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La distancia entre hablar de la justicia y luchar por la justicia

Los opresores y los justos

Fuentes: Al-Jumjuriya.net

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

La edad de la ira. (Oswaldo Guayasamín)

Las narrativas victimistas en Oriente Medio y las nuevas «comunidades imaginadas»

Lo único que rivaliza con la cantidad de injusticias existentes en Oriente Medio es la producción de narrativas victimistas en la región. Los judíos son víctimas, los árabes son víctimas, los kurdos son víctimas, al igual que sunníes, chiíes, alauíes y cristianos. Pero si todos somos víctimas, entonces, ¿quiénes son los opresores?

En este artículo sostengo que las narrativas victimistas rara vez son descripciones honestas de la opresión, y que opresión y victimismo son condiciones, relaciones y procesos que se explican mejor en el lenguaje de la política, la economía y el derecho, no en términos de identidades y orígenes. Argumento asimismo que haríamos bien en cuestionar las normas de las comunidades (tanto en su variante étnica como confesional) y la validez de lo que esas comunidades dicen de sí mismas y de los demás. La creencia en que la comunidad de uno es honesta encarna con frecuencia la medida de nuestra subordinación y falta de independencia moral, no la medida del principio de beneficencia de una comunidad. Estamos a menudo en lo cierto cuando ponemos en duda las narrativas de nuestra comunidad sobre el bien y el mal.

Injusticia y victimismo

No se puede negar que hay verdaderas injusticias acosando a determinadas comunidades del Oriente Medio de forma discriminatoria. Esas injusticias les privan sobre todo de derechos políticos, sociales o culturales (o de todos esos derechos unidos). Esta es una realidad recurrente no sólo en nuestra región sino en todo el mundo. Sin embargo, las narrativas victimistas no son una descripción honesta de tales injusticias. Esas narrativas son evocaciones de historias de opresión de un pasado cercano o lejano que pasan a primer plano cuando esas comunidades, o algunos segmentos dentro de ellas (a menudo más organizados o poderosos), aparecen para racionalizar demandas excepcionales o justificar privilegios actuales. Las narrativas del victimismo no inventan injusticias per se, pero describen esas injusticias como un ataque sistemático a una comunidad «inocente» por otra «antagónica» cuya opresión sistemática aparece simbolizada por su propia esencia. Una narrativa victimista no puede existir en ausencia de una narrativa de opresión en oposición a otra comunidad que aparece ostensiblemente unificada y homogénea. En este mundo, el victimismo y la opresión no son producto de la política y la lucha social sino de naturalezas, esencias y orígenes inherentes. Sin embargo, eso es exactamente lo que postulan las narrativas políticas victimistas, porque no responden a una forma de conocimiento social, ni a investigaciones históricas ni a declaraciones jurídicas.

Las narrativas victimistas son aspectos de la construcción de una comunidad, de la agregación de nuevos miembros a esa comunidad y de la reparación de fisuras internas en un contexto competitivo por la autoridad, influencia, recursos y territorio en medio de la regresión de las instituciones políticas modernas (Estado, partidos políticos, grupos de voluntarios y el individualismo) y del fracaso de la legitimación internacional de esos conceptos modernos. Como las narrativas están en el corazón de la construcción comunitaria, no hay comunidades (o al menos las elites dominantes en esos grupos) que no perciban su propia comunidad como una víctima. Las elites producen narrativas en un contexto binario: un intragrupo, una lucha intestina por el liderazgo y una lucha pan-comunitaria por el poder, influencias y privilegios. Esto no quiere decir que el victimismo se centre absolutamente en sí mismo sino que las comunidades son en sí productos, no productoras, de narrativas de victimismo (y superioridad). Un juicio honesto sobre una injusticia no adopta la forma de una narrativa victimista sino que constituye realmente una crítica y deconstrucción de esa narrativa, como argumentaré a continuación.

Al asumir que la unidad de una comunidad opresora es un componente que caracteriza a las narrativas de la opresión que acompañan a las narrativas del victimismo, cuando se refieren a «nosotros», cuando la persecución, hostilidad y malicia se dirigen hacia «nosotros», no encontraremos diferencia alguna entre «ellos»: ¡ellos son todos iguales! Nuestra supuesta desunión se vive con desolación y tristeza, porque ellos están unidos contra nosotros. Victimismo y opresión se derivan de la esencia de comunidades e identidades: su opresión emana de su naturaleza e identidad, y nos atacan porque somos precisamente nosotros.

El mercado de las injusticias

En nuestros contextos actuales, parece que las narrativas del victimismo se basan en tres supuestos. En primer lugar, las narrativas del victimismo asumen situaciones de conflicto comunitario, del tal forma que la elite de una comunidad produce una narrativa respecto a las injusticias y perjuicios sufridos por dicha comunidad que legitiman su liderazgo y competición por los recursos simbólicos y materiales dentro de la misma. En segundo lugar, adoptan los foros globales para hacer circular, intercambiar y disputar narrativas y distinciones sociales. La revolución de la información y de las comunicaciones ha proporcionado esos foros mediante las redes sociales, pero estas están también presentes en las organizaciones internacionales, así como en las esferas públicas y medios de comunicación de los Estados más influentes, que tienen un mayor impacto sobre las elites. Por último, esas narrativas asumen la importancia crucial de la justicia concebida como no discriminación -algo exigido por nuestra actual situación global política y jurídica-, que puede definirse más de forma negativa que positiva: la crisis del Estado-nación, que en teoría ofrece una justicia igual a todas las personas.

