Aquí estamos, pues, presos de la burla lanzada por un periódico conservador, salida de las manos de unos dibujantes sin talento e irresponsables. Unos reivindican la libertad de expresión, el derecho a decir lo que sea, la legitimidad de la profanación, incluida la que afecta a más de mil millones de creyentes; los otros se […]
Aquí estamos, pues, presos de la burla lanzada por un periódico conservador, salida de las manos de unos dibujantes sin talento e irresponsables. Unos reivindican la libertad de expresión, el derecho a decir lo que sea, la legitimidad de la profanación, incluida la que afecta a más de mil millones de creyentes; los otros se atrincheran en torno a una fe bendita, se rebelan contra la falta de respeto, ven en esto la confirmación de la amenaza eterna que supone Occidente para los sagrados valores religiosos de las poblaciones pobres y dominadas, y no dudan en reaccionar con violencia e incluso matar. En resumen, estamos metidos en pleno «choque de civilizaciones». Creíamos que íbamos a librarnos. Pensábamos que, con un poco de sensatez y un poco de sensibilidad respecto a las aberraciones de la época, podríamos evitar lo que Samuel Huntington y sus confidentes aseguraban que iba a ocurrir, la confrontación entre las culturas y las identidades.
Nos equivocábamos. No habíamos comprendido que, en la época del triunfo de la democracia, la libertad mal entendida, a menudo, hace inevitable la irresponsabilidad. No obstante, este curioso asunto no tendría mayor importancia si no revelase algo mucho más profundo, quizás incluso más grave. La explicación simplista, desde luego, es la que consiste en sostener, según de qué lado se esté, que estas caricaturas expresan de manera desvergonzada la «islamofobia» impenitente de los occidentales o, por el contrario, que no son más que una manifestación de la libertad de expresión en una sociedad democrática. Pero es fácil ver que ambas versiones comparten un grave defecto: se sitúan en el plano de las intenciones, cuando lo que está en tela de juicio es el significante, es decir, el corazón y núcleo de lo que resulta afectado. Ese núcleo es lo Sagrado, que en un caso es la libertad de expresión y en otro la religión. Por ese motivo, más allá de las caricaturas, merece la pena reflexionar sobre este asunto.
La libertad de expresión es sagrada, sin duda. Es preciso defenderla. Pero ¿acaso significa el ejercicio deliberado de la irresponsabilidad? Porque la expresión de la libertad no se produce en un mundo abstracto, no constituye una voluntad pura. Depende del contexto, de la realidad de los seres humanos que se enfrentan, del respeto a las convicciones del otro. Por supuesto, uno tiene que exigir que el otro le respete. Pero el otro tiene derecho a exigir lo mismo.
Montesquieu lo comprendió con una inteligencia que deja en evidencia a los provocadores de hoy: «La libertad de uno», decía, «termina donde comienza la de los demás». Hay países de vieja tradición liberal y democrática que, a partir de ese principio, han instaurado prohibiciones y reprimen los excesos de la libertad de expresión cuando atañe a la etnia, la raza o la confesión. ¿Acaso es casualidad que, en una sociedad laica, se vigile la libertad de expresión cuando ataca las creencias, pero se la proteja cuando las creencias la atacan a ella? La libertad de expresión no se divide: significa que yo debo respetar las cosas en las que no creo, que a veces ni siquiera me gustan, pero a las que debo reconocer el derecho de ser respetadas.
No tengo el derecho moral de insultar las creencias de otros, no tengo el derecho moral de profanar a Cristo, porque para millones de cristianos representa la imagen de la libertad de creencias con su sufrimiento en la cruz; no tengo derecho a confundir al profeta Mahoma, encarnación de lo sagrado para millones de musulmanes, con el asesino Bin Laden, encarnación de la violencia. Porque, si olvido el significante de la alegoría de Cristo y Mahoma, estoy despreciando las creencias de millones de personas; sobre todo, dado que mi propia concepción de la libertad tiene unas bases filosóficas tan inciertas como sus creencias. Esta humildad, esta modestia en la relación con lo profano y lo sagrado, me hacen acallar mi agresividad conceptual y relativizar mis convicciones morales. Sin ese factor no es posible la convivencia, no hay más que desprecio, odio y guerra.
