Tener a Santiago Alba Rico, como me ha sucedido en este caso, de interlocutor [1] es siempre una experiencia sumamente interesante. Más todavía cuando uno sabe (intuye al menos) que Santiago Alba no tiene por lo general la más mínima intención de responder a quienes están en desacuerdo con él y hacen explícitas sus opiniones […]
Tener a Santiago Alba Rico, como me ha sucedido en este caso, de interlocutor [1] es siempre una experiencia sumamente interesante. Más todavía cuando uno sabe (intuye al menos) que Santiago Alba no tiene por lo general la más mínima intención de responder a quienes están en desacuerdo con él y hacen explícitas sus opiniones en relación con el conflicto sirio o, anteriormente, con el libio. Siendo así, por tanto, es halagador que Santiago Alba escriba una réplica; todavía más si, como en este caso, esa réplica está llena de elogios.
Ahora bien, y una vez reconocida la excepcionalidad y el privilegio que suponen esa réplica, la verdad es que no entiendo por qué una «honradísima manipulación» (sic) o una «honestísima falsedad» (sic) o una «lectura esquemática y un poco banal» (sic) de Carl Schmitt podrían merecer tal respuesta. Puede que sea sólo una cuestión de deferencia, o de haberse sentido implícitamente aludido. O puede que en realidad la tensión dialéctica de la discusión le lleve a uno a emplear «honradísimas estratagemas» que le permiten «llevar razón» ante los testigos aunque no necesariamente «se tenga» [2]. Es decir: puede ser que mi texto no manipule, no incurra en falsedades y no plantee una lectura esquemática y banal, pero que resulte muy útil defender esas tres cosas.
En primer lugar, la traída a colación del artículo del Ministro español de Asuntos Exteriores no es tan forzada como Santiago Alba sugiere. Yo diría, empleando la expresión que popularizó Hitchcock, que es un simple Macguffin que me da la excusa para escribir un artículo que podría haber titulado «Algunas cosas que quise leer sobre Siria y que nadie puso por escrito». Es más, ni siquiera es exactamente un artículo sobre Siria, sino sobre el tratamiento que de la cuestión Siria se hace en los medios en España. De manera que no froto nada con nada, sino que la contigüidad de los artículos Seamos sirios (escrito originalmente para Público y reproducido después en Rebelión ) y Siria, la razón de una sinrazón (publicado, valga la redundancia, en La Razón ) [3] es tanta como la de dos vecinos que tienen posicionamientos políticos diametralmente opuestos, pero que viven en el mismo edificio, compran en la misma panadería y visitan a su médico en el mismo ambulatorio. Y ahora, por motivos que yo trataba de apuntar en el artículo anterior, leen prácticamente lo mismo acerca de Siria. ¿Cuáles son esos puntos en común? (1) Que el de Assad es un gobierno malo muy malo; (2) que los rebeldes son buenos muy buenos y, además, son la expresión pura y libre del «pueblo sirio»; (3) que ese mismo «pueblo sirio» (tal vez no tan idéntico a los rebeldes como se pretendía en el punto anterior) esta sufriendo mucho mucho y «hay que hacer algo»; (4) que ese «algo» que hay que hacer es inviable porque Rusia y China protegen sus intereses estratégicos, así que malditas sean la estrategia y los procedimientos de toma de decisiones del Consejo de Seguridad de la ONU.
Fíjense los lectores hasta donde llega el parecido. ¿Y la diferencia? Pues al final radica en el hecho de si el artículo reconoce o no la existencia de intereses estratégicos por parte de la OTAN y sus aliados [4] ; y, por otra parte, de si, a pesar de que «hay que hacer algo», a pesar de que «los sirios están solos» [5] y eso no se puede tolerar, el autor termina llegando a la conclusión de que » mejor no meneallo » porque el remedio puede ser peor que la enfermedad.
En segundo lugar, y aquí nos metemos ya en cuestiones un poco más peliagudas, dice Santiago Alba que lo que digo es simplemente falso, porque no hay un posicionamiento moral ante Assad. No lo hay, según mi interlocutor, porque nadie está criticando a «los torturadores» por sus comportamientos privados, de manera que a la izquierda a la que he imputado una posición moral en realidad le da igual si «los torturadores» quieren mucho a sus hijos o son personas muy religiosas [6] . Teniendo en cuenta que Santiago Alba ha identificado perfectamente mi referencia implícita a Carl Schmitt, tornar la tensión entre lo político y lo moral en una tensión entre lo público y lo privado es una forma un poco burda de resolver el problema planteado.
