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Cronopiando

Los confines de la tierra

Fuentes: Rebelión

Tras las dos bombas que han provocado la muerte de tres personas en Boston durante una prueba deportiva, el gobierno estadounidense y sus organismos de inteligencia han coincido en afirmar que «se llegará a los confines de la tierra para encontrar al responsable». Yo tengo la impresión de que, sin embargo, tal vez no tengan […]

Tras las dos bombas que han provocado la muerte de tres personas en Boston durante una prueba deportiva, el gobierno estadounidense y sus organismos de inteligencia han coincido en afirmar que «se llegará a los confines de la tierra para encontrar al responsable». Yo tengo la impresión de que, sin embargo, tal vez no tengan que ir tan lejos como aseguran. Es más, probablemente, ni siquiera tengan que salir de los Estados Unidos para dar con el responsable.

Los enemigos de los Estados Unidos, incluyendo su propio gobierno, acostumbran a hacer las cosas a lo grande y las dos bombas artesanales ocultas en ollas que aportaran metralla, más que de una siniestra organización terrorista, sigo incluyendo al gobierno estadounidense, parecen obra de un único individuo. Al fin y al cabo, fueron dos bombas, dos ollas, dos bolsas, dos manos y, posiblemente, la impunidad de un perfil inequívocamente «americano», que no despertara sospecha alguna. Y también sospecho que, el día en que se sepa la demencial razón que pretenda explicar el atentado, no vamos a encontrar ninguna guerra santa, ni venganza infinita del confín del mundo. Posiblemente se trate de un móvil genuinamente «americano»: tal vez despecho por haber sido cancelado de algún cuerpo de seguridad; quizás represalia por no habérsele permitido inscribirse en la carrera; acaso la revancha de un vecino enojado por las dificultades para acceder a su vivienda por causa del maratón… En contra de las medidas que ya se están tomando en Londres, en Madrid, en otras capitales que se disponen a celebrar este tipo de carreras en previsión de que el autor pueda tener un odio irrefrenable hacia los maratones, sigo creyendo que los confines que deben ser investigados están mucho más cerca. Como viene siendo habitual en ese país el autor del atentado acabará siendo un perturbado que actuaba solo y al servicio de nadie. Los cuatro presidentes estadounidenses asesinados a lo largo de su historia lo fueron a manos de hombres que respondían a esas mismas características: Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy, todos asesinados por hombres perturbados que actuaban solos y al servicio de nadie. Otros presidentes como Andrew Jackson, Franklin Delano Roosevelt, Harry Truman, Gerald Ford y Ronald Reagan, sobrevivieron a atentados contra sus vidas, siempre a manos de hombres perturbados, que actuaban solos, al servicio de nadie.

Políticos como Robert Kennedy, líderes como Martin L. King, artistas como John Lennon, fueron asesinados por hombres perturbados, que actuaban solos, al servicio de nadie.

Estados Unidos dispone del mayor arsenal en la historia de la humanidad de asesinos perturbados, que actúan solos y al servicio de nadie.

 

El militar estadounidense Thimoty McVeigh, de anglosajón nombre y apellido, blanco para más señas y condecorado tras la primera guerra de Iraq, el mismo que voló por los aires el edificio federal de Oklahoma provocando centenares de muertos, era también un «hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie».

Eric Robert Rudolph, veterano del Ejército de Estados Unidos, autor de la bomba en Atlanta en 1966 que provocara un muerto y más de un centenar de heridos, responsable también de otro atentado con bomba en 1998 contra una clínica que realizaba abortos en Alabama y en el que un policía resultó muerto, y autor de otros atentados con bomba contra clubs frecuentados por homosexuales y oficinas públicas, también era «un hombre perturbado que actuaba solo y al servicio de nadie».

Jeff Weise, estudiante estadounidense de diecisiete años, antes de seguir el ejemplo de su padre y suicidarse, se llevó por delante a diez escolares. Weise, quien al parecer era constantemente vejado y hostigado en la escuela, admiraba a Hitler «y su coraje para ir a la conquista de las grandes naciones. No se llamaba Bin, ni Ben, ni Ho-Yan-Chu, ni Mohamed, ni López, sino Jeff Weise.

Tampoco era originario de Afganistán, ni de Irak, ni de Irán o de Corea del Norte, sino de Estados Unidos. No había permanecido oculto en ninguna remota cueva de Tora Bora, ni en un inexpugnable refugio de Bagdad o Damasco. Jeff asistía a una escuela secundaria de Red Lake. No profesaba la religión musulmana, ni la ortodoxa, ni la hinduista, ni siquiera se dedicaba a los cultos satánicos. Jeff era feligrés de la Iglesia protestante. No era miembro de Al Qaeda, ni de la Jihad Islámica, ni del Frente Moro de Liberación filipino o Hamas, sino admirador de Adolf Hitler. No vestía babuchas, ni túnicas, ni se ponía turbantes. Jeff prefería los clásicos «jins» y la típica gorra con el emblema de los Timberwolves. No sintonizaba el canal de Al Yazeera, sino la CNN. No comía quipes, ni tipiles, ni dátiles, sino sanwichs y corn-flakes. Tampoco bebía té, sino cola. Y no usaba sandalias sino zapatillas «Converse». No celebraba el Ramadán, ni el año nuevo chino, sino el 4 de julio. No fue estudiante meritorio de ninguna madraza talibana o escuela coránica, sino de una simple y común escuela secundaria estadounidense.

