En los años setenta, Terry Eagleton alteró con Marxismo y crítica literaria los cimientos del mundo intelectual inglés. El ensayo, que Paidós dará a conocer próximamente en español, traza de manera provocativa la genealogía de una lectura ideológica.
Traducción: Fermín Rodríguez
Si Karl Marx y Friederich Engels son más conocidos por sus escritos políticos y económicos que por sus textos sobre literatura, no es porque la consideraran algo insignificante. Es verdad que, como señalaba León Trotsky en Literatura y revolución ([1924] 1989), «hay muchas personas que piensan como revolucionarios y sienten como filisteos»; pero no es el caso de Marx y Engels. Los escritos de Karl Marx -que de joven fue autor de poemas líricos, un fragmento de drama heroico y una novela satírica incompleta con influencias de Laurence Sterne- contienen abundantes conceptos y alusiones literarias. Marx escribió un voluminoso manuscrito inédito sobre arte y religión, y planeaba un periódico de crítica teatral, un extenso estudio sobre Balzac y un tratado de estética. Como intelectual alemán sólidamente formado en la gran tradición clásica de su sociedad, el arte y la literatura formaban parte del aire que respiraba. Su familiaridad con la literatura, de Sófocles y Lucrecio a la novela española y los folletines ingleses, era de una amplitud asombrosa. El círculo de trabajadores alemanes que fundó en Bruselas dedicaba una noche por semana a discutir sobre arte, y el propio Marx era un aficionado al teatro, recitador de poesía y devorador de todo tipo de arte literario, desde la prosa augusta hasta las baladas industriales. En una carta a Engels, describía su propia obra como una «totalidad estética», y fue escrupulosamente sensible a cuestiones de estilo literario, comenzando por el suyo propio. Sus primeros textos periodísticos argumentaban a favor de la libertad de expresión artística. Además, en su obra más madura, puede reconocerse por detrás de algunas de sus principales categorías de pensamiento económico la presencia de conceptos estéticos.
De todos modos, Marx y Engels tenían entre manos tareas más urgentes que la formulación de una teoría estética. Sus comentarios sobre arte y literatura son aislados y fragmentarios, alusiones al pasar más que argumentos desarrollados. Ésta es una de las razones por las que la crítica marxista consiste en algo más que en la mera reexaminación de casos establecidos por los fundadores del marxismo. También consiste en algo más que lo que en Occidente se conoce como «sociología de la literatura». La sociología de la literatura se interesa principalmente por lo que podría denominarse «los medios de producción, distribución e intercambio literarios que existen en una sociedad determinada»: el modo en que se publica un libro, la composición social de los autores y su audiencia, niveles de alfabetización, determinaciones sociales del «gusto». También examina textos literarios por su relevancia «sociológica», abordando una obra literaria para abstraer de ella temas de interés para el historiador social. Existen trabajos excelentes en este campo, y constituye un aspecto de la crítica marxista considerada en su conjunto. Pero considerada en sí misma, la sociología de la literatura no es particularmente marxista ni especialmente crítica. De hecho, se trata en gran parte de una versión convenientemente domesticada y digerida de la crítica marxista, apropiada para su consumo en Occidente.
La crítica marxista no es una mera «sociología de la literatura», interesada en cómo se publica una novela y si hay en ella referencias a la clase obrera. Su finalidad es explicar exhaustivamente una obra literaria, lo cual significa brindar una especial atención a la forma, el estilo y sus significados. Pero también significa comprender esa forma, estilo y sentido como productos de una historia determinada. El pintor Henri Matisse señaló alguna vez que toda obra lleva las huellas de su época, pero que las grandes obras son aquellas en las que estas huellas son más profundas. La mayoría de los estudiantes de literatura aprenden lo contrario: que el arte más significativo es el que trasciende eternamente sus condiciones históricas. La crítica marxista tiene mucho que decir al respecto, pero los análisis «históricos» de la literatura no comienzan con el marxismo. Muchos pensadores antes que Marx habían tratado de examinar las obras literarias en términos de la historia que las producía; y uno de ellos, el filósofo idealista alemán G. W. F. Hegel, tuvo una profunda influencia en el pensamiento estético del propio Marx. La originalidad de la crítica marxista no depende entonces de su perspectiva histórica sobre la literatura, sino de su concepción revolucionaria de la historia misma.
