Lo que comenzó como una política del imperialismo frente a procesos de crisis sociales agudas como fueron las que atravesaron el mundo en la década de los 70 y comienzos de los 80, la reacción/contrarrevolución democrática, se ha transformado en toda una metodología (¿»ciencia»?) para profundizar en la sumisión de las poblaciones. Con este objetivo se apoyan en que las condiciones sociales les permitía la modificación consciente del carácter de las personas con consecuencias políticas decisivas para la lucha de clases.
Es tarea de la psicología descubrir cómo se produce esa modificación en la estructura del carácter y su reproducción en todos y cada uno de los miembros de la sociedad, en este texto se pretende analizar las consecuencias políticas.
Tras 40 años de campaña contra cualquier alternativa colectiva a la crisis del sistema, favorecida como luego se verá por el colapso de la URSS, la «reacción democrática» ha sido interiorizada por todos los individuos de la sociedad, que asumen como natural el «techo de cristal democrático» que no se puede traspasar; parafraseando la Biblia, los medios del sistema dicen sistemáticamente, «no mires más allá, pues te transformaras en estatua de sal».
De esta manera, la ideología se convierte en «el poder material» que teorizara Wilhelm Reich, que influye de manera determinante en la actividad humana, económica o política y que Trotski trasladara a la teoría política cuando afirmó, en el Programa de Transición, que la «crisis de la humanidad se reduce en última instancia a la crisis de su dirección revolucionaria», donde cristaliza ese poder material de la clase obrera.
«En la sociedad de clases, la clase gobernante asegura su posición con ayuda de la educación y las instituciones rectoras de todos los miembros de la sociedad. Pero no se trata de imponer a los miembros de la sociedad ideologías, actitudes y conceptos. Más bien se trata de un proceso de profundos alcances en cada nueva generación, de la formación de una estructura psíquica, que corresponda al orden social existente, en todos los estratos de la población». (Análisis del carácter, Wilhelm Reich, citado por Carlos Castilla del Pino en Psicoanálisis y Marxismo)
La reacción democrática y la dictadura burguesa
La idea de que algo dicho o hecho es “políticamente correcto” surge allá por los años 80, como una forma de proteger a las minorías. Una persona que actúa de manera políticamente correcta es la que toma en cuenta los valores de todos los grupos humanos y evita cualquier posible discriminación u ofensa hacia ellos por motivos de sexo, preferencias sexuales, género, ideología política, religión, raza, etc.
A diferencia de lo “políticamente correcto”, que es de uso habitual, el concepto de “reacción democrática” es mucho más desconocido, y viene a sintetizar una idea clave para entender el presente, la utilización de lo “políticamente correcto” y las conquistas democráticas sintetizadas en los Derechos Humanos al servicio de los intereses de la clase burguesa. El que mejor definió su carácter fue, sin saberlo, Aldous Huxley en El Mundo Feliz de 1932, cuando escribió:
“Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”. Es decir, “la sociedad de consumo puede definirse como la forma social que adopta la alienación en la libertad” (Carlos Castilla del Pino, Psicoanálisis y Marxismo).
La descripción que Huxley hace de la “dictadura perfecta” nos remite a una caracterización que el mismo marxismo revolucionario ha olvidado en muchas ocasiones, la democracia burguesa, incluso la más completa, no deja de ser más que una dictadura de la clase dominante sobre la clase obrera y los sectores oprimidos de la sociedad. Que “gracias al consumo y el entretenimiento” la sociedad crea que vive en un mundo libre (¿feliz a la manera de Ayuso?), no puede ocultar la realidad de que la “esclavitud” precapitalista fue sustituida por la “esclavitud asalariada” del capitalismo.
No obstante, este envoltorio democrático y libre de la dictadura burguesa no basta para sostener todo el andamiaje que es la sociedad capitalista. Cada cierto tiempo se producen crisis y el “consumo y el entretenimiento” caen, desvelando su verdadero carácter autoritario y dando lugar a convulsiones sociales profundas a las que la burguesía y sus estados deben responder de todas las maneras, con el fin de evitar procesos que cuestionen su poder.
I.- Los cambios en las formas de respuesta
Hasta los años 70 el capital respondía habitualmente a los procesos de lucha obrera y popular agudos, los periodos de crisis, con la represión pura y simple aun manteniendo en casos las formas democráticas. Son innumerables los ejemplos, que van desde el golpe de estado y la instauración de una dictadura militar hasta la utilización de las fuerzas militares (Guardia Nacional, Gendarmería, etc.), como fue el caso de los EEUU frente a las luchas contra la guerra del Vietnam o por los derechos civiles, o en Francia frente a las luchas de los inmigrantes argelinos.
Por su parte, en el terreno de lo individual y privado, la represión dentro de la familia y el entorno social la marginación era la norma por querer expresar cada uno su sexualidad o por el simple hecho de ser mujer, negro, etc. Cuando la presión social / familiar no bastaba para coartar la libertad individual, el estado utilizaba sus medios de coerción legales para imponer el orden, con agresiones físicas, encarcelamientos, etc.
La legislación frente a estos derechos se basaba básicamente en la prohibición pura y simple de derechos como el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, …, etc. Y esto en los estados más liberales, porque en los casos de dictaduras como la española se veía fortalecido por el papel de la iglesia y la ideología dominante, el nacionalcatolicismo.
