La representación política es una noción que en el sentido común dominante se asimila sin matices con la idea de democracia. Se equipara la existencia de “representantes del pueblo” con la de un auténtico gobierno popular. Entender que eso es falso es un requisito insoslayable para que se encare una transformación política y social en profundidad.
La idea de representación es muy anterior a que se asuma cualquier principio democrático. Inglaterra y su sucesor el Reino Unido mantuvieron durante siglos mecanismos de representación, expresados a través de la cámara de los comunes. Esto fue compatible con que tuviera derechos políticos sólo una ínfima minoría de la población. La amplia mayoría no votaba ni participaba de ningún modo en las decisiones.
Lo anterior comenzó a modificarse recién con el primer tercio del siglo XIX ya transcurrido. El transcurso hacia el sufragio universal masculino fue un proceso conflictivo y trabajoso. En el que tuvo amplia participación el movimiento obrero británico.
Gobierno en nombre del pueblo pero sin el pueblo
Sólo tardíamente se buscó que la representación fuera correlato de la soberanía popular. La que vino a reemplazar al poder efectivo de “soberanos” personalizados en la figura de reyes y emperadores. Incluso durante mucho tiempo el “pueblo soberano” al que se invocaba eran en realidad las llamadas “clases medias”.
Para el “bajo pueblo” de trabajadores y pobres quedaba el sometimiento a la autoridad de quienes, propietarios ellos mismos, tenían un firme compromiso con la propiedad privada. La que en sociedades capitalistas era el bien fundamental a preservar. Teóricos del liberalismo político como el británico John Locke o el “padre fundador” de Estados Unidos Alexander Hamilton tuvieron esto en claro.
En nuestras latitudes una actitud similar puede ser ubicada con facilidad en las obras de Juan Bautista Alberdi. Las clases explotadas no tenían aún la suficiente identificación con la noción burguesa del “orden” como para decidir nada por sí mismas. Eran los “notables” de la sociedad los que debían gobernar en su nombre. Una “república posible” que daría lugar a la “república verdadera” en un futuro impreciso. Cuando las masas ya estuvieran “domesticadas”.
El parlamento, sede de la representación popular, debía estar integrado por acérrimos defensores del orden imperante. Lo que podía extenderse a otros miembros más “liberales” que hicieran una moderada oposición, celosa de mantener su alineamiento con la intocada burguesía.
Claro que ese propósito no estaba exento de problemas. Ya durante la revolución francesa, sectores de la pequeña burguesía y del incipiente proletariado tomaron en serio el objetivo de constituir un gobierno del pueblo y terminaron por pasar por encima de la representación. Avanzaron hacia una noción de gobierno de asamblea que daba a las clases explotadas parte del poder de decisión. Algo que ni siquiera habían imaginado los apóstoles del sistema representativo.
Además quedaba desechada la “división de poderes”. El colectivo popular tomaba todo el poder y los órganos de gobierno sólo actuaban como delegados sujetos a su control.
La división de poderes cierra el camino de los de abajo
Hemos mencionado la llamada división de poderes y habrá que prestarle una mínima atención a su vínculo con el sistema representativo. En ese sistema el parlamento debate las leyes y las aprueba pero no tiene parte en su aplicación, en su desenvolvimiento práctico. Hay un poder ejecutivo que dirige el día a día de la vigencia efectiva de esas normas. A las que además puede “reglamentar” para mejor definir sus disposiciones y alcance.
Se suma el poder judicial, en el que en principio no interviene la elección popular. Y además es “independiente” de los otros dos poderes y con ello de los avatares acerca de mayorías y minorías.
El poder de los tribunales ha sido concebido para evitar justamente los “excesos” en que puede incurrir la mayoría con menoscabo de la propiedad privada y el orden de la burguesía. Le toca la resolución de los conflictos suscitados por la aplicación o la interpretación de las leyes. De ser necesario se constituirán como una muralla de protección en la que se estrellen quienes intenten hacer valer que es el pueblo el que gobierna.
La justificación de esta “independencia” es que se necesita a los órganos judiciales para la protección de los derechos de las minorías. Más allá de que esto pueda aplicarse a minorías étnicas, religiosas o de cualquier otro carácter, el motor fundamental es la defensa de la minoría integrada por los más ricos, dueños del capital y de la tierra.
Es así que a lo largo de la historia se ha asistido a decisiones de avanzada de los otros poderes caer fulminadas bajo el imperio de una sedicente “justicia”. Atenta casi siempre a la defensa y promoción de los intereses de los más poderosos.
En Estados Unidos se construyó otro poder en cierto modo “independiente” de la representación política. Instituye en su constitución un presidente con su propia fuente de legitimidad en el voto popular y una gama de facultades no compartidas con el poder legislativo.
La presidencia es unipersonal. Por lo que no hay allí margen para el debate ni el llamado pluralismo. Una persona decide por sí misma sobre infinidad de cuestiones. Sólo no puede en principio dictar leyes. Aunque se encuentra el atajo para que de hecho legisle sobre materias que debieran ser privativas del congreso (el nombre que se asigna al parlamento en los países americanos).
