Nací tras el triunfo de la Revolución y viví siempre en Cuba. La educación que recibí fue conductista y autoritaria, centrada en verdades absolutas y poco abierta al diálogo y la negociación. Estudié Marxismo-Leninismo y la variante manualística no ayudó a mejorar ese condicionamiento de base.
Los medios de comunicación también hicieron lo suyo al favorecer una visión restringida y excluyente que impide todavía hoy una apertura a todas las zonas de ideología, que no admite la polémica, la contrastación de ideas y la diversidad de pareceres, ni siquiera en un marco de discusiones pro-socialistas.
El sistema político, con su Partido único y su culto a la disciplina y la unanimidad, ha promovido en el imaginario social cubano la tendencia a no respetar, aceptar o tolerar siquiera lo diferente. Una persona que se aparte de lo considerado políticamente correcto es ya un enemigo en potencia.
Presenciamos hoy un grave conflicto entre la situación que acabo de describir y la posibilidad real que ofrecen los medios digitales para que la ciudadanía en Cuba pueda difundir con libertad sus opiniones políticas y proponer alternativas. Pero la libertad de expresarse debe contener también el reconocimiento a la diferencia.
La libertad de expresión no debe ser para mí, sino para todos.
Durante algún tiempo pensé que esta especie de prepotencia y autoritarismo era algo natural; propio de nuestra idiosincrasia. El acercamiento a la historia de las ideas me mostró otra realidad.
Ser comunista en Cuba fue peligroso en el pasado. El Partido, fundado en 1925, estuvo ilegalizado hasta 1938. En el intervalo, muchos intelectuales que no eran ni remotamente partidarios de esa ideología, como Fernando Ortiz, entendía que aquí se debía hacer como EE.UU., donde: «en el corazón de Wall Street le ofrecen a uno unos señores elegantemente vestidos copiosa literatura comunista». Juan Marinello, aun sin ser miembro del Partido, en carta a Navarro Luna del 15 de febrero de 1931 le decía: «Eso se hace a la vista de capitalistas y guardianes del orden capitalista, pero a nadie se molesta por eso. ¿Y no sería lo interesante al cubano de ideas comunistas, que ese mínimum de posibilidad se diera en nuestra tierra? ».[1]
La legalización del Partido en Cuba abrió enormes posibilidades para sus miembros, que llegaron a formar parte del Senado y la Cámara durante doce años (1940-1952). Ahora se invertían los términos, pues desde 1947 hasta 1957, fueron los comunistas norteamericanos y sus simpatizantes quienes vivieron un verdadero calvario. El solo hecho de una posición ideológica afín al comunismo era motivo para ser interrogados, expulsados de los centros de trabajo o estudio y encarcelados. Las personas eran obligadas a declarar ante una Comisión para las actividades comunistas, lo que contradecía la primera enmienda de la Constitución norteamericana que proclama la libertad de pensamiento, expresión y asociación.
Mientras en el Norte se les perseguía, aquí los comunistas tenían un diario, una revista, una editorial, una librería, una agencia de viajes… y aunque tuvieron que sufrir los embates de la Guerra Fría jamás se llegó a los extremos antidemocráticos que se vivieron en el vecino país.
Los extremismos en el ámbito de la política no son atribuibles a una ideología específica, responden a carencias cívicas. A las tensiones actuales que se manifiestan dentro de Cuba, se suman las posturas de algunos actores de su emigración, con semejante nivel de revanchismo y absolutismo. Son perspectivas tan extremas que llegan a acercarse. Ambas se creen únicas dueñas de la verdad, ambas reclaman para sí la razón y la autenticidad.
Somos testigos hoy de un campeonato de intolerancia entre las dos orillas.
Si al interior de Cuba se firman decretos-leyes que desconocen la Constitución y permiten multar o encarcelar a los ciudadanos por manifestar críticas y denuncias o, en el mejor de los casos, se les ofende burdamente en las redes sociales; entre algunos sectores de la emigración se impulsan ajustes de cuentas y se induce una cacería de brujas que recuerda al macartismo en sus peores momentos, aderezado con la experiencia de un reality show.
Política en tiempo de reguetón, que olvida que el irrespeto al pensar diferente es tan reprochable aquí como allá. Que si queremos que aquí se permita la libertad de pensamiento, palabra y expresión tendrían que empezar por dar ejemplo de ella. ¿Qué ofrecen a cambio de intolerancia y extremismo? ¿Más intolerancia y extremismo? No, gracias, prefiero luchar por cambiar mis circunstancias activamente pero sin mirar al otro lado del mar. Esa no será nunca una solución verdadera.
Nota:
[1] Ana Suárez Díaz: Cada tiempo trae una faena… (Selección de correspondencia de Juan Marinello Vidaurreta 1923-1940), Editorial José Martí, La Habana, 2004, p. 231.