Según dicta la experiencia legada por la relación vecinal diaria, existe un impulso humano a la comprensión del «pesar intrascendente», tan invocadora de ánima menor, por el que muchos privilegian sus simpatías hacia quienes enfrentan una «flaca adversidad». Así, remueve sensibleramente, a un rango poblacional racionalmente inimaginable con previsión, la angustia teatralizada de la señora […]
Según dicta la experiencia legada por la relación vecinal diaria, existe un impulso humano a la comprensión del «pesar intrascendente», tan invocadora de ánima menor, por el que muchos privilegian sus simpatías hacia quienes enfrentan una «flaca adversidad». Así, remueve sensibleramente, a un rango poblacional racionalmente inimaginable con previsión, la angustia teatralizada de la señora que no puede obtener el refrigerador de sus sueños, los esfuerzos titánicos del padre de familia por poseer un auto descapotable, la desazón irreparable de la joven privada de su primer baile en sociedad, las ligerezas éticas del joven que cambia carnalidad fugaz por moda efímera, los insistentes ruegos de un niño por jugar en el playstation que han obsequiado a un amiguito de ocasión sus frívolos y muy manipulados padres.
Tal conducta pareciera indicar que la dicha, premio legítimo de la realización personal, no brota espontáneamente al vencer un obstáculo contingente en pos de alguna meta, forjada de la conjunción productiva de las potencialidades propias y las circunstancias, sino al experimentar la posesión de un tareco cualquiera… Y puesto que el futuro siempre esconde artilugios impensados a los vivos de cualquier presente, escapa a quienes así piensan (o actúan como si lo hicieran) que semejante precepto priva sin fundamentos a toda la humanidad del goce de la existencia.
En consonancia con esas conclusiones mundanales, es sintomático que en Cuba, sea el caso, el filme Suite Habana de Fernando Pérez, magnífica persona (a juzgar por el ámbito al alcance del público) y brillante cineasta (en cualquier ámbito) nunca fue recibido con entusiasmo arrollador por las multitudes, no obstante ser una de las mejores obras de arte que aquí se haya realizado: trata de héroes verdaderos, de esos seres imbatibles que como el Santiago hemingwayano, se sobreponen al infortunio cotidiano plenos de entereza, sin rasgaduras existenciales indelebles y sin requerir de leyendas, acciones épicas o cataclismos para mostrar su indoblegable humanidad, y sin buscar aplausos o condecoraciones, esto es, sin «creerse cosas».
Aceptado el hecho científico de que todo individuo humano es una unidad biológico-social, se impone reconocer que no hay suficientes estudios antropológicos que permitan determinar la mayor preeminencia, ingénita o cultural, de tales afecciones electivas, valga el apelativo (dado en los albores de la química al «comportamiento social» de ciertos elementos de la tabla periódica) para resaltar el regusto del público simplón por el drama ordinario en detrimento del heroísmo cotidiano. (En definitiva, es frase tomada ya en préstamo, sin variaciones, por Johann Wolfgang von Goethe para intitular una de sus obras: Die Wahlverwandtschaften.)
O sea, no es fácil decir si hemos sido indoctrinados hacia esa conducta vecinal novelera o nacimos así, pero en la historia de todos los países hay momentos y personajes que concitan expresiones ciudadanas signadas por la unidad equitativa del razonamiento escolástico y las emociones callejeras.
Por ejemplo, el 10 de diciembre de 1920, año en que el escritor noruego Knut Hamsun alcanzó sus 60 primaveras, la corona sueca le otorgó merecidamente el Premio Nobel de literatura, para gran regocijo de sus connacionales. Pero el 4 de agosto de 1945, onomástico 85 del autor de Hambre, deparó una gran sorpresa al laureado escritor: ante su casa se amontonaban los ejemplares de sus libros, muy manoseados, que sus compatriotas devolvían al longevo literato… No los querían en sus hogares; no podían perdonar a Hamsun su abierto y entusiasta colaboracionismo con los nazis.
