Más allá de la paranoia y los delirios de persecución son muchas las ocasiones en las cuales nos sentimos vigilados y meticulosamente diseccionados. Y no me refiero a las videocámaras instaladas en cajeros automáticos, bancos, embajadas, metro, aeropuertos, estaciones de autobuses, trenes, ministerios, campos de futbol, museos, exposiciones, organismos internacionales, urbanizaciones privadas, joyerías, tiendas de […]
Más allá de la paranoia y los delirios de persecución son muchas las ocasiones en las cuales nos sentimos vigilados y meticulosamente diseccionados. Y no me refiero a las videocámaras instaladas en cajeros automáticos, bancos, embajadas, metro, aeropuertos, estaciones de autobuses, trenes, ministerios, campos de futbol, museos, exposiciones, organismos internacionales, urbanizaciones privadas, joyerías, tiendas de lujo, hoteles, cines, teatros, estacionamientos de coches, supermercados y grandes superficies comerciales. Hoy, su presencia forma parte del paisaje urbano. Bajo el argumento de garantizar una mayor seguridad: » es por nuestro bien», las consideramos un regalo caído del cielo para juzgar delitos contra la propiedad privada o la llamada violencia callejera. En este sentido, la mayoría de legislaciones admiten lo filmado por las cámaras de seguridad como prueba inculpatoria de delito.
Sin embargo, cuando aludo a los ojos del sistema apunto los dardos hacia la razón de Estado. A las maneras como, los servicios de inteligencia, nacionales e internacionales, realizan su labor de zapa en pro de la «seguridad nacional». Incrustados en partidos políticos, sindicatos y ONGs, sean legales o ilegales, la presencia de militantes que trabajan para inteligencia copan todo los espacios de la estructura social y de poder. Y no crea el lector que me adhiero inquebrantablemente a la teoría de la conspiración mundial. El problema es menos glamuroso. Hablo de gentes cooptadas y formadas para salvaguardar el orden político y cuya tarea consiste en penetrar las organizaciones y controlar personas.
Líderes sindicales, dirigentes políticos, decanos de facultad, jueces, fiscales, actores, intelectuales o legisladores, cualquiera puede servir diligentemente a la razón de Estado. Nunca ha dejado de sorprenderme, pasado una décadas, la apertura de archivos clasificados secretos de Estado. Cuando sucede, aparecen nombres, hasta ese momento impensables, ligados a los servicios de inteligencia. Son personas recicladas. Muchos de ellos, poseen méritos, destacan en sus profesiones, pero reciben una ayudita adicional. Publicaciones, contratos o becas son el plus de calidad para coronar la cima. En este sentido, nada más clarificador que el libro de Frances Stoner: La CIA y la guerra fría cultural. En sus páginas encontramos nombres ilustres. Isaiah Berlin, Nicolás Nabokov, Arthur Koestler o Raymond Aron. Todos participaron del proyecto de la CIA, en la lucha anticomunista, conocido como Congreso para la Libertad Cultural. Ninguno era tonto, pero sus grandes egos les llevo a realizar la mutación. Glamur a cambio de servir al Estado. Un quid pro quo.
Los informes pormenorizados donde se conocen tics, debilidades y fortalezas de activistas son de una precisión encomiables. Tal precisión es concebible si quienes los redactan conviven con las víctimas. Amigos de juergas y aficiones, vecinos o compañeros de trabajo. Cualquier perfil es bueno para realizar la función de zapa. A veces sólo se trata de observar sin levantar sospechas, la misión puede durar toda la vida. La infiltración es uno de los métodos más corriente utilizado por la inteligencia militar y las fuerzas de seguridad del Estado para malmeter, sonsacar, controlar y destruir, si es necesario, movimientos sociales y políticos considerados de riesgo. Honorables médicos, profesores universitarios, deportistas, actores han formado parte del entramado de la razón de Estado. Baste que el Estado se sienta amenazado para dar luz verde a una operación de seguimiento o entrísmo.
sin embargo, los ojos del sistema deben pasar desapercibidos, nadar como pez en el agua. No son policías, ni espías profesionales. Cuando se trata de partidos políticos forman parte de la organización desde su más tierna infancia. Le dan vida, militan y se convierten en cuadros dirigentes. Participan activamente y no les duelen prendas para transformarse en adalides de las causas perdidas. Por este motivo, cuando en el movimiento 15M, en España, trata de identificar infiltrados yerra si solo ve policías o provocadores contratados por las fuerzas de seguridad. Seguramente los habrá, pero estos no son un peligro en medio y largo plazo. Aún así, desde el periódico Público, etiquetado de «progresista», cae en dicha ingenuidad. Ignacio Escolar, sin ir más lejos. Hoy, pide perdón y se disculpa por haber etiquetado a un hombre bien vestido, a quien visualizó, en una foto de reportaje, como un policía provocador, amargándole la existencia. Pero no es el único caso.
Quienes realmente son ojos del sistema en él M15 han participado en la fundación del movimiento. Pero a día de hoy, se han incorporado nuevos sujetos. En este caso, y por las características del movimiento, provienen del mundo universitario, académico y de la vieja guardia militante. No generan suspicacias y su aceptación es casi inmediata. Para evitar malos entendidos, su pedigrí incorpora una historia militante de manual. Haber sido blanco de ataques de la extrema derecha, ser acosado y calumniado. Una víctima. Mientras tanto, la razón de Estado, le facilita vínculos y lo sitúa en el candelero. Le considerará portavoz de cuanta lucha antisistémica exista. Invertirá tiempo y dinero en convertirlo en ideólogo, transformándolo en tertuliano, habitual de programas televisivos, de radio y articulista de algún periódico «progresista». Será el radical legitimado. El más indignado, el más de izquierdas, amigo de todos, respetuoso de las formas y con amigos en todos los sitios. De esta manera podrá hacer mejor su trabajo. Su camuflaje es perfecto. Nunca ha sido de derechas, ha estado en todos los fregados, manifestaciones y siempre da la cara por cualquier causa, eso sí que le rente notoriedad. ¡Y no hablamos de James Bond, súper-espías o soplones a sueldo!.
Hoy, cuando el capitalismo sufre una profunda crisis de legitimidad y credibilidad, crecen sus necesidades de control social. La razón de Estado requiere muchos ojos y los coopta, ofreciendo como moneda de cambio los oropeles del la sociedad espectáculo. Conferencias, viajes, buenas viandas, vinos, sexo y rock and roll. Todo vale para garantizar su continuidad. La manipulación de programas informáticos significa otra vuelta de tuerca. Sibilinamente, sin salir de los despachos se controla la correspondencia electrónica, jaquea ordenadores, accede a cuentas bancarias, secretos industriales, etc. La razón de Estado funciona desde lo político. Una relación construida sobre el concepto de amigo – enemigo. Los ojos del sistema están siempre alerta para detectar sus fisuras mas ahora donde la lucha de clases es una realidad a voces.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.