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Los desmanes del «derecho de injerencia»

Fuentes: Le Quotidien d’Oran

Traducido para Rebelión por Caty R.

Después de intervenir en Libia, Francia interviene en Costa de Marfil. También se podría decir que antes de intervenir en Libia Francia intervino en Costa de Marfil, ya que la injerencia y la intervención militar de Francia son crónicas en este país desde su independencia. En 2004 las tropas francesas abrieron fuego sobre la multitud en Abidjan causando 90 muertos y 2.000 heridos.

Ambas intervenciones militares, Libia y Costa de Marfil, tienen puntos en común. En primer lugar ambas han buscado el aval del Consejo de Seguridad de la ONU para legalizar una injerencia flagrante en los asuntos de otro Estado. En lo que se refiere a Costa de Marfil, las fuerzas de la ONU sólo han sido, obviamente, una tapadera de la intervención de las fuerzas francesas. En el caso de Libia todo el mundo sabe cómo se ha manipulado y violado la resolución 1973 sin que se haya podido hacer una verdadera oposición a ella en el Consejo de Seguridad.

El «consejo de inseguridad»

Debido a esas prácticas reiteradas, el Consejo de Seguridad aparece en la actualidad como un órgano de una especie de dictadura mundial integrada por una alianza de las principales potencias militares occidentales, Estados Unidos, Inglaterra, Francia. Generalmente estas tres potencias comparten todas las intervenciones militares.

China y Rusia, en plena transición industrial, es obvio que en la actualidad no disponen de medios para oponerse a esa dominación. Parece que reservan su derecho de veto a las situaciones que afectan directamente a sus intereses vitales lo que por otra parte las potencias occidentales evitan que suceda.

Se trata de una dictadura porque la «comunidad internacional» a la que se refiere y la cual presuntamente suministra la justificación moral de esas intervenciones, nunca ha estado tan ausente y silenciosa en la ONU. La Asamblea General de la ONU, que constituye la expresión de dicha comunidad internacional, ya no juega el papel de portavoz de la opinión pública mundial que antes desempeñaba como, por ejemplo, cuando condenó el apartheid o definió el sionismo como una forma de racismo. También el papel del Secretario General de la ONU parece que cada vez se reduce más al de un empleado dócil y anodino del Consejo de Seguridad cuya presencia sirve de coartada en las conferencias internacionales y ni siquiera osa inquietarse por la correcta aplicación y el respeto de las resoluciones del Consejo de Seguridad.

La Corte Penal Internacional (CPI), concebida inicialmente como un instrumento de la democracia internacional, poco a poco se ha desviado y se ha instrumentalizado al servicio de una dictadura internacional de doble rasero. Los dirigentes occidentales y pro occidentales gozan de inmunidad. Los muertos civiles causados por los bombardeos de las fuerzas militares occidentales son «errores» o «daños colaterales», mientras que los que causa el adversario, o se le atribuyen, son «crímenes contra la humanidad». Con respecto a Libia y Costa de Marfil, es interesante observar cómo se esgrime o se retira la amenaza de la CPI según el objetivo, aplastar y humillar a un dirigente o dejar entreabierta una puesta de salida.

Injerencia y guerras civiles

Otro punto en común de las situaciones de Libia y Costa de Marfil es que la intervención militar extranjera ha desencadenado y/o cebado una guerra civil. Ésta, como su nombre indica, es la más costosa en vidas civiles, mientras que el objetivo proclamado al principio de la intervención es el de proteger a las poblaciones. En Libia, como en Costa de Marfil, las intervenciones se transformaron rápidamente en una injerencia clásica en beneficio de un campo, el más pro occidental con respecto al otro. La injerencia falsea el juego de las relaciones de fuerza internas en una sociedad y siempre vuelve más difícil la búsqueda del compromiso y el diálogo entre las fuerza nacionales de un país.

