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De tierra, memoria, identidad y libertad

Los 8 de Yesa y Artieda

Fuentes: Rebelión

«Pero yo, Andrés de Casa Sosas, el último de Ainielle, ni estoy loco ni me siento condenado, salvo que sea estar loco haber permanecido fiel hasta la muerte a mi memoria y a mi casa, salvo que pueda realmente considerarse una condena el olvido en el que ellos mismos me han tenido. Si he cavado […]

«Pero yo, Andrés de Casa Sosas, el último de Ainielle, ni estoy loco ni me siento condenado, salvo que sea estar loco haber permanecido fiel hasta la muerte a mi memoria y a mi casa, salvo que pueda realmente considerarse una condena el olvido en el que ellos mismos me han tenido. Si he cavado mi tumba ha sido simplemente para evitar ser enterrado lejos de mi mujer y de mi hija».

Así termina La lluvia amarilla, la obra de Llamazares sobre la soledad de un personaje enfrentado a las políticas del olvido. La novela de 1988 nos introduce en la problemática de la defensa de la memoria regional, que ha sido siempre un asunto presente en la agenda de los debates de la España moderna, y en la cuestión de la preservación ecológica, una nueva causa en la posmodernidad. Como se sabe, al abordar el tema de la memoria y sus correspondencias, se afronta una materia especialmente sensible, ya que además de ser un recurso cultural, es un instrumento retórico, ideológico y político que puede servir para ejercer el poder, o bien para cuestionarlo o resistirse a su presión. De esta forma el control de la memoria histórica se convierte en un instrumento fundamental para la dominación social, de ahí las luchas que se generan en torno a la memoria colectiva y el monopolio por la «verdad» histórica. Autores como Paul Ricoeur han vinculado la memoria, la historia y el olvido como tres maneras distintas de vincularse con el pasado. La sociedad actual parece erguirse en éste último, tendiendo a imponer su historia y su memoria, frente a las historias y memorias minoritarias. Las relaciones entre historia y memoria son tan estrechas como complejas. Hay memorias celebradas de la misma manera que hay memorias amputadas o en su defecto, directamente deformadas que pueden ser recuperadas. El 1 de junio terminó el juicio contra Arriel, Jorge, Javier, Álex, Txema, Óscar, Sergio, Miguel, los 8 de Yesa, quienes solo pueden esperar un único veredicto justo: la absolución. La acusación se remonta a un 10 de octubre del 2012 en Artieda, en la protesta ante el recrecimiento de Yesa un pantano que no sólo provoca conflictos territoriales sino que es peligroso, caro y simplemente innecesario. Tras las cargas de la Guardia Civil en las inmediaciones Artieda, entre más de cien personas que protestaban contra las expropiaciones llevadas a cabo para las obras del recrecimiento de Yesa, ocho personas fueron imputadas aleatoriamente. Lo innecesario de este recrecimiento queda evidenciado -al margen de otro tipo de cuestiones- por el atropello a una comunidad, su memoria y su identidad. En los anales del olvido subyace la fecha de 1960 cuando bajo la historia oficial de su inauguración se lapidó el abandono de pueblos como Ruesta, Tiermas y Escó, afectando a más de personas 1500 personas, sin contar otros pueblos que se vieron afectados como Villanovilla, Larrosa, Bescós de Garcipollera, Acín de Garcipollera, Bergosa y Yosa de Garcipollera. Sin embargo, a pesar de que la historia no siempre tenga tiempo para centrarse en las pequeñas historias. Los ocho de Yesa y el conjunto poblacional de Artieda nos han hecho recordar que su memoria, la de su pueblo, su espacio y sus habitantes, no son sólo pasado, si no presente y pese a quien le pese, también futuro. La historia oficial posmodernista rehúye del sentimentalismo, ella es objetiva, capitalista y urbana. En pos de su objetividad impone en su único tiempo -el presente- las ventajas de la desestructuración de los espacios rurales. Aquellos que se oponen y resultan incómodos para su construcción mercantil, se les coacciona a desaparecer y convertirse en fotos en blanco y negro, como memorias suspendidas en el aire a las que acudir cuando la tristeza contenida obligue. Pero Artieda es impertinente, se empeña en ser de color, conscientes de su identidad, de que una comunidad que vive solamente el presente, o el anhelo de un futuro soñado, sin detenerse a rememorar su pasado, no sabe muy bien quién es. Y ciertamente, si la memoria es elemento constitutivo de la propia identidad y por ella el individuo y la comunidad se reconstruyen, no podemos negar los artiedanos han subrayado su identidad y han demostrado que, a pesar de los olvidos que se quieran imponer, saben muy bien quienes son, de dónde viene y a donde quieren ir.

Las tensiones que se suscitan en torno a la memoria se vivencian en el presente, el tiempo en el que se busca reafirmar unos recuerdos y con ellos, unos olvidos. Es en relación con este presente y con sus desafíos cuando el historiador tiene que explicar tanto las estrategias de poder que comportan verdaderas ingenierías de la memoria como las reivindicaciones ciudadanas contra el silencio y el ostracismo al que se las somete.

Soy consciente de que generalmente las pequeñas comunidades no tienden a aparecer en las narrativas oficiales y más en nuestros días en los que junto a la proliferación informativa que inundan los presentes de los Mass Media, la fragmentación y la brevedad hace que la desinformación vaya ganando terreno. La memoria es frágil y el pensamiento humano, fragmentario y casi siempre parcial y sesgado suele almacenar las cosas negativas y obviar o recordar con menos ahínco las cosas positivas, probablemente por la misma razón por lo que es más fácil criticar lo malo que preservar y defender lo bueno. Julio Llamazares nació en el desaparecido pueblo leonés de Vegamián donde su padre trabajaba como maestro poco antes de que la localidad quedase inundada por el embalse del Porma. Toda su narrativa, grosso modo, genera una teoría de la memoria literaria que incluye las experiencias personales, la cultura y la intrahistoria, pero también la ética y la política. De alguna manera, su lírica memorística siempre me ha evocado a Ramón J. Sénder, quizá porque cuando a alguien le quitan el pasado y el presente, su tiempo se congela, sin futuribles posibles, condenado a yacer en el pasado para no perecer. Siempre he creído que más que la soledad, la distancia, la reflexión sobre el pasado cercano o la obsesión por la violencia, fue la necesidad de evocar su memoria la que le llevaron a escribir obras fundamentales como Epitalamio del prieto Trinidad (1942), Crónica del alba (1942), El rey y la reina (1949), El verdugo afable (1952), Réquiem por un campesino español (el Mosén Millán de 1953 y su versión en 1960). Al final, solo la identidad moral, permanece firme en medio del fluir de las circunstancias y de nuestra propia vida … y de esa identidad moral saben mucho los de Artieda. La memoria compromete a la ética y a la identidad como forma de contrarrestar la fuga hacia el futuro. El miércoles 1 de junio el juicio quedó para sentencia, solo cabe esperar la absolución total de los ocho de Yesa, no solo por haber sufrido un atentado contra el derecho básico de manifestación, sino por nuestras memorias, plurales como nuestros presentes y futuros y porque defender a las pequeñas comunidades y «esfender a tierra no ye delito».

 

José Antonio Mérida Donoso profesor de historia y lengua y literatura

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