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Los Once en el viraje de los 50

Fuentes: La jiribilla

Cuentan que a inicios de la Segunda Guerra Mundial Pierre Loeb, en tránsito hacia los EE.UU., presentó en el Lyceum de La Habana la primera expoventa de originales de Pablo Picasso. En esa fecha, cuando ya el maestro español figuraba como uno de los monstruos sagrados de la vanguardia del siglo XX, sus cuadros produjeron […]

Cuentan que a inicios de la Segunda Guerra Mundial Pierre Loeb, en tránsito hacia los EE.UU., presentó en el Lyceum de La Habana la primera expoventa de originales de Pablo Picasso. En esa fecha, cuando ya el maestro español figuraba como uno de los monstruos sagrados de la vanguardia del siglo XX, sus cuadros produjeron escándalo en una ciudad todavía muy aldeana. Era como si el tiempo no hubiera transcurrido desde que, allá por el año 1925, Alejo Carpentier se encontrara con mi padre en el Parque Central y, sin cruzar palabra de saludo, le espetara: «Juan Gris ha muerto». Ambos se miraron fijamente, en silencio, durante un rato, no solo por lamentar la pérdida de uno de los fundadores del cubismo, sino porque se sabían solitarios en la valoración del significado de la obra del artista recién fallecido.

Sin embargo, a pesar de las apariencias, algunas leves señales de cambio empezaban a manifestarse en la cuarta década del siglo. Los desastres de las guerras, la civil española y la contienda mundial, promovían una emigración diferente, a veces pasajera, pero, en ocasiones, relativamente estable. Eran intelectuales españoles o comerciantes judíos centroeuropeos con algún barniz cultural. A los cafés y restoranes tradicionales se unía algún apacible rincón de sabor vienés con acompañamiento de violines incluido. La ciudad adquiría ciertos rasgos de cosmopolitismo. Al término de la década, Alejo Carpentier daba a conocer desde Venezuela El reino de este mundo y, con ello, marcaba la arrancada de una narrativa latinoamericana definitivamente desprovincianizada.

Para la vanguardia en las artes plásticas había comenzado la gran batalla por la legitimación. Toda estrategia de renovación implica una relectura de la historia. Los surrealistas habían reivindicado al Bosco y se habían construido una genealogía propia. La plástica cubana hurgaba en sus antecedentes y colocaba sus exposiciones definitorias en espacios urbanos de alta significación, la Universidad de La Habana primero, el Capitolio Nacional más tarde. En este último caso, compartiría el Salón de los pasos perdidos con la Academia, pero lo hacía después de haber rescatado la memoria de Vicente Escobar. El artífice del proyecto, Guy Pérez Cisneros -en estrecha colaboración con el pintor Domingo Ravenet- unía a esas acciones una intensa actividad crítica en catálogos, en revistas culturales y en la prensa. Así, en círculos restringidos de la clase media profesional se iba formando un estado de opinión en que el respeto por lo nuevo suplantaba casi siempre una auténtica comprensión. El status del artista no se había modificado en lo esencial, aunque los representantes de lo que había dado en llamarse «Escuela de La Habana» pudieron exponer, sin encontrar resistencia, en los salones del Lyceum. La Academia seguía beneficiándose de muchos encargos oficiales, mientras los modernos empezaban a adquirir mayor renombre. El prolongado combate había allanado el terreno para el surgimiento de una nueva generación.

A los amantes de las periodizaciones, 1953 les haría pensar que los momentos de ruptura se producen cada 30 años. Los nuevos protagonistas tomaban distancia respecto a sus predecesores y, a la vez, diseñaban una estrategia diferente para su irrupción en el mundo del arte. A diferencia de lo ocurrido con la primera generación de la vanguardia, que trabajaron en el aislamiento, aunque coincidieran en su programa antiacademicista y en algún salón colectivo, los que ahora surgían percibieron la necesidad del agrupamiento. La obra seguía haciéndose en la soledad, pero su proyección en el espacio social era una conquista posible tan solo a través de la unión. Más allá de las artes plásticas, la teoría de las generaciones, muy debatida, configuraba un modo diferente de articular la historiografía mediante procesos de grupos que asumían la ruptura, llegaban a la eclosión, hasta el desplazamiento por aquellos que habrían de sucederles en una suerte de permanente canibalismo. En su breve trayectoria al frente de la dirección de cultura del Ministerio de Educación, Raúl Roa había diseñado una política dirigida a legitimar la vanguardia en términos de tradición viviente. La africanía de la música en Cuba de Fernando Ortiz y su ensayo sobre Wifredo Lam, el texto de Lezama sobre Arístides Fernández, la poesía de Tallet, la prosa de Pablo de la Torriente Brau, configuraban una herencia por mucho tiempo sumergida. Pero Roa se preocupó también por convocar a los más jóvenes, volcados hacia tareas de animación cultural, mientras algunos accedían a la letra impresa bajo el rótulo efímero de «nueva generación», revelador de una autoconciencia hasta entonces inexistente. Integrar grupos, expresión de necesaria autodefensa, respondía también a la demanda de multiplicar las vías institucionales para el intercambio y la puesta en circulación de las ideas, para el enriquecimiento de un clima cultural todavía muy anémico. A la intensidad de ciertas acciones, como la del Minorismo y la que se identifica con el nombre de la revista Orígenes, había que añadir su extensión hacia zonas más extensas. La exigencia perentoria de disponer de un público para la realización del hecho artístico había impuesto al teatro, desde La Cueva hasta Teatro Estudio, una vocación institucional. La devoción por el cine conducía a gérmenes de cinemateca. Era indispensable fomentar una zona de confluencia para escritores, artistas plásticos, músicos, cineastas, teatristas. Nuestro Tiempo conformó un modelo que, sin saberlo, prefiguraba las concepciones del desarrollo institucional que tendría su eclosión al amparo de la Revolución Cubana, al término de la década de los 50.

