En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán reproducimos el texto en el que Manuel Sacristán estuvo trabajando para la editorial Labor titulado Los problemas del conocimiento, aunque finalmente quedó sin publicar.
A mediados de los años sesenta, Sacristán acordó con la Editorial Labor la publicación de un libro de título Los problemas del conocimiento. Las más que probables presiones gubernamentales, desde el Ministerio de Información y Turismo e instituciones próximas, forzarían a la editorial a romper su compromiso de edición. Labor tampoco publicó el libro de lógica que le había encargado, el editado, con prólogo de Jesús Mosterín, por Vera Sacristán treinta años después en Vicens Vives con el título Lógica elemental. Recordemos que este mismo año Sacristán fue expulsado de la Universidad de Barcelona vía no renovación de su contrato laboral.
Los problemas del conocimiento está estructurado en cuatro secciones:
- 1ª. La consideración contemporánea de los problemas del conocimiento.
- 2ª. La ciencia y el conocimiento cotidiano.
- 3ª. La teoría científica y la ciencia.
- 4ª. La comprensión del mundo.
En lo que parece un borrador casi definitivo, el autor desarrolló todos los apartados de la primera sección y los cuatro primeros de la segunda[1].
Sección 1ª: La consideración contemporánea de los problemas del conocimiento.
Subsección a: Los planteamientos especulativo, positivo y crítico-analítico.
1. Sentido de una distinción entre planteamientos antiguos y planteamientos contemporáneos de los problemas del conocimiento.
Durante muchos siglos, incluso durante milenios, la contraposición entre problemas, planteamientos o soluciones antiguos y modernos ha sido completamente ajena a la idea que los filósofos se hacían de su ocupación intelectual. Para un filósofo griego o para un filósofo medieval no habría podido haber más que una distinción: una filosofía es verdadera o falsa. Pero tampoco habrían podido distinguir claramente esos filósofos entre filosofía y ciencia. En el mejor de los casos, los filósofos más sensibles a la multiplicidad de niveles del pensamiento (Aristóteles, por ejemplo, o Platón) han distinguido, como hace Aristóteles, entre una filosofía primera y el resto del saber, todo él entendido como homogéneo: todo él filosofía y todo él ciencia. Filosofía ha sido, hasta comienzos de la Edad Moderna, todo conocimiento racional, no revelado. Todavía los grandes científicos de los siglos XVI-XVIII –Galileo, Gilbert o Newton, por ejemplo– han usado la voz ‘filosofía’ en ese sentido. Y como, por otra parte, hasta la época dicha no se ha dado importancia ni significación cualitativa al hecho de que hay una acumulación y un progreso en el conocimiento científico –lo cual relativiza la significación de ‘verdad’–, es natural que una distinción entre modos antiguos y modos modernos de pensar no tuviera interés hasta hace poco más de un par de siglos. Contraposiciones así habían tenido vigencia ya antes en otros terrenos de la cultura, como el literario –por ejemplo, en la «querella de los antiguos y los modernos», de la literatura francesa de siglo XVII–, pero no en filosofía. Ciertamente ha habido excepciones a esa que puede considerarse situación normal. Las excepciones son casi siempre pensadores de orientación criticista y científica. Juan de Salisbury (aprox. 1115-1180), por ejemplo, escribió la citada frase según la cual los «antiguos» fueron gigantes y «nosotros» somos enanos en comparación con ellos, pero, como vamos aupados a sus espaldas, vemos más allá. Sin embargo, hasta los siglos XVI-XVIII personajes como Juan de Salisbury han representado en filosofía una tradición minoritaria.
Durante los siglos XVI-XVIII la división social del trabajo físico e intelectual se prepara para dar un gran salto. Por lo que hace al asunto que aquí interesa, basta con recordar que a fines de esa época se ha formado definitivamente la consciencia del oficio o la especialidad del filósofo, distinguiéndola del oficio del científico y del de sacerdote. En esos mismo siglos, surge, muy naturalmente, la consciencia de que el progreso que se da en los conocimientos científicos es un rasgo característico de este modo de conocer, rasgo que debe incluirse en la definición de su cualidad. Entonces se comunica a la filosofía, desde René Descartes (1596-1650) hasta Immanuel Kant (1724-1804), el deseo de alzarse a esa progresividad del conocimiento científico, empezando a filosofar sobre bases seguras o «evidentes» (Descartes) para conseguir que la filosofía emprenda «la marcha segura de una ciencia» (Kant).
Esa tendencia ha fundado una tradición que se mantiene viva: filósofos del siglo XX, como Edmund Husserl (1859-1938) o Heinrich Scholz (1884-1956), han propuesto como ideal filosófico, por ejemplo, la constitución de «la metafísica como ciencia rigurosa» (Scholz). Sin embargo, esa no es la tradición dominante hoy día en la cultura europea; ya los grandes filósofos idealistas alemanes, que vivieron en las generaciones inmediatamente posteriores a la de Kant (Johann Gottlob Fichte, 1762-1814; Friedrich Wilhelm Schelling, 1775-1854; George Wilhelm Friedrich Hegel, 1770-1831), volvieron a la concepción absoluta de la filosofía, esto es, volvieron a entenderla como un saber absoluto que no puede variar ni enriquecerse con el tiempo. Es cierto que la conciencia, ya ineliminable, de que existe un conocimiento propenso y relativo –pero garantizado dentro de los límites de su relatividad–, que es el del científico especializado moderno, obliga desde entonces a los filósofos que sustentan la idea de la filosofía como saber absoluto a echar sus cuentas con la ciencia, ya recusándola totalmente, salvo en función técnica (Ludwig Klages, 1872-1956), por lo demás poco apreciada (Martin Heidegger, 1889), ya insistiendo en la limitación y la relatividad del conocimiento científico y asentando frente a él el carácter incondicionado, aunque no demostrable, de la «fe filosófica» (Karl Jaspers, 1883).
Se comprende que tampoco para estos filósofos con pretensión de saber absoluto puede tener sentido una distinción entre modos antiguos y modernos de filosofar. Y, sin embargo, en la historia del tema de este artículo –los problemas del conocimiento– es imposible ignorar el gran cambio habido en la manera misma de percibirlos y plantearlos a partir de los siglos XVII y XVIII, sobre todo desde la obra de Kant, culminación de ese período de transformaciones. Por de pronto, solo desde entonces se cultivan esos problemas como temática sustantiva, suficiente para constituir una especialidad. Kant ha tematizado los problemas del conocimiento –antes tratados de soslayo y objetivamente desde la lógica formal, la psicología especulativa, la filosofía de la naturaleza, la ética y la teología– para integrar con ellos un campo propio de investigaciones. Esa circunstancia y el incesante cambio progresivo de las ciencias han tenido una consecuencia muy notable y nueva en filosofía: los filósofos que intentan ignorar el cambio sufrido por los problemas del conocimiento no suelen ya atreverse a entrar en el arriesgado terreno de esos problemas, cuyo tratamiento exige hoy un laborioso esfuerzo con técnicas intelectuales de necesario y modesto aprendizaje, sino que se limitan a especular desde fuera, valorando, positiva o negativamente, la actividad del científico como hombre, o la utilidad o la nocividad de los resultados de la ciencia, etc. Pero en vano se buscará en sus escritos algo parecido a lo que hicieron los grandes filósofos en este campo: algún intento de aclarar los concretos problemas de la investigación formal, lógica y matemática (Platón, Aristóteles) o los del conocimiento de la naturaleza (Demócrito, Aristóteles), o los del conocimiento de la sociedad (los sofistas, Aristóteles).