Me atrevería a decir que la relevancia de las narrativas del victimismo en la construcción de una comunidad es un fenómeno relativamente reciente, que se remonta a una generación o poco más. Han estado acompañadas de la aparición de doctrinas culturalistas o de civilización, de políticas de identidad y del hundimiento de las políticas e ideologías del trabajo (liberación nacional, construcción de la nación, socialismo) y del cambio social; ideologías que eran dominantes hasta la década de 1980. Antes de esta fecha, las elites comunitarias aspiraban a compartir valores globales, a interactuar con otros y a situar sus aspiraciones en términos globales, tal vez para no perder la ola mundial que podríamos llamar «el tren de la civilización» o «la procesión de la historia» o un nuevo orden mundial más justo. En la actualidad, las comunidades viran hacia la autoafirmación y la diferenciación, y sus demandas de identidad desbancan a las políticas sociales que trascienden la etnia y la confesión. Es como si estuviéramos volviendo a una época de vínculos orgánicos, naturales y heredados a expensas de los vínculos artificiales, voluntarios y opcionales; como si fuéramos naciones que se metamorfosean en tribus gigantes que excluyen y marginan a los «sujetos» dentro de ellas. La crisis global del moderno Estado-nación queda bien patente en la propagación de la descomposición de los Estados, así como en los Estados fuertemente vallados y herméticamente confinados que se protegen de un mundo exterior compuesto de bárbaros «Estados fallidos» exportadores de pueblos. El fenómeno de los Estados fallidos es en sí reciente y apareció al final de la Guerra Fría, cuando los vencedores estaban demasiado ocupados felicitándose a sí mismos por su victoria, dejando atrás sus anteriores campos de batalla destrozados. Ese fue el momento más crucial en la historia del mundo en mucho tiempo, porque en aquella época era imposible concebir que lo que el mundo necesitaba entonces era… una revolución.

La superioridad genética inscrita en la estructura del campo victorioso salió a buscar un enemigo, y viendo que no había un enemigo que tuviera la forma de un campo sólido a nivel ideológico y militar, se concibió al enemigo en términos de «civilización», «cultura» y «religión». El actual ascenso del comunitarismo y del victimismo sólo tiene 25 años, quizá algo más.

Las narrativas sobre Oriente Medio

En el Oriente Medio contemporáneo encontramos muchas narrativas potentes alrededor del victimismo y muchas más acechando en el camino listas para hacer su aparición si examinamos a las comunidades locales más de cerca. Teniendo en cuenta lo expuesto con anterioridad respecto al fenómeno relativamente nuevo de la construcción comunitaria, estas narrativas victimistas son todas modernas, aunque tomen prestados lenguajes y símbolos viejos.

Quizá la narrativa más reciente en Oriente Medio sea la narrativa suní, que apenas tiene una generación. Esa narrativa consiguió un gran impulso con la ocupación de Iraq y la marginación de su población suní, y se completó con el asesinato de Rafiq Hariri en el Líbano; mientras que la destrucción de las comunidades suníes durante la revolución siria evoca un recuerdo relativamente más antiguo, el de la masacre de Hama en 1982 y, ocasionalmente, los comienzos del dominio baasista en 1966.

Quienes hicieron circular esta narrativa, especialmente las milicias y políticos islamistas, tienen una larga letanía de abusos a su disposición a los que poder señalar: por ejemplo, la situación de los musulmanes en Chechenia, las masacres serbias de musulmanes bosnios, la ocupación estadounidense de Afganistán, el campo de prisioneros de la Bahía de Guantánamo y, por supuesto, Palestina. En ocasiones hacen referencia a recuerdos más antiguos del colonialismo occidental, a la desintegración del Imperio otomano y a la abolición del «califato». En su forma militante, sobre todo dentro de Al-Qaida, la narrativa suní apunta hacia «la alianza judeo-cruzadas», pero en Siria e Iraq, así como en el Líbano, forma parte de la lucha entre suníes y chiíes. Una vez más, las narrativas no son descripciones honestas de la realidad ni se esfuerzan en mantener una coherencia interna. Son historias puramente dramatizadas y coordinadas que se utilizan para construir comunidades y reforzar identidades que no tienen nada que ver con los conocimientos sociales, históricos o jurídicos.

