, cuna de los movimientos revolucionarios de los 50′ a los 70′, podemos hablar de cambios sensibles.
El proceso de elitización de las últimas décadas transformó por completo el mapa ideológico al interior de las aulas universitarias. Sólo así podemos entender hoy, como los movimientos universitarios latinoamericanos tienden a sumarse más a las posiciones de la derecha que a la de los gobiernos populares. En definitiva, lo actuales movimientos sociales no constituyen una base homogénea, dado que las transformaciones históricas han diversificado los actores.
Cuesta hablar ya con los viejos esquemas como el movimiento campesino, el movimiento obrero o el movimiento de los universitarios. Hoy son los Sin tierra, los Sin casa, los deudores, los trabajadores de precarizados o las organizaciones de los sin trabajo, las agrupaciones de pequeños comerciantes, de ambulantes. Para algunos esta dispersión cuestiona la capacidad de golpear más fuerte. Sin embargo, como ha quedado demostrado de sobra en los distintos países del continente, esta dispersión ha favorecido, por su amplitud, una radicalidad y masividad que parecía pérdida en el continente americano.
En toda esta amplitud, sin embargo, existen algunos elementos que caracterizan a los movimientos sociales que han emergido en los últimos 20 años en el contexto latinoamericano.
El carácter rupturista de los nuevos movimientos sociales
El debilitamiento de la estructura de partidos políticos en el contexto histórico regional mundial junto con la desestructuración de los antiguos referentes sociales, tales como el sindicalismo o los movimientos estudiantiles universitarios, posibilitó la emergencia de formas de organización social radical que no se construyeron en la vieja dicotomía de partido-frente de masas.
El proceso de movilización social, posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que en Latinoamérica tomó la forma de fuertes movimientos políticos, incluso de carácter revolucionario, como el caso de Cuba, fue frenado por la emergencia de las dictadura militares desde de los 50′. Sólo algunas de las incipientes democracias tuvieron el tiempo de consolidar sus estructuras partidistas y a través de ellas, sus respectivos sistemas de partidos políticos.
Las dictaduras militares, ampliamente mayoritarias entre los 60′ y 70′, cumplieron su rol al contener los procesos sociales a costa de romper las débiles institucionalidades y fomentar la inutilidad de los partidos políticos, como formas de representación y canalización de las demandas sociales.
Ya desde los 80′, las nuevas democracias, que no contaban con una solidez estructural, se vieron involucradas de lleno en la implementación de las políticas de ajuste económico propiciadas por el FMI a través del llamado Consenso de Washington. El rol del Estado en la promoción de un modelo económico neoliberal, promotor de una desregulación total de las relaciones sociales entregadas al libre mercado, generó un desprestigió creciente de la clase política, haciendo perder la ya mermada legitimidad con la que contaba el sistema de partidos políticos.
Los abundantes casos de corrupción, el empeoramiento radical de las condiciones de vida de enormes sectores de la población y la inseguridad social, contribuyeron de manera significativa a la pérdida de la capacidad de control del Estado sobre los actores sociales. Desprestigiadas las instituciones políticas, se dio pie a la generación, a lo largo del continente, de formas más o menos orgánicas de movimientalidad social que pusieron los objetivos de sus movilizaciones mucho más allá de lograr una mera «inclusión de sus demandas» en la agenda institucional.
Habiendo crecido al margen del sistema de partidos políticos, los movimientos actuales se plantean desde una posición rupturista, tanto con las formas de representación (sistema de partidos), como con el modelo económico en su fase neoliberal.
Su rechazo al sistema de partidos políticos está en la génesis de su construcción, ya que relaciona su necesidad de expresar sus contenidos y demandas directamente, debido a que las fuerzas políticas tradicionales, o son incapaces, o no tienen ningún interés en hacerlo.
De ahí entonces su radical rechazo a las formas tradicionales de la política, y a la imagen de «la clase política» como actor intermediario de sus demandas. Sobretodo cuando estas demandas se encuentran profundamente relacionadas con las transformaciones del modelo económico que dejan a merced del mercado las condiciones de vida de millones de personas.
Movimientos sociales al margen de la izquierda
Otro elemento que podemos destacar como rasgo característico de los actuales movimientos sociales latinoamericanos es la relación existente entre estos movimientos y la izquierda más radical.
No hablamos aquí de los intentos de instalar una izquierda socialdemócrata en países como Chile (Lagos, Bachelet), Bolivia (Mesa) Argentina (De la Rua), Brasil (Cardoso), o Perú (Toledo) que en la gran mayoría de los casos terminaron con estruendosos fracasos. Sino, de la izquierda partidista que jugó después de la Segunda Guerra Mundial un rol central en la política en el continente americano.
Luego de la crisis de la izquierda vanguardista de los 60′-70′, se construyó un distanciamiento creciente entre las organizaciones políticas de izquierda y los movimientos sociales.