En Libia se trata de una insurrección, desencadenada en condiciones oscuras, la que ha proporcionado el pretexto a la intervención y después, resueltamente, a la injerencia. De repente los verdaderos datos sobre la situación de Libia se encuentran mezclados y la intervención del pueblo libio paralizada. Por otra parte la población aparece extrañamente ausente y silenciosa, como si sólo fuera el objetivo pasivo de los combates. Así ambos campos pueden reivindicar el apoyo del pueblo sin que nada permita comprobar la veracidad de lo que proclaman. Que la intervención tuviera el objetivo de desencadenar un enfrentamiento interno o haya sido consecuencia de éste, el resultado es el mismo: Se ha instalado la guerra civil y ésta, a su vez, alimenta la injerencia en una situación en la que ya no se pueden distinguir los efectos de las causas. La situación enquistada de Irak y Afganistán puede convertirse en la misma en Libia y Costa de Marfil. El odio que siembra una guerra civil en la sociedad hace que el país se convierta en una víctima frágil y vulnerable durante mucho tiempo.

En Costa de Marfil ha sido la falta de respeto al resultado de las elecciones la razón proclamada de la injerencia. Pero en ese caso la injerencia precedió a la violenta intervención militar actual, ya que la presencia de tropas, oficialmente bajo el control de la ONU pero cuya actuación en realidad depende operativamente de la de las tropas francesas, es muy antigua. Por lo tanto es la prueba de que la injerencia puede agravar los problemas hasta llegar a provocar y justificar al mismo tiempo una intervención militar. Así se instaló un mecanismo en el cual la intervención ha alimentado la guerra civil en Costa de Marfil cuando, en el origen, se suponía que iba a impedirla.

El resultado de las elecciones, tanto según el recuento de la Comisión de la ONU, favorable a Ouattara, como el del Consejo Constitucional de Costa de Marfil, a favor de Gbagbo, en ambos casos fue que el número de votos de cada candidato es muy aproximado e indica una población repartida en dos campos casi igual de importantes. En esas condiciones, la presión de Francia sobre Ouattara para que actuase militarmente y después la intervención militar francesa en su favor sólo pueden empujar a la guerra civil, una tragedia para la sociedad de Costa de Marfil, y falsear los equilibrios que se revelaron en las elecciones. Hay que cotejar el ardor y la impaciencia del gobierno francés para intervenir con la actitud paciente de la Unión Africana en buscar una solución pacífica.

La confesión

Es tomar a las personas por imbéciles el hecho de afirmar, como ha hecho el ministro de Asuntos Exteriores Alain Juppé, que fue Ouattara quien atacó la residencia de Gbagbo o que la ONU requirió la intervención de las tropas de Francia. En efecto es obvio que sin la presencia de las tropas francesas Ouattara no tendría ninguna eficacia militar y lo más probable es que no se le ocurriera actuar militarmente. Por su parte las tropas de la ONU parecían poco motivadas para actuar, lo que se demuestra, por otra parte, en la intervención francesa. Encontramos prácticamente la misma situación en Libia, donde cada vez se ve más claro que la insurrección es totalmente dependiente de la intervención extranjera.

En ambos casos, tanto en Libia como en Costa de Marfil, las fuerzas extranjeras y sus aliados locales acusan tanto a las tropas de Gadafi como a las de Gbagbo «de utilizar a las poblaciones civiles como escudos humanos». De esa forma se hace un llamado a los valores caballerescos contra un adversario al que están atacando, sin riesgo, desde cielo por medio de helicópteros en Costa de Marfil y cazas y misiles en Libia y al que obviamente preferirían tener a su merced en un campo raso. Los medios de comunicación, convertidos en simples instrumentos de propaganda, machacan con esos argumentos. Olvidan un pequeño detalle, el hecho de que Gadafi y Gbagbo están en sus propios países, se piense lo que se piense de ellos. ¿Por qué alguien puede arrogarse el derecho de ocupar el país de otros? ¿Y por tienen ese derecho ciertos países, siempre los mismos…?