Exactamente sesentaitrés años y diecinueve días después de ese hecho, a los telespectadores (existimos tales individuos) de la final de la carrera de 5000 m entre hombres de los Juegos Olímpicos celebrados en Pekín, les resultó evidente la animadversión de los atletas kenianos Eliud Kipchoge (medallista de plata) y Edwin Cheruiyot Soi (medallista de bronce) hacia el excoequipero Bernard Lagat, quien finalizó en noveno lugar, pues este excelente corredor había decidido competir no por Kenia, el país pobre que lo entrenó con ternura, sino por la bandera de la rica nación de su esposa, donde -en virtud del lucro- Lagat se había convertido en corredor profesional: los Estados Unidos. Y Eliut y Edwin se envolvían en la bandera de franjas negra, roja y verde con el escudo guerrero central, y reían y evitaban al astuto Bernard y le daban la espalda, porque -de alguna extraña manera- Bernard Lagat prefería los aplausos impersonales acompañados de dinero y no de la devoción y los sueños de sus compatriotas, quienes antes corrían virtualmente con sus piernas y pulmones como cándidas figuritas de 3D…
Entre estos dos casos hay un nexo ideológico profundo: Hamsun era nazi convencido (y ya se sabe lo que esa condición significa) y Lagat demostró convenir con la tesis (del todo falsa) de que «A quien dios se lo dio, san Pedro se lo bendiga», como si las deidades, de existir reificadas fuera de las mentes, pudieran «dar» algo esencialmente diferente a cada individuo. (Obviada la naturaleza estocástica de la combinación adeínica que recibe cualquier persona, lo cual estrictamente significa que nadie cuenta con más o menos «merecimientos» por la biología heredada, la razón nos obliga a concluir que, en el sujeto de referencia, tanto la transformación en realidad del estado virtual de promesa probabilística de estas cadenas proteicas, como la evaluación que se dé a ese resultado dependen total y completamente del entorno social. Ergo, los vítores necesitan del público y de otros eventos casuales, en medida quizás no menor de lo que lo hacen de la personalidad vitoreada, y nadie es culpable de su propensión al infarto o a perderse con facilidad en calles conocidas.)
En otras palabras, Hamsun y Lagat se «creyeron cosas», como dicen los cubanos de hoy. (En Cuba -como en Kenia, Noruega y en todas partes-, no faltan las personas imaginativas… Una madrugada, en pleno «período especial», un joven vio a un improbable taxi pasar por su lado cual espejismo milagroso. Al no atinar a detenerlo, alertó a un amigo adelantado que pidiera ayuda al chofer, con estas palabras: «¡Páralo y sofócalo con una monja!»… Ciertamente el mensaje es críptico para quien no conozca que «monja» es el nombre que recibe el número «5» en la jerga de la charada cubana, pero justo es convenir, develado el misterio eclesial, que el uso en este caso del verbo «sofocar» está lleno de no pocas evocaciones poéticas.)
En el código lexical cubano actual, «se creen cosas» todas aquellas personas que suponen poseer valores en sí, o sea, méritos que, como los divinos, son universales (independientes de los juicios propios de un tiempo y lugar específicos), y que por esa condición, el reconocimiento de semejantes cualidades no es producto de las lecturas y connivencias de ninguna estructura o construcción social («constructo», llaman muchos ahora a las entidades sociológicas complejas, acaso sin esnobismo). Bajo estas luces, las virtudes de tales elegidos no tienen que ver con sus compatriotas…
Y en definitiva, ¿quiénes son los «compatriotas»?