El fracaso de las revoluciones democráticas, como la de Allende, o de las revoluciones armadas, en el caso de Nicaragua o El Salvador, llevó a muchos sectores sociales a cuestionar las capacidades de las agrupaciones de izquierda para desarrollar lo procesos o conducir las movilizaciones populares.
Además, el surgimiento de ciertas prácticas de trabajo militante en orgánicas cerradas favoreció las prácticas sobre-ideologizadas que alejaban a la izquierda de la realidad en donde trataba de realizar su trabajo político.
Este proceso generó una desconfianza desde los sectores sociales hacia los partidos políticos en general, haciendo posible la emergencia de un discurso, desde los movimientos sociales, de reivindicación de formas autónomas de trabajo que fueran capaces de traspasar los viejos esquemas de la izquierda militante.
La discusión de la autonomía cobró, y lo sigue haciendo, un rol cada vez más central en los debates de las direcciones de los movimientos sociales. Esto, sobretodo, en la medida en que los movimientos crecían e iban teniendo cada vez más peso en la coyuntura política nacional y hacía más evidente la posibilidad de que los movimientos pudiesen ser «usados» por determinadas fuerzas políticas.
Así también, cobraron una importancia central la discusión sobre las formas organizativas necesarias para romper con la posible manipulación de los partidos al interior de los movimientos. De ahí la introducción de formas más horizontales y asamblearias en la toma de decisiones.
Sin embargo, pese a este distanciamiento, y a la existencia real de esta desconfianza, muchos militantes, y ex militantes de las distintas organizaciones de izquierda forman parte importante de las estructuras dirigentes de las distintas organizaciones sociales. Se trata de una relación que no está exenta de tensiones y de contradicciones.
Por otro lado, la alta presencia de militantes de organizaciones de izquierda en la administración del Estado en países como Venezuela, Bolivia, si bien constituye el sustento de la acción política del gobierno, es a la vez un factor de tensión con los movimientos sociales que visualizan a ciertas formas burocráticas de manejo como un elemento propio de las prácticas de la izquierda.
En definitiva, existe un desalineamiento entre lo que fueron los procesos de emergencia de los movimientos sociales y el declive del peso político de la izquierda radical, en el mismo período. Hoy, ambos actores se encuentran en un proceso político de mutua dependencia y enfrentando una necesaria redefinición de sus relaciones.
Movimientos sociales corporativistas
La implementación del modelo neoliberal, en los 80′ y 90′, causó estragos en las condiciones de vida de los sectores populares y un proceso de inestabilidad laboral y social sin precedentes en las clases medias latinoamericanas.
Pero, la lucha contra la implantación de las medidas de reforma económica, propias del modelo neoliberal, fue encabezada por los sectores populares, aunque en algunos casos contó con el respaldo explícito de las clases medias.
Estas luchas se dieron de forma más o menos espontánea, no articuladas alrededor de grandes referentes políticos como lo había sido en la etapa anterior a la llegada de las dictaduras. Casi siempre fueron los procesos de lucha los que fueron uniendo a actores dispersos, construidos en la dinámica de peleas locales.
Su accionar sitúa en el centro la recuperación de los derechos, (derecho al agua, a la vivienda, al trabajo, a la tierra, etc), tomados o amenazados por políticas privatizadoras. Se entiende que estos derechos han sido parte de una lógica histórica y que no pueden ser arrebatados.
La definición principal de estos movimientos sociales no está entonces dada por la adscripción del movimiento a una esquema político-ideológico de izquierdas o derechas, sino más bien se situaría en una lectura de la lucha de clases. Los movimientos sociales se definirían más bien en términos clasistas, con una profunda raíz reivindicativa. Una división entre los que tienen y los que no tienen, sumando en este esfuerzo también a los que ven amenazados, o pueden perder sus derechos.
La reivindicación constituye el epicentro del accionar del movimiento social. Pero no se trata de ver esto como un sistema de circuito cerrado. Los movimientos actuales han aprendido a sumar banderas en función de lograr mayor amplitud y mayor fuerza en los golpes que dan.
Las reivindicaciones se suman una a otras permitiendo un proceso de visualización de un escenario más amplio en el cual las causas estructurales de los problemas se hacen más visibles. Sin embargo, esto también complejiza a un movimientos social que no vive, salvo excepciones como lo es el caso del MST brasileño, un proceso de formación politico-ideológica que le permita entender los alcances de su proceso de recuperación de derechos.
El llamado proceso de politización de los movimientos sociales, su transformación en sujeto político sigue siendo, en la mayoría de los países del continente, un reto aún no asumido.
La complejidad de esta tarea, como lo demuestra la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela, PSUV, nos hace pensar que no será un tema de meses sino de años. Incluso quizás décadas.Un proceso lleno de avances y retrocesos que muchas veces, sobretodo en el caso de los gobiernos populares, puede generar cierta distancia entre el discurso oficial de apoyo a la construcción de una nueva sociedad socialista y los movimientos sociales exclusivamente preocupados de sus reivindicaciones.