Convertido casi en «sufijo», de tanto uso y hasta abuso, histórico es, sin embargo, el calificativo exacto para definir, a la distancia de medio siglo y por su trascendencia misma, el Primer Congreso Latinoamericano de Juventudes, que sesionó en La Habana, Cuba, del 28 de julio al seis de agosto de 1960. Congreso histórico, sí, […]
Convertido casi en «sufijo», de tanto uso y hasta abuso, histórico es, sin embargo, el calificativo exacto para definir, a la distancia de medio siglo y por su trascendencia misma, el Primer Congreso Latinoamericano de Juventudes, que sesionó en La Habana, Cuba, del 28 de julio al seis de agosto de 1960.
Congreso histórico, sí, que reunió a 339 delegados de 23 países y más de 230 organizaciones juveniles, estudiantiles y sindicales de América Latina y el Caribe, y también de África, Asia, Europa y Norteamérica, y sentó las bases para el entendimiento, la cooperación y esa unidad imprescindible en la lucha contra el imperialismo y por la definitiva independencia de los pueblos al sur del Río Bravo.
Cita de lujo, con invitados como el ex presidente de Guatemala, Jacobo Árbenz, y cuya clausura devino uno de esos sucesos que ni el más somero recuento de la Revolución cubana podría obviar, aquel en que el Comandante en Jefe Fidel Castro dio a conocer y el pueblo suscribió la Ley de Nacionalización de todos los bienes y empresas de EE.UU. en la Isla, incluidos 36 centrales azucareros y las compañías eléctrica y telefónica.
Con 50 años menos, pero el mismo de siempre, Fidel fue ese día al Estadio del Cerro, convaleciente aún de una enfermedad, a encontrarse con su pueblo, y a puro coraje, secundado por Raúl, sacó voz de donde la voluntad humana encuentra fuerzas cuando no hay otra, para responder a la Ley Puñal, que a Cuba suprimió su cuota azucarera en el mercado del vecino del Norte.
Cómo olvidar tamaña lección de radicalismo y democracia; la euforia de la multitud al «despedir el duelo» de cada empresa expropiada con un lapidario «se llamaba»; el clamor «¡que se cuide, que se cuide!, ¡que descanse, que descanse!», de un pueblo preocupado por la momentánea afonía y la salud de su líder; y el desenlace feliz, que como tantas veces ocurriría después y sigue sucediendo hoy, dejó boquiabiertos y con las ganas a los enemigos de la Revolución.
Dicen que lo que bien empieza, bien termina, y qué mejor final para un congreso construido desde el aula, la fábrica, el campo mediante colectas organizadas por los comités preparatorios nacionales; un congreso plural, pero unitario, con una formidable arrancada: aquella sesión de apertura en el «Karl Marx», entonces teatro Blanquita, que tuvo como orador principal al Comandante Ernesto Guevara.
Su discurso de bienvenida miró y hurgó en el presente y el futuro posible del continente y fue una invitación a la reflexión, al debate, pero, sobre todo, a conocer y entender «este fenómeno, nacido en una isla del Caribe, que se llama hoy Revolución cubana».
De lo bueno y lo malo habló el Che ese 28 de julio, de lo logrado y por hacer, de la originalidad y transparencia de un proceso, que desde el primer atrajo «las miradas esperanzadas de todo un continente y las miradas furiosas del rey de los monopolios».
Y habló el Che a los jóvenes de la solidaridad, del deber de defender a Cuba, del extraordinario valor de la Revolución y de su ejemplo, porque «se nos ataca mucho por lo que somos, pero se nos ataca muchísimo más porque mostramos a cada uno de los pueblos de América lo que se puede ser».
Sí, fue un congreso histórico, a la medida de aquellos tiempos y como mandado a hacer para éstos, igual de heroicos y cuando a pesar de tragedias y peligros bien reales, muchos sueños tantas veces preteridos y traicionados parecen más cercanos que nunca. Por los jóvenes de entonces y después fue sembrada la semilla de esa aurora que, dijo Guevara, es Cuba, para iluminar otras tierras, y hoy en Nuestra América es la hora del ALBA.