«Nacerá el sol de justicia, y en sus alas traerá salvación» (Malaquías, 4, 2) El pasado 9 de agosto, 28 meses después que los acusados le habían presentado sus argumentos, la Corte de Apelaciones del 11º Circuito pronunció, finalmente, su veredicto revocando las injustas condenas que un Tribunal de Miami había impuesto, hace ya más […]
«Nacerá el sol de justicia,
y en sus alas traerá salvación»
(Malaquías, 4, 2)
El pasado 9 de agosto, 28 meses después que los acusados le habían presentado sus argumentos, la Corte de Apelaciones del 11º Circuito pronunció, finalmente, su veredicto revocando las injustas condenas que un Tribunal de Miami había impuesto, hace ya más de cuatro años, contra Cinco jóvenes antiterroristas cubanos. La decisión de la Corte de Atlanta no tiene nada de festinada. El proceso para que los acusados pudieran ejercer su derecho a apelar fue largo, complejo y azaroso.
Tuvieron que sortear un sinnúmero de obstáculos, violatorios de principios y normas internacionales y norteamericanas, que los obligó a defenderse en condiciones tan difíciles que desafían la imaginación. Parecía que nunca llegaría su caso a la necesaria revisión por la Corte superior. Y luego los jueces de Atlanta para hacer justicia dedicaron un tiempo cuatro veces mayor que el empleado en la vergonzosa farsa miamense (1).
La decisión de Atlanta tiene una significación verdaderamente histórica.
Para comprenderlo es necesario ubicarla en su contexto y repasar, aunque sea brevemente, sus antecedentes.
El 12 de septiembre de 1998 el FBI apresó a Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Antonio Guerrero, Fernando González y René González. Fueron acusados de ser agentes no registrados del Gobierno de Cuba cuya misión era penetrar los grupos terroristas que operan impunemente en Miami para develar sus planes criminales. Ninguno de ellos tenía antecedentes penales, nunca habían sido acusados de violar la ley o transgredir norma o regulación alguna, no poseían armas ni habían estado involucrados jamás en actos de violencia o disturbios de ningún tipo. Sin embargo, se les negó la posibilidad de acogerse a la libertad condicional bajo fianza.
Por el contrario, desde el mismo día de su arresto fueron sometidos a confinamiento solitario, encerrados en el infame «hueco» y ahí permanecieron durante 17 meses continuos. Se les impuso un régimen de castigo completamente ilegal, ya que la ley norteamericana lo prevé sólo para delincuentes peligrosos que cometan actos violentos dentro de la prisión y limita ese trato a un máximo de 60 días. Se les hacía imposible defenderse mientras en Miami estallaba una implacable y masiva campaña de prensa, en la que participaban oficiales del FBI, fiscales y autoridades locales, que los mostraba como a peligrosos enemigos culpables de los peores crímenes incluyendo el de intentar «destruir a Estados Unidos»(2). Condenados de antemano, sin juicio ni defensa posibles, sobre ellos caía un huracán de calumnias y amenazas.
Pero eso no bastaba a sus acusadores. Para asegurarse de que la justicia fuera irrealizable, la fiscalía, de acuerdo con la jueza, clasificó como secretas las supuestas «pruebas» inculpatorias -buena parte de ellas propiedad de los propios detenidos incluyendo fotos familiares, cartas personales y recetas de cocina- y de ese modo impidió acceder a ellas a los acusados y a los abogados defensores y al mismo tiempo le permitió al Gobierno utilizarlas arbitrariamente y manipularlas. Todavía hoy la defensa está a la espera de que se le permita conocer esas «pruebas». Infructuosamente lo reclamó en reiteradas ocasiones al Tribunal de Miami y sobre ello apeló a la Corte de Atlanta y aun no ha recibido respuesta.
En esas condiciones se inició el «juicio» el 27 de noviembre del año 2000. Habían decursado 26 meses desde el día en que los Cinco fueron arrestados. Y no olvidemos que de esos 26 meses, 17 los habían pasado hundidos en el «hueco».
El fraude judicial miamense concluyó en junio de 2001 cuando un jurado dócil y amedrentado, que de antemano anunció el día y la hora exactas en que traería su veredicto, en pocas horas sin hacer una sola pregunta ni expresar la menor duda, los declaró culpables de todos los 26 cargos. Para colmo condenó a Gerardo Hernández por algo -el absurdo cargo 3, de asesinato en primer grado- que la propia fiscalía, reconociendo que no lo podía probar, había pedido retirarlo (3).