Las semillas de esta concepción revolucionaria se encuentran sembradas en un famoso pasaje de La ideología alemana , de Marx y Engels (1845-1866):
La producción de las ideas, de las representaciones y de la conciencia aparece, al principio, directamente entrelazada con la actividad material y el trato material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. La formación de las ideas, el pensamiento, el trato espiritual de los hombres se presentan aquí todavía como emanación directa de su comportamiento material [?] no partimos de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, a partir de allí, al hombre de carne y hueso; partimos del hombre que realmente actúa [?]. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia.
Una formulación más completa de lo que esto significa puede encontrarse en el Prefacio de Contribución a la crítica de la economía política (1859):
En la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.
En otras palabras, las relaciones sociales entre los hombres están sujetas a la forma en que estos producen su vida material. Determinadas «fuerzas productivas» -por ejemplo, la organización del trabajo en la Edad Media- suponen una relación social entre el vasallo y el amo conocida como feudalismo. En una etapa posterior, el desarrollo de nuevos modos de organización productiva se basa en un conjunto diferente de relaciones sociales, esta vez entre la clase capitalista propietaria de los medios de producción y la clase proletaria, cuya fuerza de trabajo el capitalista paga para su propio beneficio. Tomadas en conjunto, estas «fuerzas» y «relaciones» de producción forman lo que Marx llama «la estructura económica de la sociedad», más comúnmente conocida en el marxismo como «base» o «infraestructura» económica. De esta base económica, en cada época, surge una «superestructura»: determinadas formas jurídicas y políticas, determinado tipo de Estado cuya función esencial es la de legitimar el poder de la clase social propietaria de los medios de producción. Pero la superestructura contiene más que esto: también consiste en «determinadas formas de conciencia social» (política, religión, ética, estética), que es lo que el marxismo denomina ideología. La función de la ideología es también legitimar el poder de la clase dominante en la sociedad; en última instancia, las ideas dominantes de una sociedad son las de la clase dominante.
Así, para el marxismo, el arte forma parte de la superestructura de la sociedad. Forma parte (con las reservas al respecto que haremos más tarde) de la ideología de una sociedad: un elemento en una compleja estructura de percepciones sociales que asegura que la situación por la cual una clase social tiene el poder sobre otras es percibida como «natural» por la mayoría de los miembros de esa sociedad, o bien pasa directamente inadvertida. Entender la literatura quiere decir, entonces, comprender el proceso total del cual forma parte. Como señala el crítico marxista ruso George Plejánov, «la mentalidad social de una época está condicionada por las relaciones sociales de esa época. En ningún lugar esto es tan evidente como en la historia del arte y de la literatura». Las obras literarias no surgen de una inspiración misteriosa, ni se explican simplemente en términos de psicología del autor. Son formas de percepción, modos particulares de ver el mundo, que se relacionan con esa visión dominante que constituye la «mentalidad social» o la ideología de una época. Esa ideología es, por su parte, producto de las relaciones sociales concretas que los hombres establecen entre sí en un lugar y en un momento determinados, el modo en que esas relaciones de clase son vividas, legitimadas y perpetuadas. Sin embargo, los hombres no son libres de elegir las relaciones sociales de las que forman parte, sino que son forzados a participar de ellas por imperio de la necesidad material, por la naturaleza del modo de producción económica y por la etapa de desarrollo en la que se encuentran.
