Recomiendo:
0

Los muros de la exclusión

Fuentes: Adital

El paradigma de la seguridad y del control encuentra uno de sus dispositivos más generalizados en el muro. Tres ejemplos diferentes pueden servirnos de ilustración. El primero se refiere a la aprobación, en 2005, por parte del Senado estadounidense, de la construcción de un muro de 1.200 km en la frontera entre Estados Unidos y […]

El paradigma de la seguridad y del control encuentra uno de sus dispositivos más generalizados en el muro. Tres ejemplos diferentes pueden servirnos de ilustración. El primero se refiere a la aprobación, en 2005, por parte del Senado estadounidense, de la construcción de un muro de 1.200 km en la frontera entre Estados Unidos y México, a fin de evitar la «migración ilegal». Pese a los rechazos que tal medida generó, el muro -que ya se erige entre Tijuana y San Diego- continúa avanzando en su construcción y se prevé que costará unos 6.000 millones de dólares.

El segundo caso se refiere a lo ocurrido en Melilla, en octubre de 2005, ciudad autónoma situada en la frontera de Marruecos, donde se produjo un «asalto de inmigrantes» sobre la valla erigida por el Estado español. En esa ocasión, cinco subsaharianos murieron cuando más de 500 inmigrantes intentaban atravesar la frontera hasta ese enclave español. Tras el «incidente», el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero movilizó 480 soldados para reforzar la guardia civil en estos pasos fronterizos. Al menos 400 inmigrantes subsaharianos, capturados por el ejército marroquí en la frontera con Melilla, fueron deportados a una zona desértica de ese país, sin asistencia alguna, ni agua ni comida, según denunció la asociación Médicos Sin Fronteras.

El tercer ejemplo nos retrotrae a nuestro país, a mediados del año 2005, a la localidad de Caleta Olivia, en la provincia petrolera de Santa Cruz, cuando la empresa Termap (Terminal Marítima Petrolera), levantó un paredón de más de tres metros de alto, «coronado con doble alambrado de púas y custodiada por agentes encapuchados» (La Nación, 19/06/2005). Esta fue la solución que las empresas aglutinadas en Termap (una asociación entre Repsol YPF, Pan American Energy, Vintage Oil y Shell) encontraron para poner fin a los sucesivos reclamos y ocupaciones de piqueteros, muchos de ellos mujeres. «El muro de Caleta», que el citado diario bautizó «muro antipiquete», aparece como la culminación de otros mecanismos y dispositivos de segregación ya implementados por las empresas multinacionales en otras zonas petroleras, como en Tartagal y Mosconi (Salta), o las multinacionales mineras, en diferentes provincias del país, a través de un sistema de barreras, vallas y guardias privados que obstaculizan e impiden el acceso a espacios o vías públicas.

Seguramente, los lectores se preguntarán que hay de común entre estos ejemplos reseñados, los cuales podrían ser completados con los casos del muro de Cisjordania o los paredones levantados en las favelas brasileñas. Pese a las diferentes inflexiones, hay mucho en común, en la medida en que todos ellos ilustran una nueva lógica de reterritorialización del poder, que va reconfigurando geopolíticamente el espacio contemporáneo bajo la tipología del «enclave».

En su libro, Archipiélagos y enclaves. Arquitectura del ordenamiento espacial contemporáneo (2007), el italiano Alessandro Petti sostiene que «la ciudad y el territorio contemporáneo se están modificando según un preciso diseño espacial dictado por el paradigma de la seguridad y del control. Tal diseño es evidente en los territorios ocupados palestinos, pero está presente, en diversa forma y con intensidad diferente, en otros contextos geográficos. Islas residenciales offshore (Dubai), ciudades turísticas (Sharm El Sheikh), gated communities -urbanizaciones privadas- (Estados Unidos), bypass freeway (Los Angeles, Toronto, Melbourne), centros de internamiento para extranjeros (Europa), cumbres mundiales (G8), son algunas de las posibles declinaciones de un modelo espacial que he denominado archipiélago-enclave».

Efectivamente, en sus diferentes modalidades, la forma «enclave» se expande cada vez más, reconfigurando las fronteras del espacio contemporáneo. Así, mientras el archipiélago designa un sistema de islas conectadas, el enclave es simplemente una isla en sí misma, separada o segregada del resto del espacio, social o nacional. La hipótesis del enclave, como conceptualización general, tiene la ventaja de abarcar una serie de fenómenos urbanos contemporáneos, los que, más allá de estar atravesados por diferentes lógicas, presentan un rasgo común: el de constituirse en espacios o zonas de excepción, donde la extraterritorialidad es la regla.