Sorprendentemente, tras haber logrado tan fácil y rápidamente el veredicto deseado, la jueza demoró 6 meses en dictar sus sentencias. Tardó en hacerlo tanto tiempo como el que había durado el «juicio». ¿Por qué? ¿Acaso iba a modificar o rectificar en algún modo la conducta del jurado? ¿Intentaba distanciarse siquiera ligeramente de la petición fiscal?
Nada de eso. Las desmesuradas sanciones correspondieron literalmente a lo que el Gobierno le había propuesto. ¿Hacía falta tomarse la mitad de un año para responder? ¿Por qué tanta dilación?
Al concluir el juicio la jueza había anunciado que lo haría en septiembre. Mientras ella se iba de vacaciones los Cinco eran sometidos nuevamente a confinamiento solitario. Esta vez permanecerían en el «hueco» durante 48 días y de él sólo salieron tras numerosas gestiones de sus abogados. Esta nueva arbitrariedad tenía un propósito evidente: dificultar al máximo la preparación de sus alegatos, su única oportunidad para hablar ante el Tribunal. En tal ocasión en lugar de pedir disculpas o rogar clemencia, como es usual que hagan los convictos, los Cinco denunciaron vigorosamente y desenmascararon a los terroristas y al Gobierno que los sostiene y ampara.
Pero algo más ocurrió en septiembre de 2001. El atroz crimen del día 11 había estremecido a toda la sociedad norteamericana y al mundo entero y la jueza decidió posponer las sesiones de sentencia. Fue un aplazamiento inusitado: tres meses. No fue el luto ni el homenaje a las víctimas del horrendo ataque la causa de esa demora. Más bien fue todo lo contrario.
Eran otras, completamente diferentes, sus razones. Lo que el Gobierno y ella se proponían hacer era, entre otras cosas, una vulgar afrenta a las víctimas de aquel infausto día. Necesitaban separar lo más posible ambos acontecimientos y disponer del tiempo suficiente para asegurarse la mayor impunidad contando con la usual colaboración de los grandes medios silenciadores de la información.
El Gobierno iba a culminar una maniobra concebida para dar apoyo y protección a los terroristas con quienes la familia Bush tiene estrechos y antiguos vínculos y a los que el actual inquilino de la Casa Blanca había prometido retribuir en especie el escandaloso fraude que en el 2000 le había permitido apoderarse de la presidencia.
Para ello la fiscalía después de solicitar las sanciones más severas, desarrollaría ante el Tribunal, con total desvergüenza, su inmoral e ilegal teoría de la «incapacitación»: a los acusados además de las excesivas condenas se les impondrían restricciones muy específicas para que, una vez recuperada su libertad, no estuviesen en capacidad, nunca más, de intentar cualquier cosa en perjuicio de los asesinos que son íntimos de los Bush y actúan como dueños de Miami y desde allí organizan y proclaman a los cuatro vientos sus fechorías contra el pueblo de Cuba.
Nunca más volverían a ser hombres libres. Más allá de los años de prisión, que incluyen cuatro sanciones de por vida, sufrirían un régimen especial, una suerte de insólito apartheid destinado a proteger a los terroristas. Habría lugares a los que ellos no podrían acercarse, sitios que no podrían visitar, calles por las que no podrían deambular.
De controlar esas espúreas e inconstitucionales, prohibiciones se encargaría el FBI. El mismo FBI que los persiguió, maltrató y fabricó contra ellos la infame acusación. El mismo FBI, por cierto, ante cuyas propias narices vivían, se desplazaban libremente y se entrenaron en el empleo de aviones como armas monstruosas la mayoría de los terroristas que atacaron al pueblo estadounidense el 11 de septiembre.
La jueza acogió, desde luego, la solicitud que le hizo el Gobierno y la plasmó con estas palabras en las sentencias dictadas contra René González, condenado a 15 años y Antonio Guerrero, condenado a cadena perpetua más 10 años, ambos ciudadanos norteamericanos por nacimiento: «Como una condición especial adicional de la libertad supervisada, se le prohíbe al acusado asociarse con o visitar lugares específicos donde se sabe que están o frecuentan individuos o grupos tales como terroristas, miembros de organizaciones que propugnan la violencia o figuras del crimen organizado»(4).
Los abogados defensores notificaron inmediatamente su determinación de apelar ante la Corte correspondiente. Pero, otra vez, la larga espera.
Transcurrió todo el año 2002 sin que el Tribunal de Miami trasladase a Atlanta el expediente del caso, requisito indispensable para que la Corte del Onceno Circuito pudiera iniciar el proceso de apelación.
