El agua cantaba su copla plebeya en los cangilones de la noria lenta (Antonio Machado) Como en las coplas de Machado el agua sigue remontando la historia desde la oscura profundidad del suelo en el que sucesivas generaciones han ido dejando su anónima huella. El agua alimenta los sembrados, nutre los árboles, sacia la sed […]
El agua cantaba
su copla plebeya
en los cangilones
de la noria lenta
(Antonio Machado)
Como en las coplas de Machado el agua sigue remontando la historia desde la oscura profundidad del suelo en el que sucesivas generaciones han ido dejando su anónima huella. El agua alimenta los sembrados, nutre los árboles, sacia la sed de hombres y animales pero también genera riqueza y es sobre esa riqueza que la humanidad ha fundado la organización que conocemos. Una organización que por un lado conforman los que desde la oscuridad, como la ciega mula de la noria, proveen el agua y el esfuerzo y por el otro los que se adueñan de los frutos de esa tierra y los concentran en su propio y exclusivo beneficio.
Pero volviendo al poema de Machado, ¿dónde están los cangilones que cargan, acarrean y finalmente vierten el agua en los sembrados? Pues aquí mismo, en esta sociedad que ha alumbrado un tercer estamento, un estamento que funciona como los cangilones o los arcaduces árabes y que depende de unos y de otros, de unos desde el sufragio universal, por el voto y la reiterada e ingenua aceptación por parte de las mayorías de hasta las candidaturas menos fiables; de otros por el dinero, las prebendas, los privilegios y la complicidad que desde el poder económico les ofrecen y que permiten ocultar toda clase de malversaciones y de conductas más o menos deshonrosas. Me estoy refiriendo, ¿qué duda cabe? a la clase política.
Una clase política que se ha ido perfilando a lo largo del tiempo y funcionando como imprescindible cadena de transmisión entre el trabajo, los recursos naturales y la acumulación de riqueza. Como un eslabón que ha perdido su sentido iniciático aquel que según los antiguos griegos tenía por objeto resolver los problemas de la convivencia ciudadana orientando su quehacer al logro del bien común, convirtiéndose en cambio en un activo intermediario, con propios y abundantes réditos de un aceitado engranaje entre la producción y el capital que no se puede ocultar propio de la cultura mercantil en la que el neoliberalismo nos ha ido sumergiendo.
De modo que aquellas dos corrientes de intereses que nacieron diferenciadas en la Revolución Francesa y que durante más de dos siglos han venido caracterizando el ejercicio político en occidente está terminando por confundirse en un magma informe en el que ya no existen ni izquierdas ni derechas sino un conjunto de actores con tan enorme capacidad histriónica que tan pronto están en un lado como en otro, formando alianzas, adhiriéndose a esta o aquella otra tendencia, según lo aconsejen las circunstancias, vendiéndose al mejor postor o al que otorguen las encuestas mejores perspectivas electorales O aún cuando existan algunas diferencias y se instalen campañas bastante similares, todo cambia, todo se transforma (con perdón de Lavoisier), nada perdura cuando los protagonistas acceden al poder, esa prenda codiciada que se ha convertido en una atractiva fuente de ingresos y en un lucrativo negocio de la mercadotecnia contemporánea.
Mientras tanto si alguna vez se supuso que el papel de los partidos políticos era formar un ámbito en el que los ciudadanos fueran capacitándose para ejercer el noble oficio de construir el bien común y en el que deberían existir canales de comunicación con la sociedad, con los movimientos sociales, con los sindicatos de trabajadores, con todas aquella asociaciones civiles que expresan los intereses de la población, es indudable que no solo no cumplen con esa función sino que además ni siquiera se preocupan de formar políticos con un mínimo de idoneidad para que, cuando llegue el momento, ejerzan la función pública.
Porque resulta algo extraño, y sin embargo no parece motivo de preocupación, que cualquier actividad profesional requiera años de preparación teórica y práctica, de ejercicio permanente, de perfeccionamiento continuo, mientras que la conducción de una comunidad, de una provincia, de un Estado están librados a la improvisación, aunque nadie, ni la más pequeña empresa privada, funcionaría sin un proyecto claro y una definida planificación basada en objetivos que no pueden cambiarse arbitrariamente cuando se cambia de empleados. Pero para la función pública, fundamentalmente electoral, parece que no hace falta el respaldo de una adecuada formación, aunque sea evidente que la condición de abogado, ingeniero o de cualquier otra profesión no habilita, no puede habilitar para el manejo de la res pública.
Todas las profesiones parten de visiones sectoriales y para integrarlas es necesario disponer de una visión global, de conjunto, que es la que debería otorgarles a los aspirantes al poder público la visión política. Y no me estoy refiriendo a la visión partidaria de cada una de las fracciones de pensamiento que se arrogan el derecho de acceder al poder o se proponen lograrlo, sino a la que define con claridad los objetivos que deben inspirar y conducir a la totalidad de las corrientes políticas a través del tiempo o lo que generalmente llamamos políticas de Estado. Políticas de Estado que permitan dar continuidad a la construcción de un país, de una comunidad, de una nación obligados en cambio a aceptar las marchas y contramarchas a las que nos tienen acostumbrados los vaivenes y las improvisaciones de la desmadrada política de nuestro tiempo.
Por otra parte se ha vuelto moneda común, como recuerda Hannah Arendt en Sobre la revolución, que la mayoría de los políticos olvidan rápidamente sus promesas electorales e «invierten radicalmente sus posiciones como sucedió con Robespierre -agrega- que cuando llegó a ser el jefe político del gobierno revolucionario pasó de ser un defensor de las sociedades populares acostumbrado a denunciar ‘la conspiración de los diputados del pueblo contra el pueblo’ a convertirse en el más encarnizado enemigo de aquéllos a los que anteriormente llamaba ‘verdaderos pilares de la constitución'».
Otra interesante observación de Hannah Arendt, llamativamente escrita hace más de cincuenta años es la que se refiere a la formación de los modernos movimientos sociales sobre los que escribe «es cierto que el principio de organización de tales movimientos se corresponde con la existencia de las masas modernas, pero su atracción es consecuencia de la hostilidad y suspicacia del pueblo frente al sistema de partidos existente y al modo de representación predominante». Una observación que debería inducirnos a reflexionar y a analizar de qué forma podemos reconstruir el tejido político de manera incluyente y no como ha venido perfilándose y concentrándose desde hace varias décadas hasta ser una casta de prebendas, de un sistema que aunque insista en llamarse democrático se halla cada vez más gobernado por el capital y lo que es aún peor transnacional y concentrado.
Porque no puedo dejar de remitirme una vez más a Hanna Arendt, que dice que si bien es cierto que son los partidos los que abrieron las puertas a la participación política de las clases inferiores siguiendo la tendencia de buscar una nivelación creciente y que en consecuencia esa «elite -cita Arendt a Duverger- que procede del pueblo» ha logrado sustituir a las élites originadas en la cuna o la riqueza, ello no significa que el pueblo haya llegado aún a participar en el manejo de los asuntos públicos.
Es decir que «la felicidad pública y la libertad pública se han convertido de nuevo en el privilegio de unos pocos» de aquellos que funcionan como los cangilones de la noria del poema de Machado, llevan y traen y perseveran en el propósito de seguir cumpliendo esa tarea porque de ese modo, aunque solo transporten ilusiones y sueños la han transformado en una eficiente manera de asegurar su propio bienestar y el del reciente y nunca más acertadamente bautizado «capitalismo de amigos».
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