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Los matrimonios homosexuales

Fuentes: Rebelión

Las uniones matrimoniales entre personas homosexuales, lenta pero ininterrumpidamente, comienzan a ser legalizadas por distintos Estados. No son casos puntuales sino que parecieran marcar una tendencia, lo cual habla entonces de un cambio sociocultural en ciernes, cambio del que no sabemos aún su magnitud ni sus consecuencias. Pero por lo pronto, y como mínimo, deben […]

Las uniones matrimoniales entre personas homosexuales, lenta pero ininterrumpidamente, comienzan a ser legalizadas por distintos Estados. No son casos puntuales sino que parecieran marcar una tendencia, lo cual habla entonces de un cambio sociocultural en ciernes, cambio del que no sabemos aún su magnitud ni sus consecuencias. Pero por lo pronto, y como mínimo, deben ser saludadas en tanto un paso adelante en la larga marcha de la humanidad hacia la aceptación y respeto de las diferencias.

Si bien la legalización de los matrimonios homosexuales es algo muy reciente, la homosexualidad no es nada nuevo en la historia. La constitución misma del sujeto humano abre esa posibilidad, junto a otras. En realidad la especie humana es un abanico casi infinito de posibilidades, en el sentido más amplio, pero cada individuo particular no es infinitamente creativo y amplio. Por el contrario, nuestras posibilidades como sujeto están más o menos acotadas, limitadas. Más aún -y tal como enseña el psicoanálisis- la repetición signa nuestras historias. Nos la pasamos repitiendo (modelos, mitos, valores, ideología), y es muy difícil romper los ciclos que nos anteceden y constituyen. De ahí el surgimiento de los prejuicios, que no son sino las matrices que nos constriñen a seguir repitiendo lo que debe ser, lo que ha sido, es y seguirá siendo.

Con lo sexual, punto culminante de la humanización, del proceso de aculturación, del triunfo de lo simbólico -los animales se mueven por instinto, los humanos no; por eso es posible la homosexualidad-, justamente por esa condición de convencional, de histórica, los prejuicios están a la orden del día. «Prejuicios» en el sentido de «juicios previos», de claves simbólicas que nos anteceden y nos condicionan/determinan la vida.

No hay campo de lo humano donde lo simbólico, y por tanto los prejuicios, se muestren con tanta virulencia como en el orden de la sexualidad. La identidad sexual no es tanto una cuestión de «opción» cuanto de constitución subjetiva, histórica, producto de la repetición inconsciente de un sujeto en que sus fantasmas (el modo en que se procesa el complejo de Edipo y la castración, según nos enseña la ciencia del psicoanálisis) deciden la estructura de personalidad. No se «elige» ser heterosexual, ni homosexual, ni bisexual, ni se «opta» por ser sado-masoquista, o pedófilo, o travesti, ni se llega a aceptar el voto de castidad o la poligamia por simples «decisiones personales». Antes bien, todas estas posibilidades que presenta el mosaico humano vienen amarradas a historias subjetivas que preceden y deciden a cada sujeto individual. En tal sentido, la «normalidad» es sólo cuestión de consenso.

Lo que, por ejemplo, para los aristócratas varones de la Grecia clásica era un lujo, para la Iglesia Católica es un pecado, y hasta hace unos pocos años para la Organización Mundial de la Salud -OMS- era un trastorno psicopatológico. Pero ¿qué es en definitiva la homosexualidad: privilegio de ricos, imperfección vergonzante, enfermedad mental? Esto muestra que la cuestión en juego no es sencilla, que toca las fibras más sensibles de los seres humanos. Y muestra también que no es una simple cuestión de elección voluntaria: evidencia que la sexualidad, más que ningún otro ámbito humano, está transida por la cultura. ¿Cómo, si no, una «enfermedad» puede ser legalizada hoy día por un juez que firma un acta de matrimonio, o en otro contexto lleva a su eliminación en campos de concentración junto a judíos, gitanos y comunistas?
No hay sexualidad «normal». El apareamiento entre un macho y una hembra de la especie humana en vistas a dejar descendencia es algo que sucede a veces, ocasionalmente. Pero las relaciones amorosas que unen los géneros, o las relaciones amorosas en general, no tienen como fin último «normal» la búsqueda de establecer nuevas crías; si no, por cierto, no se hubieran ideado todos los dispositivos de contracepción que existen. Por el contrario, la sexualidad da para todo: la genitalidad es parte, pero no la agota; y de hecho es tan sexual el «coito normal» (?) como el uso de un vibromasajeador, un beso, acariciar una prenda interior, buscar una muñeca inflable o la posición más absurda, o erótica, que propone el Kamasutra.

Los prejuicios regulan la vida. Es más: quizá no pueda vivirse sin ellos, en el sentido que son las matrices culturales, los moldes ideológicos que nos preparan nuestras respuestas. Pero más que modelos arquetípicos, en realidad son un estorbo para las relaciones abiertas y solidarias. Si vemos el mundo desde ellos, en buena medida ya está acotada nuestra actuación; de ahí la necesidad perpetua de desarmarlos, de no quedar atrapados en ellos.

