«Le Prince étant défini uniquement, exclusivement, par la fonction qu’il doit accomplir, c’est à dire par le vide historique qu’il doit remplir, est une forme vide, un pur possible-impossible aléatoire» Louis Althusser, Machiavel et nous(«Puesto que el Príncipe se define únicamente, exclusivamente por la función que debe cumplir, es una forma vacía, un puro posible-imposible […]
«Le Prince étant défini uniquement, exclusivement, par la fonction qu’il doit accomplir, c’est à dire par le vide historique qu’il doit remplir, est une forme vide, un pur possible-impossible aléatoire»
Louis Althusser, Machiavel et nous
(«Puesto que el Príncipe se define únicamente, exclusivamente por la función que debe cumplir, es una forma vacía, un puro posible-imposible aleatorio»
Louis Althusser, Maquiavelo y nosotros)
Tuve ocasión ayer de participar en un acto ciertamente emotivo. Se trataba de una reunión convocada por la embajada de la República Bolivariana de Venezuela en solidaridad con el presidente Hugo Chávez que no pudo jurar su cargo de presidente reelecto debido a su estado de salud. La solidaridad con la persona del presidente se hacía extensiva al conjunto del proceso revolucionario bolivariano. El público estaba compuesto de miembros de la comunidad latinoamericana en Bruselas y de otras personas que apoyamos el proceso bolivariano y, en general, la ola transformadora que está cambiando radicalmente una buena parte de América Latina. Los asistentes, incluidos los miembros del cuerpo diplomático del Alba, eran todos gente sencilla, politizada, preocupada. Aparecían en una pantalla, en directo, las imágenes de la inmensa manifestación de Caracas donde la población, en ausencia de Hugo Chávez, tomó ella misma posesión del cargo de presidente. Una escena emocionante: frente a una «oposición» que lanzaba fuegos artificiales hace unas semanas cuando creyó muerto al presidente y que aún hoy cuenta más con el cáncer que con su propio potencial electoral para poner fin al proceso bolivariano, una marea variopinta, pero también muy roja, de gente de todos los tipos y edades rodeaba el palacio de Miraflores para defender la democracia, su democracia. Frente al golpismo, frente a la muerte. Hoy, hasta los ateos rezamos por Chávez a ese Dios Inexistente que nosotros sabemos.
Es mucho lo que está en juego en torno a la difícil coyuntura marcada por el estado de salud de Chávez. La oposición intenta aprovechar este momento para desestablizar el país, generando entre otras cosas, desabastecimiento alimentario, caos e incertidumbre. De momento, su táctica no parece funcionar. Por el contrario, una inmensa mayoría de la población, mayor aún que la que lo reeligió, desea, según las encuestas, que el presidente Chávez vuelva a su cargo y que continúe el proceso que con él se iniciara. Chávez no es solo un presidente de la República, es otra cosa: el símbolo vivo de un cambio social que ha impulsado a la existencia política y social a millones de venezolanos que antes «no existían» y carecían de cualquier tipo de derecho. Venezuela es hoy un país donde las políticas sociales del gobierno bolivariano han reducido enormemente la pobreza, donde se garantiza el acceso a la enseñanza gratuita para todos y no sólo en el nivel primario y secundario, sino en el universitario. Sobre 27 millones de venezolanos había 300.000 universitarios antes de la revolución; hoy son más de dos millones. Lo mismo puede afirmarse de la sanidad y de la cultura. Uno de los objetivos del gobierno de Venezuela es que 2 millones de niños accedan a la alfabetización musical, esto es que sepan música y sepan tocar un instrumento, que les proporciona gratuitamente el Estado. Teatros y salas de concierto ya no son patrimonio exclusivo de la oligarquía. El cambio social es tangible en cuanto a desarrollo de los servicios públicos y reparto de la riqueza, también en términos de politización y protagonismo de la población. Es esa la mayor fuerza de Chávez y la base de la legitimidad del proceso. Como dicen los venezolanos «Chávez nos dio Patria», en otros términos, los hizo ser miembros efectivos de una comunidad política y tener acceso a los comunes de un país cuya gran riqueza era antes sólo para unos pocos.