Entender Rey Lear, La dunciada o Ulises consiste entonces en algo más que en interpretar su simbolismo, estudiar su historia literaria y añadir notas al pie con los hechos sociológicos contenidos en ellas. Consiste antes que nada en comprender las relaciones complejas e indirectas entre estas obras y el mundo ideológico del que forman parte, relaciones que aparecen no sólo como tema o preocupaciones, sino como estilo, ritmo, imagen, calidad y (como veremos más adelante) forma. Pero tampoco lograremos comprender la ideología, que consiste en una estructura específica de la experiencia relativa históricamente que subyace al poder de una determinada clase social, a menos que logremos aprehender el papel que desempeña en el conjunto de la sociedad. No es una tarea fácil, puesto que la ideología nunca es un simple reflejo de las ideas de la clase dominante; por el contrario, es un fenómeno complejo, que puede incorporar conflictos e incluso visiones de mundo contradictorias. Para entender una ideología, debemos analizar las relaciones precisas entre las diferentes clases de una sociedad; lo que significa captar qué posición ocupa cada una de ellas respecto de los medios de producción.
Todo esto puede parecer una tarea monumental para un estudiante de literatura que piensa que el único requisito es discutir el argumento o los personajes. Puede parecer una confusión de la crítica literaria con disciplinas como la política o la economía, que es mejor mantener separadas. Sin embargo, es esencial para la explicación exhaustiva de toda obra literaria. Tomemos por ejemplo la gran escena del Golfo Plácido en Nostromo , de Conrad. Valorar la fuerza estética de este episodio, cuando Decoud y Nostromo se encuentran solos en la más completa oscuridad en la barcaza que se está hundiendo poco a poco, nos lleva sutilmente a ubicar la escena dentro de la visión imaginaria de la totalidad de la novela. El pesimismo radical de esta visión (que, para captar en su totalidad, por supuesto impone relacionar Nostromo con el resto de las ficciones de Conrad) no puede pensarse simplemente en términos de factores «psicológicos» de su autor, puesto que la psicología individual también es un producto social. El pesimismo de la visión de mundo de Conrad es más bien una transformación artística del pesimismo ideológico de la época, la futilidad y el carácter circular de la historia, la soledad y opacidad del individuo, la relatividad e irracionalidad de los valores humanos, lo cual indica una drástica crisis de la ideología burguesa de la que el propio Conrad era aliado. Existían buenas razones para esa crisis ideológica, como parte de la historia del capitalismo imperial de ese período. Por supuesto que, en su ficción, Conrad no se limitó a reflejar esta historia en forma anónima; todo escritor se encuentra individualmente situado en la sociedad, y responde a la historia general desde su punto de vista particular, dándole sentido en sus propios términos. Pero no es difícil ver que desde la posición particular del autor, un «aristócrata» polaco exiliado, profundamente comprometido con el conservadurismo inglés, la crisis de la ideología burguesa británica se volvía más intensa.
También es posible pensar en estos términos la belleza artística con la que está construida la escena del Golfo Plácido. Escribir bien es más que una cuestión de «estilo»; significa también disponer de una perspectiva ideológica capaz de penetrar en la realidad de la experiencia humana en una situación determinada. Esto es lo que precisamente logra la escena del Golfo Plácido; y es capaz de lograrlo no sólo porque su autor resulta tener una excelente prosa, sino porque su situación histórica le permite gozar de semejante mirada. No importa si esta mirada es políticamente «progresista» o «reaccionaria» (como seguramente lo era la de Conrad), más aún si se considera que la mayoría de los escritores más importantes del siglo XX -Yeats, Eliot, Pound, Lawrence- fueron conservadores que tuvieron algo que ver con el fascismo. La crítica marxista, más que disculpar el hecho, lo explica: percibe que, en ausencia de un arte auténticamente revolucionario, sólo un conservadurismo radical, tan hostil como el marxismo a los valores marchitos de la sociedad liberal burguesa, podría producir obras significativas.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1567422-lo-que-la-literatura-dice-sin-decir