Todo este engranaje comienza a resquebrajarse en los años 60, cuando las luchas obreras, democráticas y anticoloniales se extienden por todo el mundo como un reguero de pólvora que estallan en los 70 con la crisis de las tres grandes dictaduras europeas, Estado Español, Portugal y Grecia, y primeros de los 80, al producirse procesos revolucionarios en todos los continentes, siendo Vietnam, Portugal, Nicaragua o Argentina sus momentos más agudos.
La burguesía a nivel mundial comprende que la política del “palo” no alcanza para enfrentar las luchas que estaba provocando la crisis del sistema montado tras la II Guerra Mundial, en concreto la ruptura del acuerdo de Bretton Woods; se encontraban frente a unas generaciones que no habían conocido los desastres de la guerra y se habían educado en los derechos conquistados bajo los “treinta gloriosos”, el llamado “estado del bienestar”, así como avances en las libertades individuales que buscan ampliar.
Comprende que no puede enfrentar este ascenso de las luchas, que no solo son obreras, sino que combinan las exigencias democráticas antiimperialistas (Vietnam, Nicaragua), con las sociales (defensa y extensión de las conquistas previas) e individuales (reconocimiento de las identidades de las personas, derechos individuales, etc.) como el “bombero loco”; que con “el palo” solo agudiza las contradicciones que amenazan con desalojarla del poder en varios países.
Por otro lado, se encuentra ante el reto de superar la crisis económica que había detonado en el 72/73, bajo el nombre de la “crisis del petróleo”. Tiene que imponer una derrota a la clase obrera para aumentar la tasa de explotación y la extracción de plusvalía, que recupere la anémica tasa de ganancia, y eso no lo podía hacer solo a base de “palo”; debía ofrecer algo a cambio de que se aceptara este retroceso, donde, como luego se verá, cumplen un papel central las organizaciones obreras y populares así como las ONG.
En tercer lugar, la existencia de la URSS y los estados obreros burocráticos le imponía unos límites para lograr estos objetivos; necesitaba como comer, literalmente, nuevos mercados que explotar para que esa recuperación fuera más allá de una salida temporal. Había que cambiar de época del capitalismo, pasando del “paternal” basado en el “estado del bienestar” al puro simple capitalismo,…; pero debía hacerlo sin que pareciera que se estaba retrocediendo al siglo XIX, sino “avanzando”.
Bajo el rótulo de “revolución conservadora” (un oxímoron, una revolución no puede ser, por definición, “conservadora”; esto es una “contrarrevolución”) que abanderaron Thatcher y Reagan con el papa Wojtyla (Juan Pablo II) como escudero ideológico, se comenzó a dar forma a toda una política que Orwell definiría como “neo lengua” apropiándose de conceptos hasta ese momento identificados con la izquierda (“la revolución conservadora”, los “luchadores de la libertad” en Nicaragua, etc.), y que no era otra cosa que empezar a incorporar al ideario de los medios de comunicación lo “políticamente correcto” como parte del discurso dominante.
La reacción democrática y los “derechos humanos”, principal política de la burguesía
Sobre esta base de la “neolengua” dicen defender los “derechos humanos” y la democracia cuando los conculcan sistemáticamente con ejércitos y paramilitares/contratistas que actúan “bajo bandera ajena”, reconduciendo las luchas sociales más agudas. Una política que con el tiempo se ha convertido en el más pérfido enemigo de los trabajadores y pobres del mundo, porque usa contra ellos sus legítimos anhelos de paz y libertades, sintetizado en lo que en aquel momento se conoció como “frente por la paz social y la democracia”.
A las masas en lucha había que darles algo más que la etérea “lucha contra el comunismo” de los años 50 puesto que la crisis del sistema capitalista en los 70 lo hacia increíble; había que «convencerlos» de que el “capitalismo era el mejor de los sistemas posibles”, y la “democracia burguesa” el caldo de cultivo para el desarrollo de las libertades individuales y el ser humano. No bastaba con presentar a los “comunistas” como seres apestosos, fríos y sin sentimientos (Hollywood se encargaba de esta propaganda) obsesionados con anular al individuo, sino que había que presentar Occidente como el máximo de la libertad individual.
Esta política se tradujo en la consigna “libertades y elecciones a cambio de renuncia a la revolución” que encajaba como anillo al dedo con la teoría de la revolución por etapas defendida por los reformistas de todo pelaje; “primero conquistemos la democracia, después hagamos la revolución”.
Tras reconducir las crisis políticas de las tres dictaduras europeas (Grecia, Portugal y el Estado Español) a través del acuerdo con las organizaciones de la clase obrera, los Partidos Socialistas y Comunistas, que se sintetizó en el “nosotros os damos libertades a condición de renunciar a la revolución”, el imperialismo extendió esta política al resto del mundo, especialmente a la revolución centroamericana, donde se había logrado un triunfo histórico con la derrota de la dictadura de Somoza y la subida al poder del FSLN.