La narrativa chií es también relativamente nueva, aunque tenga una tradición inveterada en «el sufrimiento de Āl al-Bayt» (la Casa del profeta Muhammad). Uno tiene que reconocer de inmediato que esta tradición no tiene nada que ver con la narrativa del moderno victimismo chií, aunque este se ha rodeado de términos similares y tomado prestados sus símbolos, memoria, imaginación y supuestos enemigos. La narrativa chií puede parecer más antigua que su homóloga suní y se dirige principalmente contra las autoridades suníes (los descendientes del primer califa omeya Mu’awiyah, o su hijo Yasid,… Husein, el mártir, Zainab, la cautiva). Sin embargo, esta es la familia simbólica de la narrativa del victimismo chií y su fuente de santidad. La narrativa en sí tiene que ver con las luchas contemporáneas y las aspiraciones de las elites chiíes en las sociedades contemporáneas. La narrativa se afilia al sufrimiento de Āl al-Bayt como una vía para «inventar la tradición» [1] (Hobsbawn, 1983): la situación de los chiíes no tiene nada que ver actualmente con la lucha entre Ali y Mu’awiyah o entre Yasid y Husein de hace más de 1.400 años. En la narrativa chií, el opresor es fundamentalmente suní o «Nāsibi» (los que albergan el odio).

Por su parte, la narrativa del victimismo alauí en Siria no utilizó los símbolos y el lenguaje del antiguo sufrimiento chií, debido probablemente a la posición tangencial de los alauíes en el ámbito chií, y a las muy especiales circunstancias de su ascenso. La narrativa alauí apareció cuando la familia Asad -ella misma de orígenes alauíes- empezó a gobernar Siria, y se expresó en un lenguaje social derivado de la posición social de los alauíes en Siria anterior al dominio baasista. Se centró en la pobreza, marginación y persecución, mientras señalaba anteriores supuestas masacres, sobre todo para unificar a la comunidad alauí y justificar las condiciones actuales del gobierno de Asad. La narrativa alauí no es la del régimen, que fomenta una narrativa del patriotismo sirio actual y promovió el panarabismo en el pasado. La narrativa del victimismo alauí es discreta y puede atribuirse a intelectuales orgánicos que invocan la antigua marginación de los alauíes, y su relativamente reciente pobreza, para justificar la situación actual. En esta narrativa, el opresor es también suní. En la actualidad, debido al patrocinio y protección iraní del régimen de Asad, así como a la devastación de la comunidad alauí en la actual guerra (con decenas de miles de sus jóvenes muertos), la narrativa alauí puede evolucionar a regañadientes para incorporar más componentes chiíes.

La cuarta narrativa victimista en la narrativa kurda. Los principales componentes de la narrativa kurda se derivan de la época del nacionalismo y tiene, como mucho, menos de un siglo de antigüedad. Sin embargo, debemos distinguir entre la narrativa del victimismo y la ideología nacionalista kurda, que se justifica con aspiraciones nacionales de estatalidad, autodeterminación e igualdad. Esta ideología nacionalista tiene poco más de cincuenta años (en Siria), pero durante más o menos una generación (i.e., desde el fin del «progreso» global) se ha metamorfoseado en una narrativa victimista. La narrativa mezcla componentes y referencias nacionalistas con las políticas discriminatorias de cuatro países del Oriente Medio contra los kurdos, junto con aspiraciones a circunstancias más equitativas de justicia y a una patria nacional. También combina estos elementos con muchos componentes de civilizaciones más antiguas y nuevas: por una parte, una continuidad histórica kurda cuya más reciente manifestación fueron Saladino y los ayubidas que liberaron Jerusalén para los árabes y, por otra parte, una asimilación con las aspiraciones modernistas de las clases medias occidentales. En la Siria actual, sus opresores son los árabes, a quienes acusan de forma estereotipada de ser partidarios del Daesh. Aunque, por supuesto, si uno combina los contextos sirio y turco, los mayores opresores son los turcos.

Una de las facetas del movimiento nacional palestino que emergió en la década de 1960 fue una narrativa palestina victimista que evocaba acontecimientos más antiguos, destacando sobre todo el de la Nakba (catástrofe) de 1948 y la resistencia palestina contra el mandato británico. La narrativa palestina se dirige principalmente contra el Israel judío, pero también contra el imperialismo occidental, con la característica constante de ser un sentimiento de decepción y traición por la actuación de los países árabes. Me atrevería a sostener que la naturaleza excepcional de su enemigo, en términos de poder, inmunidad y contribución a conformar el mundo moderno, pone a los palestinos ante una desventaja inmensa que les divide entre sí, incapacitándoles para producir una narrativa convergente o unificada: la narrativa islámica de Hamas crea división, la AP de Abas no tiene narrativa alguna que asumir y la diáspora está dispersa.

La formulación más antigua de narrativa victimista en Oriente Medio es el de la comunidad que más recientemente se ha formado en la región: la narrativa del victimismo judío. Esta narrativa ha justificado el establecimiento de Israel en Palestina con la creación de un Estado expansionista que fomenta la producción y estandarización mundial de su narrativa de victimismo. La amplia difusión de los relatos sobre el Holocausto en Occidente se produjo tras la guerra de 1967 y no antes de ella. Dicho esto, los componentes del victimismo judío son más antiguos que el Holocausto y datan de la época europea del nacionalismo, expresados de forma más clara en el último cuarto o tercio del siglo XIX. Aunque el Holocausto ocupa una posición preminente en la narrativa del victimismo judío, esa narrativa se dirige a justificar la conducta actual de Israel y a racionalizar los privilegios judíos contra los palestinos. El terrorismo es un componente esencial de esta narrativa reduciendo a tal terrorismo todas las formas de resistencia palestina, que atribuyen a la propia identidad y existencia palestina [2]. De hecho, una de las principales facetas de la narrativa actual del victimismo judío es el concepto de «terrorismo», que se explica por la identidad de los enemigos de Israel y no por consideraciones de índole política o social.

