Entre las varias acepciones que tiene la palabra «celo» en el diccionario de la Real Academia Española, la sétima, «Sospecha, inquietud y recelo de que la persona amada haya mudado o mude su cariño, poniéndolo en otra» es la definición que coincide con el significado en plural, celos, que tiene en el lenguaje coloquial… En […]
Entre las varias acepciones que tiene la palabra «celo» en el diccionario de la Real Academia Española, la sétima, «Sospecha, inquietud y recelo de que la persona amada haya mudado o mude su cariño, poniéndolo en otra» es la definición que coincide con el significado en plural, celos, que tiene en el lenguaje coloquial… En otros sitios se puede leer que «los celos son una respuesta emocional que surge cuando una persona percibe una amenaza hacia algo que considera como propio».
Desconozco el impacto que el sentimiento de los celos haya causado y cause en la literatura oriental, pero en la nuestra, sobre los celos se alzan muchas obras de arte antológicas… No tantas como sobre el amor, el odio o la ambición, pero suficientes como para expresar un modo de ver y de sentir la vida y en su caso padecerla.
Ciertamente los celos, estrechamente ligados a otro sentimiento, el de posesión, pertenecen a una fase poco evolcionada de los ámbitos psicosomáticos de la sociedad. Pero paradójicamente (la vida y la realidad están repletas de paradojas; es más ambas son pura paradoja), también pueden situarse en una fase involutiva que regresa al estado primitivo en el que la posesión real de la hembra por el macho y el sentimiento de propiedad de las cosas corrientes son una misma cosa. El macho más fornido se apropia de las hembras que desea, pero sin una exclusividad propia del sentimiento de pertenencia sexual sino propia del sentimiento de propiedad.
Pues bien, las sociedades actuales, unas en un momento y otras en otro, regresan al origen con una particularidad: el grado de civilización más avanzado en este aspecto, tanto del macho como de la hembra, consiste en sentirse o al menos mostrarse indiferente ante la mudación del sentimiento del amor, de la atracción sexual o de ambos por parte del otro o de la otra. A esa imperturbabilidad del ánimo se la considera hoy «lo civilizado».
La consecuencia es una fácil desconexión sentimental, a menudo demasiado temprana, entre los componentes de la pareja que en el caso de no tener hijos no pasa de ser un avatar excitante o estimulante más para la vida ordinaria. Pero que en el caso de tenerlos, los efectos de la ruptura en los hijos pueden ser francamente desastrosos para el desarrollo integral de la personalidad de los hijos. Lo puede constatar hoy día las estadísticas de psiquiatras, de psicólogos y de sacerdotes.
Indudablemente los celos, no pudiendo medirse más que por la reacción de quienes los padecen, cuando son desmedidos en efecto son nefastos para el equilibrio emocional. Pero en cambio, cuando son moderados y eventualmente vigilantes, actúan por el contrario como cortafuego o salvaguarda de la estabilidad emocional de la pareja y del instituto familiar. Es decir, como tantas cosas de la vida individual y social: deseo, aversión, desconfianza, codicia, temor, etc, el grado de gravedad, ése que llega a transformar un sentimiento en patología, depende de la capacidad de su autocontrol y de la manera de administrarse. Por sí mismos lo celos no son buenos ni malos, como por sí misma la confianza excesiva puede ser tan torpe como la desconfianza permanente. Porque administrarlos significa combinarlos con el respeto por el «otro» o la «otra» y con los efectos que en cadena puedan derivarse de la reacción buen contra el «otro» o la «otra»… o bien contra sí mismo. Pero administrarlos, cuando hay por medio prole de corta edad, puede significar también por parte de quien los siente, transformarlos en grandeza; es decir alzarlos como escudo frente, quizá pero a menudo, a la ligereza , frente al capricho y frente a la irresponsabilidad… Lo contrario no es «civilizado»: es el colmo del egoísmo y del sólo pensar en uno mismo. Pues el individuo, cuando tiene hijos, debe remontarse por encima de sí, superarse y hacer en muchos casos del renunciamiento en provecho de ellos o en su no perjuicio, su motor de vida. Una sociedad que no está cimentada en este basamento está condenada a su desmenbración y a larga a su disolución.
En consecuencia, el corolario sociológico, y de consuno político y organizativo, más importante de este tiempo para la sociedad, el Estado y las leyes, debiera ser no autorizar el divorcio hasta que los hijos alcancen una edad a determinar por consenso… El individuo con hijos podrá tener un comportamiento indeseable en relación a ellos y a su madre o a su padre, pero el Estado no se hará responsable si no le permite el divorcio hasta que el hijo haya cumplido esa edad (catorce años, por ejemplo). Mientras que si las leyes del Estado lo consienten siendo niño o la hija el hijo, el Estado se estará haciendo cómplice de la frivolidad.
La cuestión, el drama o la tragedia de la vida en esta Era es otra paradoja: si el ser humano vive sin ningún apego al planeta, lo destruye y lo agota, y está a punto de descubrir que el dinero no se come ¿cómo se ha de pretender que el primero y más excelso fin del individuo es contribuir al desarrollo de una robusta personalidad del hijo sin exponerle a otros contratiempos que los naturales, y evitarle los efectos quizá traumáticos de un divorcio a cuya asimilación quién sabe si el hijo no habrá de dedicar el resto de su vida?
Aun así lo cierto es que los celos, así como la repulsión, el miedo o cualquier otro apetito pueden actuar sobre el individuo de un modo alternativo: bien enfermizo y funesto, bien significativamente precautorio de lo que no le conviene… «todavía», ni conviene todavía a los hijos que están bajo su responsabilidad o su tutela…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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