Ese año ocurrió algo que sólo puede suceder en Miami. En junio el gobierno de Estados Unidos compareció como acusado, ante el mismo Tribunal Federal de esa ciudad, en una reclamación por supuesta discriminación en el empleo que indirectamente se relacionaba con Cuba (Ramírez vs. Ashcroft). Precisamente un año antes ese Tribunal había condenado a los Cinco después de haberlos juzgado allí por insistencia de la fiscalía, que alegaba, entonces, que Miami era un centro cosmopolita donde era posible un juicio justo e imparcial para nuestros heroicos compatriotas.
Doce meses después, sin sonrojarse, los mismos fiscales sostuvieron exactamente todo lo contrario: era imposible allí un juicio adecuado respecto a nada que tuviese relación con Cuba. La fiscalía solicitó y el Tribunal concedió trasladar la sede de aquel juicio a otra ciudad. Lo mismo que negaron a los Cinco que habían reclamado el cambio de sede una y otra vez, siempre para encontrar el cínico rechazo de quienes poco después, cuando a ellos convino, en una rápida y fácil decisión tuvieron que admitir la verdad. Es difícil encontrar una prueba más concluyente de la actitud dolosa, gansteril, de jueces y fiscales miamenses.
Ante esa obvia manifestación de conducta impropia, arbitraria e ilegal los Cinco volvieron a solicitar la anulación del juicio realizado contra ellos y que el asunto fuese transferido a otro tribunal fuera del lugar que ahora -jueces y fiscales- reconocían completamente inapropiado. Aunque parezca increíble esta moción de la defensa, que se fundaba en la misma lógica e iguales razonamientos que empleara el Gobierno, fue rechazada por los fiscales y denegada por la jueza. Unos y otros, no lo olvidemos, eran de Miami. Por eso la Corte de Apelaciones en su fallo del 9 de agosto de 2005 basa su decisión en gran medida en esa moción de la defensa y censura la manifiesta injusticia de haberla denegado.
No fue hasta enero de 2003 que el expediente judicial culminó su largo y accidentado viaje hasta Atlanta. La Corte del Onceno Circuito fijó para el 7 de abril el plazo para que los Cinco presentasen a ella sus escritos de apelación.
Mientras los papeles quedaban estáticos en Miami los Cinco fueron sacados de ahí y trasladados a las prisiones de máxima seguridad que los albergan desde comienzos de 2002 y donde hasta ahora permanecen encerrados. Las autoridades que fueron tan morosas en enviar unos documentos a la principal ciudad de un estado vecino y que es uno de los principales centros de comunicaciones de Estados Unidos, supieron ser ágiles en dispersar a los Cinco por los más distantes parajes de la geografía norteamericana. Cada uno en una prisión diferente, en cinco estados, lo más alejados posible, separados al máximo entre sí y de sus abogados y sus familiares.
Las familias de los Cinco residen en Cuba y requieren para visitarlos de un visado norteamericano concedido sólo tras engorrosos y lentos trámites. A diferencia de cualquier otro preso, ninguno de los Cinco ha contado con ese derecho elemental: para tres de ellos las visitas no han sido semanales, sino al ritmo de una por año, a Adriana Pérez, esposa de Gerardo y a Olga Salanueva, esposa de René, se les ha negado sistemáticamente las visas. Como consecuencia, Ivette, la hija de Olga y René, tampoco ha podido visitar a su padre.
Fue así que tuvieron que preparar los escritos de apelación. Todos, por supuesto, en un idioma extranjero, sin las supuestas «pruebas», sin la posibilidad de consultarse entre ellos, reducida al extremo la comunicación con sus abogados, y sometidos a un régimen carcelario de máximo rigor en el que, entre otras cosas, debían trabajar para pagar con su salario los costos del amañado proceso judicial en su contra.
Pero, ya se sabe, «nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír».
Cuando los Cinco se enfrascaban en esa dura y compleja tarea, en las circunstancias más hostiles, maliciosa y deliberadamente impuestas por las autoridades federales, éstas no agotaron su afán de venganza ni su empeño por impedir la justicia.
