Hace tiempo que el país (Argentina) -entre sus múltiples debates- está volcado con atención a definir qué clase de sentimientos son apropiados para el compromiso político. Hay una postura de circulación profusa que se luce en este tema. Nos dice que lo mejor es la moderación de las pasiones, evitar hechos que sean vistos como […]
Hace tiempo que el país (Argentina) -entre sus múltiples debates- está volcado con atención a definir qué clase de sentimientos son apropiados para el compromiso político. Hay una postura de circulación profusa que se luce en este tema. Nos dice que lo mejor es la moderación de las pasiones, evitar hechos que sean vistos como propios de la crispación. Esta palabreja hace tiempo se convirtió en un concepto de aceptación general. Se corresponde con la ética global de los medios masivos de comunicación, que han hipertrofiado la idea universal de la sublimación del entusiasmo político. Pero verdaderamente nadie precisa una lección de esa índole. Digo algo que parecerá atrevido: desde tiempos remotos se interpreta la vida social mucho más a la luz de la circunspección de las pasiones que de su sobresalto. Esto no debe asombrarnos. Se trata quizá de la tradición mayor de la política, tanto del liberalismo moderno, de los populismos esclarecidos o de los socialismos populares. No en vano nuestros maestros, los griegos, propusieron el género trágico como movimiento teatral colectivo para permitir que las pasiones se decanten en un acto de la imaginación social compartida. Llamaron catarsis a ese acto, dándole un nombre asombroso y perdurable. Querían decir que para obtener el aquietamiento pasional, éste debía pasar por la conmoción de una conciencia crítica. Revisión crítica de las pasiones, sí señor, pero con éstas haciendo su trabajo real en el sujeto, disponiéndolo al conocimiento para la acción. Haciendo sujetos conmovidos, no crispados, como quiere hoy la prensa realmente exaltada.
Doy mi opinión sobre los que buscan hasta en la sopa a los promotores del odio. No solamente son olvidadizos de su propia capacidad para auspiciarlo, ignorando que cada uno es un eslabón de una cadena que no se sabe quién inició. ¿Es importante examinar el mítico origen del rencor? No, lo importante es que no se pase por alto la existencia de la catarsis. Que no se pase por alto el lenguaje que trabaja sobre sí mismo para encontrar finalmente la expresión real de lo que se siente. Al hacer ese trabajo el lenguaje parecerá alzado, hostil, pero es porque se demora revisando las piezas íntimas que lanzará al ruedo. Las sopesa, las afila, las alivia, las atusa, las perfecciona, las sujeta. La singularidad de este momento que vive el país radica en que, por primera vez en la historia moderna argentina, se dispone de un lenguaje para discutir sobre el lenguaje en el cual se discute. No estamos exasperados, no odiamos, no maldecimos, no nos burlamos, no nos reímos, no nos crispamos. Sólo se trata de averiguar, en una tarea a la que la política no debe ser ajena, la propia capacidad de conmoción. Lo que está en pleno debate en esta época, como hace tantos siglos, es la naturaleza de la catarsis. La catarsis es el estilo mismo de pasaje de la conmoción a la acción, del pánico a la reparación. Seremos ese estilo si finalmente lo descubrimos. Estilo que puede guiar las consideraciones sobre las pasiones políticas para evitar que en forma simplista se diga que hay que condenar al que odia. O bien que se expresen fórmulas odiosas vestidas de supuesta civilidad. Esto último fue la argucia de los dominadores clásicos, y hoy la es de los poderes tradicionales insensibles, mostrándose preocupados por la pobreza. Una filantropía de derecha que parece retomar temas de izquierda representa lo que imaginan como estocada final al gobierno.
¿Por qué es tan fácil esta tortuosa maniobra espiritual? No se trata necesariamente de mirar reconocibles hábitos de la Iglesia, sino de las oligarquías tradicionales o de las tecnocracias globalizadas, que heredan el concepto evangélico de la pobreza, sea para secularizarlo por medio de encuestas sociológicas, sea para recrear una nueva clase caritativa de capitanes de autocracias e imperios. En cuanto a la Iglesia -escuchemos, en especial, el tono alegorizante de los discursos de Bergoglio, cargados de una gazmoña voracidad populista y de no muy encubiertas intenciones de actualidad- en sus propios pliegues multiseculares está hundida la cuestión del pobre y su redención. ¿La Iglesia ha contribuido eficazmente a la disminución de los pobres? Los grandes discursos evangélicos dicen amar a los pobres, pero ese sabor de salvación a través del amor no necesariamente se transforma en vías activas para acabar con la pobreza sino muchas veces para fomentar una forma táctica del espíritu, una «piedad profesional» para atacar por izquierda a gobiernos indigeribles para ellos.