Campos de internamiento

«¿Acaso no hay campos de internamiento en América Latina?», nos preguntó cierta vez un joven abogado italiano. La sorprendente pregunta revelaba la naturalización de una situación, en una Europa donde se expande un sentido común xenofóbico. Pero, en rigor, existen dos Europas. Como afirma la socióloga Enrica Rigo, existe una Europa que apunta a la construcción de una ciudadanía plena, a través de dispositivos jurídicos que abarcan a los Estados miembros, y mediante una legislación de «vanguardia» que pretende erigirse en fuente de nuevo derecho, al tiempo que existe una segunda Europa, más material, «estructuralmente abierta», que extiende sus fronteras hacia el Sur y el Este, sacudidas por los fuertes movimientos migratorios. Sobre estas fronteras móviles hoy se despliegan nuevos dispositivos de exclusión y tecnologías de control, focalizados sobre los cuerpos de los inmigrantes extracomunitarios.

Así, en la última década, el continuo flujo migratorio de los países del sur hacia el norte rico, fue afirmando una red global de internamiento que hoy supera las fronteras europeas, en el cual se insertan los campos de internamiento, especialmente erigidos para los inmigrantes ilegales, indocumentados y refugiados, en el marco de una concepción que los considera como población «excedente» o «sobrante».

Según Hanna Arendt, los campos de internamiento son aquellos lugares, «subrogados del territorio nacional, en donde son confinados los individuos que no pertenecen a él». Están segregados, no se rigen por las leyes del país y tienden a convertirse en un lugar con «soberanía en sí mismo», lo cual trae consecuencias inmediatas en términos de violaciones de derechos humanos. Estos campos tienen una matriz común: son espacios de «suspensión» de los derechos; lugares extrajudiciales de reclusión. No hace mucho, el italiano Giorgio Agamben advertía también que «el campo es el espacio que se abre cuando el Estado de excepción comienza a devenir la regla». La suspensión temporal de un orden jurídico-político en base a una situación ficticia de peligro, deja así de ser transitoria y se convierte en permanente.

En Europa existe toda una tipología, que va de los campos abiertos y los centros de detención a las temidas zonas de «espera» en comisarías, puertos y aeropuertos, que preceden a la expulsión inmediata (como sucede en Francia y España). En español se los denomina «Campos de internamiento para extranjeros»; en inglés, «Transit Processing Centre» y en italiano, hasta que llegó Berlusconi, «Campos de permanencia transitoria» (CpT), rebautizados «Centros de Identificación y Expulsión».

En 2007, según datos de la red Migreeurop, existían 174 centros, diseminados en veinticinco Estados. Otras fuentes afirman que serían unos 240, ya que desde hace un tiempo la Unión Europea habría comenzado a externalizar el trabajo sucio, creando campos en países fronterizos o de tránsito, como en Libia y Ucrania. Más preocupante resulta recordar que, en julio de 2008, el Parlamento de la UE, reunido en sesión extraordinaria en Estrasburgo, aprobó un nuevo régimen de migración, que apunta a restringir el flujo migratorio y amplifica los dispositivos punitivos en relación al tratamiento y repatriación de los inmigrantes irregulares. La directiva extiende la detención en los centros de internamiento para inmigrantes por un máximo de 6 meses, prorrogable a 18 meses, así como la prohibición de readmisión por 5 años para los expulsados. Incluye además la reclusión de menores, aunque prevé el acceso a los centros por parte de las ONGs y el derecho de los inmigrantes a una asistencia legal. Vale la pena agregar que los únicos en quejarse frente a tal situación de discriminación fueron los gobiernos latinoamericanos, con Evo Morales a la cabeza, quien escribió una lúcida carta titulada «Las directivas de la vergüenza».

En suma, el carácter dinámico de los campos como zonas de excepción, en un contexto en el cual guerras, pobreza y migración se incrementan y aparecen interconectados, puede comportar la aparición de figuras extremas: los campos de concentración o de exterminio. Si ayer fueron los campos nazis, hoy la figura emblemática es Guantánamo, la prisión «extraterritorial» que los Estados Unidos mantuviera hasta la llega­da de Barack Obama, por fuera del derecho internacional y de toda asistencia humanitaria.

Ciudades amuralladas

Es cierto que en América Latina no hay campos de internamiento, pero en contrapartida tenemos cárceles sobrepobladas de pobres y, cada vez más, urbanizaciones cerradas, en donde residen las poblaciones privilegiadas. Así, mientras la extensión de la forma enclave en Europa se realiza bajo la inquietante figura del «campo», delimitando las nuevas modalidades de control y disciplinamiento en las relaciones Norte-Sur, al interior de las sociedades del llamado Sur subdesarrollado, estos nuevos dispositivos de control aparecen ilustrados sobre todo por las urbanizaciones cerradas. Pero mientras los campos de internamiento están regidos por una lógica de reclusión, las comunidades cercadas se erigen como máquinas de exclusión. Así y todo, en ambos, la tendencia a la extraterritorialidad parece ser la regla.