Cuando Castro dijo que en Nicaragua no había «un régimen socialista, hay un régimen de economía mixta; hay, incluso, un régimen pluripartidista: está el Frente Sandinista y hay grupos de izquierda y, ¿por qué no?, hay algunos partidos de derecha. De modo que no podemos imaginarnos a Nicaragua en una situación exactamente igual a la de Cuba» (discurso del 26 de julio de 1980), estaba sentando las bases para una de las traiciones más graves del castrismo, el apoyo a los acuerdos de Contadora, pues estaba admitiendo los límites que la burguesía y el imperialismo establecían a la lucha de la clase obrera.
La dirección castrista, al marcar estas diferencias cualitativas entre Cuba y Nicaragua, avaló los acuerdos entre las guerrillas centroamericanas (el FSLN, el Frente Farabundo Martí de El Salvador, la guerrilla guatemalteca, …) con el imperialismo y sus gobiernos títeres, donde a cambio de “libertades” y “democracia”, renunciaban a la revolución; en un momento en que tras el triunfo nicaragüense, los tenían contra las cuerdas. La integración electoralista de las guerrillas en regímenes «pluripartidistas» como el nicaragüense alabado por Castro significó su derrota y la de toda la revolución centroamericana.
El tercer gran momento de esta nueva política burguesa, de “libertades a cambio de renunciar a la lucha revolucionaria” fueron los acuerdos de Oslo, entre el estado sionista de Israel y la OLP, auspiciados por el imperialismo yanqui, donde bajo la promesa de un “estado palestino”, la OLP renunciaba a la lucha por una Palestina Laica, Democrática y no racista, y la consiguiente destrucción del estado teocrático y sionista de Israel.
En todos los casos, era imprescindible que las organizaciones de masas, los partidos comunistas, socialistas o las guerrillas, asumieran su parte en el pacto legitimándolo ante las poblaciones. La falta de una dirección revolucionaria con peso social que ocupara el vacío en la dirección política, favoreció y de que manera el giro contrarrevolucionario que se concretó en los años 90, cuando la restauración del capitalismo en los estados obreros acabó con todas las conquistas previas con el aval consciente de las burocracias, reconvertidas en burguesas (democráticos o no).
En este proceso fue cuando la política de “reacción democrática” alcanzó su gran triunfo; el colapso de los llamados “estados del socialismo realmente existente” fruto de la conducción burocrática de la economía, empujó a las masas en brazos del capitalismo. Se tiró al “niño”, las relaciones sociales que escapaban de la ley del valor y las del mercado, con el “agua sucia”, la burocracia que había sentado las bases para ese colapso. La burguesía no tuvo más que ligar “democracia con economía de mercado”, y cayeron como fruta madura; no sin respuesta social. Pero fue una respuesta “sin un fin”. El que la burocracia “socialista” fuera la responsable del colapso se asoció al “socialismo” que la burguesía alimentó de todas las maneras habidas y por haber, desarmó la respuesta social a la restauración. Dicho de otra forma, fue el triunfo de la “contrarrevolución democrática” la que permitió la restauración del capitalismo.
Los DDHH al servicio de la política imperialista
Aclaremos, los Derechos Humanos que dice defender la ONU son los derechos individuales de la burguesía con otro nombre, lo que los revolucionarios franceses llamaron “derechos del hombre y el ciudadano” en su desarrollo acorde con los tiempos. Es preciso aclarar este contenido, para entender todo lo que sigue.
Como todo lo que no avanza retrocede, las exigencias democráticas (aborto, divorcio, derechos individuales, independencia nacional, etc.) fueron plenamente integradas en el mismo sistema e, incluso, utilizadas para la recuperación de la tasa de ganancia pues con su mercantilización supusieron la creación de nuevos sectores productivos que ampliaron la base económica del sistema.
Por su papel en las luchas sociales de aquellos años, veamos dos ejemplos de cómo una lucha democrática que no avanza al socialismo, a romper con el capitalismo y el imperialismo, retrocede y se convierte en un nuevo freno a la lucha revolucionaria.
En los años 50 y 60 se da en todo el mundo un proceso descolonizador, especialmente en África. Las lucha de las colonias portuguesas (Angola, Mozambique y Guinea Bissau) están en el origen de la revolución en la metrópoli, Vietnam primero y Argelia después abren una crisis de gran calado en Francia, etc. Salvo Cuba que en 1959 establece el primer estado obrero de América, y Vietnam en 1975 que se suman a los pueblos que escapan del capitalismo, todos los demás pueblos que se independizan en ese periodo no rompen con las relaciones sociales capitalistas y las diferentes potencias imperialistas recuperan su dominio, ahora bajo la forma de las “semicolonias” definidas por Lenin; aquellas naciones que son independientes formalmente “pero dependientes por mil hilos financieros, económicos y diplomáticos”. Alcanzan la independencia política pero no lo son en realidad.
El otro gran ejemplo de esta “ley del péndulo” lo constituyen las luchas por la liberación sexual de los 60 y 70, que tuvieron su máximo exponente en “los tres días de amor y paz” del Festival de Woodstock, donde se cuestionaban la moralidad burguesa vigente, pero no cambiaban para nada las relaciones sociales de producción capitalistas.