Ese predominio presidencial se completa con la capacidad del titular del ejecutivo para invalidar proyectos de ley ya aprobados por el congreso. Para eso está el poder de veto del jefe de Estado. Que sólo puede ser contrarrestado por el voto de las dos terceras partes de los integrantes de cada órgano legislativo. Los que en Estados Unidos y otros países son dos, la cámara de diputados y la de senadores.
Bastará con que el presidente cuente con más de un tercio de seguidores en alguna de las dos cámaras para que el veto se mantenga. Y así queda desvirtuado el principio representativo, ya que como dijimos, es el poder unipersonal el que se impone; sin debate, sin mayorías ni minorías.
Los poderes contra el pueblo
Es así que las potestades de los representantes del pueblo se ven reducidas en relación a otros poderes del Estado. Eso al mismo tiempo que no disminuyen frente a sus representados.
Éstos no pueden vetar de ninguna manera la decisión de los legisladores, por más que contradigan sus intereses y sus derechos. Su poder de decisión se circunscribe al momento de las elecciones periódicas. No pueden dar instrucciones a sus supuestos representantes ni revocar su mandato por no responder a las demandas de quienes los votaron.
El sistema está pensado para que se vote cada dos o cuatro años y de inmediato los votantes se vayan a sus casas. Sólo les quedaría el recurso de no volver a votar a quienes defraudaron sus expectativas.
En algunos Estados esto es matizado por mecanismos como el referéndum o la iniciativa popular. Lo que no modifica en lo sustancial la libertad de los legisladores para disponer de acuerdo a otros propósitos y conveniencias. Las que pueden no tener nada que ver con la voluntad de quienes los pusieron en ese lugar mediante el sufragio.
Como ha dicho algún teórico conservador la ciudadanía no decide. Sólo elige a quienes van a decidir. Sin ningún mecanismo de consulta, sin posibilidades de anular las decisiones que perjudiquen a la mayoría popular.
Cabe la aclaración de que nada de lo que hemos expuesto responde a fallas del sistema de gobierno que se insiste en llamar democracia. Por el contrario así está construido el sistema. El pueblo no delibera ni gobierna. Y sólo lo hacen en parte los elegidos por él. El “poder de fuego” queda en gran medida en manos de instancias a las que no votó.
Lo que incluye en un lugar preponderante a poderes fácticos que no figuran en ninguna ley ni constitución. Ésos que “votan todos los días” con sus maniobras financieras, sus presiones a los gobiernos, sus “operaciones de prensa” difíciles de combatir. Es sobre todo poder económico que se trasmuta en poder político para mejor dominar a las instituciones formales.
Claro que lo que atañe a los poderes de hecho merece un tratamiento separado. Sólo lo incluimos aquí para subrayar las diversas fuentes capaces de reducir el ordenamiento democrático a poco más que papel mojado.
La irrupción desde abajo, su posibilidad y sus necesidades
La pregunta ineludible es qué le queda a los pueblos a la hora de construir un efectivo poder popular. Son limitados los esfuerzos que se pueden desplegar desde minorías legislativas y otras fuentes de incidencia institucional. Las posibilidades más efectivas están en la organización propia e independiente y en la presencia en el espacio público, en las calles.
Los parlamentos no son una asamblea popular, apenas un remedo sólo apto para incautos. Pero el pueblo puede constituir sus propias asambleas, incipientes órganos de autogobierno que se coordinen entre sí de todas las maneras posibles. Que generen un consenso en desafío al diseño imperante del poder político, pensado y actuado para la subordinación al capital.
Ese propósito puede tener a su favor el creciente descreimiento acerca de la efectividad de la representación popular y de la “democracia” en su conjunto. Escribimos “puede tener” y no “tiene” porque no está escrito que prevalezca la organización y conciencia independientes de quienes trabajan y padecen la injusticia y la desigualdad. Está por verse si se podrán imponer como contraposición a la menguante democracia representativa que hoy rige.
Si no hay propuestas alternativas claras y movilización amplia para llevarlas a efecto, el descontento se convierte en “antipolítica” e individualismo. Y son las derechas cada vez más extremas las que se presentan como opción. Ellas se muestran cuan encarnación de los propósitos y deseos de los “hombres y las mujeres de bien”. Como sabemos o deberíamos saber esto transcurre hoy ante nuestros ojos.
Se aproximan duras batallas. La forma de que no sea enterrado todo atisbo de soberanía del pueblo es la creación de las condiciones para una democracia radical. Una democracia auténtica que necesita enmarcarse en la lucha contra el poder capitalista que entroniza a las formas falsificadas de “gobierno del pueblo”.
El auténtico predominio de la voluntad popular requiere que ésta sea “presentada” sin mediaciones. No “re-presentada” por quienes se encargan de anularla o desvirtuarla al servicio de minorías con poder. Para ello se requiere ampliar los límites de lo posible. Hacerlo hasta tornar imposible el avasallamiento cada vez más descarado de las necesidades y los deseos de mayorías.
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