Cuando oigo o leo algo expresado en la primera persona del plural, en el yo mayestático, para culpabilizarnos a renglón seguido de las iniquidades y aberraciones humanas cometidas con la naturaleza, y pronosticar luego que «si no cambiamos» sobrevendrá la muerte del planeta y el de la humanidad, me pongo de lo nervios. Y me […]
Cuando oigo o leo algo expresado en la primera persona del plural, en el yo mayestático, para culpabilizarnos a renglón seguido de las iniquidades y aberraciones humanas cometidas con la naturaleza, y pronosticar luego que «si no cambiamos» sobrevendrá la muerte del planeta y el de la humanidad, me pongo de lo nervios. Y me exaspera, porque hablar uno en nombre de la humanidad o en nombre de grandísimas porciones de ella enquistadas en unos sistemas socioeconómicos devastadores por su propia estructura y configuración, me deja la impresión de que quien habla o escribe no es plenamente consciente de hacia donde debe dirigir sus diatribas o lamentos. Desde luego no hacia «nosotros», hombres y mujeres comunes del mundo. Cambie él, si entiende que debe cambiar, pero no nos pida que cambiemos «todos». No nos meta a todos en el mismo saco. No nos culpe a quienes somos prácticamente la inmensa mayoría de los habitantes del planeta pero no contamos para nada…
Están los poderosos rematando a un planeta agonizante, sí. Pero ni ese que habla o escribe, ni yo, ni miles de millones tenemos nada que ver con la senda de consumo, de ambición y de destrucción que sólo unos cuantos millones de individuos acaparadores del poder económico, financiero y político son los que nos hacen comportarnos económicamente como actuamos. Ellos son los que nos están llevando a la perdición y a la extinción planetaria. Pero siendo eso causa de mi irritación, lo peor de todo es la inferencia. Y la inferencia es que si no nos comportásemos económicamente como ellos nos dictan a través de sus fatwas, de sus ucase, de sus maniobras conductistas y mentalistas publicitarias, propagandísticas, etc, -ésas que están llevando a la ruina del mundo-, el sistema, los sistemas en que nos movemos se desplomarían con estrépito de la noche a la mañana. Es decir, que nos encontramos en un callejón sin salida, pues a la salida no se llega ya siquiera a través de la entrada…
Por ejemplo, a propósito de la Sexta extinción masiva del Planeta, leo en la web «Redes cristianas»: «Debemos adoptar un enfoque que disocie el desarrollo humano y económico de la degradación ambiental -quizás esta sea la transformación cultural y de comportamiento más profunda experimentada jamás por civilización alguna-«. Todo el artículo escrito en ese, para mí, antipático yo mayestático que cada vez se me antoja más pueril y más sensiblero…
Ya sabemos que es un modo de expresar muy común este tipo de llamamientos a la cordura colectiva. Pero en vista de que está comprobado que nada se logra, que todo va a peor y que «nosotros» nada tenemos que ver con ello, que no podemos hacer otra cosa que a duras penas reciclar hasta lo ya irreciclable, ha llegado la hora de que esta clase de llamamientos sean comprometidos, rompedores, revolucionarios. Si empleamos ese yo mayestático deberá ser para otra cosa: para convulsionar a la población del mundo, para enardecerla. «Debemos», ahora sí, desalojar del poder político a los irresponsables y a los necios, y del poder económico a los responsables, es decir, a los bárbaros. Eso es lo que «debemos» hacer. Pero culpabilizarnos nosotros, culpabilizar al «ser humano», a la humanidad porque no saben resolver problemas causados por individuos y grupúsculos concretos de codiciosos y locos que atentan contra el mundo entero; denunciarnos a nosotros mismos porque «estamos» cavando nuestra propia fosa; nosotros, pobres e indefensos mortales, sujetos permanentemente pasivos, manejados, condicionados, vapuleados por quienes detentan aquellos poderes y los descargan sobre nosotros causando, probablemente a corto plazo, la extinción masiva, es una ingenuidad, una estupidez o una franca irresponsabilidad.
Si se puede todavía hacer algo, lo que «tenemos» que hacer es sublevarnos, levantarnos contra ellos y elegir con la sabiduría al alcance de toda alma bienpensante a los «mejores». Lo que «hemos» de hacer es buscar a quienes nos garanticen que en adelante someterán a esos puñados, sí puñados, de sujetos que están al frente de los poderes económicos, políticos y financieros, y darán un golpe de timón al funcionamiento global de un deplorable sistema depredador; que habilitarán a un justo dictador o a varios dictadores repartidos por las potencias o las naciones, para que dirijan al mundo a su salvación por vías de la contraeconomía liberal… Y que además deberán hacerlo deprisa, porque no «tenemos» tiempo que perder (por cierto, es preciso aclarar que la «dictadura» está reconocida en la Ciencia Política como un recurso de emergencia; que lo odioso de la dictadura no es ella en sí misma, sino su prolongación innecesaria o su conversión en régimen vitalicio).
Sólo así «podremos» salir de este atolladero y controlar los pocos recursos naturales que «nos» quedan. Sólo expresándonos de esa manera y con ese objetivo cobrará sentido «lo que tenemos que hacer». Porque, rebus sic stantibus (mientras permanezcan así las cosas), de cualquier otro remedio ya nos podemos despedir. Cualquier otra clase de llamamiento al mundo, a las naciones, a la humanidad será pura retórica, versificación o canto de desesperación, pero nada que conduzca a un aliviadero y menos a una solución. Pues la retórica, la poesía o los cantos divulgados por ese deseable quehacer conforme a la ética universal y al amor a la Naturaleza, no sirven para nada. Si acaso, para ponernos el corazón en un puño. Pero en cualquier caso, si la solución dictatorial que apunto la consideráis indeseable o reprobable, ya «podemos» asegurar que la suerte del planeta y de la de la humanidad está echada y probablemente escrita en el ADN de esta civilización…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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