La narrativa judía se dirige contra el mundo como un todo, incluido Occidente, siendo el antisemitismo su piedra angular. Se diría que la narrativa judía es un ejemplo precoz sobre el que otras narrativas han intentado construirse. La búsqueda de autoridad, excepcionalidad, territorio y la exención permanente de los límites de la ley (i.e., un Estado de impunidad permanente) es la base de una justicia duradera e intrínseca para los judíos, porque ellos son las víctimas permanentes del Mundo. Este es el modelo hacia el que mira el resto de las comunidades de Oriente Medio. Todo el mundo quiere ser israelí: poderoso, inmune y expansionista, y todos tratan de conseguirlo.

Acción comunitaria

En cualquier caso, las narrativas del victimismo son modernos constructos discursivos que invocan injusticias antiguas en proporciones diversas para justificar los privilegios actuales o las aspiraciones de privilegios buscados por las elites comunitarias. Los constructores de las narrativas victimistas no son las comunidades mismas sino las elites dentro de ellas, que intentan unificar dicha comunidad como estrategia para controlarla y para competir con otras elites por dicho control. En cierto sentido, las narrativas tienen mucho éxito al unificar la comunidad siguiendo una fórmula: la colusión con los elementos más agresivos de la misma contra «ellos». La mayoría de los individuos de una comunidad no participan en sus actos más atroces, sus autores constituyen a menudo una minoría dentro de una determinada comunidad. Sin embargo, las comunidades rara vez se oponen a esos actos atroces. Además, las voces de quienes desean silenciar las objeciones contra los actos más atroces de una comunidad son a menudo más chillonas que las voces de quienes objetan. No se carece de ejemplos que exhiben esta mentalidad de rebaño al castigar la discrepancia: ejemplos chiíes, suníes, alauíes o kurdos.

Como colectivo, las comunidades no perpetran actos de asesinato, tortura, violación o genocidio. Se trata de actos individuales o de grupos pequeños. Sin embargo, las comunidades son los únicos autores de actos tales como la colusión, el fanatismo, la docilidad, el conformismo, el silencio y el silenciamiento. Las comunidades no son legalmente responsables de la primera serie de actos, pero sí lo son a nivel cultural y moral. Los árabes son responsables, cultural y moralmente, de los crímenes que los árabes han cometido contra los no árabes (los panarabistas tienen responsabilidad política, así como una aumentada responsabilidad cultural y moral). Los musulmanes son cultural y moralmente responsables de los crímenes que los musulmanes han perpetrado contra no musulmanes o musulmanes no convencionales (los islamistas tienen una responsabilidad aumentada a nivel cultural, moral y político). Los judíos son cultural y moralmente responsables de los crímenes que los judíos han perpetrado contra no judíos o judíos no convencionales (los sionistas tienen una responsabilidad aumentada a nivel político, así como cultural y moral). Esta responsabilidad no se acaba a menos que algunos segmentos de estas comunidades amonesten y condenen de forma inequívoca estos crímenes sin ser silenciados o perseguidos por la comunidad.

Las narrativas del victimismo tienen una contradicción inherente: sólo surgen en campo abierto para deliberar y discutir discursos colectivos, lo que supone la igualdad entre diferentes comunidades. Sin embargo, las narrativas emergen también en un contexto de lucha social y sirven para justificar privilegios y ventajas sociales contra los injustos otros. Es decir, que el concepto de justicia entre diferentes comunidades es lo que hace ontológicamente posibles las narrativas del victimismo, pero estas narrativas hacen que la justicia sea ontológicamente imposible.

En los seis casos que he descrito antes, las narrativas victimistas no son quejas melancólicas sobre injusticias antiguas o actuales. Son discursos que justifican aspiraciones especiales ahora y que tratan de unificar a las comunidades en la búsqueda de estas aspiraciones. Se utilizan para legitimar las demandas actuales (por ejemplo, las narrativas palestina y kurda) o para buscar excepciones para una comunidad perjudicada, y ofuscan las injusticias que esta comunidad lleva a cabo contra otras comunidades (por ejemplo, las narrativas suní, chií, alauí y judía) o una mezcla de todas (¡las seis!). El argumento utilizado es el siguiente: «Nosotros somos las víctimas, somos sujetos de la injusticia, por eso no podemos ser opresores». Esto no se dice nunca para vigilar e impedir cualquier injusticia que podamos cometer, sino para justificar dichas injusticias. Las narrativas del victimismo no levantan nunca el velo de la injusticia y de sus víctimas sino que, en realidad, escudan aún más esas injusticias, ya se trate de las injusticias cometidas por nuestra comunidad «víctima» contra otra comunidad «opresora», o peor aún, de las injusticias cometidas contra aquellos que son más vulnerables dentro de una determinada comunidad. Las narrativas del victimismo no son las de las víctimas y quienes las crean no son víctimas; son elites que buscan el control de una comunidad explotando injusticias presentes o pasadas.