Para ello existe el «hueco» y dentro de éste «la caja». Y allá fueron enviados desde el 28 de febrero hasta el 31 de marzo de 2003. Cada uno, en sus cinco prisiones, en el mes decisivo para la apelación, otra vez en confinamiento solitario sin contacto alguno con el mundo exterior. Para colmo ahora se les impidió toda comunicación con sus abogados, se les prohibió hasta los contactos telefónicos y la correspondencia con ellos, se les despojó de los medios para escribir, ni una hoja de papel ni un pedazo de lápiz, y a alguno se le dejó sin ropas, en medio del invierno y se le sometió a tortura física (ruidos, luces y gritos inundando la «caja» 24 horas cada día)
Esta vez no hubo siquiera el intento de encubrir lo que buscaba el Gobierno. A los Cinco se les impidió acceder a sus documentos legales y a sus abogados no se les permitió comunicarse con sus clientes. Estas medidas las controlaba directamente la Fiscalía del Sur de la Florida. Sólo la denuncia internacional y la incansable exigencia de los letrados defensores obligó a las autoridades a «flexibilizar» esas medidas: Leonard Weinglass, abogado de Antonio Guerrero, pudo visitar a su cliente pero en condiciones tan vejaminosas que apenas le sirvió para comprobar las brutales violaciones al derecho a la defensa. Weinglass denunció la situación ante la Corte de Apelaciones y pidió una prórroga al plazo para presentar los argumentos de Antonio que por la situación descrita no había podido completar. Al acceder a esta petición Atlanta reconoció que estas medidas habían lesionado gravemente los derechos de los acusados y de sus defensores (5).
Ese fue, en apretado resumen, el largo camino recorrido por los Cinco para llegar hasta Atlanta. Avanzar en esa ruta fue una verdadera proeza.
Lo que vino después fueron otros dos años de espera. Los tres jueces se tomaron ese tiempo en analizar los argumentos apelativos de ambas partes; estudiaron las actas y todos los materiales relacionados con el caso; revisaron la jurisprudencia, sostuvieron una audiencia oral el 10 de marzo de 2004 en la que se probó la endeblez de los alegatos del Gobierno; pidieron informaciones adicionales a acusadores y defensores y siguieron trabajando hasta alcanzar su definitiva conclusión revocando los veredictos y las sentencias y anulando el «juicio» de Miami.
La anunciaron el 9 de agosto de 2005 pero los Cinco siguen encerrados en las mismas prisiones de máxima seguridad. Allí están junto a personas que se suponen convictas de diversos crímenes, ellos, cada uno diferente a los demás en su cárcel, únicos presos respecto a los cuales no existe hoy veredicto de culpabilidad alguna.
No importa al gobierno de Estados Unidos que la Corte de Atlanta los haya definido como hombres libres sobre los que no pesa ya sanción legítima. No le importó antes que en mayo de este año el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU había declarado que la privación de la libertad de los Cinco desde septiembre de 1998 era arbitraria e ilegal.
Ya han pasado dos semanas de las tres que la ley concede al Gobierno para solicitar a la Corte de Atlanta que revoque su decisión. Aun Washington no ha dicho lo que hará. Como si fuera poco acaba de pedir a la Corte que le conceda un mes adicional para seguir pensando si presenta su solicitud o no.
Mientras tanto los Cinco continúan aislados en cinco cárceles para criminales convictos. Sufriendo todos sus rigores, ellos, cuya falsa culpabilidad ya fue anulada por tres jueces dignos.
Ahora son Cinco secuestrados por un Gobierno que pisotea el derecho en todas partes. No sólo en Abu Grahib y Guantánamo. También en el territorio de Estados Unidos.
¿Qué hacer? Llegó la hora de gritar. La hora de exigir sin descanso. La hora de demandar hasta lograrlo que sean liberados inmediatamente, sin condiciones. Libertad para los Cinco ya. Nada más. Nada menos.
24 de agosto de 2005
* Ricardo Alarcón de Quesada es presidente del Parlamento cubano
NOTAS
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District Court No. 98-00721-CR-JAL. El documento emitido por la Corte de Atlanta tiene 93 páginas. Su decisión de revocar los veredictos y sentencias del Tribunal de Miami y anular el «juicio» anterior se basó en la negativa de éste a aceptar las varias solicitudes que se le hicieron para que el caso fuera trasladado a otra sede. Para fundamentarla fue necesario «revisar la totalidad de las circunstancias que rodearon el juicio» incluyendo las «pruebas» presentadas y otros aspectos del proceso realizado en la ciudad floridana. La extensión del texto y la amplitud de los ángulos que analiza le da un carácter inusual, como también lo tuvo el tiempo que les tomó producirlo y la categórica unanimidad de los tres jueces que lo suscriben. Si en Miami se dio un espectáculo que deshonra al derecho norteamericano, de Atlanta surge un ejemplo de ética y rigor profesional que va más allá de un proceso apelativo normal y demuestra la inocencia de los Cinco y la colosal injusticia de que fueron víctimas.