En la Argentina de los ’90, estos enclaves privados se expandieron en un contexto de notorio aumento de las desigualdades sociales, cuyo telón de fondo fue la reconfiguración del Estado, a partir del vaciamiento de lo público y la mercantilización (privatización) de los servicios básicos, como la salud, educación y seguridad. Convertida en un valor de cambio, la seguridad devino un bien cada vez más preciado, cuya sola posesión pasaría a marcar fronteras sociales y diferentes categorías de ciudadanía. Los countries y los barrios privados serían así la expresión más radical de un modelo liberal de ciudadanía patrimonialista, ligado a la figura del ciudadano propietario, modelo que sedujo no sólo a las clases medias altas sino también a sectores importantes de las clases medias ajustadas, en el marco de una ideología profundamente individualista, donde la cuestión del estatus y la seguridad aparecían interconectados.

En la actualidad, las urbanizaciones cerradas, con sus altos muros y alambrados perimetrales, ya no escandalizan tanto. Hubo tres cuestiones que marcaron un viraje en la historia de los enclaves fortificados en la Argentina. En primer lugar, desde los comienzos, la dinámica propia del enclave apuntaría a reforzar el carácter extraterritorial de las nuevas urbanizaciones. Un ejemplo es la recurrente propuesta de legalizar un modelo de justicia privada, ilustrado por el proyecto de ley de «urbanizaciones especiales», presentado en 2005 por Hilda González de Duhalde, e impulsado por la Federación Argentina de Clubes de Campo. Bajo el pretexto de la necesidad de regulación, el proyecto apunta a reducir la presencia del Estado, y legitimaría el funcionamiento de una justicia propia «puertas adentro», violando tanto normas constitucionales como el Código Procesal Civil y Comercial.

En segundo lugar, pese al carácter aparentemente inexpugnable de los countries y barrios privados, después del 2002, tanto los crímenes «puertas adentro» como la ola de secuestros y robos, terminarían por derribar el mito de la fortaleza inviolable, propia de los ’90, y con ello, la ilusión de seguridad absoluta. El hecho no es menor, en la medida en que esto vino a confirmar que, más allá de la fragmentación social, de la existencia de islas, de universos autoreferenciales, con sus espacios específicos de consumo, trabajo y sociabilidad, la lógica del enclave posee claros límites sociales.

Ahí aparece una tercera dimensión de cambio, que señala una nueva inflexión en la relación entre lo público y lo privado. En un contexto en el cual la problemática de la inseguridad parece desplazar a la de la exclusión, la lógica propia del enclave pretende ser generalizada en tanto dispositivo de relación entre los sectores favorecidos y los excluidos, especialmente en las zonas o fronteras en donde el contraste entre riqueza y pobreza es mayor. Esto sucedió cuando asistimos con cierta sorpresa, no exenta de fruición voyeurista, a la disputa entre vecinos de San Fernando y San Isidro, en la zona norte del conurbano bonaerense, enfrentados por la construcción de un muro que impediría que los habitantes (pobres) del barrio Villa Jardín puedan cruzar por cuatro calles al barrio (rico) de La Horqueta, donde 33 propietarios reclamaron la instalación de una pared con rejas para evitar que «los ladrones» pasaran de un lado a otro de la calle que divide esos partidos.

Pocos deben recordar que el caso del disputado muro entre San Isidro y San Fernando tiene varios precedentes, entre ellos, el proyecto de cerrar la ciudad de Pinamar. En efecto, aunque la medida no prosperó, en septiembre de 2000, el defensor municipal de seguridad propuso cercar la ciudad que recibe sobre todo turistas de clase alta y media-alta, y convertirla en un enorme country, «con postes de cemento y tres hilos de púas en la parte superior», dejando libre solo cuatro entradas del balneario.

Cuestión de clases

En suma, el enclave como forma típica del paradigma del control y de seguridad, y el muro como dispositivo mayor, van modulando y redefiniendo varios de los nodos problemáticos de la sociedad con­temporánea: tanto aquel que se refiere a las relaciones entre el Norte rico y el Sur empobrecido, como el de las relaciones de clase al interior de las diferentes sociedades nacionales. Por último, resulta claro que la forma enclave potencia -y se nutre- del avance de lo privado sobre lo público, sea que éste ilustre un dispositivo de control y disciplinamiento sobre las poblaciones consideradas «peligrosas»; sea que éste se manifieste como un dispositivo de apropiación -se trate de una empresa o agente privado- que avanza decididamente sobre el espacio público.

Así, la expansión de una lógica de enclave debe ser leída como una estrategia de apartheid de las poblaciones -y países- más pudientes, en un contexto de aumento de las desigualdades y la exclusión y, a la vez, como una inflexión importante en la reconfiguración de la relación entre lo público y lo privado, a saber, como una expresión más, un avance cada vez más ambicioso, en el proceso de expropiación y colonización de lo público por lo privado.

* Filósofa e socióloga. Investigadora independiente del Centro Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Profesora Asociada de la Universidad Nacional de General Sarmiento (Argentina)