La peor escuela de la justicia

El hecho de que se utilicen narrativas victimistas como escudo frente a la injusticia (especialmente la que se produce dentro de una comunidad), y debido a que constituyen el discurso de las elites privilegiadas, no de las víctimas, se precisa de un pensamiento crítico y emancipador para atacarlas en todo momento y no tener nunca cortesía alguna hacia sus autores bajo el pretexto de que hay verdaderas injusticias. Las injusticias son reales, pero las narrativas victimistas son explotaciones de esas injusticias para la competición entre las elites, no a favor de la lucha de las víctimas. Además, las narrativas victimistas casi siempre alimentan el chauvinismo y el egoísmo de una comunidad, destruyendo sus relaciones con las comunidades vecinas (las narrativas victimistas se dirigen exclusivamente contra las comunidades vecinas).

Las narrativas atribuyen la justicia (y la opresión) a las comunidades, no a los individuos o segmentos privilegiados política y socialmente dentro de esas comunidades (o incluso de elites que trascienden la comunidad). Atribuir la justicia a nuestra comunidad es precisamente lo que hace que las narrativas victimistas sean extremadamente convenientes para los más agresivos e injustos de nuestra comunidad, en detrimento de los más justos de entre nosotros. Los más justos de entre los judíos son aquellos que se han enfrentado a la narrativa victimista judía y a la «industria del Holocausto» [3], no aquellos que son los defensores más vociferantes de esta narrativa. Estos últimos son los judíos que son más racistas y agresivos con los palestinos. Esto se aplica, en teoría, al resto de comunidades, aunque no siempre estén a un nivel igualmente desproporcionado de poder frente a rivales comunitarios como los israelíes. Los peores islamistas, kurdos, chiíes y alauíes son aquellos que más en armonía están con las narrativas victimistas de su comunidad, y son sus más ardientes defensores. Los más justos tienen más dudas respecto a la narrativa de nuestra comunidad y se oponen de forma más categórica a las injusticias hacia los otros y hacia los más débiles de nuestra comunidad, no los «héroes» que siguen incuestionablemente al rebaño, que se enfurecen con el resto de la tribu y sólo hallan razón en la sabiduría colectiva.

En cualquier caso, las narrativas victimistas son mucho más proclives a cometer injusticias que a resistirlas y mucho más convenientes para los más poderosos que para los más vulnerables. Adoptarlas lleva a la apatía moral, a hacer caso omiso de la voz de las advertencias razonadas, a priorizar el conflicto contra los opresores y a inhabilitar el pensamiento crítico, que se percibe entonces como una distracción del conflicto central. Quizá debido a su utilidad al disciplinar y unificar una comunidad y justificar sus aspiraciones excepcionales, el victimismo es la peor escuela de la justicia. En realidad, el victimismo es una escuela de agresión y opresión con una conciencia limpia, mientras que quienes están siendo oprimidos es por culpa de «ellos» y no de «nosotros» o de nuestras masas, pero no de nuestra elite. Si Oriente Medio se ha hecho famoso por sus masacres y crímenes se debe a que la mayor parte de sus elites recibió la educación para la justicia en la peor de las escuelas: la del victimismo, antes de dedicarse también a fomentarlo. El victimismo es una escuela de identidad, discriminación, separación y falta de sensibilidad, no una escuela para la justicia, la solidaridad y la cooperación.

El orden político regional actual, basado en fomentar y propagar las narrativas del victimismo, no sólo acentúa la injusticia y conflictos comunitarios. Sus víctimas no sólo son miembros de «otras» comunidades, sino que son los más justos e integradores de entre «nosotros». El judío disidente es porque se «odia a sí mismo», el árabe no nacionalista es un «traidor», el musulmán que no está convencido de su propio victimismo es un «apóstata» o un «laico», y el kurdo que no promueve la narrativa comunitaria está «arabizado». Así es como las narrativas victimistas marginan a los más justos de entre nosotros, y son por lo tanto adecuadas para los más opresores.

Narrativas de superioridad

Dado que las narrativas del victimismo surgen por lo general cuando una determinada comunidad está creciendo y justificando su crecimiento, van habitualmente acompañadas de narrativas de superioridad: «¡Tenemos mayor calibre (moral, intelectual, religioso y en términos de modernidad, justicia y nacionalismo) que los otros!» Al igual que las narrativas victimistas, las narrativas de superioridad también tratan de unificar a una comunidad para que sirvan de instrumento en manos de las elites competitivas de esa comunidad. Como tales, implica que las masas de la comunidad sucumban ante los caprichos de sus amos, ancianos y notables. Las narrativas del victimismo y de la superioridad no sólo se promueven en el contexto de la rivalidad y lucha comunitaria sino que son también inseparables de la dinámica del poder y la autoridad dentro de esas mismas comunidades.