Ahora bien, vivimos en un periodo especialmente agitado. Vivimos un desenfreno caótico de las pasiones a propósito delas identidades. No es éste el sitio en el que analizar las razones de semejante «Weltgeist» (espíritu de la época), que diría Hegel. Pero la realidad es ésa: la globalización económica ha puesto en contacto permanente, estrecho y consustancial a todas las poblaciones del mundo, y lo que más le preocupa a cada una de ellas es defender su especificidad, su identidad. Lo vemos en Occidente con las transformaciones internas de las naciones-estado y el ascenso de los particularismos de identidad dentro de ellas, a menudo legitimados por la propia evolución del concepto de democracia. Se supone que debemos respetar la igualdad de sexos, el derecho de las minorías con una orientación sexual diferente, la llegada de poblaciones extranjeras que tienen usos y costumbres contrarios, muchas veces, a los nuestros. Esta situación histórica -la primera que se da con tanta intensidad en la historia humana- exige, al mismo tiempo, una toma de conciencia y un enorme esfuerzo de responsabilidad. Una toma de conciencia que consiste en saber que las identidades han pasado a ser un factor esencial y una auténtica dinamita social y política. Y, por consiguiente, que no hay que jugar con los temas de identidad, no hay que convertirlos en desafíos estratégicos y políticos entre los colectivos humanos. ¿En qué reside la fuerza de los integristas de todo tipo? En haber transformado las afiliaciones de identidad en programas políticos. Haber convencido, por ejemplo, a muchedumbres de musulmanes de que la agresión imperialista de Estados Unidos en Irak no era consecuencia de la política de rapiña de la superpotencia, sino un ataque premeditado contra la identidad musulmana, contra la fe sagrada de los creyentes. Es evidente que las caricaturas que mezclan a Mahoma con el terrorismo añaden gasolina al fuego de esos integristas que, desde hace decenios, se desviven por hacer creer que el Occidente materialista y ateo quiere destruir el islam. Algunos occidentales se han quejado de que los musulmanes «moderados» no hayan salido en defensa de los caricaturistas pirómanos. ¿Pero no ven que todo el mundo musulmán está abocado a una convulsión por las identidades, que existe una lucha encarnizada entre los creyentes tolerantes, en su mayoría laicos -incluidos algunos conservadores, como el extraordinario caso del partido de Erdogan en Turquía-, y los terroristas fascistoides que buscan, a cualquier precio, motivos para declarar la guerra a Occidente? ¿No ven que, en el mundo musulmán, ciertos poderes políticos, arrinconados por la ofensiva de Estados Unidos en Oriente Próximo, recurren con cinismo a la movilización religiosa para hacer frente a esta estrategia? ¿No ven que la religión se ha convertido en algo inmediatamente político? Esta consideración, por sí sola, debería hacer que todos se lo pensaran dos veces antes de dibujar una sola línea.
Por eso, en el contexto histórico en el que vivimos, estas caricaturas representan una provocación gratuita. Basta con extender el ejemplo para comprenderlo. ¿Nos imaginamos, por ejemplo, que en el momento en el que Sharon bombardeaba de forma despiadada Jenin hubiera aparecido una caricatura en la que Moisés pilotase un avión israelí? Europa se habría visto invadida por la indignación general, por acusaciones de antisemitismo, y con razón, porque así como Mahoma no es Bin Laden, Moisés no tiene nada que ver con Sharon.
Frente a las pasiones desatadas hoy en torno a las identidades, es preciso mostrar un espíritu de responsabilidad. Ayer, el mundo estaba separado culturalmente. Hoy está mezclado. El Otro está en la Ciudad común. Y hay que tejer un destino común. Hace mucho que no contamos con una gran idea a la que aferrarnos. La última, tras la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría, fue la de la coexistencia pacífica. Una idea que llevó a la desaparición de la Unión Soviética, es decir, de un régimen totalitario, por más esperanzas que representase para millones de explotados.
El 11 de septiembre de 2001 inauguró un periodo de unilateralismo brutal por parte de Estados Unidos, que aprovechó el ataque terrorista para apoderarse de Irak, con la complicidad activa de Gran Bretaña y España. El 11 de marzo de 2004 constituyó otra ruptura histórica. Tras los terribles atentados de Madrid, el Gobierno español recién elegido se negó a entrar en la danza mortal de la guerra. Escogió una vía radicalmente opuesta a la de los integrismos. Optó por el diálogo y la alianza de las civilizaciones, la única idea nueva sostenida por un Gobierno desde la época de la coexistencia pacífica. Es una idea nueva porque hace un llamamiento a la comprensión entre los pueblos, la cooperación y la solidaridad humana por encima de las diferencias culturales, religiosas o étnicas. Y porque toma en serio la singularidad del género humano; mientras que las caricaturas de algo que es sagrado para el Otro satisfacen, sin duda, el espíritu iconoclasta, pero ensucian de manera inevitable la imagen que tenemos de esa sacralidad. Lo digo con la tranquilidad que me da el saber cuánto sufriría, como ateo, en una sociedad que me impusiera cualquier religión.
Sami Naïr es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad París VIII e invitado en la Universidad Carlos III de Madrid.