Como el camino del socialismo fue derrotado a comienzos de los 80, lo que había comenzado anunciando un cambio y una liberación, se transformó en su contrario; en la mercantilización de las relaciones sexuales y del cuerpo de la mujer. Así tenemos que hoy, 50 años después, la pornografía y la prostitución son unos de los principales negocios de la burguesía mundial.
El aborto, allí donde es legal, suele ser un negocio de primer orden, puesto que su legalización no supone necesariamente que sea gratuito y a cargo de los servicios públicos de salud, sino que como todos los derechos individuales en la democracia burguesa (expresión, reunión) son meramente formales; o lo que es lo mismo, para su ejercicio dependen directamente de la propiedad privada y del capital transformándose en lo que cínicamente llaman los economistas burgueses: nichos de mercado. Quien tiene dinero puede ejercerlos, quién no, queda fuera de ese ejercicio.
La burguesía y sus intelectuales aprendieron unas lecciones muy valiosas de las crisis de Portugal, Estado Español, Argentina; no enfrentar frontalmente los ascensos de las luchas obreras y sociales; sino integrarlas en la medida de lo posible en las instituciones democráticas del aparato del estado. Al tiempo que el “estado del bienestar” se desmantelaba, privatizando los servicios rentables, se fortalecía la neolengua “democrática”, “políticamente correcta”, supuestamente integradora de todas las contradicciones sociales… menos la de clase, que es inintegrable pues hace a la esencia del sistema capitalista.
“La forma inteligente de mantener pasivas a las personas y obedientes es limitar estrictamente el espectro de la opinión aceptable, pero permitir un airado debate dentro de este espectro -incluso fomentando puntos de vista críticos y disidentes [dentro de este límite]-. Esto le da a las personas la sensación de que hay un libre pensamiento aconteciendo, pese a que todo el tiempo las presuposiciones del sistema están siendo reforzadas por los límites impuestos en el espectro del debate”, analiza Chomsky en El Bien Común.
A esta tarea pusieron a pensar a todos los think thanks, universidades e intelectuales de la burguesía, con las norteamericanas a la cabeza, y a las ONGs a trabajar; había que crear un nuevo marco teórico, ideológico y organizativo para disolver la lucha de clases en un totum revolutum social. El neoliberalismo y su correlato progresista, el pos modernismo y el pos marxismo, fueron las claves para la construcción de ese nuevo marco.
II.- La crisis y colapso de la URSS: la victoria del individualismo
Más allá de toda su degeneración, la URSS (y el resto de los estados obreros) eran la expresión ante la humanidad que era posible organizar la sociedad bajo criterios colectivos rompiendo con el individualismo sobre el que se basa el capitalismo. Un individualismo que constituye el cimiento sobre el que se eleva toda construcción ideológica burguesa: el individuo emprendedor, resiliente y competitivo, empoderado, es la pieza clave de la religión oficial actual, tanto del neoliberalismo como del posmodernismo.
Las luchas por los derechos individuales dentro del capitalismo son en un arma de doble filo, por un lado, pueden significar un avance en la construcción de la personalidad del ser humano, reafirmando sus potencialidades como individuo; por otro, en el marco de una sociedad que, como el Rey Midas, todo lo que toca lo convierte en “oro/mercancía”, esas potencialidades nunca serán verdaderamente humanas, sino las que el mercado quiera que se desarrollen basadas en la competitividad y la acumulación… El “tener” en vez del “ser” es el primer mandamiento de esa “religión laica” oficial.
La URSS ponía sobre la mesa el cuestionamiento de esta lógica; la tragedia para el mundo fue que bajo ese cuestionamiento se escondía una sociedad muy enferma, donde la degeneración burocrática de su construcción había minado, y de qué manera, las mismas bases de su construcción. La defensa de lo colectivo no era más que una justificación para el dominio de la sociedad por una casta burocrática que se movía por los mismos intereses que la burguesía, la acumulación de riqueza y poder.
De la misma manera que “el internacionalismo proletario” y la unidad de la clase obrera era utilizada por la burocracia para someter a los pueblos, anatemizados bajo al acusación de que con la autodeterminación solo querían romper esa unidad, la defensa de lo colectivo solo escondía la incapacidad de la burocracia para cumplir la promesa que hiciera en los años 30 y 40, “en pocas décadas superaremos al capitalismo”. Al final la mayoría de esos burócratas se hicieron capitalistas y hoy abanderan unos estados donde el individualismo burgués, corrupto y competitivo, alcanza cotas difícilmente de superar.
La caída y colapso de la URSS no solo fue el de la corrupción burocrática, sino que con ella se llevó cualquier defensa posible de lo “colectivo” como superior al “individualismo” burgués, pues se asoció a los males de la burocratización. La burguesía no podía por menos que frotarse las manos, la desaparición de la URSS le había puesto en bandeja la bandera sobre la que se basa toda la política de “reacción democrática”: el individuo y sus derechos son todo, lo colectivo y la alternativa socialista al capitalismo es nada.
Esta negación de lo colectivo como alternativa no se ciñe a los aspectos más generales de la sociedad, sino que atraviesa hasta las luchas obreras en defensa del puesto de trabajo que actualmente tienen un “techo de cristal” que los burócratas sindicales se niegan a traspasar, la propiedad privada como única alternativa a la crisis. Así vemos que en vez de levantar la consigna de “nacionalización para garantizar todos los puestos de trabajo”, se defiende sistemáticamente la “búsqueda de un inversor privado” solvente. Esta es una manifestación más que evidente de como la burocracia sindical se convierte en transmisor de la ideología burguesa.