Como las narrativas son estrategias de identidad, las comunidades oprimidas son en sí mismas las que son superiores. En Oriente Medio, tenemos las narrativas de superioridad chií, alauí, suní, kurda, judía y palestina, conjurando características y distinciones reales o imaginadas (pero siempre exageradas). Estas narrativas no son nunca descripciones honestas de logros valiosos, sino discursos que justifican privilegios y excepciones. Al igual que las narrativas del victimismo son escuelas de injusticia, lo mismo sucede con las narrativas de superioridad: «¿Quiénes son esas vidas sin importancia a las que deberíamos respetar y cuya humanidad deberíamos tener en cuenta? ¡Ninguna agresión y humillación es suficiente para ellas, puesto que -además de su atraso- son nuestros opresores y antagonistas!», según esa lógica.

Merece la pena mencionar dos cuestiones específicas en lo que se refiere a estas narrativas (tanto las victimistas como las de superioridad). En primer lugar, aunque las narrativas del victimismo adopten un lenguaje «social», se refieran a la pobreza, privación, marginación y prejuicios, se emplean para construir muros identitarios que separen a las comunidades de otras comunidades parecidas, nunca para unificarlas ni para acercarlas. En segundo lugar, y en oposición a esta dinámica, la construcción comunitaria y el acto de poner a todos los «niños» de la comunidad bajo su tierna ala amorosa (como haría una madre) no se da nunca de forma aislada de los privilegios y la explotación. En lo que a las elites se refiere, la unificación comunitaria merece mucho menos la pena si no permite el control de la comunidad y una posición superior de control de los recursos en oposición a otra comunidad.

«¡La tenemos más grande!»

Desde una perspectiva histórica, las narrativas victimistas son como cuentos de hadas en los que la buena gente es básicamente buena, sólo comete buenas acciones y las malas las ejecuta por necesidad, mientras que la mala gente es inherentemente mala, con una larga historia de malas conductas. Desde una perspectiva política, es un rechazo a la madurez y una resistencia a asumir responsabilidades. Las comunidades que no oponen resistencia a sus propias narrativas de victimismo y superioridad son comunidades que son incapaces de madurar para convertirse en comunidades históricas responsables de sus propias acciones en el mundo.

La estrecha relación entre las narrativas victimistas y el especial énfasis en un derecho a la eternidad o a la inmortalidad es quizá otro indicador de la incapacidad para madurar y denegar la historia. Israel «no fue creado para desaparecer»; el gobierno de Asad permanecerá «hasta la eternidad»; el Daesh sigue «aguantando y extendiéndose»; el «pueblo kurdo» está residiendo en «su patria histórica» («histórico» tiene aquí un significado superfluo: se refiere a un tiempo inmemorial). Esto está también estrechamente unido a una profunda dedicación a consagrar el statu quo y asegurar su mantenimiento. Un Israel que es superior a sus rivales palestinos y a su entorno árabe (y cuya superioridad está garantizada) es el ejemplo seguido por el Estado de Asad al lidiar con su entorno sirio. Es también el ejemplo seguido por el Daesh en su relación con las desgraciadas almas que caen bajo su dominio.

Mientras Israel constituye un «oasis de democracia» en un Oriente Medio atrasado y tiránico, el régimen de Asad es un «oasis de laicismo» -como sus defensores suelen decir- en medio de una revolución siria llena de terroristas y yihadíes. En cuanto al Daesh, se trata del «Estado Islámico» que se enfrenta el campo herético, mientras se destaca a las combatientes kurdas por afirmar la «modernidad» (y algo muy importante, no la igualdad de género) de la comunidad kurda y su similitud con la clase medio occidental (no su asociación con sus vecindades).

Todos estos son elementos pretenciosos similares a lo que Ghassan Hage (2015) denomina «democracia fálica» [4]. Israel declara: «Nosotros tenemos democracia, ¡vosotros, no!, en oposición a «vivimos una vida democrática». De forma parecida, uno puede hablar de «Islam fálico», cuando un miembro del Daesh puede fácilmente decir a un integrante de Yabhat al-Nusrah: «¡Nosotros tenemos más Islam que vosotros!» O el «laicismo fálico», cuando los miembros de la comunidad alauí pueden decir: «¡Somos laicos, nuestra secta es laica, a diferencia de vosotros!» O incluso un «feminismo/modernidad fálicos» cuando los kurdos dicen: «¡Nuestras mujeres son unas mujeres liberadas, las vuestras van veladas!» En cualquier caso, se trata de fórmulas de posesión que son adecuadas para la construcción identitaria y para agrandar los penes de las comunidades cuando se enfrentan unas a otras diciendo: «¡Tenemos el pene más grande que vosotros!» Las narrativas de superioridad son afirmaciones comunitarias de posesión de penes grandes.