En una ciudad en transformación el arte se mantenía bajo el signo de la modernidad. Con sus escasas cuadras, La Rampa se convertía en el nuevo eje urbano. Agencias de automóviles y de viajes, construcciones destinadas al aparcamiento, centro de la radio y la televisión, boutiques para la perfumería y el diseño al gusto danés y, muy pronto, la torre de un hotel con murales de Amelia, Portocarrero y Cundo Bermúdez, se unían a restoranes y bares de nombres exóticos para constituir los valores simbólicos de un mundo de los negocios y de un espacio para el tiempo libre. Isla en un pequeño territorio microlocalizado, parecía apropiarse de un estilo de vida cosmopolita en medio de una sociedad subdesarrollada, cargada de contradicciones a punto de estallar. En el alborear de los 50, tras el primer congreso de los arquitectos, las concepciones que habían presidido el vínculo entre el universo construido y las artes plásticas empezaban a cambiar. Espacio fue el nombre de una efímera revista de los estudiantes de arquitectura. Con su auspicio, una reveladora exposición invadió los interiores neutros, privados de luz, de la antigua facultad universitaria de Arquitectura. Móviles abstractos a la manera de Calder animaban los espacios y borraban el espesor de los muros. Apenas reivindicada, la aventura del diseño quedaría suspendida. Instaurada la dictadura de Batista, la Universidad, centro de resistencia y de combate, tendría que responder a otras prioridades. Para defender la vida, los estudiantes aceptarían el desafío de la muerte.

Aun cuando los sueños se postergaran, la idea de que pintura y escultura eran añadiduras decorativas, empezaba a ser desplazada por un concepto integrador de todas las manifestaciones del arte.

Número impar, enigmático, 11 fue una cifra impuesta por el azar. En una secuencia de exposiciones realizadas en La Habana y fuera de ella a partir de 1953, Los Once nunca fueron 11. El núcleo inicial había estado constituido por Francisco Antigua, René Ávila, José Ignacio Bermúdez, Agustín Cárdenas, Hugo Consuegra, Fayad Jamís, Guido Llinás, José Antonio Díaz Peláez, Tomás Oliva, Antonio Vidal y Viredo Espinosa. Algunos se desgajaron rápidamente. Otros se incorporaron a muestras convocadas bajo el nombre emblemático del grupo y ejercieron una influencia intelectual y artística, como habría de ocurrir en el caso de Raúl Martínez. Como suele suceder, no eran todos los que estaban, ni estaban todos los que eran.

Una estrategia grupal novedosa contribuyó a dar nombre, más allá de la nómina exacta de los componentes iniciales del equipo, a una etapa de tránsito en la que apuntaban cambios que habrían de cristalizar en la década de los 60. Las circunstancias políticas impidieron que, a pesar de los recursos invertidos, el recién inaugurado Palacio de Bellas Artes desplazara de su protagonismo a la sala del Lyceum. Sin embargo, las artes plásticas reclamaban nuevos territorios. Por eso, para mi sorpresa y la de muchos otros, Los Once invadieron, al fondo del Capitolio, el olvidado Círculo de Bellas Artes. Era un desafío y un modo de romper la modorra. En la solitaria penumbra del salón se alineaban telas abstractas. Registré entonces en la memoria nombres todavía sin rostro. Destinadas a un azaroso minimercado, las minigalerías de García Cisneros -en el Vedado- y de Loló Soldevilla -en el punto extremo de Miramar- eran sobre todo lugares para el encuentro. La de Nuestro Tiempo se articulaba al programa integral de la institución.