III.- El caso Djokovic y las banderas de la izquierda
La expulsión en el 2022 de Australia del jugador de tenis Djokovic por su negativa a vacunarse del Covid 19 ante el Open de tenis en el país austral, puso sobre la mesa un debate que, desde hace unos años, se tiene en la izquierda -vamos a admitir un concepto tan amplio como este-: ¿cuáles son sus banderas?
Una aclaración previa sobre el papel de Australia, pues parecería que este estado es un abanderado del bien social expulsando a un no vacunado. El gobierno y el poder judicial australiano actuaron ante un Sr. que es “rico y poderoso” como no actúan frente a inmigrante pobre del sudeste asiático, con dudas. Frente a estos el gobierno australiano es duro y no tiene contemplaciones, frente a un Djokovic lo aloja en un hotel y duda hasta el último momento. No caigamos en idealizar las democracias burguesas, porque antes que democracias son burguesas.
La libertad del individuo Djokovic, como tantos otros no vacunados del mundo, invocan su derecho a decidir sobre su persona, es decir, defienden su libertad individual frente a lo que ellos dicen, gobiernos opresores: se presentan como adalides de la “libertad individual”. Sin embargo, son unos liberticidas que se saltan, incluso, la máxima de que “mi libertad termina donde empieza tu libertad”, puesto que al poner en riesgo de enfermar a su entorno están atacando su libertad. En nombre de su derecho a decidir sobre su cuerpo, confunden la concepción burguesa del individualismo con la libertad. Esta misma concepción es la que llevó a Trump a la presidencia de los EEUU o a Ayuso a ganar las elecciones en Madrid.
Sin embargo, cierto es que su alegato “libertario” tiene un elemento de verdad, los mismos que los expulsan y critican por insolidarios, son los representantes de los principales liberticidas del planeta, los grandes capitales, que en el caso de la salud se corporizan en las farmacéuticas; ¿o acaso ahora resulta que esta industria está más preocupada por la salud de las personas que por sus beneficios? Los mismos gobiernos que mantienen abierto Guantánamo, que reprimen brutalmente al pueblo palestino o los que se han negado rotundamente a enviar vacunas de Covid a África, son los que acusan de “insolidarios” a los no vacunados, y los expulsan de sus países.
Mayor hipocresía imposible. De la misma manera que la “revolución conservadora” de Reagan ocultaba la contrarrevolución neoliberal, la “neo lengua” de los que dicen defender en nombre de la salud pública frente la pandemia o los “derechos de los pueblos” frente a los agresores, ocultan lo que en realidad son, unos gobiernos antiobreros y antipopulares. Como esta falsedad se transmite por mil hilos de comunicación, desde los grandes medios hasta las redes sociales, el resultado es nefasto en la conciencia de las poblaciones, pues la práctica cotidiana choca con la “neo lengua” políticamente correcta, dejándolos en evidencia. Frente a estos gobiernos hipócritas los “no vacunados”, los “negacionistas” de todo (del holocausto, del cambio climático, de la dictadura franquista, etc.) dicen hablar claro, no sometiéndose a ellos, y así se apropian de la bandera de la libertad apareciendo como los defensores del individuo y sus derechos, mientras los defensores de la salud pública o los derechos de los pueblos, lo hacen a costa de las libertades.
Ambos prostituyen la idea de libertad que fue, de siempre, una de las banderas de la lucha revolucionaria contra los opresores. “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres” dice Cervantes en El Quijote. La revolución francesa se hizo bajo el lema de la “liberté” contra la arbitrariedad absolutista, aunque después se descubriera que en realidad se referían a la libertad de la burguesía para explotar a la clase obrera.
El “descubrimiento” del carácter burgués de esa concepción de libertad no hizo que la clase obrera renunciara a la lucha en su defensa, el comunismo será “el reino de la libertad” frente al “reino de la necesidad” de las sociedades divididas en clases, dirá años después Marx; por ello, fue ella la que asumió como central la lucha por su extensión a toda la sociedad, desde el voto hasta los derechos de reunión, asociación, expresión… que en un principio estaban restringidos a los propietarios, es decir, a los burgueses. La conquista de las libertades individuales para el conjunto de la sociedad fue un logro que permitió a la clase obrera y a los sectores populares plantearse objetivos más ambiciosos, que no se limitaban a ejercer los derechos políticos. Bajo su existencia se pudieron desarrollar las organizaciones obreras y populares en lucha por los derechos sociales y la condiciones de trabajo.
Aun así, no dejaba de moverse bajo el manto de la concepción burguesa de libertad, individualista, “mi libertad termina donde empieza la de los demás”. Por ejemplo, desde hace muchos años, en concreto, desde el triunfo del neoliberalismo y el posmodernismo, ha calado en la sociedad la “libertad de trabajar” como una derivación de la concepción individualista de las relaciones sociales. Si “mi libertad termina donde empieza la de los demás”, está claro que nadie me puede imponer una decisión colectiva. Los “demás” tienen que respetar mi “individualidad”, que esto en una huelga se convierte en que nadie puede coartar “mi libertad de ir a trabajar”, avalando en lo teórico el esquirolaje. Lo que decida la asamblea de trabajadores y trabajadoras no es imperativo, sino como mucho indicativo… Nadie puede impedir que rompa esa decisión y vaya a trabajar, puesto que estarían vulnerando mi “libertad”.