En cualquier caso, conviene tener en cuenta dos hechos aparentemente contradictorios, con objeto de poder orientarse, sin simplificaciones excesivas, en la actual situación de los problemas del conocimiento humano. Primero: la tematización de estos problemas por Kant abre (aunque con precedentes) una época nueva en este estudio. Segundo: sin embargo de eso, hoy es posible encontrar varios modos de plantear los problemas del conocimiento. Algunos de ellos son en gran parte reliquias del pasado; pero en todos, incluso en estos, hay algo que responde, con acierto o sin él, a dificultades reales, no solo motivadas por la fidelidad a una tradición.
Aquí se clarificarán esos planteamientos en tres grupos: planteamientos especulativos, planteamientos positivos y planteamientos crítico-analíticos. El planteamiento especulativo es el que tiene más tradición. Pero también los otros dos tienen precedentes muy remotos, aunque solo hoy puedan realmente organizarse como ramas sustantivas de la investigación.
2. El planteamiento especulativo.
Son planteamientos especulativos los que dan de sí soluciones irrefutables en sentido estricto, o sea, no solo no refutadas de hecho sino, además, no susceptibles de refutación. Esta terminología, inspirada por K. R. Popper, se basa en la siguiente distinción: mientras que el hecho de no estar refutada es favorable a una teoría o una tesis, en cambio, el ser irrefutable por principio, el no permitir, por su propia naturaleza, operaciones que, de tener éxito, acarrearían su refutación, es una propiedad que basta para negar carácter científico a tal tesis o teoría. En efecto: cuando una proposición dice realmente algo acerca de un objeto, puede imaginarse siempre (en principio) algún estado del mundo que refutara esa tesis. Sea, por ejemplo, la tesis de que los graves dejados en libertad a poca distancia de la Tierra caen sobre la superficie de esta. Es fácilmente imaginable una operación que, en una determinada situación, refutaría esa tesis: dejar una roca libre a 30 metros de la superficie de la Tierra y observar que no cae. Por tanto, la tesis en cuestión (aunque no haya sido refutada nunca) es refutable, pertenece a la clase de las proposiciones para las cuales es posible con precisión y concreción imaginar operaciones algunos de cuyos resultados imaginables las refutarían.
Sea, en cambio, la tesis. «El sujeto x no revela represión del instinto agresivo porque reprime sus represiones». Esa posible tesis psicoanalista es por principio (por construcción) irrefutable: por principio no se podrá probar contra ella que el sujeto x no sufre represión del instinto agresivo, pues el psicoanalista responderá invariablemente que la ausencia completa de observaciones de inhibición no afecta a su tesis: sostendrá que x sufre esa represión, pero que esta no puede observarse porque x reprime sus represiones (Este ejemplo es del filósofo argentino Mario Bunge, uno de los pocos especialistas de lengua castellana en teoría del conocimiento moderna).
Ya el ejemplo del psicoanálisis permite suponer que los planteamientos especulativos serán por lo común bastante ambiciosos, relativos menos a problemas concretos del conocimiento que a lo que suele llamarse la concepción del mundo del filósofo, su manera de concebir toda la realidad, y el conocimiento en ella.
Si la palabra ‘verdad’ se usa al laxo modo tradicional, puede decirse que una concepción especulativa puede perfectamente ser verdadera. El punto importante no es ese, sino el modo de ser verdadera o falsa una tesis especulativa: se trata de una verdad o una falsedad no demostrables por lógica ni susceptibles de prueba por experiencia.
(Es necesario observar que existen tesis y teorías no refutables que no son, sin embargo, especulativas. Se trata de las que no dicen nada acerca de fenómenos del mundo como, entre otros, el conocimiento–: son las teorías y tesis de la lógica y la matemática, las llamadas ciencias formales. Cuando estas teorías están bien hechas –esto es: cuando no contienen ninguna contradicción–, son irrefutables. Pero como no pretenden aportar conocimiento de la realidad, no son especulativas. Precisamente son irrefutables porque no se presentan como teorías comparables directamente con la realidad. Sus aplicaciones suponen siempre una activación de esas teorías para permitir tales comparaciones).
Las doctrinas especulativas acerca del conocimiento tienden a dar respuesta a cuestiones muy amplias o globales y de vital interés, las cuales no pueden resolverse dentro del campo del conocimiento sometible a contrastación con los datos. Cuestiones especulativas acerca del conocimiento son, por ejemplo, las siguientes: ¿Cómo es posible el conocimiento? ¿Cuál es su fundamento? ¿Cuáles son sus límites? ¿Puede haber conocimiento absoluto, incondicionado? El conocimiento, ¿lo es de un mundo real independiente de la consciencia? ¿Hay progreso en el conocimiento? Etcétera.
La mera indicación de esos temas muestra que los planteamientos especulativos pueden ser de sumo interés. Por tanto, las voces ‘especulación’, ‘especulativo’ no deben entenderse necesariamente en un sentido condenatorio. Aquí esos términos significarán solo que las respuestas dadas a tales cuestiones no podrán tener, por la naturaleza de estas, el tipo de fundamentación o justificación general e intersubjetivamente admitido como suficiente para cuestiones de alcance más reducido. Un ejemplo: la pregunta «¿Hay neutrinos?» puede recibir una contestación formulada según criterios que aceptan como suficientes todos los físicos. De hecho, pese a tratarse de una cuestión muy teórica y difícil, todos los físicos competentes habrían sabido decir, antes de que se hallara una respuesta, los criterios que debían satisfacerse para admitir alguna. En cambio, la pregunta «¿Se refiere a un mundo real independiente de la consciencia lo que enseña la física?» no puede recibir respuestas de esas características. Es una cuestión especulativa: el físico no puede aplicar para resolverla los criterios objetivos de su ciencia porque –crea o no crea él personalmente en un mundo real– su trabajo como físico presupone ya una respuesta afirmativa a esa pregunta, aunque sea a título de mera hipótesis tácita. En general: toda pregunta acerca de la totalidad del conocimiento –del «conocimiento como tal», de sus relaciones con lo que no es conocimiento, etc.– es especulativa, porque como para resolverla hay que utilizar los mismos modos de conocimiento por los cuales (por cuya validez, etc.) se pregunta, al intentar darle respuesta no se podrá contar con ninguna base previa dada para una argumentación concluyente, ni deductiva ni de experiencia.
Ahora bien: aunque el carácter especulativo de una doctrina acerca del conocimiento no debe bastar para considerarla inútil –pues especulativos son problemas tan interesantes como los que se han indicado–, debe observarse, sin embargo, que las doctrinas especulativas lo son, si así puede decirse, con mayor o menor entusiasmo. No todas reconocen en la especulación una necesidad en cierto sentido lamentable (a saber, como indicio claro de que gran parte del pensamiento ha de ser inseguro, o de que «arguye ignorancia el querer demostrarlo todo» como decía Aristóteles), sino que muchas, por el contrario, disfrazan de verdad esa necesidad y presentan la especulación como el auténtico conocimiento seguro, frente al cual sería despreciable el conocimiento sujeto a control interindividual, normadamente sometible a procedimientos de contrastación (tests) o falsación (refutación). Así proceden las doctrinas que proponen una noción del conocimiento directamente derivaba a priori de la visión del universo que tienen sus autores. Un ejemplo clásico de este tipo de especulación sin tapujos (y próxima, en este caso, al optimismo gnoseológico) es la teoría tomista del conocimiento (de Tomás de Aquino, 1225/6-1274), que se deriva de su teología: los entes serían cognoscibles porque sus esencias responden a las ideas divinas.