Y de hecho automáticamente plantea la cuestión en sus justos términos. El problema es el del crimen. La mezcla de lo político y lo moral no implica definir al adversario de acuerdo con sus miserias privadas, sino, al contrario, juzgar con criterios morales los comportamientos políticos; decir que el enemigo no necesita ser malo para ser el enemigo es lo mismo que decir que el enemigo no necesita ser injusto para ser el enemigo, es lo mismo, en suma, que decir que el enemigo no necesita ser un criminal.
Y aquí la mezcla de lo político y de lo moral que yo señalaba se hace absolutamente explícita porque Santiago Alba plantea el problema con una claridad meridiana. Lo que no entiende, lo que no se explica, lo que me reprocha, es que no vea a Assad como un criminal. A lo que nos invita es a que averigüemos «con rigor y valentía si el régimen de Assad es tan criminal como se dice», pero precisamente de lo que se trata es de lo contrario, de que averigüemos si el régimen de Assad es tan enemigo como parece (o, mejor dicho, si los rebeldes sirios son tan amigos como creemos) una vez que dejamos al margen el enjuiciamiento criminal.
Y aquí es donde la «lectura banal de Schmitt» deja de serlo. Algo que he repetido varias veces en mi texto anterior es que contemplar algo estrictamente desde el punto de vista de lo político significa contemplarlo desde el punto de vista del poder. Santiago Alba sabe igual que yo que en ese punto ya no es Schmitt quien habla, no al menos el Schmitt de El concepto de lo político. Decir «amigo y enemigo» no es exactamente lo mismo que decir «el poder» (que es una cuestión que atraviesa no sólo la relación entre ambos términos sino también la constitución interna de cada uno de ellos). Y aquí, despejo las posibles dudas, mi referencia es Weber y no su célebre discípulo.
Hablar de poder, de política, es hablar de violencia. Y la violencia tiene evidentemente muchos grados y expresiones, todas ellas moralmente inaceptables, y precisamente por eso es mejor dejar esa consideración al margen cuando uno afronta el problema puramente político. Si no lo hacemos, el primer problema que emerge es que nos vemos obligados a establecer una «escala de moralidad»: hay que definir si matar a un inocente es mejor o peor que matar a un adversario; y, a su vez, matar a un adversario puede ser mejor o peor que torturar a un adversario; y, a su vez, torturar a un adversario puede ser mejor o peor que torturar a un inocente; y al mismo tiempo torturar a un adversario innecesariamente puede ser mejor o peor que torturar a un adversario cuando la información que se quiere obtener es crucial. Y lo dejamos aquí, que no hace falta regodearse en la cuestión.
El segundo problema que surge es de índole mucho más práctica. La confusión de la moral y la política, la idea de que el enemigo lo es porque es un criminal, crea la ficción de que uno mismo elige al enemigo al definir el crimen, pero en la práctica sucede exactamente lo contrario: el enemigo siempre termina siendo quien te elige como adversario, y por tanto quien tiende a llevar la iniciativa. Precisamente por eso, existe una tensión, fundamental para Clausewitz, entre el potencial de destrucción máximo alcanzable y el potencial de destrucción realmente utilizado; el problema es que el segundo tiende hacia el primero, y esa propensión aumenta si nuestro enemigo no es sólo enemigo sino además malo, injusto, criminal. Eso significa que, si uno tiene la determinación de «ganar a cualquier precio», los medios de combate, el grado de violencia, lo determinará el bando con menos reservas morales; si, al revés, decidimos que hay límites que no estamos dispuestos a cruzar (y eso sería moralmente deseable), debemos ser conscientes de que la realidad efectiva del combate nos va a poner en más de un aprieto, y además debemos saber que, cuanto mayor sea nuestra firmeza moral, y cuanto menor sea la del adversario, tanto más nos expondremos a la derrota.
Si volvemos a Siria, el problema es que la criminalidad del Gobierno se refleja, por la razón que acabamos de señalar y por otras, en la criminalidad de los rebeldes. Y, como hemos señalado, en esas circunstancias lo único que nos queda es la infinita discusión sobre los «grados de moralidad». Por todo eso es por lo que el imperativo de la izquierda, el desafío al que se enfrenta, no es el de contemplar a los rebeldes y a Assad desde el punto de vista de lo moral , el de medir su criminalidad, sino desde el punto de vista de lo político, dejando su criminalidad al margen [7] .