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El empleo de este argumento, evidentemente falso, dirigido a presionar al jurado exacerbando la hostilidad y los prejuicios de la comunidad miamense contra los acusados fue uno de los ejemplos que utilizaron los jueces de Atlanta para mostrar la conducta dolosa de la Fiscalía del Sur de la Florida. Quien era entonces el Fiscal Jefe de ese distrito, el señor Guy Lewis, ya retirado, acaba de publicar un artículo el 18 de agosto en The Miami Herald donde repite la misma estúpida calumnia: los Cinco, todavía insiste él, «habían prometido destruir a Estados Unidos».
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En su petición urgente a la Corte de Apelaciones (Emergency petition for writ of prohibition), del 25 de mayo de 2001, la Fiscalía reconoció que «a la luz de las pruebas presentadas en el juicio, esto constituye un obstáculo insuperable para Estados Unidos en este caso y probablemente resultará en el fracaso de la acusación en este cargo»(p.21) ya que «impone una barrera insuperable a esta fiscalía» (p. 27). Temía el Gobierno que, por lo menos, «es altamente probable que el jurado solicitará mayores explicaciones sobre este asunto» (pp. 20-21). Sin embargo, aunque la Corte rechazó la petición del Gobierno, nada parecido ocurrió. Sin preguntar nada, sin titubear, todos los jurados declararon a Gerardo culpable en primer grado del supuesto crimen.
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Transcripción de las audiencias de sentencia ante su señoría la jueza Joan A. Lenard, 14 de diciembre de 2001 (pp 45-46). En la misma sesión la señora Lenard había reconocido: «pero los actos terroristas cometidos por otros no pueden excusar la conducta errónea e ilegal de éste y los demás acusados» (p. 43). En otras palabras, en Miami los terroristas anticubanos son protegidos por el Gobierno Federal y los jueces que castigan, con cuatro cadenas perpetuas más 75 años de prisión y la insólita prohibición arriba referida, a quienes lucharon contra el terrorismo. Para que no puedan incurrir nuevamente en tal «conducta errónea e ilegal» Miami inventó la «incapacitación» y la proclamó tres meses después de la atroz acción del 11 de septiembre de 2001 cuando ya Bush atacaba a Afganistán, se preparaba a hacerlo contra Iraq y prometía llevar a todas partes, con excepción obviamente de Miami, una supuesta guerra total contra el terrorismo.
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Weinglass pudo visitar a Gerardo el 16 de marzo y así describió parte de lo que observó:
«…Gerardo se encuentra bajo la forma más severa de castigo en la prisión, la cual se conoce como «la caja» -un «hueco dentro del hueco»- …
Está recluido en una celda extremadamente pequeña, en la cual apenas puede dar tres pasos, sin ventanas, y con tan solo un orificio a través del cual le pasan la comida. Sus ropas le fueron retiradas y solo se le permite usar calzoncillos y pullover, sin zapatos.
No puede diferenciar el día de la noche. La única celda en la que las luces permanecen encendidas las 24 horas es la de él y los constantes gritos de los otros presos, en su mayoría enfermos mentales, no lo dejan dormir.
No se le permite ningún documento impreso. Nada para leer. Frente a su celda hay señales advirtiendo que nadie puede tener contacto con él. Es al único preso en ese régimen de confinamiento al que no se le permite utilizar teléfono… hasta el momento no ha recibido correspondencia alguna, ni siquiera de sus abogados…»
Dos días después reseñó de este modo el encuentro con Antonio:
«… Antonio llegó a la visita con grilletes en las piernas y esposado. Las esposas y los grilletes les fueron retirados durante la visita. Los pasillos fueron despejados durante su traslado. La habitación de la visita era pésima. Un cubículo muy pequeño con un cristal grueso entre nosotros y un teléfono que tuvimos que utilizar para comunicarnos. El espacio era tan pequeño que mi asociado y yo no cabíamos juntos en el mismo. Él tuvo que permanecer de pie detrás de mí y compartir el único teléfono que había del lado nuestro. Antonio estaba encerrado en su parte y nosotros, los abogados ¡también estábamos encerrados! No había ni una ranura para pasar los documentos y nos invitaron a entregarles los mismos a los guardias que darían la vuelta y se los entregarían a Antonio por detrás. Hice eso con un documento y después decidí abandonarlo y mostrarle los papeles a través del cristal. Fue muy incómodo. Las condiciones de la visita fueron mucho peores que las que experimenté con Mumia en el corredor de la muerte. Protestamos por estás condiciones, pero ellos se negaron a traer al Alcaide o a cualquier otro alto funcionario para una reunión…»
(«Sólo en Miami», Editora Política, La Habana 2004, páginas 113-114 y 115-116)