Un ejemplo moderno (y este, en cambio, gnoseológicamente pesimista, al menos por lo que hace a la ciencia) puede ser la doctrina de Heidegger acerca del conocimiento: según ella, el conocimiento científico es un pensamiento inferior, desencializado porque su única aspiración es dominar los entes; mientras que el auténtico pensamiento consiste en ser la «brecha» por la que el Ser irrumpe sobre los entes. Esta concepción de lo comúnmente entendido por conocimiento está derivada a priori de la concepción heideggeriana del Ser como una luz sin entidad y de los entes como resultado de la incorporación de esa luz, a través del pensamiento humano, en una misteriosa y oscura pre-ontologicidad.
Otras especulaciones sobre el conocimiento proceden, en cambio, inductivamente: recogen del conocimiento mismo (sobre todo del científico) las cuestiones problemáticas y los datos –por lo común insuficientes– que apuntan a alguna resolución posible de esas cuestiones; luego, generalizando unos datos insuficientes (extrapolarizando por usar metafóricamente un término matemático), formulan respuestas más o menos plausibles, o sea, no constructivamente probadas, pero sí mejor o peor argumentadas. El filósofo norteamericano Herbert Feigl ha llamado a este tipo de especulación «metafísica inductiva». Aquí se hablará de «especulación inductiva». A esta clase pertenecen las especulaciones clásicas acerca del conocimiento: el idealismo de Platón, el realismo de Aristóteles, el racionalismo de Descartes, el materialismo de Pierre Gassendi (1592-1645), el empirismo de David Hume (1711-1776), etc. En sus versiones contemporáneas, la especulación inductiva sobre el conocimiento presupone laboriosas investigaciones analíticas –poco o nada especulativas– del conocimiento dado en la ciencia y en la vida común.
Por último, las especulaciones sobre el conocimiento, especialmente las inductivas, son a veces matemáticas. Esto es: no se contentan con afirmaciones globales acerca del valor, la fundamentación, los límites, etc. del conocimiento, sino que intentan detallar con sistema la estructura y el funcionamiento del conocimiento en cada campo, así como sus diversos modos de validez en ellos. Los ejemplos más destacados de estas doctrinas especulativas sistemáticas del conocimiento son las teorías de Aristóteles y Kant.
3. El planteamiento positivo.
Son positivos (o científicos-positivos) los planteamientos que estudian los problemas del conocimiento como cuestiones de ciencia empírica. Para que se les pueda llamar positivos no basta con que usen procedimientos habituales en la ciencia: estos pueden utilizarse y también en planteamientos crítico-analíticos y en planteamientos especulativos. Por ejemplo, cuando, mediante alguna generalización de aspectos de algún conocimiento, se formula una hipótesis general acerca del fundamento de este, o de su validez, se procede especulativamente con un método que es de uso común en las ciencias positivas: la generalización o inducción. No se trata solo, pues, de los procedimientos utilizados, para resolver los problemas, sino de la manera de entender los problemas mismos, lo cual se refleja en las características de las soluciones halladas o solo buscadas; si un planteamiento positivo llega a una solución, esta presentará señaladamente las dos características que siguen. Primera: será refutable en principio, o sea, se podrá cotejar de algún modo con datos que se considerarán relevantes para ella, y de tal modo que ciertos resultados posibles de esa contradicción deben entenderse como refutaciones de la solución propuesta, y otros como confirmaciones de ella; segunda: la solución se integrará en (será coherente con) un cuerpo de conocimiento previo, que es el que dicta los criterios para estimar qué datos son relevantes para la contrastación y cuáles son los resultados de esta que pueden considerarse refutatorios (o confirmatorios). En las situaciones óptimas de la investigación, ese cuerpo de conocimientos previos es una teoría o un conjunto de teorías, y la incorporación de la nueva solución a él puede justificarse por algo más que la simple coherencia o compatibilidad, a saber: por estar la solución en alguna relación deductiva con las bases de esa teoría.
En la situación moderna de los problemas del conocimiento puede decirse que la mayoría de los planteamientos positivos se refieren a la génesis del conocimiento, a la actividad humana de conocer, más que al resultado de ella, que es lo propiamente llamado conocimiento. Una excepción ilustre a esta afirmación es la doctrina del físico Hermann von Helmholtz (1821-1894) acerca del conocimiento. En las cuestiones filosóficas Helmholtz atendía sobre todo al pensamiento de Kant. Este había propuesto especulativamente la compleja tesis de que la razón no puede actuar sino dentro del marco de las nociones de espacio y tiempo, pero el funcionamiento de la razón dentro de ese marco está sólidamente fundamentado en la constitución del objeto empírico y en la del sujeto conocedor. Las «formas puras de la intuición», o «intuiciones puras» –el espacio y el tiempo–, están a priori en el sujeto. Helmholtz ha interpretado esa tesis en el campo de la fisiología, ha visto en el carácter apriórico de esas intuiciones puras un carácter innato específico, de naturaleza en última instancia neurofisiológica. Así, su interpretación de Kant, culmina en una tesis científico-positiva, cuya verdad o falsedad podría en principio decidirse por los procedimientos habituales en las ciencias. Y es una tesis que no se refiere solo a la génesis del conocimiento, sino también a su modo de validez.
Pero hoy día los planteamientos positivos de los problemas del conocimiento (o problemas gnoseológicos) se refieren más bien a problemas propiamente genéticos. Incluso puede decirse que la mayoría de los autores que cultivan estos planteamientos considerarían bastante especulativa la tesis de Helmholtz, la cual, aunque no es indecidible en principio, no puede decidirse aún a la luz de los presentes conocimientos fisiológicos (Debe tenerse presente, sin embargo, que el estudio fisiológico del cerebro es una de las ramas de la investigación más vivas y agitadas hoy [1965]; de ella pueden esperarse sorpresas en los próximos decenios).
La investigación de la génesis del conocimiento y de la actividad de conocer no plantea por sí misma problemas de estimación. Una pregunta como «¿Qué es conocimiento verdadero?» debe darse por previamente (aunque sea provisionalmente) resuelta para poder empezar una investigación de la génesis de dicho conocimiento. Esta es una investigación puramente factual. Sus dos ramas principales son: la psicofisiología del conocer y la sociología y la historia del conocer. Ambas ramas tienen muchos e interesantes precedentes en la filosofía del pasado. La tesis especulativa de Aristóteles acerca del fundamento o la posibilidad del conocer –«el alma es en cierto modo todas las cosas»– era la culminación de todo un tratado acerca de los procesos psíquicos que componen el conocer. La interpretación del apriorismo de Kant por Helmholtz, antes recordada, es también, entre otras cosas, una teoría fisiológica de la génesis del conocimiento. Las observaciones de Aristóteles acerca de la relación entre la teología y «los primeros que filosofaron», o la frase de Juan de Salisbury acerca de la sabiduría de los antiguos y la de los posteriores, revelan puntos de vista históricos en la consideración del conocimiento. Un punto de vista histórico es siempre genético, aunque menos respecto del conocimiento propio del individuo que respecto del conocimiento propio de una cultura.