Y el problema, el auténtico problema, es que incluso aunque Assad puede ser identificado como «enemigo» desde el punto de vista del poder, los rebeldes sirios difícilmente serán los «amigos» en este complicado escenario donde se combinan las cuestiones geoestratégicas con la profunda fragmentación de la oposición siria. Sólo la introducción de la distorsión moral permite, siempre y cuando nadie se atreva a cuestionarla [8], clarificar a través de la suprema simplificación una situación infinitamente compleja.
Llama la atención por eso mismo el párrafo con el que Santiago Alba mismo cierra el texto: «Sin un criterio «ético» para definir al enemigo […], no nos quedan […] sino criterios arbitrarios y/o ontológicos: el enemigo de nuestra raza, el enemigo de nuestra nación, el enemigo del pueblo » (la cursiva es nuestra). Quienes han leído los artículos publicados por Santiago Alba durante el último año se quedarán irremediablemente atónitos. Y es que si hay una frase que resuma, sintetice, la posición del autor, es que ante el alzamiento del pueblo sirio las cuestiones geopolíticas han de pasar a un segundo plano. Es decir, si hay algo que yo he criticado y que él ha defendido, ambos con la más absoluta claridad, es el considerar que Assad es, ha sido y será mientras viva, «el enemigo del pueblo sirio«. Ante este repentino giro, en el que Santiago Alba dice Diego por digo , me gustaría saber de quién es Assad el enemigo ahora, porque si no es enemigo del pueblo sino de los rebeldes, y si entre los rebeldes hay de todo y casi nada políticamente afín (como él mismo sabe), ¿qué narices hacemos discutiendo? ¿O será acaso que Assad ya no es enemigo del pueblo sino que, con el paso del tiempo, se ha tornado en enemigo de la Humanidad toda?
A raíz del último artículo que Santiago Alba escribió acerca de las consecuencias políticas de la Primavera Árabe [9], surgió en mí una sensación que ha crecido y tomado forma desde entonces. En ese artículo, el autor insiste en que durante el último año han tenido lugar unos movimientos sísmico-políticos que han puesto patas arriba el mundo tal y como lo conocíamos; eso ha provocado, claro, una enorme confusión, y por ese motivo habría individuos que, por unas razones o por otras, tendrían la capacidad y la obligación de poner un poco de orden entre tanta confusión; Santiago Alba mismo sería, porque sabe árabe, porque vive en Túnez, porque es un reconocido intelectual y un fiero militante, uno de esos individuos. Durante un tiempo compartí esa opinión, pero mi desacuerdo ha crecido progresivamente. Como planteaba en el artículo anterior, la observación puramente empírica de la conducta de la izquierda española es señal inequívoca de que, sin necesidad de grandes reflexiones como la presente, y sin necesidad de estar de acuerdo con el contenido de éstas, si hay algo que se comprende con claridad es, paradójicamente, la extremada complicación del conflicto sirio.
Si volvemos a la metáfora geológica, Santiago Alba diría que tanto el desastre colosal que aconteció en Haití como la interrupción transitoria de la actividad cotidiana que tiene lugar en Japón con cierta frecuencia son producto de sendos terremotos de parecida intensidad. Nosotros diríamos, y perdón por la perogrullada, que el problema no es el seísmo, sino las condiciones económicas y sociales en que se encuentran cada uno de esos dos países cuando se enfrentan a un mismo fenómeno. Es decir: el conflicto que tiene lugar en el seno de la izquierda española en relación con Siria y Libia no es consecuencia directa del súbito despertar político de los pueblos árabes sino, sobre todo, de la diferencia previamente existente entre dos posiciones que son, en cierta forma, las que aquí entran en conflicto:
Nuestra propia posición, en la medida en que intenta desprenderse de las distorsiones morales, es profundamente problemática: se enfrenta a diario a las paradojas, los sinsentidos, las contradicciones, las tensiones, que necesariamente ha de implicar cualquier intervención política porque nada hay más sujeto a lo imprevisible que el contacto con los otros, y más cuando es un contacto basado en grados de enfrentamiento; es una posición que no puede defender con facilidad la existencia de criterios generales que guíen la acción política porque la realidad siempre pone a prueba nuestras normas y nos invita a declarar excepciones. Por otra, hay una izquierda que se asienta en el suelo firme de la convicción moral; llevada hasta sus últimas consecuencias es aún más contradictoria que la precedente, pero si no se dan situaciones especialmente conflictivas es una postura extremadamente cómoda en la medida en que, a partir de la universalidad de unas pautas morales que se consideran compartidas por el conjunto de la humanidad no en virtud de la ideología sino en virtud de la razón , el militante de izquierdas construye la ficción de que existe un suelo firme sobre el que moverse, lejos de los problemas, las paradojas, los sinsentidos que la política entraña. Esta segunda postura tiene tendencia a imponerse porque es mucho más fácil recurrir al discurso afectivo que esforzarse por mantenerlo fuera; en virtud de ello, el individuo que opta por lo primero será justo, bueno, solidario… y el que opte por lo segundo será «un cabrón sin sentimientos».
