Supongamos que, como bien se felicita Dick Cheney, «el programa de interrogatorios» de Guantánamo condujo a la captura del líder de Al Qaeda» obviando la inhumana tortura que exculpa el eufemismo de «programa de interrogatorios» y sustituyendo la captura por asesinato. Hasta en esos casos, dado que el fin justifica los medios, la tortura preventiva […]
Supongamos que, como bien se felicita Dick Cheney, «el programa de interrogatorios» de Guantánamo condujo a la captura del líder de Al Qaeda» obviando la inhumana tortura que exculpa el eufemismo de «programa de interrogatorios» y sustituyendo la captura por asesinato. Hasta en esos casos, dado que el fin justifica los medios, la tortura preventiva da resultados.
Supongamos que, como apunta Eric Holder, fiscal general estadounidense, las acciones fueron «legales, legítimas y adecuadas a cada manera», para no desvariar en presuntos conceptos como «soberanía» o «derecho internacional». En cualquier caso, el fin justifica los medios y la violación preventiva es una necesidad.
Supongamos que, como afirma el propio presidente Obama, «se ha hecho justicia», para no perdernos en absurdas disquisiciones sobre si hubiera sido conveniente enviar un contingente de jueces, fiscales y abogados, armados de togas y birretes. También en ese caso el fin justifica los medios y el asesinato preventivo resulta inevitable.
Supongamos que, como bien repiten los grandes medios de comunicación, «el terrorismo ha sido descabezado», para no dejar que nos perturben esos otros titulares que «desatan la alerta mundial». El fin justifica los medios, como los medios justifican el fin de la mentira, y la mentira preventiva es la única verdad.
Supongamos que, como escribiera el guionista del film, «la lucha fue encarnizada aunque no se opuso resistencia», «la mansión estaba muy fortificada aunque no se encontraron armas», «Ben Laden usaba a su mujer como escudo aunque no la usaba»… para que las menudencias en el guión no interfieran con el fin que justifica la película y en el que la guerra preventiva es imprescindible.
Porque el fin era que Obama, cuyo descrédito seguía en aumento, volviera a ser aclamado en las calles estadounidenses; que el pueblo estadounidense, cada día más abatido por la crisis, recuperase la confianza en su gobierno y sistema; que el mundo terminara de saber que la «justicia» estadounidense, aunque tarde, siempre te alcanza; que los países árabes entendieran la conveniencia de no variar el rumbo; que podamos todos dormir sin sobresaltos, sin fantasmas que nos ronden ni villanos que perturben nuestra paz, porque el Imperio vela por nosotros.
Ya todo lo sabemos sobre la «operación quirúrgica» que ha abatido a «Gerónimo» en otra nueva odisea al amanecer, y que ha merecido uno de los más grandes despliegues informativos que se recuerden, así como los más encendidos elogios de presidentes europeos y demás colonias. Lo sabemos todo, desde que «existía un 60% de probabilidades de que se tratara de Ben Laden», como afirmara Obama, hasta que el «tipo de mansión en la que se escondía hablaba de la naturaleza del fugitivo», según el asesor estadounidense Brennan.
Lo que aún se ignora es a qué pobre infeliz arrojaron al mar.