El principal inconveniente filosófico del planteamiento positivo de los problemas del conocimiento es que acarrean un cierto desenfoque del tema. Por mucho que sea su fecundidad, pasan, en efecto, por alto (puesto que atienden sobre todo a cuestiones genéticas) los problemas de valoración o justificación del conocimiento, así como el problema de su estructura objetiva, considerada con independencia del sujeto individual o cultural que sustenta el conocimiento. Por ejemplo: llegar a saber cuál es la génesis del concepto de número natural no informa necesariamente acerca del valor de ese concepto como instrumento para conocer la realidad. Así también puede ocurrir que un concepto introducido en la teoría del conocimiento por la influencia del punto de vista genético (como el concepto de abstracción, procedente de la psicología aristotélica del conocer) no tenga la menor utilidad para aclarar la estructura del conocimiento o sus modos de validez. Esta es la opinión de Karl R. Popper, por ejemplo.
Pero la cuestión no es fácil de zanjar. Para otros filósofos, las cuestiones genéticas tienen una importancia directa para la estimación del producto de la génesis. Son muchos los filósofos que atienden a la frase de Hegel según la cual el camino del saber es ya él mismo saber. Pero ni siquiera es necesario recurrir a ideas filosóficas, como esa de Hegel, para admitir que la cuestión de la importancia o insustancialidad de la génesis del conocimiento en el estudio y la comprensión del producto es un problema que hay que tratar con circunspección; piénsese, por ejemplo, en la importancia que ha tenido para la teoría del conocimiento una cuestión tan puramente genética como es el examen de la sensación desde los puntos de vista fisiológico y psicológico.
4. El planteamiento crítico y analítico.
Son cuestiones crítico-analíticas (a propósito de problemas del conocimiento) aquellas cuya solución, en el caso de que se llegue a alguna, se inspira en criterios obtenidos de la manera de ser el producto mismo del conocimiento, señaladamente la ciencia. Lo más característico de los planteamientos de este tipo es que no interesan primariamente por la actividad de conocer (como las investigaciones positivas) ni aplican criterios que no estén explícita o implícitamente contenidos en los productos mismos del conocimiento que se examinan (como hacen, en cambio, los planteamientos especulativos). De aquí que la teoría analítica del conocimiento tenga visibles limitaciones. El examen de algunas de ellas puede caracterizar este tipo de investigación.
Los medios o procedimientos de esta investigación no son más potentes que los utilizados para obtener los productos del conocimiento que ella examina. En cierto sentido son incluso menos potentes. Por ejemplo: dada una teoría, T, acerca de algún aspecto de la realidad, el estudio analítico de la misma debe atenerse a los criterios de T en el examen de las pretensiones de T de referirse a la realidad. La tarea de un análisis de T no consiste en averiguar si las pretensiones de T están fundadas a la luz de principios superiores a los de T, sino solo a tenor de los principios de T misma, que el análisis intentará explicitar, si están implícitos, o precisar, si son aún vagos. Análogamente por lo que hace a los presupuestos de T: el análisis se propondrá precisar cuáles son los supuestos implicados, lógicamente exigidos por T, en vez de intentar, por ejemplo, sentar a priori de un modo general los presupuestos de «todo conocimiento». Esta limitación es, empero, en la práctica, mucho menos drástica de lo que permite suponer una descripción inicial y simplificadora como la anterior. Pues, incluso cuando se trata del análisis de una teoría particular, la reflexión analítica tiene siempre presente el conjunto de conocimiento del mismo orden que la teoría sometida a examen (Es decir: no «el conocimiento como tal», pero sí el conocimiento dado semejante al que está en estudio). En particular, la lógica y la matemática están siempre incluidas, junto con la particular pieza de conocimiento estudiada, en el horizonte de medida y puntos de vista de la filosofía analítica del conocimiento.
Otra limitación peculiar de esta se refiere a su pretensión de validez. Es, a diferencia de las tesis especulativas, una pretensión limitada al estado de los conocimientos en un momento dado, puesto que los criterios del análisis están contenidos en el conocimiento que se estudia.
Otra limitación: los resultados del análisis no pueden pretender mayor autoridad que los de la ciencia. En particular, no pueden proponerse, como tantas veces hacen los autores especulativos, zanjar problemas de hecho, problemas científicos. A propósito de la discusión acerca de la mecánica cuántica escribe Richard Bevan Braithwaite: «Debe observarse que el filósofo [analítico] de la ciencia no tiene necesidad de contestar a la pregunta de si en el futuro las teorías que nos dan solamente generalizaciones estadísticas serán rechazadas por no ajustarse a los hechos observables o si quedarán subsumidas en otras teorías que nos ofrezcan generalizaciones universales. Será más discreto para él presentar un enfoque que tome las hipótesis estadísticas completamente en serio, ya que la opinión actual del físico es que las teorías estadísticas de la mecánica cuántica no van a ser superadas por otras no estadísticas.»
A eso se podría añadir que el «tomarse en serio» el estado presente del conocimiento no implica, por parte del análisis filosófico, ninguna sanción positiva al mismo: el análisis filosófico no juzga el conocimiento desde fuera, con criterios superiores, sino desde dentro, con criterios internos, para averiguar si una teoría o, en general, una pieza de conocimiento, responde de verdad a lo que «dice» ser. Pero tampoco esta limitación debe entenderse de un modo simple: pues en un preciso sentido el análisis filosófico está por encima de la pieza de conocimiento analizada y criticada, a saber, en el sentido de que aplica los criterios científicos generales no al objeto de esa pieza de conocimiento, sino a ella misma. Así puede descubrir en ella incoherencias, por ejemplo, o suposiciones ignoradas en la presentación inicial de la teoría de que se trate, etc. Resultados de este tipo pueden tener una gran importancia para el desarrollo del conocimiento positivo y para la noción especulativa de conocimiento.
En efecto: esta es la importancia de la filosofía analítica del conocimiento, fruto precisamente de todas sus limitaciones: que una vez llegada la teoría del conocimiento a este tipo de investigación precisa y rigurosa, se hace inadmisible y hasta grotesca toda especulación sobre el conocimiento que no se base en los resultados de un análisis como el caracterizado. Forzosamente ha de seguir habiendo pensamiento especulativo acerca de estos problemas, puesto que «arguye ignorancia querer demostrarlo todo», pero solo resultan respetables las especulaciones basadas en el análisis crítico.
Dos últimas observaciones de interés para aclarar algo más la idea de una filosofía analítica y crítica del conocimiento:
Primera: el lenguaje o discurso científico es lo primariamente analizado. Puesto que se trata de examinar no la actividad de conocer, sino el conocimiento, el producto de esa actividad, es natural que el análisis se ejerza sobre el conocimiento expresado en formas típicas. Esto facilita el tratamiento de características cuestiones analíticas, como la estructura de las teorías científicas, o la del conocimiento común, o la de los presupuestos, o la de la coherencia de las teorías, etc. De aquí que la lógica sea un instrumento importante de la filosofía analítica del conocimiento.