En cualquier caso, frente a la intervención extranjera, tango Gbagbo como Gadafi habrán conseguido dar a su actuación el sentido de un acto de resistencia nacional. Ambos hombres, en distintos contextos, han dado pruebas de una fiereza y una valentía física que los ha convertido en sí mismos en elementos de la relación de fuerzas que no parecían estar previstos por las fuerzas de intervención. Las declaraciones del ministro de Asuntos Exteriores francés exigiendo a Laurent Gbagbo la humillación de firmar un documento reconociendo la victoria de Ouattara, y declarando el 7 de marzo que se rendiría en unas horas, traicionan el tufo del desprecio colonial y aclaran, mejor que cualquier análisis, el espíritu real y los objetivos ocultos de la intervención. Francia intentó guardar las apariencias declarando que no intervendría en el ataque final a Gbagbo. Pero tuvo que hacerlo y reveló al mismo tiempo que Ouattara no es nada sin Francia. La insistencia de las autoridades francesas en decir que ellas no procederían a la detención de Gbagbo es significativa. Traiciona el miedo a una reacción de la opinión pública de Costa de Marfil, lo que supone, por lo tanto, la propia confesión del carácter inmoral de la intervención militar.

Debido a su resistencia encarnizada y testaruda y a pesar del enorme desequilibrio de la relación de fuerzas, Laurent Gbagbo ha conseguido un importante mérito: el de poner al desnudo, a la vez, los auténticos objetivos de la injerencia y sus consecuencias previsibles sobre la independencia de su país. Al mismo tiempo, esa resistencia entra en la historia de Costa de Marfil. La victoria francesa no ha resuelto nada. Es una victoria pírrica. Su único resultado será empañar la imagen de Francia en Costa de Marfil y en toda África y unificar todavía más a los marfileños en su larga lucha nacional. Pondrá muy difícil la gestión del país al exdirector general adjunto del FMI, Alassane Dramane Ouattara, privado de autoridad moral. Y ahora corre el riesgo, como fue el caso de algunos de sus predecesores de la «Francáfrica» de empujarlo, sean cuales sean sus intenciones, hacia una dictadura. Entonces todo volverá a estar igual.

En el nombre de la democracia

El tercer punto, pero no el menos importante, que tienen en común las intervenciones de Costa de Marfil y Libia es que ambas se llevan a cabo en nombre de la democracia. En Libia la justificación ha sido la ausencia de democracia y en Costa de Marfil la falta de respeto a los resultados del sufragio popular. ¡Democracia, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Se podría pensar que es un avance si la misión de la injerencia es la defensa de la democracia. Es cierto en un sentido determinado, y no deja de ser la señal de un cambio de época. Porque, en efecto, desde hace mucho tiempo las intervenciones militares se han hecho para salvar a los regímenes dictatoriales y corruptos de África. Por ejemplo las intervenciones francesas en Gabón en 1964; en El Zaire para salvar al dictador Mobutu en 1978 y 1996; en El Chad en 1983; en Ruanda en 1994. Pero si miramos de cerca podemos preguntarnos si ésta no es únicamente una operación dirigida a vender mejor el mismo producto. Ouattara aparecerá siempre como un presidente instalado por extranjeros, para más escarnio por la antigua (y todavía presente) potencia colonial. Los insurgentes libios nunca podrán legitimar el hecho de haber recurrido a los extranjeros para conseguir su objetivo declarado de derrocar o expulsar a Gadafi, si lo consiguen. En ambos casos aquéllos que han debido recurrir a esos medios lo mejor que han conseguido, para ellos y para sus pueblos, son unos nuevos amos.

Esto recuerda la ilusión, a principios del siglo XX, de una cierta burguesía ilustrada árabe en Oriente Medio, fascinada por Occidente, que creía que éste iba a liberarla de la dominación turca y traería la democracia. Sabemos lo que ocurrió. De la misma forma hoy, tanto en el Machrek como en el Magreb o en África, aquéllos que esperan que una intervención militar occidental les proporcione democracia, se parecen como gotas de agua, por una especie de filiación histórica, a los que esperaban que el colonialismo les llevase modernidad y civilización. No se puede dominar una sociedad sin tener relaciones dentro de ella. Los que sirvieron como puente del colonialismo y veían los aspectos positivos, su descendencia genética o espiritual, en la actualidad ven en la injerencia extranjera aspectos positivos para la democracia.