No había peregrinado nunca a La Meca, ni se había bañado en el Ganges, ni había subido al monte en el que oró el profeta. Muy al contrario, Jeff solía ver por televisión los juegos de béisbol del equipo local mientras comía galletas Prezler. Y no fue en un campo de entrenamiento militar de Afganistán donde aprendió a fabricar bombas, sino en su apartamento de Boston y por Internet

A Jeff Weise, como a tantos otros escolares que han protagonizado incontables matanzas en escuelas y universidades estadounidenses compitiendo por ver quién es más mortífero, probablemente, Santa Klaus les dejaba por Navidad uniformes de combate, rifles automáticos, pistolas de todos los calibres para que aprendieran a apuntar y a disparar. Y antes de que aprendieran a hablar ya habían tenido la oportunidad de ver en televisión toda clase de guerras, escaramuzas, batallas, combates, con sus correspondientes e intrépidos comandos que nunca retroceden y siempre llegan a tiempo de salvarnos. Con ocho años ya se maquillaban con pinturas de guerra para tender emboscadas a los perros y gatos de la vecindad. Sus habitaciones estaban decoradas con gigantescos afiches a todo color de Rambos de gélida mirada, ametralladora en mano, exhibiendo bíceps y pesadas cartucheras alrededor del desnudo y musculoso torso. Probablemente eran habituales consumidores de comics que ensalzan hazañas militares, o de revistas donde se trafican mercenarios, armas, guerras de alta y de baja intensidad. Probablemente se pasaban el día en bélicos videojuegos. A no dudar que, antes de salir con la primera novia, ya tenían claro que los enemigos deben ser exterminados, que existe un perverso eje del mal que amenaza su estilo de vida, que ciertas odiosas minorías han tomado las calles y ponen en peligro su natural supremacía blanca, que hay que actuar ya…

Y los padres de estos apenas destetados pistoleros tampoco entendían la conducta de sus hijos. Los habían educado con arreglo a los más sólidos valores patrios y familiares. Para protegerlos, por supuesto, les habían enseñado desde muy temprana edad a manejar armas y hasta algunos buenos trucos de defensa personal para que ningún otro niño fuera a abusar de ellos: «No permitan que les peguen», les habían enseñado. También habían sido instruidos, como la mayoría de los niños, en su natural supremacía sobre las niñas, para que no fueran a tolerarle a ninguna que los desconsiderase o cometiera la equivocación de rechazarlos: «No permitan que les dejen» les habían enseñado.

Y como buenos estadounidenses también se habían preocupado porque los pequeños aprendieran a honrar país y bandera y a defenderse de toda clase de amenaza extranjera: «No permitan que los amenacen» les habían enseñado. Por si fuera poco siempre les habían celebrado sus cumpleaños, con sus imprescindibles velas, globos y cantos. También compartían con ellos el St. Thank Living Day y Halloween. Siempre habían cumplido con sus deberes ciudadanos votando una vez por los demócratas y otra por los republicanos, y habían respaldado la pena de muerte porque la sociedad debe protegerse de las hordas criminales.

Su encomiable y pedagógica labor tuvo su desenlace antes de tiempo, cuando sus hijos erraron el día y el disparo. Ahora no saben qué hacer. ¿Condecorarlos? No sería, tampoco, la primera vez. En 1998, el niño Adam Walter, enojado por quién sabe qué agravios padecidos en su escuela y que había decidido volar por los aires la escuela en general y su profesora de Ciencias en particular, fue descubierto a punto de realizar su sueño y condenado a 8 años de probatoria. Tal vez porque como aseguraba el abogado del niño «Walter es un buen chico, más allá de la histeria provocada por el incidente», la Fuerza Aérea de los Estados Unidos le ofreció una de sus mejores becas para ingresar a su academia una vez cumpliera el castigo.

Ni Jeff, ni Rudolph, ni Mc Veigh, ni Adam Walter, fueron detectados por los muchas agencias de información, centrales de inteligencia y formularios verdes que preservan la seguridad de los ciudadanos estadounidenses, porque sólo se aplican a ciudadanos extranjeros y, curiosamente, todos los citados asesinos que actuaban solos y al servicio de nadie eran ciudadanos estadounidenses y vivían en Estados Unidos, no en los confines de la tierra.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.