Segunda: ha habido antes de ahora bastante investigación analítica y crítica del conocimiento. Todos los grandes filósofos del conocimiento –Platón, Aristóteles, Bacon, Berkeley, Hume, Condillac, Kant– la han practicado de un modo u otro. Pero sus análisis han estado siempre mezclados, con escasa o nula distinción, con motivaciones especulativas. La Crítica kantiana de la razón, por ejemplo, aún ahondado en consideraciones analíticas, es más esencialmente una construcción –una síntesis– especulativa de la posibilidad de conocer en general. Por el contrario, la moderna filosofía analítica y crítica del conocimiento se propone no proceder sintéticamente, deductivamente, ni construir afirmaciones generales acerca de todo conocimiento posible –ni menos sobre el mundo, como hace Kant–, sino en el marco del conocimiento dado. Por eso el tipo de justificación de una teoría que puede dar la filosofía analítica es mucho más modesto que lo que habría deseado Kant. Es una justificación que no podrá deducirse de «la naturaleza del conocimiento como tal», o de «la razón», sino que consistirá a lo sumo en una observación como la siguiente: «la teoría T es concorde con los criterios hoy alcanzados para estimar positivamente una pieza de conocimiento».
5. El hecho de la ciencia.
Los tres tipos de planteamientos recién descritos se presentan con facilidad ante cualquier problema del conocimiento. Sea, por ejemplo, el examen de una teoría de alguna ciencia positiva. Supóngase que se trate de estudiar los modos cómo se justifican o fundamentan en esa teoría los teoremas. Un estudio analítico puede consistir en explicitar las reglas correspondientes, averiguar si son pura y simplemente los de la lógica, o si se componen con ellas, o si su aplicación en la teoría supone alguna limitación a un campo objetivo (o universo del discurso) determinado, etc. Un estudio positivo puede preguntarse por la historia de esos modos de fundamento, o interesarse por saber si se dan normalmente en el discurso de la vida cotidiana, o dedicarse a integrar la actividad central en relación con el uso de tales reglas, etc. Y un estudio especulativo puede proponerse, por ejemplo, la cuestión de si esas reglas con las cuales se componen teoremas reproducen modos de constituirse en la realidad los fenómenos acerca de los cuales hablan los teoremas.
La teoría examinada constituiría el vínculo de unión de todas esas actividades intelectuales. Pues bien: esa misma función unificadora tiene, para toda la filosofía del conocimiento en general en la época contemporánea y ya desde la moderna, el fenómeno de la ciencia. La palabra ‘ciencia’ tiene varios significados, no del todo coincidentes, en la tradición y en el discurso común. Cuando se dice que el hecho de la ciencia tiene una gran influencia en la filosofía del conocimiento y pone en relación más o menos interna los diversos planteamientos posibles ha de entenderse que se habla de la ciencia moderna y contemporánea, tal como empezó a constituirse en el siglo XVI.
La aparición y los primeros progresos de esa ciencia dieron, por de pronto, origen a la filosofía del conocimiento como disciplina sustantiva. Los filósofos en cuya obra ha ido constituyéndose esta han sido pensadores que trasladaban a la filosofía criterios de la ciencia (Descartes), o críticos que analizaban, desde diversos puntos de vista, el proceso científico (Bacon, Berkeley, Hume). Por último, el autor que da definitivamente sustantividad a la filosofía del conocimiento –Kant– está inspirado por el deseo de resolver la contradicción que aprecia entre el progreso indudable de la ciencia y la simultánea crítica, no menos eficaz, de Berkeley y Hume a algunos conceptos que supone básicos para la ciencia de la época.
Desde Kant, el hecho de la ciencia es determinante para la filosofía del conocimiento. Pero los rasgos de la ciencia que más presentes tiene la filosofía del conocimiento no son los mismos hoy que en la época de Kant. Para Kant, lo más distintivo de la ciencia es que esta prospera con sólida seguridad, acumulando y generalizando conocimientos de una forma que parece definitiva. Las únicas ciencias que habían conseguido eso antes de entonces eran, en opinión de Kant, la lógica y la matemática. Pero estas son ciencias formales. Las ciencias reales, por su parte, no contaban en la época de Kant más que con unas pocas teorías bien construidas que dieran la sensación de seguridad definitiva: la mecánica terrestre y, en menor medida, la mecánica celeste y la óptica de Newton. Los rasgos de seguridad y progreso son los que más destacan en la época de Kant y la teoría científica aparece simplemente como formulación del punto de llegada del conocimiento.
Pero el carácter teorético de la ciencia adulta –de la ciencia in statu perfectionis, como decían los antiguos–, que es el otro rasgo de la ciencia que hay que añadir a su progresiva seguridad no es, como hoy se sabe, exclusivamente propio de puntos de llegada definitivos: es solo indicio de que una actividad intelectual ha llegado a un nivel plenamente científico, el cual no tiene por lo común nada de definitivo.
El diferente acento puesto a cada uno de esos dos rasgos del conocimiento científico ayuda a distinguir entre la filosofía del conocimiento característicamente representada por Kant y la más frecuente hoy día: mientras que Kant, por el hecho de ver en las nuevas teorías científicas la definitiva cristalización de los modos verdaderos de conocer, cree poder sentar una teoría del conocimiento en general, hoy se ve en las teorías más bien la formulación típica de conocimientos siempre relativos. Como estas formulaciones son normalmente las mejores y más eficaces alcanzables en cada momento y como su presencia, según queda dicho, indica que se ha pasado de un estadio precientífico a un estadio científico, la filosofía del conocimiento los toma hoy como objeto principal de su consideración, pero no afirma su identidad con «el conocimiento en general».
Todo eso no agota, por otra parte, lo que quiere decir entender la palabra ‘ciencia’ en el concreto sentido de la ciencia contemporánea. Esta se diferencia del saber real de cualquier otra época (entre otras cosas) por su profunda influencia en la vida cotidiana de los hombres. La ciencia contemporánea ha dado y sigue dando de sí una rica tecnología y esta la hace penetrar rápidamente en todos los rincones de la vida. Se ha dicho, probablemente con fundamento, que dentro de un par de generaciones un hombre educado según los patrones clásicos (y poco científicos) de la enseñanza primaria y media europea sería incapaz de entender la vida cotidiana.
La importancia de la ciencia contemporánea determinará incluso algunas características de las filosofías irracionalistas o místicas, las cuales se ven hoy obligadas a dejar, por así decirlo, un hueco en sus sistemas al hecho de la ciencia, aunque sea reduciéndolo a una operación material sin valor de conocimiento.
Una situación así favorece sin duda los planteamientos analíticos e impone mesura a la especulación misma, la cual, para ser fecunda, no puede despegarse totalmente de una dominante cultural tan poderosa como es hoy la ciencia.
Pero también presenta esa situación una cierta desventaja filosófica. En efecto, el que la filosofía del conocimiento se centre en torno al tema de la teoría científica puede acarrear, junto con las aceptables influencias antes indicadas, una tendencia a considerar los problemas del conocimiento solo estáticamente, pues una teoría científica es una construcción cerrada. Desde fuera de ella se puede tener consciencia de su limitación y su relatividad, pero «ella misma», por así decirlo, no la tiene. Dos campos de investigación en desigual desarrollo hoy día tienden a corregir la tendencia estática del análisis de las teorías: los estudios de historia de la ciencia y el estudio de las relaciones entre la ciencia y el conocimiento común. Mientras que la historia de la ciencia, sin ser un tema completamente conocido, cuenta con numerosas e importantes investigaciones, el estudio de las relaciones entre la ciencia y el conocimiento común es, en cambio, todavía muy insuficiente.