Nadie elige el lugar en que uno crece y se educa; el lugar en que, gracias a que hay «otros», se aprende qué es la amistad, la maldad, el honor, la risa estentórea, el rencor, la «merienda para dos», los cambios emocionales, el placer de los aciertos, las formas más gratas de masturbación, el dolor de los yerros, los juegos infantiles y otros horrores, porque hay «otros», siempre hay «otros» que son parte de ese lugar, que son más que el lugar mismo… Ese sitio especial en que uno llega a conocer qué es «cielo», «lluvia», «verano», «tamales», «olores» y «ciclones», y por qué el agua de mar es salada, igual que las lágrimas y que la piel del ser amado en todas esas oquedades del cuerpo que están hechas para ser amadas, y hurgadas y olisqueadas y lamidas. Nadie, como ocurre con el ADN, elige el lugar donde se escucharán sus primeras palabras, y crecen los insectos que va a ingerir mientras gatea, impregnados en el mendrugo de pan ensalivado que apretará entre los dedos sin soltarlo, porque es el pan más sabroso del mundo. Y lo es hasta que aparece el amor y se liberarán las migas, porque aquel pan con hormigas no es nada comparado con la mirada del amor… Se aprende en esas fechas que, por fortuna, nada es en sí mismo inolvidable sin nuestro compromiso de no olvidar.
En esos vaivenes nos surge, dentro de un punto recóndito (también impuesto) de la geografía allende la piel propia, el deseo tremendo de compartir las alegrías vividas y sorber los pesares de esas personas que fueron «otros» y, al formar el paisaje humano que nos hace ser, se hicieron de a poco uno mismo, y comprobamos prontamente que la sola intención de trans-corporeizarse, de aparecer en otro cuerpo y ser empáticamente ese otro cuerpo gozoso o lacerado, si es sincera, si alienta a hacer cuanto sea posible por aliviar congojas y prolongar alborozos, si conmina a despertar al día siguiente y a soportar cualquier desventura y a comprender que la sonrisa y el alarido que se desvanecen para el aire y el gesto, permanecen para el recuerdo y la esperanza, esa tendencia de conversión imposible es lo único importante, porque nadie puede ser más que quien se es y se va siendo.
Tampoco, ya se ha dicho, elegimos el lugar al que llamamos «patria» (no pocos piensan que, en puridad, debía llamarse «matria»).
Ha de ser por esa imposibilidad de opción cardinal en que existimos, y en virtud también de la identidad esencial que compartimos (ignorada por quienes «se creen cosas»), que hay una suerte de acuerdo tácito entre humanos según el cual, cada quien cuida la matria buena que le ha correspondido por azar. La cuida para sí, pero sobre todo para los demás, a quienes a su vez concierne atender, proteger y mimar el lugar en que alguna vez aparecieron, sin haberlo elegido, con todas las personas que tal espacio terrenal carga en su vientre.
Igual hace la mayor parte de las gentes con el hogar y la familia: la adornan, la educan, la higienizan y se invitan amigos para mostrar quiénes somos, qué hemos aprendido, cuánto les apreciamos y les debemos.
Entregar la mismidad a los semejantes es pues la conducta humana natural, porque nadie alcanza el más mínimo logro (o fracaso) sin los otros: en un mundo despoblado, ni Messi hace goles (ni los falla), ni García Marques escribe obras de arte (o textos innecesarios), ni Juan Formell compone música perdurable (o transitoria). Todo, éxitos y pifias, son momentos imprescindibles de la vida transitoria de nosotros, los vivos.
(Se concluye, por fuerza, que la conducta socializada de los humanos que se aparte de la norma acogedora y magnánima descrita ha sido desnaturalizada por la ideología epocal dominante, propia de los poderes clasistas.)
Ese sentimiento vívido de ser «el otro» sin obstruir «al otro» el camino propio que le hace «ser otro» (amor le llaman), permite a los jamaicanos correr con las piernas de Usain Bolt y a los kenianos hacerlo en las de Kipchoge y de Cheruiyot, y de Asbel Kiprop , Kiplagat, Rudisha, Kirui, y de los dos Kipruto y de Kemboi… En las de Lagat, ya no, porque Bernard, como si fuera inmortal, renunció a cuidar su matria para velar por sitio ajeno a cambio de dinero y servir de placebo onírico a seres que, en virtud de su propia historia personal, siempre e inevitablemente lo verán como mercancía extranjera. (El dinero no compra amiguitos de la infancia, ni la infancia, ni besos furtivos adolescentes, ni adolescencia, ni preferencias culinarias, ni arrullos y maleficios en lengua natal…)
Luego, son compatriotas las personas a las que los mismos eventos les provocan risas o pesares, y reproducen idéntica tonada cuando se asperjan algunos primeros acordes, y saben qué significa exactamente el nombre de un plato nacional y de una montaña o de cualquier otro rincón del país común que se mencione, y -ante una imprecación- conocen el alcance del poder de la deidad nacional conjurada. Los compatriotas comparten aspiraciones de la época apropiadas a su sociedad y se afanan en comprender las perversiones baladíes de los suyos (y hasta algunas inconfesables).