Esta es la lógica de los “Djokovic”, nadie me puede imponer la vacunación porque estarían vulnerando “mi libertad”. Como los gobiernos que lo imponen no están legitimados ni de lejos para ser adalides del bien común, puesto que responden a los intereses del capital privado, comenzando por las farmacéuticas, el mensaje de los “libertarios” de extrema derecha encuentra un punto de apoyo en la realidad para extenderse como un reguero de pólvora.
Las banderas de la izquierda: la libertad y la defensa del bien común
Según un estudio de la Universidad de Wageningen, Países Bajos, y la de Indiana, EEUU, el lenguaje público de los últimos 40 años (justo los del neoliberalismo y el posmodernismo/nueva política) marca que la verdad de los hechos y la racionalidad están perdiendo transcendencia frente a la intuición y la emoción; y concluye, “la tendencia va en paralelo con el reemplazo de lo colectivo por lo individual” (Levante-El mercantil valenciano).
Esta contradicción se manifiesta en la superficialidad en las concepciones de “libertad” y “bien común” y sus interrelaciones. Decía Marx que “si la forma de expresión aparente y la esencia de las cosas coincidieran de manera inmediata, toda la ciencia sería superflua”; la intuición y las emociones captan las formas de las cosas, pero es precisa la racionalidad y el estudio de los hechos para llegar al fondo de la realidad.
Si la libertad y el bien común fuera no ya lo que los revolucionarios franceses entendían, la libertad y el bien común burgués confundido con el del conjunto de la sociedad, sino lo que los “no vacunados” o los gobiernos entienden, tiene lógica que la sociedad se polarice alrededor de ambos aspectos de la realidad, como es lo que está sucediendo. Si nos quedamos en la apariencia de las cosas, lo que se nos manifiesta como evidente, sin profundizar en las causas que lo motivan, es una verdad revelada alrededor del cual no caben otras perspectivas. Esta es la esencia del pensamiento religioso, se convierte en auto de fe que fanatiza a quien lo asume fácilmente por su superficialidad.
La “libertad” de los “Djokovic” no es ni tan siquiera la de los revolucionarios burgueses, que al menos le daban un sentido social, burgués, pero colectivo. La banalización del sentimiento de libertad es basura para consumo de las Tvs que solo buscan eso, soluciones simples a lo que es un problema complejo. De aquí a la secta y al fanatismo no hay ni un paso, es la esencia de la religión que se dirige a las emociones, no a la razón.
Respecto al “bien común” que dicen defender a través de lo “políticamente correcto” los gobiernos la cuestión es un poco más compleja, pero muy visible. Los gobiernos son tan burgueses como los revolucionarios franceses que defendieron “el bien” de los propietarios como “el bien común”. Son más de 200 años repitiendo machaconamente a la sociedad que lo que es bueno para el capital es bueno para la sociedad, mensaje que se vio alimentado cuando la caída del Muro de Berlín y la restauración del capitalismo en los estados “socialistas”.
El único “bien común” que quedó en pie fue el del capitalismo, convertido en el “único sistema realmente existente”, mensaje que fue asumido por la inmensa mayoría de la sociedad y sus intelectuales. Fue Thatcher quien lo grabó a fuego en las frentes de los seres humanos cuando dijo: “no hay alternativa”. Pero la realidad es mucho más teimuda que todas las frases para hacer titulares: el bien común del capital es el opuesto por el vértice al de la sociedad y esta lo está descubriendo a golpe de pandemia, de crisis climática, crisis social y guerra, que pagan los de siempre, los trabajadores y trabajadores, los pueblos y los oprimidos.
Si embargo no podemos olvidar el peso que la «conciencia» tiene en la actividad humana; fue Wilhelm Reich el que encaró este problema (no lo resuelve, se queda en la caracterización) con un estudio sobre la ideología «como poder material». Para Reich, las falsas conciencias fruto de la ideología pequeño burguesa son un poder material que dificulta el camino de la clase trabajadora hacia una salida revolucionaria, y que cristalizan en organizaciones políticas, ya sea el nazismo y su «anticapitalismo», ya sea la socialdemocracia o posteriormente el estalinismo y ahora la posmodernidad junto con su aparato ideológico, lo «políticamente correcto».
El triunfo en las conciencias de las poblaciones, que hacen como suyo los conceptos superficiales de «libertad», “el techo de cristal democrático” y lo «políticamente correcto» que no se puede superar, hace que ya no precisen de fuertes organizaciones obreras y populares, de guerrillas de masas con el objetivo de la transformación socialista de la sociedad; las poblaciones tienen interiorizado tras 40 años de neoliberalismo y pos marxismo los límites de la democracia burguesa transformado en «un poder material».