Subsección b: Los aspectos de la consideración contemporánea de los problemas del conocimiento
6. Aspectos científico-positivos.
La situación del conocimiento en el siglo XX permite suponer que los planteamientos científico-positivos de problemas psicológicos han de aportar progresivamente datos o comprensiones más o menos decisivos.
Así empieza a ocurrir ya al nivel más básico, que es el estudio de la fisiología del sistema nervioso desde el punto de vista de los problemas del conocimiento. Una de las primeras adquisiciones en este campo fue el descubrimiento de los mecanismos de condicionamiento de los reflejos (escuela de Pávlov, 1849-1936), en los que pronto pudo verse el fundamento del aprendizaje por ensayo y error, es decir, el aprendizaje primario, a partir de situaciones de ignorancia «completa» (dentro de los límites que supone –para el hombre– el tener toda una historia específica). Numerosas otras investigaciones ya clásicas (como las de los fisiólogos ingleses Sir Charles Scott Sherrington y Edgar Douglas Adrian), abrieron el camino a un tipo de estudio fisiológico directamente significativo para los problemas del conocimiento. Ejemplos de sus temas son: el descubrimiento de la separación y ulterior recomposición de las informaciones de los sentidos en el tálamo, fenómeno que puede arrojar alguna luz sobre los procesos intelectuales de análisis y síntesis; la distinción entre una abstracción básica con elementos sensibles, que se encuentra también entre los animales, y una abstracción lingüística característica de la especie humana (Pávlov había identificado el lenguaje como un «segundo sistema se señalización» que en la especie humana se añade al «primer sistema», el sensible); la conexión fisiológica entre los fenómenos de memoria y los de predicción (puente de mucho interés para la teoría de la ciencia, puesto que la predicción se considera un rasgo definitorio del conocimiento propiamente científico); la conexión entre la conciencia y los sentidos (con el notable hecho de que la eliminación del sentido auditivo y las informaciones características suprime la conciencia del individuo humano, aunque sigan funcionando los demás sentidos); el descubrimiento de que, pese a ser las palabras vehículos de significaciones intelectuales, sin embargo, el proceso de identificación de las palabras mismas se basa en un mecanismo similar a aquel por el cual un animal de experimentación –como el ratón– reconoce formas geométricas –el desarrollo de la cibernética permite trasponer los problemas fisiológicos del conocimiento a máquinas más o menos completamente autorreguladas, lo cual abre nuevas perspectivas al estudio de la base nerviosa del conocimiento–. Todos esos ejemplos indican que la investigación fisiológica apunta a un viejo tema especulativo de la teoría del conocimiento, a saber: el problema de la relación entre el «cuerpo» y «el alma» en la producción de conocimiento. Este problema habría sido objeto de curiosas pseudo-soluciones especulativas. El problema consistía en explicar, una vez admitido que «el cuerpo» y «el alma» son dos entidades totalmente heterogéneas, cómo pueden ponerse en comunicación, como parece que se ponen en el proceso de conocimiento, puesto que una excitación recibida por «el cuerpo» altera el estado del «alma», «espíritu», «consciencia». Descartes había especializado, por así decirlo, una glándula (g. pineal) en esa función. Análogamente, y antes que él, los escolásticos habían especializado una «parte» del espíritu (intelecto agente) en ella. Pero es claro que, si se empieza por sentar una heterogeneidad absoluta entre «alma» y «cuerpo», no puede luego afirmarse plausiblemente que ambos tengan «partes» capaces de comerciar o comunicarse con las del otro «mundo». Las actuales investigaciones de la fisiología del conocimiento sustentan opiniones diversas a propósito de las perspectivas de solución de este problema. Sir Charles Scott Sherrington, por ejemplo, lo considera irresoluble. Ejemplo de la actitud contraria es la del investigador Walter Russell Brain: «Mi opinión es que en el sistema nervioso observamos solamente los hilos, mientras que con la mente percibimos las tramas. Algún día descubriremos la manera en que los hilos componen la trama». En el apartado n.º 7 se aludirá al modo como estiman este viejo problema los filósofos analíticos.
Los planteamientos de la psicología científica experimental son también hoy numerosos. Temas de esta naturaleza son, por ejemplo: los fenómenos de aprendizaje en su aspecto consciente; las fases de la formación de la consciencia objetiva o cognoscitiva (entendida por J. Piaget y sus discípulos, que distinguen en la formación de la consciencia intelectual del niño una fase egocéntrica, una fase simbólica y, por último, la fase objetiva); la génesis psíquica de conceptos básicos del conocimiento (por ejemplo, la investigación sobre la génesis del concepto de causalidad por M. Laurendan y A. Pinaud. Confirmando tesis de J. Piaget, estos autores exploran una fase compleja de pensamiento precausal, en la que distinguen las subfases fenomenista, finalista, animista, dinamista); el estudio psicológico del proceso de trabajo científico (como hace un conocido ensayo de Jacques Hadamard, 1865-1963, sobre la investigación en la matemática). Ya el gran matemático H. Poincaré, 1854-1911, había distinguido varias fases en la gestación del descubrimiento matemático «repentino»: una fase de laboriosa preparación; otra de aparente olvido o desistimiento, pero en realidad de «incubación»; de «eliminación», y una cuarta fase de precisión, o reconstrucción intelectual teórica, y de unificación. Los psicólogos especializados en estas materias no parecen seguir ese esquema de Poincaré.
Las investigaciones histórico-culturales y sociológicas tienen importancia para el estudio de los problemas del conocimiento, sobre todo en las especialidades de historia de la ciencia y sociología de la misma. Son estas investigaciones aún muy escasas, si se comparan con las dimensiones del objeto de estudio. Los temas más cultivados hasta el momento pueden clasificarse en dos grupos: temas de historia interna, por así decirlo, y temas de historia externa o sociología de la ciencia. Ejemplos del primer grupo son la historia de la mecánica de E. Mach y las investigaciones de P. Duhem y A. Maier acerca de la física del siglo XIV. En estas últimas investigaciones, por ejemplo, se trataba de averiguar las causas, internas al hacer científico mismo, por los cuales la física del siglo XIV (Nicolás de Oresme), pese a alcanzar casi conceptos galileanos, se extinguió estérilmente. Duhem y Maier lo explicaron por la excesiva exigencia de exactitud matemática en las mediciones empíricas. El otro grupo de temas incluye cuestiones como las relaciones entre la ciencia y la producción, la ciencia y la filosofía, la ciencia y la política. Los trabajos de B. Farrington acerca de las relaciones entre la ciencia y la política en el mundo griego son fruto de esta investigación; lo mismo puede decirse de la gran obra de J. Needham acerca de la ciencia en China. Los estudios de historia externa e historia interna de la ciencia tienen necesariamente que integrarse unos en otros para dar de sí un cuadro comprensible de la realidad histórica de ese conocimiento. Así, por ejemplo, entre las causas que impidieron la formación definitiva de una física matemática-experimental antes del Renacimiento hay que incluir, sin duda, la inadecuación metódica con la cual los físicos parisinos del siglo XIV aplicaron la geometría a esa investigación, pero también el marco cultural y político (no ya científico-interno) de la tradición y el culto a la autoridad, ejemplificable con las palabras de Santo Tomás de Aquino según las cuales hay que creer en las afirmaciones de los profetas etiam si pertineant ad conclusiones scientiarum (aunque afecten a las consecuencias de las ciencias).