En su influyente fábula del Gran Inquisidor, Dostoievski examina esta paradoja fundante del cristianismo. La gran novedad cristiana era la de salvar a los humillados y los pobres, para lo cual había que construir la Institución de fe. Cuando se impone la Institución y para interrogarla vuelve Cristo -la historia transcurre hacia el año 1600 en Sevilla y puede leérsela en Los hermanos Karamazov-, el obispo del lugar, al comprobar que es efectivamente su cuerpo místico el que tiene frente a sí, se prepara para mandarlo a la hoguera. La Institución no podía permitir que «tuviera razón» Cristo al volver al mundo para preguntar nuevamente qué se había hecho por los ofendidos y los carentes. Se había hecho mucho, se los había protegido, pero a costa de exigirles mansedumbre. Cristo, el fundador, no lo entendería. La Institución que había fundado debía enviarlo nuevamente al sacrificio o bien olvidarlo para siempre. Debía seguir hablando en nombre del César como si hablase en nombre de Dios. Sobre este nudo dramático deberían reflexionar Ratzinger y Bergoglio, en vez de dar lecciones de buenos sentimientos. Cuando el primero asumió el papado se enfrascó en una discusión con Jürgen Habermas donde dobló la apuesta iluminista del filósofo alemán, y dio una taimada versión conservadora de un interculturalismo ilustrado, apto para convertirse en acompañante tolerado de una fe religiosa modesta, la de los intelectuales. Pero en esta discusión no se mostró el verdadero Ratzinger. Podríamos considerarlo un neoestructuralista de derecha, si nos podemos expresar así, pues en su idea de que la estructura del mundo replica el cuerpo místico de Cristo, no deja lugar para interculturalismos ni misticismos, ni descubrimientos del drama de la razón frente a la fe y viceversa. Ya que leyó a Habermas, que lea a Dostoievski.
En el momento en que alguien dice que se escandaliza por la pobreza, no es seguro que no esté odiando. Oigamos el modo pastoral en que se vehiculiza en nuestros días esta reflexión. Ahí no se escucha odio, pero tampoco se escucha la labor de la expresión conmovida para extraer de las pasiones su carácter operativo, civilmente responsable. Los lenguajes papales, por no provenir de la cultura helénica, ignoran justamente la fuerza creadora de la catarsis. Al evitar las paradojas creadoras -señorear las pasiones para poder reconocerlas- sólo se quedan con el idioma plano de la catequesis. En efecto, el lenguaje papal -no de este u otro Papa, sino de la institución misma desde la que se lo ejerce- es un lenguaje despojado de aristas tempestuosas y emana sin repulgues. No muestra vestigios de odio porque su método de exteriorización lineal es imperativo. No consigue escapar así de un a priori indemostrable. Pues ¿cómo sabemos si esa conciencia es auténtica en su preocupación? No lo sabemos, pero se dirá que un Papa no está obligado a ser un místico de las creencias, un Tomás de Kempis o un Mester Eckart, ni creer en las corrientes subterráneas de la conciencia. En los místicos, como es evidente, solamente hay ese trabajo de la conciencia con algo que el lenguaje no consigue decir. Por eso se llena de metáforas extemporáneas, muchas veces de amor licencioso y refinado odio. Son grandes acciones de descubrimiento engarzadas en el método de la catarsis. Este método, compañeros, es coincidente con la formación de militancias sociales democráticas en las grandes sociedades tomadas por el miedo insolidario y la existencia desolada.
La cuestión de la pobreza parte de una paradoja milenaria. Los credos elaborados para luchar contra la pobreza, el de la Iglesia o el de los populismos de los siglos XIX y XX, encarnan la paradoja de que deberían actuar para extinguir un fenómeno doliente del que, sin embargo, salen sus fervores militantes, sus sostenes humanos y sus virtudes caritativas. La doble vía laica y teológica de esta paradoja se traduce en los esfuerzos del evangelizador para darle catadura humana a sus redimidos y del populista por hacer del pueblo no una clientela ni una mesnada sino la sede de un acto emancipador. De ahí la suspicacia: ¿el triunfo del evangelismo no implicaría la desaparición del milenario evangelizador y la extinción de la pobreza la desaparición del político populista con sus votantes fijos convertidos en supuestos ciudadanos autoconscientes? Sobre todo el populista, en su problemática versión clientelista, se encontraría con la contradicción suprema de su accionar. Estaría trabajando para generar las condiciones de su propia extinción, pues ni él ni el evangelista podrían decir lo que se animó a escribir Marx como solución al mismo dilema: desaparecido el régimen de clases, desaparecía asimismo el proletariado que impulsó a esa desaparición.
Ciertamente, esta tranquila resolución dialéctica no pudo mostrar sus primicias en el mundo moderno y tampoco evitó mostrar Instituciones que proclamaban la fórmula para deshacerse de un mal que comenzaba también a contenerlos. Uno de los legados del laico y perspicaz sociólogo Pierre Bourdieu -que se lee en su libro colectivo La miseria del mundo- es que la encuesta es un ejercicio espiritual. Cuando decimos, como dijo la Presidenta días pasados, para desatar el nudo de las encuestas que «miden» pobreza, y ante la urgencia humana que brota del pantano argentino, que hay que emplear el término inequidad -que, sin duda, es más «sociológico», así como pobreza es nítidamente «evangélico» y justicia social es más «estatista»-, podemos afirmar que la política nacional llegó finalmente a la busca final de sus palabras. ¿Quiénes resolverán mejor la cuestión, los que no tienen miedo a forjar conceptos ponderados para las máximas vehemencias o los que ven odio solamente afuera de sus conciencias, aunque activan herramientas permanentes de descalificación? Quizá no podamos decir que haya tales o cuales intelectuales en un país. Hay sí un nudo irresuelto de carácter intelectual que implica pensamientos operantes que son «ejercicios espirituales», aunque se trate de una política social o una pregunta de encuestador. No lo resolverán quienes lo nieguen, sino quienes lo sometan a la crítica de una conciencia constructiva, que sepa reelaborarlos como justicia colectiva.
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.