Comunidades y demencia

Es muy evidente que el duopolio de superioridad y victimismo tiene una estructura parecida a la paranoia, porque se basa en una combinación de megalomanía y delirios persecutorios. Puede decirse que las narrativas de victimismo y superioridad son las dos caras de la demencia de una sociedad o de sus profundos problemas psicológicos. Parece ser que la obsesión con la identidad y la paranoia son inseparables y que tienen la misma composición. La identidad es un proceso dinámico dirigido a la autosemejanza y diferenciación del otro, y en su mayor medida se orienta hacia la homogeneidad interna y la separación total de alguien de fuera.

En cuanto a la situación psicológica que refleja la demanda de una comunidad para participar como iguales en el mundo, uno puede llamarlo esquizofrenia. Me quiero referir con esto al deseo de vivir en dos mundos y desarrollar dos personajes, un mundo general con el que esperamos relacionarnos y un mundo especial con el que nos sentimos más familiarizados. La esquizofrenia es un padecimiento de las comunidades «laicas», mientras que la paranoia lo es de las comunidades religiosas, que a menudo acompaña a la egolatría comunitaria.

Como formas del temor perpetuo a la persecución que siente una comunidad que no duda de su propia valía, las teorías de la conspiración son una de las facetas más reconocibles del clima social y psicológico en el que viven las comunidades. En vista de que las narrativas victimistas no son descripciones honestas de la injusticia y opresión, las teorías de la conspiración tampoco son relatos realistas de conjura alguna (que es una característica esencial de las relaciones internacionales y de las formaciones políticas) pero son también elementos políticos de identidad y construcción comunitaria.

Aunque, ¿cuáles son esas comunidades? A estas alturas, uno tiene que decir que las comunidades que dependen de las narrativas de victimismo y superioridad, y que no desarrollan ningún pensamiento o política crítica para contrarrestarlas, se convierten a menudo en agrupaciones, tribus o sectas orgánicas que no tienen capacidad de desarrollo cultural, moral y político. Puede haber comunidades que desarrollen políticas y pensamiento críticos para contrarrestar las narrativas dominantes, que señalen la injusticia dentro de la comunidad, la posibilidad de una justicia y asociación que trascienda a la comunidad, los defectos y deficiencias de su propia comunidad y las características positivas de las otras. Sin embargo, parece que no hay comunidad alguna en todo el mundo que se encamine en tal dirección, porque todas las comunidades del mundo se obstinan en sucumbir ante sus propias narrativas.

Hacia un mundo sin narrativas

Si uno acepta la validez del anterior análisis, resulta evidente entonces que este mundo de narrativas está en profunda decadencia política y moral, y que la emancipación humana necesita enfrentar y cambiar la situación de este mundo actual. Constituye un desafío inmenso, una tarea que debe abordarse a dos niveles: en un primer nivel, enfrentando las narrativas mismas, y en un segundo nivel, enfrentando el mundo de comunidades en el que prosperan esas narrativas.

La primera tarea a realizar al enfrentar las narrativas victimistas y la injusticia que se comete bajo sus auspicios es desagregar las narrativas y las identidades de la opresión y de la justicia. Algunos miembros de las comunidades pueden ser privilegiados y algunos puede cometer actos justos u opresores, pero no hay comunidades que sean inherentemente justas u opresoras. La justicia y la opresión son productos de las condiciones históricas de una comunidad (y de una sociedad).

En segundo lugar, hay que advertir que la crítica y deconstrucción de las narrativas victimistas que ignoren la opresión y discriminación reales sólo servirán para fortalecer esas narrativas. Lo que debilitaría las narrativas victimistas y reconocería las injusticia actuales es describir las injusticias que existen en nuestra comunidad en términos universales, con un lenguaje universal que uno utilizaría para describir cualquier otra injusticia en referencia a los principios mismos de la justicia. Al contrario que las narrativas victimistas, la injusticia y la opresión se describen mejor en el lenguaje de las ciencias sociales, no en el lenguaje de las identidades y los orígenes.

Si uno adopta el lenguaje de las ciencias sociales, entonces los opresores adoptan la forma de individuos o grupos pero nunca la de comunidades enteras; son agentes que tienen vínculos artificiales, nunca naturales o inherentes. Los opresores se describen como una clase, una elite o una facción, nunca como un grupo religioso, étnico o ideológico. Es más peligroso afiliar a comunidades enteras con la injusticia, porque este es el pretexto utilizado para aniquilar a esas comunidades, incluyendo mujeres, niños y ancianos.

Si el lenguaje identitario afirma que nosotros estamos en lo justo y lo correcto y que ellos son los equivocados y los injustos, entonces el lenguaje de las ciencias sociales dice que justicia y opresión son relaciones, y que quienes son justos son aquellos que no cesan de mejorarse a sí mismos (y de mejorar su justicia), mientras que los opresores son aquellos que piensan que son justos con independencia de su conducta.

La justicia requiere igualmente una resistencia ante las narrativas de superioridad y orgullo. El orgullo y la superioridad son emociones malevolentes sea cual sea la forma que adopten, y resultan más atroces como rasgos comunitarios que individuales. En lugar de representar los logros que puedan universalizarse, consagran el privilegio y la excepción.