En el fondo la historia siempre se repite y al mismo tiempo no se repite nunca, porque siempre existen las mismas cuestiones pero cada vez en un contexto diferente. Las relaciones entre la cuestión de la democracia y la cuestión nacional siempre han sido estrechas. En 1789 en Francia, la idea de la democracia era inseparable de la de la nación. Lo mismo que en el nacimiento de la nación americana. En Argelia, durante mucho tiempo el movimiento nacional creyó que podría conseguir la independencia pacíficamente, por medio de la democracia. De hecho fue Francia quien creó en Argelia el sistema de manipulación de los resultados de las urnas, con lo que se denominó «elecciones al estilo Naegelen» (nombre del socialista francés que gobernó Argelia de 1948 a 1951 y se hizo famoso por organizar un fraude electoral masivo). Poco después estalló la revolución armada y la democracia se sacrificó en aras de las necesidades de la liberación nacional. Ésta puede ser una de las razones de la infravaloración de la democracia en beneficio del nacionalismo durante mucho tiempo después de la independencia.

Así pues la historia se repite en el sentido de que hoy la injerencia extranjera lejos de facilitar la transición democrática por el contrario la bloquea, obligando a los pueblos agredidos a movilizar sus fuerzas para obtener o defender en primer lugar su independencia. Quizá sea precisamente ése el objetivo de las injerencias y las intervenciones militares, el de impedir la verdadera democracia.

Así, esto nos lleva a una cuestión particularmente interesante que merece una reflexión. ¿Cómo se difundió la democracia en las naciones europeas? Porque las naciones europeas, aparte del intento de Napoleón de exportar la revolución francesa, que se saldó con un desastre, nunca han conocido una situación en la que una fuerza extranjera fuese a arreglar con las armas un conflicto relativo a la aplicación de las reglas democráticas. Sin embargo esos conflictos son inherentes al ejercicio de la democracia. No hace mucho tiempo, por ejemplo, todo el mundo sabe que durante su primera elección el presidente Bush resultó «muy mal» elegido. Sin embargo todo el mundo en Estados Unidos aceptó la decisión del Tribunal Supremo. Todos consideraron más importante la cohesión social que las diferencias en torno al resultado de las elecciones. ¿Por qué la decisión del Tribunal Constitucional de Costa de Marfil en favor de Gbagbo no puede tener la misma autoridad? Cierto, se puede dudar, y con razón, de su imparcialidad. Pero Gbagbo, por su parte, podría considerar, también con razón, que la presencia de las fuerzas francesas podría falsear el resultado de las elecciones y que la ONU y Francia eran al mismo tiempo jueces y partes.

Bien sea en forma de apoyo a los regímenes antidemocráticos y corruptos o en forma de intervención militar en nombre de la democracia, la injerencia occidental puede ser legítimamente sospechosa de dirigirse siempre a los mismos objetivos puesto que siempre desemboca en el mismo resultado: el de paralizar las capacidades internas de cada sociedad para resolver sus conflictos y exacerbarlos siguiendo el viejo principio de «divide y vencerás».

A finales de los años 90, al mismo tiempo que la relación de fuerzas en el mundo basculaba en beneficio de las principales potencias occidentales, el «derecho de injerencia» se blandía como un deber de las naciones más fuertes. Amortiguada al principio por la palabra «humanitaria», ha acabado produciendo «bombardeos humanitarios». Calificado al principio como «deber de injerencia», poco a poco se ha convertido, por sucesivos deslizamientos, en «derecho de injerencia» sin más, con la nueva misión de exportar la democracia. El balance de este derecho de injerencia es muy duro en términos de sufrimientos de los pueblos y tensiones internacionales. Los hechos están ahí: la injerencia sólo ha sido un instrumento al servicio de los designios de los dominadores. En ninguna parte ayudó a la democracia, ni en las relaciones internacionales ni en los ámbitos nacionales.

Fuente: http://www.lequotidien-oran.com/?news=5151774