IV.- La transformación de lo políticamente correcto en una falacia contrarrevolucionaria
Si bien lo “políticamente correcto” surgió como una “protección” de las víctimas del sistema, con el paso del tiempo y el avance de la reacción democrática burguesa que lo integró en su discurso, se ha transformado en su contrario. Un ejemplo paradigmático es la legislación sobre los delitos de odio en el Estado Español; de una manera absolutamente perversa, lo que era una legislación para la “protección” de los sectores más débiles de la sociedad, se ha convertido en una herramienta de defensa de los opresores. Y así, vemos como las bandas nazis o las fuerzas policiales recurren a este delito para denunciar a los que les combaten: ¿cómo se puede retorcer tanto unas palabras, para conseguir que los ejecutores sean considerados víctimas?
El quid de la cuestión estriba, en abstracto, en el carácter de clase de lo que es lo “políticamente correcto” y que defiende, y en concreto, en la ley del péndulo; todo lo que no avanza, retrocede.
Vayamos por partes.
Los derechos individuales, que tuvieron su big bang con “los derechos del ciudadano” de la revolución francesa, fueron las banderas bajo las que la burguesía agrupo al conjunto de la sociedad (civil) para enfrentar las anquilosadas estructuras del feudalismo.
Frente a los privilegios de sangre de los aristócratas levanto el principio de “todos somos iguales ante la ley”; una ley que no dependía de la arbitrariedad del monarca absoluto, sino que era obra de diputados elegidos, primero por voto censitario; por ejemplo, después del Termidor que acabó con la fase revolucionaria iniciada en 1789 en Francia el Parlamento era elegido por 20 mil hombres libres y propietarios, estando excluido el resto de la sociedad. Solo después de muchas luchas, se conquistó el sufragio universal.
Mientras en los modos de producción no capitalistas las diferencias entre las facciones de las clases dominantes se dirimían por la fuerza o la astucia (bodas dinásticas, asesinatos y complots, guerras, etc.), el voto es la herramienta privilegiada bajo la dictadura de la burguesía. Con el sufragio universal se matan dos pájaros de un tiro, se resuelven pacíficamente diferencias que en otras formaciones sociales habría sido resuelta por la guerra, y dos, se legítima ante la población, pues esta aparece como implicada en la resolución de las contradicciones. Con su voto aparentemente decide.
Los derechos individuales y el voto son la clave de bóveda de todo el sistema burgués democrático, y todo se basa en el poder del individuo elevado a la categoría de dios; aunque después, parafraseando el dicho, “el hombre propone y el dios/capital dispone”. Ese individuo que aparecía como la columna alrededor de la que todo giraba, no es más que un corcho en la tormenta del mercado y la sociedad burguesa, donde el poder real reside, no en las instituciones electas, sino en los contubernios de los Consejos de Administración, los Clubes Financieros y las Cumbres de negocios.
Lo “políticamente correcto” no es más que una ideología de la que se vale este sistema para evitar la visualización de su verdadera cara: un sistema que se basa en la explotación de la clase obrera y la opresión de la mayoría de la sociedad. “Lo políticamente correcto”, al final, se queda en una jerga para la autoafirmación identitaria sectorial que no supone ningún riesgo para el sistema; lo tiene perfectamente integrado.
Así, de nacer como una herramienta para la “protección” de las víctimas del sistema, se ha convertido en un medio de educación de las masas y de censura usado a su conveniencia. Mientras el capitalismo se hunde en la espiral de crisis social, climática, violencia y guerra; lo «políticamente correcto» desarma a las poblaciones frente a esta realidad a través de la jerga identitaria, «buenista», como si el mundo ya hubiera alcanzado el máximo de desarrollo individual, cuando la realidad es exactamente la contraria: nunca tan enferma estuvo la sociedad.
El segundo aspecto señalado es la “ley del péndulo”, es decir, todo lo que no avanza, retrocede. Como se vio, lo “políticamente correcto” surge en uno de los periodos más revolucionarios de la historia humana, el que se abre con el mayo del 68 y se cierra con la derrota de la revolución nicaragüense a comienzos de los 80, la última en la que abiertamente se pone en cuestión el sistema capitalista en un país.
Desde ese momento, aunque el sistema capitalista ya ha generado todas condiciones sociales, económicas y políticas para su desaparición, no se ha producido ningún otro proceso de lucha revolucionaria donde la transformación socialista de la sociedad sea el eje de las diferencias entre las fuerzas de la izquierda. Desde los años 80 todas estas discusiones giran alrededor de la “radicalización de la democracia”, y solo de manera muy etérea, algunos sectores hablan de “socialismo”, pero no en el sentido que se hacía hasta los 80, sino como una forma de ocultar un neo keynesianismo social: el “socialismo del siglo XXI” de Chávez no era más que un estado que seguía siendo burgués, no había expropiado a la burguesía, pero que aplicaba políticas “sociales”. Era una gran ONG.
En la fase de decadencia del sistema capitalista, todo proceso de lucha social, sea obrero, de género, nacional o racial, que no avance hacia el socialismo, expropiando a la burguesía, retrocede a periodos históricos previos. Al final, en nombre de unos derechos convertidos en el segundo mandamiento de lo “políticamente correcto”, es la burguesía la que decide cuáles son los límites a la lucha social: como el individuo es el “rey” de la creación, todo lo que atente contra su subjetividad, es rechazable por definición.