7. Aspectos crítico-analíticos.
Estos son hoy los predominantes en la literatura filosófica acerca del conocimiento. Análisis y crítica son operaciones íntimamente enlazadas. Las operaciones críticas son estimaciones, y estas presuponen un detallado examen de los elementos de lo estimado –o sea un análisis. De aquí que en la literatura el énfasis suela subrayar la palabra «analítica» («filosofía analítica»).
El objeto principal de la teoría o filosofía analítica del conocimiento es la cristalización más satisfactoria del conocimiento: la teoría científica, el cuerpo de conocimientos organizado mediante reglas básicas. El análisis consiste en estudiar el estatuto de los componentes de la teoría (teoremas, conceptos): el tipo de lenguaje formado con esos componentes; los modos de fundamentación –formales y empíricos– admisibles en la teoría, etc.
Algunos de esos temas dan lugar a investigaciones generales no restringidas a ninguna teoría particular: por ejemplo –en el campo de los problemas de la fundamentación– la teoría de la inducción, la teoría de la deducción (la lógica formal, propiamente dicha), el estudio de la función de la estadística en la ciencia, etc.
Otros temas analíticos rebasan aún más ampliamente la limitación a teorías particulares. Ejemplos: el estudio de las relaciones entre teorías científicas y la comparación del conocimiento científico teórico con el pre-teórico y con el común.
Pero además de poder presentarse y entenderse como un catálogo de temas y problemas, la filosofía analítica del conocimiento se caracteriza sobre todo por un punto de vista desde el cual se examinan incluso los demás aspectos de los problemas de conocimiento con la ocupación, propiamente filosófica, de comprobar, refutar o precisar su naturaleza de auténticos problemas. Un ejemplo interesante de este modo general filosófico de manifestarse la teoría analítica del conocimiento puede ser la discusión entre los filósofos analíticos A. J. Ayer y G. Ryle a propósito del problema tradicional de las relaciones del «cuerpo» (sistema nervioso central) y el «alma» (consciencia) en el conocimiento, tal como lo presentan actualmente los neurofisiólogos y psicólogos (cfr. 6).
Ayer, por ejemplo, considera que el problema es irresoluble: porque si se trata de buscar una comunicación entre sustancias o entidades que, si su definición es correcta, no pueden tener tal conexión, entonces no se ve por qué ulteriores conocimientos acerca del cerebro o acerca de los estados y las actividades mentales van a resolver la dificultad. El problema, según eso, no es científico, sino filosófico: se debe a la manera tradicional –y equivocada, según Ayer– de concebir la distinción entre mente y materia, así como el nexo causal. La «historia» del neurofisiólogo y la «historia» del psicólogo son en sí mismas completas: describen totalmente (en principio) los fenómenos en dos lenguajes. La explicación causal, por su parte, debe entenderse como lo que es lingüísticamente, a saber, una descripción (en un lenguaje) ampliada (con lo describible en otro lenguaje). «Si en este caso», arguye, «subsiste un misterio, es porque nuestros sistemas conceptuales nos inducen a error; no precisamente por el hecho en sí, sino por las representaciones que empleamos para interpretarlo. La historia del fisiólogo es en sí misma completa». Pero el analista no piensa en este caso que el hecho de que las dos historias –la del fisiólogo y la del psicólogo– sean completas signifique que una de ellas sea superflua. Ambas están justificadas, porque cada una es una interpretación de ciertos fenómenos; y las dos «historias» están conectadas por el hecho de que si una es verdadera en un caso dado, también lo es la otra. La conclusión de ese análisis de Ayer es: «La mente y el cuerpo no deben ser considerados como dos entidades dispares, entre las cuales debemos construir o describir una especie de puente anfibio; sino que hablar de la mente o del cuerpo son dos modos diversos de clasificar o de interpretar nuestras experiencias».
El resultado del análisis de Ayer es moderado, en el sentido de que tiende a salvar el uso de las palabras en el lenguaje común y filosófico tradicional sometiéndolas simplemente a una reinterpretación. Más severo es el resultado del analista G. Ryle en esa misma discusión tomada como ejemplo. Ryle, partiendo de que la distinción metafísica tradicional da origen al irresoluble problema (y un problema por principio irresoluble no puede ser real metodológicamente, ha de ser un pseudoproblema) concluye que hay que abandonar incluso lingüísticamente la distinción, cambiando (no meramente reinterpretando como Ayer) la manera de hablar: «Al decir que un individuo no debe ser descrito como una mente acoplada a un cuerpo no quiero decir […] que las personas sean solo máquinas […] lo errado de la historia de los dos escenarios [el físico y el psíquico] no es la afirmación de diferencias inexistentes, sino la falsa representación de diferencias existentes […] “Mente” y “materia” son términos de pantalla que ocultan las reales diferencias que deberían ser objeto de nuestro interés. Los teóricos deberían renunciar a esas dos palabras».
Por debajo de la distinta actitud de los dos filósofos citados, pueden apreciarse las bases comunes a toda filosofía analítica del conocimiento: para que un enunciado represente realmente un problema de conocimiento, tiene que ser pensable (aunque no sea recurrible) una vía de solución de ese problema; si por la definición de los términos el problema es insoluble como problema de conocimiento real (empírico) o de lógica-matemática, entonces es un problema filosófico, y no puede decir que es un problema derivado del uso del lenguaje: no hay conocimiento de hecho que pueda resolverlo; se trata de disolverlo con el análisis crítico de las formulaciones y los conceptos.
8. Aspectos especulativos.
Cuando se habla de aspectos especulativos de los problemas del conocimiento en la filosofía contemporánea se está aludiendo, por una parte, a cuestiones heredadas de la tradición filosófica; pero, por otra parte, se tiene en mientes también problemas suscitados por el desarrollo contemporáneo de las ciencias y de la filosofía de las mismas.
Los problemas del primer tipo, a los que se aludió bajo el nº 2, pertenecen a aquella clase de cuestiones de las que Kant dijo que se seguirían presentando siempre al espíritu humano a pesar de toda fundada crítica de su mismo planteamiento. En dicho nº 2 se citaron algunos ejemplos. Ahora podría añadirse a ellos, como ejemplo de problema que presenta a la vez aspectos positivos y aspectos especulativos, el considerado en los anteriores apartados 6 y 7.
El tratamiento interesante de esos problemas se realiza hoy partiendo de resultados positivos y analíticos. Pero los problemas especulativos más vivamente estudiados en la actividad son los que se presentan en prolongación de estudios inicialmente analíticos o científico-positivos. Ejemplos de ellos pueden ser el problema de la unidad de la ciencia y el problema de las relaciones entre la ciencia y la vida cotidiana o «corriente» de los hombres.
Prescindiendo de elementos tradicionales, el problema de la unidad de la ciencia se ha planteado originariamente en la filosofía contemporánea dentro de un marco analítico: se trataba, por ejemplo, de saber si los términos usados en una teoría psicológica (o antropológica, etc), o en un conjunto preteorético de conocimientos propios de la psicología eran o no reducibles a un lenguaje que no usara más que términos de la física y procedimientos para recomponer el lenguaje de la primera a partir del de la segunda. Este problema, cuyo principal cultivador ha sido Rudolf Carnap (1891), puede tratarse de un modo previamente analítico, como era la intención del autor recién citado. Pero las implicaciones de cualquier solución que se le dé (radical, como la tesis de la reducibilidad de todos los lenguajes al de la física, o moderada, como la tesis de la mera traducibilidad) son en parte filosóficas, como lo es ya, aunque solo sea en parte, la motivación misma de una investigación así. En efecto, ¿por qué ha de ser deseable una unificación de los varios léxicos científicos? Sin duda solo en razón de una interpretación del conocimiento que vea como un «ideal» la consecución de esa integración. Esta puede ser entendida de un modo más o menos tradicional: puede buscarse, en efecto, un cuadro general de la realidad, una «concepción del mundo» al modo de la filosofía del pasado; o solo una garantía de unidad metodológica. Pero en ambos casos la aspiración desborda, en parte al menos, lo seguido por la investigación especializada misma.