De lo expresado, el elemento aglutinador verdaderamente trascendente de la nación (entendida aproximadamente como una suerte de «muestra temporalmente aislada de la patria-matria«) se revela en la aceptación compartida de las aspiraciones colectivas o metas nacionales.
Las metas nacionales son engendradas espontáneamente por la historia de la nación y la ideología epocal dominante, y aceptadas las más de las veces por sus miembros mediante consenso tácito relativamente consciente.
Peculiaridades al margen, todas las metas nacionales comparten dos puntos cardinales: la independencia (o autonomía, según el caso) y la búsqueda del mayor bienestar posible para todos sus ciudadanos. Es fácil comprender que ambos propósitos, muy interrelacionados, requieren -en un mundo tan multinacional como es este de hoy- definiciones extremadamente rigurosas y un vastísimo conjunto de nociones complementarias.
En Cuba, país de recursos mengües y rica historia de luchas, la independencia se comprende mayoritariamente de manera muy llana, casi ingenua, en su esencialidad política, esto es, como la capacidad de su pueblo, no coartada por ninguna potencia extranjera, de forjar su futuro mediante la libérrima disposición de sus bienes. Y después de no pocos rigores y pruebas diversas, se ha llegado a comprender -y a aceptar- que no hay mayor bienestar para sus ciudadanos que el reportado por el enfrentamiento igualitario a infortunios y el disfrute equitativo de venturas: después de fuerte deambular por los trillos de la historia reservados a los habitantes de este archipiélago en pos de su raíz mejor, se rechazó convulsamente el estado en que los menos disponían de más a costa de los más, en favor del destino único e igual para todos sus hijos.
En esa virtud, a despecho de carencias, todos los niños cubanos son inmunizados contra las mismas enfermedades, reciben similar asistencia médica desde la infancia y en el curso de toda su vida, son alimentados adecuadamente siguiendo patrones nutricionales internacionales, y a todos se les propician análogas condiciones para desarrollarse física e intelectualmente.
No pocos, sin embargo, se doblegan ante la doctrina del playstation, al igual que los jóvenes británicos de clase media que, en días recientes, asaltaron pequeños comercios de timos (magnífico término destinado en portugués a los artefactos) para mostrar su indignación con un sistema que, después de convencerlos de los ilimitados poderes de la magia y de que la posesión de bienes es el sentido de la existencia humana, no les permite ser ricos inmediatamente.
Pero, la magia no existe: nadie puede hacer realidad sus peculiaridades volitivas más allá del cuerpo que las alberga. Es más, ni siquiera la voluntad personal es omnímoda en el cuerpo hospedero. (Preguntar a los adictos.)
No menos vulgar es el hecho de que la bonanza material que disfrutan algunas naciones se debe al azar y la historia, y han conservado su preeminencia económica (solo económica), gracias al intercambio desigual que ellas han impuesto al resto del mundo.
A causa de esa estructura disfuncional planetaria, quienes después de los desvelos colectivos descritos emigran de Cuba, aprovechando la preparación que les brindó su pueblo -a tenor con las carencias que le han obligado a soportar, como país periférico (existen tales naciones)-, y las prerrogativas creadas por los enemigos de su matria para estimular la deserción y eventualmente privarla de esas capacidades expatriadas (mejor, exmatriadas), han de saber, sin aducir inocencia, que tras jurar eterna lealtad ciudadana a otra bandera, podrán recoger el último modelo de playstation… taconeando sobre las espaldas de los compatriotas que dejaron atrás.
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