¿Hemos llegado al techo? La vía jurídica del cambio
Si hacemos caso no solo a los apologistas del sistema como Fukuyama que defendió que con el colapso de la URSS y la restauración del capitalismo, el mundo había llegado al “fin de la historia” y la democracia capitalista había demostrado su superioridad respecto al comunismo; sino a los pos marxistas “progresistas”, habría que concluir que a lo máximo que las masas oprimidas pueden aspirar es a “radicalizar la democracia”.
Parece que los Derechos Humanos son el máximo techo de bienestar y libertad a la que se puede aspirar, y que, como mucho, lo más que se puede hacer es “ampliar” su radio de acción. De la misma manera que los “viejos reformistas”, con su teoría etapista de la revolución, encajaban como anillo al dedo a la política de “reacción democrática”, hoy los nuevos reformistas, sin socialismo ni alternativa social, encajan como anillo en al dedo en la política de defensa de las instituciones y relaciones burguesas.
Como hemos llegado al “techo” en el desarrollo de los derechos humanos, no es preciso grandes organizaciones revolucionarias, llega con representantes en las instituciones que luchen “denodadamente” por su ampliación a través de la modificación legislativa, haciendo abstracción del carácter de clase de las instituciones el estado. Son coherentes con la teoría política que les mueve, la política es un discurso que se construye con “significantes flotantes” en disputa, pero sin raíces sociales y la ley en abstracto es su máxima expresión y cristalización.
La vía jurídica de la modificación legal se instala, de lleno, en esa concepción integradora de las crisis sociales a través de las instituciones del sistema; esta vez no es voto, sino la confianza en que existe una «justicia» por encima de las contradicciones sociales y de clase. El ejemplo de la ley española del «si es si», es paradigmático de esta concepción reaccionaria del cambio social de los pos marxistas, totalmente integrados en la reacción democrática y de los límites que esta vía jurídica tiene para transformar la realidad: la ley es la cristalización, en un momento dado, de la realidad social, no al revés.
La ministra Irene Montero de Podemos, que tiene como base teórica esa consideración de la política como “discurso”, elaboró una ley para contrarrestar el aumento de las agresiones sexuales en el Estado Español. La intención era clara; frenarlas, aumentando la pena y la condena para los agresores. Sin embargo, la ministra hizo bueno el dicho de “los cementerios están llenos de buenas intenciones”, pues en su ley hizo abstracción de dos cuestiones, una jurídica, la otra política institucional.
La jurídica es que al disolver dos figuras equiparando el abuso y la agresión, solo consiguió que la agresión rebajara su importancia como delito. La justicia burguesa, para enfrentar la arbitrariedad feudal, estableció dos principios jurídicos básicos, uno, “todo el mundo es inocente mientras no se demuestra lo contrario”, obligando al que acusa a demostrarlo; dos, “en caso de duda, a favor del reo”. Estos dos principios son elementales si queremos que una justicia sea justa, y no dependa de la venalidad de los individuos ni de los propios jueces.
Sin embargo, al disolver el delito de “agresión” en un tipo mucho más amplio que incluía los abusos, lo que se consiguió fue que el primero, el más grave, pudiera resolverse con penas inferiores. Es como si el delito de robo con fuerza en las cosas se mezcla con el de hurto, creando una figura delictiva que abarque los dos; luego vendrán las quejas de que los jueces han liberado a presos que cometieron robo con fuerza en las cosas, rebajándoles las penas aplicando el principio garantista de “en caso de duda, a favor del reo”.
Es incongruente, salvo para el que considera que la ley es el alfa y el omega de la transformación social. Porque, y esto constituye el elemento más erróneo de la ministra es que elaboró una ley que no tenía en cuenta de que iba a ser aplicada por un poder judicial profundamente neofranquista y machista, con una carga ideológica nacionalcatólica muy profunda. Las modificaciones en las leyes deben hacerse ligadas a una limpieza en las instituciones que las tienen que desarrollar, si no se les hace un regalo que no van a desaprovechar.
Es más, una ley en un estado burgués es, por definición, una ley burguesa, y como hemos visto a lo largo del texto, han incorporado lo “políticamente correcto” a su ideario, con lo que todos los elementos para el fracaso de la ley “si es si” estaban sobre la mesa.
La reacción democrática construida en todas sus variantes de confianza en las instituciones de la burguesía a lo largo de estos 40 años, se ha convertido en su principal herramienta -«poder material»- para mantener las luchas sociales, obreras y populares, dentro de los límites de su dominación sin necesidad de desatar una represión salvaje; y solo comprendiendo el calado que tiene sobre la conciencia de las masas, donde, como decía Reich, se ha instalado, se podrá combatir evitando caer en las trampas democráticas e identitarias que la burguesía pone.
La clase obrera que es la actual mayoría social, totalmente huérfana a lo largo de estos años de un «contra poder» ideológico, pues el marxismo fue arrastrado por el barro en su caída por el estalinismo, se ha convertido en una pieza de caza mayor para los intelectuales y políticos burgueses, progresistas o no. La gran tarea de los marxistas revolucionarios es la de limpiar de polvo y paja las elaboraciones teóricas, actualizándolo para construir el programa de la revolución socialista en el siglo XXI.
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