Todos tenemos prejuicios, esquemas previos que nos marcan, indefectiblemente. ¿Por qué, en lengua española, llamar «gay» al movimiento homosexual si ese término no es español? ¿Habla ello de la preeminencia del inglés dado el imperialismo cultural que los anglosajones imponen hoy por hoy? Seguramente. Si el actual matrimonio «normal» -heterosexual y monogámico- es una institución en crisis que lenta pero inexorablemente muestra una tendencia o a su desaparición, o al menos a su transformación radical, ¿por qué los homosexuales lo buscan tan afanosamente? No hay dudas, más allá de lo justo como derecho civil de esa reivindicación, que anida allí también un prejuicio. ¿Qué se espera de un matrimonio?

Lo que está claro con este paso legislativo de la oficialización de las alianzas de parejas homosexuales es que las sociedades van mostrando, no sin dificultades ni tropiezos, una mayor cuota de tolerancia, de respeto a la diversidad. Una cuestión que inmediatamente se plantea en relación a esto es el tema de las adopciones de hijos por parte de estos nuevos matrimonios. En más de un caso se ha dicho, incluso gente progresista que intenta ir más allá de sus prejuicios y sin ánimo de ser irrespetuosos, que «entre homosexuales casarse es una cosa, tener hijos ya es más discutible».

Definitivamente es muy difícil, quizá imposible, prescindir de la carga de prejuicios que nos constituye. Que la homosexualidad, o más aún: la bisexualidad de varones y mujeres, está presente en la historia de todas las culturas, es un hecho incontrastable. De todos modos, hasta ahora al menos, la edificación cultural se ha hecho siempre sobre la base de la célula familiar -mono o poligámica, en general más patriarcal que matriarcal- con la presencia de los progenitores de cada uno de los dos géneros: masculino y femenino. ¿Qué pasa si eso cambia?
Una vez más: hablamos desde nuestros condicionantes, desde nuestros códigos más interiorizados, desde una historia que nos sobredetermina. Por ello es tan «normal» y «esperable» esta reacción, casi de espanto a veces, con respecto a la crianza dentro de otros patrones, para el caso: con dos figuras parentales del mismo sexo.

Para ser absolutamente rigurosos con un discurso analítico que se quiere serio, objetivo, certero, no podemos afirmar en forma categórica qué puede deparar este nuevo modelo de familia homosexual. Quitando los epítetos más viscerales, que no son sino expresión de los ancestrales prejuicios («es anormal», «es degenerado», «vamos hacia la desintegración familiar y social», «no está bien») lo mínimo que habría que pedir es rigor científico para abrir juicios.

Las ciencias sociales (la psicología, la sociología, la semiótica) nos hablan de la constitución del sujeto humano a partir de lo que se puede encontrar ahora, y del estudio de la historia. Pero es un tanto aventurado hacer hipótesis de futuro sin bases ciertas. Quedarse con valoraciones éticas que estigmatizan a priori esos nuevos seres humanos criados en estos nuevos contextos, es discutible.
¿Qué hubiera opinado un pedagogo del siglo XIX si se le decía que la principal fuente de socialización y transmisión de valores del siglo siguiente no iba a ser un ser humano sino una máquina, un aparato que emite sonidos y que reproduce imágenes y que no falta en casi ningún hogar, rico o pobre? Probablemente hubiera reaccionado escandalizado. ¿Cómo reaccionaríamos ahora si nos dijeran que las tres cuartas partes de los futuros seres humanos serán producto de inseminación artificial, y el otro cuarto, producto de clonaciones? ¿Y si nos dijeran que dentro de varias generaciones sería muy raro que la población quisiera tener más de un hijo por pareja, que muchas parejas incluso optarían por no dejar descendencia, y que ya nadie se casaría sino que conviviría unos años en unión libre? ¿Y qué pensaríamos si nos dicen que el sexo cibernético, individual y sin la contraparte de carne y hueso, va tomando cada vez más preeminencia? Esto se asemeja más al escenario actual, que para muchos inquieta, por cierto, pero que, al mismo tiempo, es una tendencia real. ¿Descalificaríamos de antemano a esa sociedad porque no es como la nuestra actual? ¿La tildaríamos de «anormal»?

En todo caso, para ser rigurosos en lo que se plantea y no hablar sólo desde la mediocre cotidianeidad prejuiciosa y superficial (eso es la normalidad en definitiva), ¿qué elementos reales tenemos para afirmar que los niños de matrimonios homosexuales serían «anormales»?
Hoy por hoy, acorde a los cambios que, nos gusten o no, van dándose en las sociedades -la humanidad cambia, para bien o para mal, y en general cambia para democratizar más los beneficios del desarrollo social- las uniones matrimoniales sexuales indican que la moral, aunque muy lentamente, también va cambiando. Siendo rigurosos con la verdad, con la búsqueda absoluta de la verdad, no podemos caer en la simpleza de decir que una moral es mejor que otra. Los seres humanos necesitamos ordenamientos axiológicos, códigos de ética, y no hay sociedad que no los tenga. Lo que sí podemos saludar hoy como un paso importante en el progreso social es que, no sin tropiezos ni dificultades, vamos comprendiendo que todos por igual tenemos derechos, que todos somos iguales, que el mundo no es de nadie sino de todos y para todos. Que nadie vale más que nadie. Lo contrario justifica los campos de concentración.