En la penumbra de una sala vacía, se alineaban las pinturas abstractas. Los nombres de sus autores me resultaban todavía desconocidos. Por ambas orillas del Sena, yo había recorrido las galerías de París, donde el ordenamiento tradicional de las tendencias parecía haber desaparecido. No me desconcertaba el abstraccionismo, que me parecía, en Europa, abocado a una nueva retórica. Presentía entonces el posible regreso a nuevas formas de expresionismo. Entre nosotros, en cambio, significaba un distanciamiento crítico extendido mucho más allá de Los Once. Pero la efectiva estrategia grupal contribuyó a que la rápida difusión de su proyecto modulara un tiempo de cambio y de espera.

Los jóvenes no se limitaron a afirmar su diferencia a partir de la definición de sus propios espacios. Encontraron también puntos de convergencia con la tradición de la vanguardia en exposiciones colectivas que definían la relación entre arte y política. La Bienal Hispanoamericana, convocada bajo el auspicio de las dictaduras de Franco y Batista, encontró respuesta en la exposición Homenaje a Martí que se apoderó de todos los recintos disponibles en la sociedad Lyceum y, cumplida esa primera etapa, se trasladó, por iniciativa de la FEU, a la Universidad de La Habana. El doble gesto, en términos simbólicos y prácticos, se convertía en expresión de rebeldía y de rechazo a todo intento por hacer de la cultura un instrumento de legitimación del régimen. Para decirlo con palabras de Raúl Martínez, la revolución en el arte se homologaba a la revolución en la sociedad.

La polémica de aquellos años ponía énfasis en la contraposición entre abstractos y figurativos. El academicismo seguía instalado en el monopolio de la enseñanza y de los encargos oficiales, aunque la vanguardia salía de su confinamiento para situarse en espacios públicos vinculados a la nueva arquitectura, en contadas expresiones de muralismo. Mariano se adueñaba del recién inaugurado Retiro Odontológico, Amelia extrapolaba algunos de sus motivos clásicos para la fachada del hotel Habana Libre, que con el cambio de su nombre señalaba el fin de una década y, a la vez, el término de una etapa histórica. El vocabulario de la plástica alcanzaba plena autonomía.

Pero, en verdad, el momento era de cambio. Gauguin había advertido que la anécdota era mero pretexto para la revelación de una realidad otra, para él -aunque no para todos- de carácter trascendentalista. Con ello defendía su proyecto personal, sin saber que estaba proponiendo nuevas posibilidades de lectura para el arte acumulado a través de los siglos.

En esos años 50, entre la espera y el cambio, el debate entre la abstracción y el realismo ocultaba transformaciones más profundas que a partir de entonces y, sobre todo, en la década siguiente, habrían de contaminar el conjunto de la plástica cubana. Cuando a los diez años de la aparición de Los Once, en la Galería de La Habana se presenta una exposición con el nombre de Expresionismo abstracto, los componentes del grupo ya no son los mismos. La tónica expresionista ha desplazado la voluntad de abstracción. En ese espacio, altamente jerarquizado por las antológicas muestras de los fundadores de la vanguardia, ya convertidos en clásicos, las antiguas certidumbres se derrumban. Otra es la concepción del color. Apresado entre la vida y la muerte, el tiempo asume lo efímero, lo circunstancial y lo cotidiano de la brevísima existencia humana. Abandona las nociones de fijeza y eternidad. Desde perspectivas bien diversas -la de Raúl Martínez, la de Antonia Eiriz- el sujeto se ha convertido en protagonista. En el vínculo con el espectador potencial, la obra se proyecta como detonante, como provocación destinada a movilizar un proceso crítico de autorreconocimiento. La relación dialógica sustituye a la actitud contemplativa ante verdades definitivamente conquistadas. El material de desecho -efímero, cotidiano- se contrapone al acabado del oficio pictórico. Así adelgaza la frontera entre lo culto y lo popular.

Ya por entonces, refuncionalizadas, las artes plásticas estaban desbordando el territorio limitado de las galerías. Diseñador gráfico, escenógrafo a veces, empeñado en la búsqueda de una interrelación integradora con otras manifestaciones de la creación artística, Raúl Martínez encarnaba el espíritu de la época. El afiche y la valla animaban la urbe que recuperaba la dimensión humana para un transeúnte que reconocía al pasar por las aceras de La Rampa, las imágenes forjadas por los pintores de la vanguardia. Muy cerca, en el Pabellón Cuba, desaparecían los límites entre el espacio público y el recinto privado. El grupo de Los Once disuelto, sus integrantes tomaron rumbos distintos. Su estrategia había apuntado las señales de un cambio que cristalizaría en los 60, cuando también la ciudad, minicosmópolis dependiente, modificaba su rostro.

Fuente: http://www.lajiribilla.co.cu/2011/n506_01/506_07.html