En tercer lugar, debemos enfrentarnos a esas narrativas con la historia, con relatos detallados, con información bien investigada y documentada, aunque resistiendo la relatividad y un enfoque enteramente interpretativo de la historia. Debemos oponernos a la posición epistémica que defiende el escrutinio de todos los relatos históricos, que necesita que uno coloque todas las narrativas en pie de igualdad y les asigne un nivel igual de exactitud y legitimidad moral. Esa posición epistémica lleva a la conclusión lógica de que el poder es el árbitro final de las relaciones comunitarias y de que esas relaciones son un producto nietzcheano de las dinámicas del poder. Es posible y necesario defender una concepción fluida y dinámica de objetividad, una concepción intersubjetiva que se basa en la asociación y en la posibilidad de consenso.

La primera historia con la que uno debería enfrentar las narrativas es la historia de las narrativas: la forma en la que se han ido recopilando a partir de elementos dispersos antes de pasar a ser tejidas en representaciones más sólidas, la relación entre el surgimiento de las narrativas y la aparición de las comunidades, por qué no constituyen relatos elaborados por los mismos oprimidos o son registros de las atrocidades reales que les han acontecido.

En cuarto lugar, ya se ha dicho que las narrativas carecen de consistencia, que abarcan verdades y sucesos parciales y que no presentan ninguna prueba de la parte contraria. La narrativa del victimismo suní no dice, por ejemplo, que los estadounidenses intervinieron (tardíamente) en la guerra de los Balcanes de la década de 1990 y protegieron a los bosnios de los serbios. Ni tampoco dice que quienes más ardientemente defienden la narrativa han matado a más suníes que cualquier otra comunidad. De forma parecida, la narrativa kurda se niega a reconocer cualquier solidaridad que los kurdos hayan recibido de los árabes porque resulta conveniente considerar a todos los árabes como igualmente hostiles a los kurdos, rechazando asimismo la injusticia y discriminación perpetrada por los kurdos contra compañeros kurdos. Mientras tanto, la sociedad israelí se resiste a la historia de la Nakba elaborada por los nuevos historiadores israelíes, porque describe a los judíos sionistas como agresores. Esto se aplica, en proporciones diversas, al resto de las comunidades, lo que fomenta las conductas a las que he aludido anteriormente: colusión, fanatismo, docilidad, conformidad, silencio y silenciamiento.

No podemos luchar contra la injusticia sin debilitar las narrativas victimistas. No maduraremos como personas y agentes de la justicia a menos que así lo hagamos.

El segundo nivel se refiere a trabajar para cambiar el orden mundial que homenajea a las comunidades y sus narrativas. El orden mundial actual se basa en privilegios injustos y se ha diseñado para proteger y escudar la injusticia. El comunitarismo es el hijo biológico de este orden mundial de privilegios, al igual que el sectarismo es el hijo biológico de un orden interno de privilegios. El mundo está cambiando y se decanta por vallas y muros más altos alrededor de los más ricos de sus países, y por el fracaso y vulnerabilidad más profundos para los más pobres. Siria es un microcosmos del mundo actual: los más pobres de entre sus hijos son quienes más expuestos están a los peligros y a la emigración, y ante sus rostros se levantan vallas muy altas, dentro y fuera de casa. Una trayectoria hacia un mundo libre de Estados fallidos que producen bárbaros y vagabundos errantes no es más que una de las facetas de una trayectoria hacia un mundo sin vallas, fronteras o puertas.

¿Acaso no consistía en esto la promesa de «progreso» y de trascender el feudalismo?


Notas:

  1. Eric Hobsbawm: » Introduction: Inventing Traditions «, en Eric J. Hobsbawm, y T. O. Ranger (eds). » The Invention of Tradition» . Cambridge: Cambridge 1983, pp. 1-14.

  2. En la mayor parte del discurso occidental se atribuye el terrorismo a la identidad y existencia de los mismos autores, y rara vez se describe en el lenguaje de las humanidades, otro indicador que señala el incremento de narrativas comunitarias y políticas identitarias.

  3. Norman Finkelstein: » The Holocaust Industry: Reflections on the Exploitation of Jewish Suffering». London 2000.

  4. Ghassan Hage: » Alter-Politics: Critical Anthropology and the Radical Imagination» . Melbourne 2015.

[Este artículo se publicó originalmente en lengua árabe en Aljumhuriya.net y fue traducido al inglés por el investigador jordano-palestino Abdul-Wahab Kayyali, con la revisión de Gregoire Bali.]


Yassin al-Haj Saleh (nacido en Raqqa en 1961) es un destacado escritor e intelectual sirio. En 1980, cuando estudiaba Medicina en Alepo fue encarcelado por sus actividades políticas permaneciendo tras las rejas hasta 1996. Escribe sobre temas políticos, sociales y culturales relacionados con Siria y el mundo árabe para varios periódicos y revistas árabes fuera de Siria, colaborando de forma regular con el periódico Al-Hayat, editado en Londres, la revista egipcia de izquierdas Al-Bosla y el periódico sirio online The Republic.

Fuente: http://aljumhuriya.net/en/critical-thought/the-just-oppressors-the-middle-easts-victimhood-narratives-and-new-imagined-communities

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