No se pueden discutir estos logros, pero el propio problema creado por la enfermedad de Chávez apunta a una característica del proceso.que puede ser a la vez su mayor fuerza y su máxima debilidad. Se trata efectivamente de la relación estrechísima del proceso con la persona de Chávez que se expresa en consignas del tipo «Chávez es el pueblo», «Chávez, corazón del pueblo» o «Chávez somos todos». Al margen de la relación de afecto que puedan sentir amplios sectores de la población venezolana por el dirigente de la revolución bolivariana, es inevitable enmarcar esa relación imaginaria en la tradición política de la soberanía. En esta tradición cuyo pensador clásico es Thomas Hobbes, el soberano es quien unifica al pueblo. Lo unifica en la medida en que lo representa y lo representa en cuanto los individuos que componen la multitud que se hace pueblo renuncian mediante un contrato a todo derecho propio en favor del derecho absoluto del soberano. Para Hobbes, es esta la única manera de superar los peligros mortales que supone la guerra de todos contra todos que caracteriza al estado de naturaleza. De este modo, el pueblo y cada uno de los idividuos que lo componen actúa por medio de su representante, por medio del soberano, y, por consiguiente, cada súbdito debe considerar la actuación del soberano como propia. Desde un punto de vista gráfico, Hobbes representaba en la portada del Leviatán este hecho fundacional de la soberanía mediante la imagen de un Hombre Artificial compuesto por los hombrecillos naturales que transfieren al soberano su propio derecho, su propia potencia. Así, puede afirmar Hobbes que en una monarquía: «El Rey es el pueblo» (The King is the People).
El liderazgo de Chávez ha sido calificado con frecuencia como «populista». En la mayoría de los casos, por sus dectractores que consideran que una dirección política que no esté en manos de «los que saben», de las élites sociales sólo puede ser irracional y tiránica. Es grande, en efecto, la animadversión de la tradición política occidental al poder del pueblo. Esa misma tradición política que hoy denuncia el populismo de Chávez es la que hasta principios del siglo XX consideraba la «democracia» de manera negativa y lo hacía por los mismos motivos. Existe, sin embargo otra corriente de pensamiento que asume el «populismo» como un hecho positivo y considera, como lo hace Ernesto Laclau que el populismo es el otro nombre de la política frente a concepciones de esta que la neutralizan reduciéndola a mera gestión de la sociedad por parte de presuntos expertos. La política así neutralizada se convierte en los términos del filósofo francés Jacques Rancière en mera «policía» o gestión de las diferencias y jerarquías consolidadas. Sólo el «populismo», la importación al espacio político de las reivindicaciones de la parte no representada y tal vez nunca totalmente representable puede hacer revivir el antagonismo y con él la política propiamente dicha, que coincide con la democracia. Esto es algo que Chávez ha sabido hacer magistralmente.
El liderazgo de Chávez es perfectamente anómalo. Chávez no es un profesional de la política ni un experto, sino un hombre del pueblo. Esto hace que la mayoría de la población excluida del poder y del reparto de la riqueza se identifique con él. Chávez es para los de abajo, en ese Estado de raíz colonial y oligárquica que ha sido Venezuela hasta anteayer, una persona que no pertenece a la clase ni a la raza que ha gobernado «siempre» el país. Es además, una persona que no ha abandonado -casi- nunca la «decencia común», ese sentido moral inmediato, basado en la igualdad y la dignidad de todas las personas que Orwell atribuía a las clases populares y del que están desprovistos la inmensa mayoría de los gobernantes. No sólo eso, el presidente Chávez sigue siéndo presidente no sólo por su indudable valor personal, ni por haber sido reelegido desde hace 14 años por una amplia mayoría, sino sobre todo porque el pueblo venezolano lo rescató de sus captores y lo restableció en la presidencia desbaratando un golpe de Estado oligárquico. En un sentido enteramente opuesto al de la frase de Hobbes antes mencionada: «Chávez es el pueblo», pues la multitud de los de abajo es la que sostuvo y sostiene a uno de los suyos en ese puesto de responsabilidad política que no estaba hecho para ellos.
Existe así, en el populismo y en su peculiar expresión chavista un doble aspecto: por un lado, adopta las formas de la soberanía clásica, pues afirma la representación del pueblo en y por el Líder, pero por otro, la multitud y sólo la multitud ha mostrado ser capaz de sostener a la vez al Líder y el proceso revolucionario bolivariano. Frente a los oligarcas golpistas e incluso frente a la enfermedad, frente al cáncer que constituye la triste e indigna esperanza de los «escuálidos», es la multitud venezolana la que da contenido a la acción del dirigente y en todo momento la potencia a través de un diálogo ininterrumpido. La teología política de matriz hobbesiana hacía del soberano un Dios mortal que trasciende al pueblo en que se funda su poder y reduce a Uno a la multitud. El chavismo es una nueva teología política herética, mesiánica y materialista, en la cual la multitud se mantiene como tal y como multitud libre determina en gran medida el curso del proceso político. El soberano deja de ser en este contexto una sustancia, un absoluto y es una relación interna a la multitud de la que la persona de Chávez, como defensor de los comunes materiales y de la decencia común, de la dignidad de todos, es una mera expresión. El soberano no es quien desactiva a la multitud, sino la figura resultante de la intensa politización de la población y que sólo en ella puede sostenerse. Hugo Chávez en la nave negrera dirigida por los amotinados que es la Venezuela bolivariana es un personaje parecido al Benito Cereno de Melville, aunque aquí se trata de un Benito Cereno distinto: de un negro vestido de capitán y que asume con entusiasmo su función.