Dicho de otra manera, que además probablemente expresa de forma más ajustada el conflicto tal y como ha aparecido en la izquierda árabe misma, existe una tensión política entre la izquierda que ha asumido como irrenunciables los fundamentos político-ideológicos del liberalismo y la izquierda que los critica sin concesiones porque intuye que también ellos configuran la subjetividad capitalista. Para los primeros, la instauración de regímenes políticos cuasi-liberales en los países donde ahora hay gobiernos autoritarios de carácter corporativista es ya un paso adelante; para los segundos, supone caer en la trampa del liberalismo y desplazar a un segundo plano los problemas políticos sustantivos que permiten hacer frente a la dominación capitalista.
De lo que se trata, por tanto, en suma, es de tomar consciencia de que la acción política presupone e implica, como diría Weber, un pacto con el diablo, y de actuar en consecuencia a partir de ahí. Lo que es sumamente perjudicial es afrontar el contexto crítico en que estamos inmersos pretendiendo que basta con jugar a ser Fausto. Si no estamos preparados es mejor que lo reconozcamos; así por lo menos seremos conscientes del penoso camino que nos espera una vez que decidamos emprender la marcha.
Notas:
[1] Ver mi artículo España, Siria y el lapsus del ministro y la respuesta de Santiago Alba, Ética y política: breve comentario a un artículo de Héctor Gálvez.
[2] Esto de «llevar razón» (Recht behalten) y «tener razón» (Recht haben) es cosa de Schopenhauer, que tiene un interesante texto (publicado por Alianza como El arte de tener razón ) en el que el autor realiza un cuidado análisis de las múltiples estratagemas que uno puede emplear (y emplea) consciente o inconscientemente para dejar en mal lugar al contrario.
[3] Los enlaces a ambos textos están recogidos en mi artículo anterior.
[4] Irónicamente, el artículo de Margallo recoge, gracias al lapsus de su autor, también este primer «matiz», cosa que no hace el autor de Seamos sirios.
[5] Véase, por ejemplo, ¡Sirios, estáis solos!, de Elías Khoury, que probablemente es un respetabilísimo señor pero la verdad es que últimamente se está luciendo. Además, y por si a alguien más le resulta extraña la tesis de que la permanencia de Assad le resulta útil a Israel, invito a leer un artículo publicado en The Independent (el mismo diario que está publicando los -por lo general- excelentes artículos de Robert Fisk) y firmado por Amos Yadlin, antiguo jefe de los servicios de inteligencia israelíes. El autor defiende que Estados Unidos tiene perfectamente la capacidad de realizar un bombardeo estratégico que elimine toda posibilidad de acción por parte de las fuerzas militares sirias reduciendo al mínimo los daños colaterales; eso, dice el autor, «acabaría con la carnicería» (la carnicería que el lector de prensa español sabe , siga el medio informativo que siga, que está teniendo lugar; la carnicería que, según todos los medios, podría finalizar inmediatamente » si pudiéramos hacer algo «). ¿Ven ustedes lo de la contigüidad de mi Macguffin?
[6] Lo cual no es exactamente cierto, porque dudo mucho que los lectores/autores hayan sido absolutamente inmunes a los artículos más sensacionalistas, los artículos que, partiendo de la identificación del gobierno sirio con la «familia Assad», desprestigian a esta última hablando de las miserias privadas, convirtiendo después ese retrato familiar en un factor adicional que se debe tener en cuenta cuando se hace la crítica política.
[7] Y este es un desafío que no sólo afrontamos en este conflicto concreto, sino en todos y cada uno de los enfrentamientos ante los cuales tenemos que posicionarnos. ¿Somos capaces de plantear una crítica no moral a los Estados Unidos?, ¿de hacer una crítica no moral del capital?, ¿de dar un enfoque no moral a la dominación patriarcal?…
[8] Y al cuestionarla uno se expone, y en ese caso es tratado con benevolencia, a que le rebajen a la condición de pobre descarriado al que se le ha nublado el juicio por leer a juristas pro-nazis o por caer bajo el terrible influjo del estalinismo más atroz.
[9] Dos efectos colaterales de las revoluciones árabes, publicado en Le Monde Diplomatique y en Rebelión.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.