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Los fantasmas de la tortura

Fuentes: Periodico latinoamericanista Giraluna

La noche se hizo más oscura en aquel momento preciso en que el cuarto estalló en un millar de llamaradas azules quemando la piel, remeciendo huesos y todas las frágiles certezas. Porque estando allí, desnudo y vendado, no podía haber sonrisas ni océanos turquesa, ni claveles o puestas de sol amaranto. De repente la vida […]

La noche se hizo más oscura en aquel momento preciso en que el cuarto estalló en un millar de llamaradas azules quemando la piel, remeciendo huesos y todas las frágiles certezas. Porque estando allí, desnudo y vendado, no podía haber sonrisas ni océanos turquesa, ni claveles o puestas de sol amaranto. De repente la vida se había transformado en ese febril instante suspendido en un desesperado y denso soplo de aire fresco, despiadadamente perforado por la electricidad. El mundo había sido dolorosamente reducido a ese breve espacio entre tus ojos y la obscena venda, un recuerdo permanente de que una madrugada de triste rocío nos acribillaron el alma cuando los militares chilenos asaltaron el poder e hicieron lo que hacen los militares: matar.

Y mataron, detuvieron y torturaron a miríadas de hombres y mujeres cuyo único crimen fue pensar distinto. Pensar era peligroso para esta moderna inquisición que no permitía críticas y que, de la noche a la mañana, decretó la obsolescencia de la felicidad. Si embargo, gente valiente y obstinada resolvió pensar y sonreír e incluso tratar de ser feliz en medio del horror circundante. Estábamos convencidos que la vida podía conquistar a la muerte. Además, muchos de nosotros no podíamos creer lo que escuchábamos de boca de los amigos o lo que se decía en la calle. Porque, ¿Cómo era posible que seres humanos cometieran tales atrocidades? ¿Cómo era posible que algo así estuviera sucediendo en Chile? ¿Adónde se habían marchado la montañas de nieves eternas, los hermosos bosques sureños, la lluvia nocturna, nuestra legendaria solidaridad?

Simplemente no queríamos creer que chilenos hicieran eso a otros chilenos, a sus amigos, vecinos, parientes. Pero lo hicieron y ahora, de pie, desnudo y amarrado en medio del cuartel, la verdadera dimensión del golpe de estado me fustigaba con la furia del mar. Como los golpes de electricidad en diferentes partes del cuerpo, haciéndome temblar y gritar con tanta fuerza que las venas parecían explotar entre el dolor y la incertidumbre. No puedes domar la electricidad, te doma ti; no puedes luchar contra la electricidad, te domina a ti; no puedes ignorar la electricidad, pues recorre cada pliegue de tu cuerpo. Te quema la carne, el corazón y el alma. Y, por sobre todo, te hace gritar con tal ímpetu que los pelícanos y las mariposas detienen su vuelo perturbados por el agónico alarido. Es como si alguien más estuviera gritando, un sonido gutural que proviene de tu boca, pero no es tu boca. Un golpe metálico que te toma por sorpresa cada vez, pues no importa cuan preparado creas estar, el fulminante latigazo te recuerda que no tienes el control.

Y ellos lo saben, los torturadores saben que ellos tienen el control y se solazan en su espurio poder. Entonces, el vergajazo golpea nuevamente para estremecerte con la indolente frialdad de la muerte mientras ríen de tu sufrimiento y desconcierto. Como probablemente rían cuando llevan a sus hijos a jugar en la plaza local o cuando besan a sus novias después de hacer el amor. Es la horrorosa constatación de que los torturadores son gente común y corriente que tienen vidas también comunes y corrientes durante el día, pero se transforman en fieras durante la noche, porque tienen el poder. Y lo usan para patearte y golpearte, gritarte, atemorizarte. Han sido desprovistos de toda su humanidad y tratan de desproveernos de toda nuestra humanidad. Pero, en la abrumadora soledad y oscuridad de nuestras celdas, aún sonreíamos y llorábamos, recordábamos a nuestros seres queridos y soñábamos en la libertad. Nos negamos a ser deshumanizados, porque nadie tenía el derecho a pensar por nosotros, respirar por nosotros o convertirnos en meros fantasmas. Esto no lo podíamos permitir, entonces, cuando y como podíamos, forzábamos una sonrisa o nos erguíamos en el umbral del dolor para caminar unos centímetros. Era nuestra propia venganza para enfrentar la brutalidad militar.

Los militares libraban una Guerra contra un pueblo inerme, pero nosotros librábamos nuestra propia guerra: la guerra por la supervivencia. No era ni coraje ni heroísmo, sino que simplemente el instinto elemental de vivir. Para ello necesitábamos creer que existía un mañana después del infierno. Podían despojarnos de nuestras ropas, pero jamás de nuestra dignidad; podían quitarnos todas nuestras posesiones, pero jamás nuestra capacidad de soñar. Teníamos que convencernos que un día terminaría esta locura, que más temprano que tarde nuestro país recuperaría la sonrisa. Era la única manera de soportar los gritos, los llantos, el dolor y las angustiantes lágrimas de esas mujeres inermes violadas por marinos hijos de putas que hablan de galeones antiguos y estrellas fulgentes mientras hollan la dignidad de las mujeres del pueblo. Y solo podíamos susurrar una palabra de solidaridad por ellas, aunque sabíamos que nada las salvaría de aquel horrendo sino. Entonces, quisiera haber podido hacer más, pero no podía. Quisiera no haber estado ahí, pero estaba; desearía que los militares no hubiesen derrocado al gobierno de Salvador Allende e instalado una dictadura, pero lo hicieron. Desearía no haber sido torturado, pero lo fui. Quisiera que los torturadores hubiesen sido juzgados por sus crímenes, pero no lo fueron

Así, treinta años después, muere tranquilamente el dictador entre los vítores de sus seguidores y la vergüenza de los gobiernos de la Concertación que nada hicieron por juzgarlo. La muerte le ganó a la justicia, el tiempo a la memoria, la cobardía a la valentía de los caídos, el engaño a la verdad, la complacencia a la implacable dignidad de la verdad. Mientras tanto, continúan desaparecidos los desaparecidos, torturados los torturados, ejecutados los ejecutados, exiliados los exiliados. Así, a la vuelta de cualquier esquina, en otoño o invierno, podemos encontrarnos cara a cara con todos los torturadores del mundo, quizás riendo a carcajadas por vivir en este paisito con vista al mar donde nadie les juzgará por sus crímenes. Pero que no se olviden de la memoria colectiva que, agazapada en algún rincón de la esperanza, pervive para nacer y renacer la verdad y la justicia.