Chávez es ciertamente un príncipe, pero no ese príncipe azul de los cuentos de hadas que aparece sólo una vez y luego desaparece para no regresar jamás salvo que se cumpla una condición dificilísima de realizar, sino un auténtico príncipe maquiaveliano. Es el príncipe que funda una república nueva y una democracia a partir de un momento monárquico inicial. Althusser recordaba en su ensayo Maquiavelo y nosotros un texto del Príncipe de Maquiavelo: «Un solo hombre es capaz de constituir un Estado, pero muy breve sería la duración del Estado y de sus leyes si la ejecución dependiera de uno solo, la manera de garantizarla es confiarla al ciudado y a la salvaguarda de varios«. Hay así, según comenta Althusser el texto maquiaveliano, dos momentos en la fundación de un nuevo principado: 1) un momento de soledad del príncipe, el del «comienzo absoluto» que sólo puede ser obra de uno, de un individuo solo, pero «ese momento es en sí mismo inestable, pues en último término puede inclinarse más del lado de la tiranía que del de un auténtico Estado» y 2) un segundo momento que es el de la duración, que sólo puede alcanzarse mediante una doble operación: la donación de leyes y la salida de la soledad, es decir del poder absoluto de uno solo». Ciertamente, como hemos visto el poder absoluto de uno solo es una ficción teórica que sirve para pensar la ruptura con el pasado, con el orden anterior. En el caso de Chávez, desde el momento de su «decisión» de ruptura con el régimen oligárquico y a través de las distintas fases de la revolución bolivariana, siempre ha contado con el apoyo de movimientos sociales importantes y tendecialmente mayoritarios. Es que su revolución puede compararse con la creación del principado nuevo maquiaveliano solo hasta cierto límite. Maquiavelo piensa en la creación de un Estado moderno, burgués, de un sistema de dominación de clase, ciertamente inteligente y capaz de negociar con «los de abajo», pues el Príncipe debe «ganarse la amistad del pueblo», pero lo que hoy está en juego en Venezuela es precisamente la liquidación de la sociedad de clases, la creación de una democracia real, el socialismo como transición a una sociedad de los comunes. Eso impide que los dos momentos se distingan claramente, aunque, sin duda, la decisión de Chávez de rebelarse contra el régimen oligárquico fuera en su momento el catalizador a la vez necesario y perfectamente imprevisible que permitió tomar cuerpo al conjunto del proceso y lo puso en marcha.
Un príncipe que funda una democracia es un mediador evanescente, un mediador cuyo acto mismo impide su perpetuación como soberano absoluto. Chávez es así indispensable, pero a la vez, sustituible. Él mismo ha afirmado en numerosas ocasiones que es objetivo del proyecto bolivariano acabar con el Estado burgués y sus instituciones para establecer una democracia acorde con unas nuevas relaciones sociales postcapitalistas. En la presentación del programa electoral para las últimas elecciones presidenciales, afirmaba Hugo Chávez: «Para avanzar hacia el socialismo, necesitamos de un poder popular capaz de desarticular las tramas de opresión, explotación y dominación que subsisten en la sociedad venezolana, capaz de configurar una nueva socialidad desde la vida cotidiana donde la fraternidad y la solidaridad corran parejas con la emergencia permanente de nuevos modos de planificar y producir la vida material de nuestro pueblo. Esto pasa por pulverizar completamente la forma Estado burguesa que heredamos, la que aún se reproduce a través de sus viejas y nefastas prácticas, y darle continuidad a la invención de nuevas formas de gestión política.» Muchos aquí en Europa, en América Latina y otras partes del mundo esperamos que el presidente bolivariano se restablezca pronto y aplique este programa tan necesario para arraigar la nuev república nacida de la revolución y salir definitivamente del imaginario hobbesiano propio del Estado burgués.
Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.be/2013/01/los-ateos-rezan-por-chavez.html