Hay que decir, sin embargo, «en parte al menos» porque en otra parte considerable la investigación particular da un apoyo apreciable a la aspiración a la unidad de la ciencia: la historia de esta muestra, en efecto, que con frecuencia la unificación de varios campos de objetos bajo unos mismos puntos de vista y conceptos metodológicos ha sido el punto de partida de un gran progreso en la integración misma (Cfr. Sección tercera, nº 3). Esta íntima relación con motivos de la investigación real misma es precisamente lo que caracteriza los aspectos especulativos de la teoría del conocimiento más cultivados hoy [1965].
Cosa análoga puede decirse del problema de las relaciones entre la ciencia y la vida común. Es esta una serie de aspectos especulativos del problema del conocimiento, pero también parcialmente sugeridos, y hasta tratados, por métodos positivos y analíticos. Son especulativos porque abarcan temas como el de la realidad del mundo conocido, o como el de si es o no deseable que la consciencia cotidiana esté regida por el ideal del concepto científico de la verdad. Pero, por otra parte, abundan en su estudio las posibilidades de aportaciones analíticas y positivas. Analíticos son, por ejemplo, los estudios acerca de la medida en la cual representaciones propias del lenguaje común de la vida cotidiana influyen en la formulación y el planteamiento mismo de los problemas científicos. Analítica es también, en parte al menos, la investigación acerca de hasta qué punto es hoy posible distinguir entre proposiciones científicas «puras», o teoréticas, y proposiciones tecnológicas.
Pero los problemas especulativos de este tipo se relacionan sobre todo con investigaciones positivas sociológicas de las que son como una continuación. Estas se refieren, por ejemplo, a la génesis de la conciencia o actitud científica a partir de la corriente de la vida cotidiana; o a las condiciones sociales en las cuales ha florecido la ciencia; o a la investigación político-social de esta; o a la influencia de la ciencia y la técnica en la vida social, etc.
Todos estos ejemplos muestran que en la actual filosofía del conocimiento la situación es tal que un «mismo» problema va presentando aspectos susceptibles de investigación positiva, de investigación analítica y de consideración especulativa. Esta empieza en el momento en el cual el razonamiento deja de ser sometible a criterios empíricos o lógico formales constructivos, y solo puede presentarse como argumentación plausible, fundada, pero no inapelablemente.
En cualquier caso, problemas especulativos que no tengan fases analíticas o positivas no son por lo común recibidos en la filosofía más vigente hoy: esta los considera pseudoproblemas. Un ejemplo clásico de pseudoproblema especulativo de este tipo es, para la filosofía característica del siglo XX, el viejo tema escolástico-cartesiano de las relaciones entre el «cuerpo» (sistema nervioso) y el «alma» o «intelecto agente» (consciencia) en el conocimiento empírico.
Sección 2ª. La ciencia y el conocimiento cotidiano.
Subsección a: el análisis del pensamiento objetivo cotidiano.
1. La distinción entre pensamiento científico y pensamiento objetivo cotidiano.
El pensamiento de la vida cotidiana no está siempre, ni siquiera a menudo, orientado al descubrimiento de verdades, sino más bien a la consecución de fines prácticos. Pero, aparte de que en algunas situaciones puede ser su objetivo el esclarecimiento de un hecho, es claro que incluso el pensamiento más pragmático ha de atenerse a las verdades conocidas si quiere ser eficaz para sus fines. Solo las meras expresiones de emoción pueden sustraerse a tales constricciones. Y en la medida en que el pensamiento de la vida común cotidiana aspira a sentar verdades o se ve constreñido a atenerse a lo que sea verdadero con objeto de ser eficaz, puede decirse que se trata de un pensamiento objetivo.
La comparación de ese pensamiento con el científico solo puede ser detallada cuando uno y otro se toman históricamente, o sea, cuando la comparación se refiere a una determinada sociedad en una época determinada. Sin embargo, es posible hacer algunas observaciones generales, desprovistas de esa concreción sociológica que sería el rasgo propio del mejor planteamiento de esta cuestión. Y es posible hacer observaciones generales porque la distinción entre pensamiento científico y pensamiento cotidiano vale para toda la historia conocida y no presenta aún síntomas de caducidad. En efecto, la distinción puede aplicarse todavía incluso a las sociedades con cultura científica más adelantada, por el hecho de que nadie –ni el mejor especialista– está suficientemente informado de todo el conocimiento científico, y por la circunstancia de que los modos de vida práctica, que cuentan con una larga tradición y con gran peso real, permiten la supervivencia de ideologías acaso sostenidas ya teóricamente por el conocimiento científico.
Conviene empezar por señalar las diferencias principales que se presentan a primera vista entre ambas esferas de la vida intelectual. (Más adelante habrá ocasiones de apreciar cómo las diferencias son compatibles con numerosos pasos de imperceptible transición). Una de las primeras y más llamativas diferencias entre el pensamiento cotidiano y el científico es la inmediatez con que el primero vincula las ideas, los conceptos, a la práctica que los suscita inicialmente; el segundo, en cambio, desarrolla complicadas fases intelectuales –mediaciones teóricas– entre la motivación práctica y la resolución final de los problemas prácticos.
La íntima vinculación de la idea con la práctica en el pensamiento pre-científico o común puede presentar muy diversos cualidades, que van desde el pensamiento mágico hasta el pensamiento objetivo del artesano. La conciencia mágica atiende, por ejemplo, a la inferencia práctica de provocar la lluvia ideando algunas ideas y sistemas de conducta que se parezcan hasta físicamente al fenómeno deseado. El artesano precientífico puesto ante un problema práctico construye ideas que pocas veces rebasan conceptualmente el campo de aquel problema. En general, el pensamiento común suele ser poco generalizable, está inmediatamente ligado a la individualidad de la práctica de cada caso.
La mentalidad científica, por el contrario, gracias a la menor inmediatez y rigidez de su relación con la práctica y con la experiencia individual, consigue, por así decirlo, «olvidarla» temporalmente y colocar encima de ella una especie de red de conceptos que permiten construir objetos generales. La objetivación de los fenómenos, su separación de la experiencia inmediata subjetiva, es el rasgo más laxo del pensamiento científico. El filósofo húngaro György Lukács (1885) ha dado el nombre de homogeneización a los procedimientos por los cuales el pensamiento científico genera esta distancia respecto de la práctica y la experiencia subjetiva cotidianas. Una homogeneización clásica de la ciencia moderna es la matematización de los datos. Al expresar los datos en lenguaje matemático estos pierden su singularidad y su referencia al sujeto humano individual; se integran en un mundo objetivado en el que será mucho más difícil la influencia de los sentimientos, las pasiones, etc. La objetivación hace que los datos dejen de estar cargados de una referencia inmediata a la vida (la práctica) personal. Eso hace posible la formulación de leyes generales, características del pensamiento científico.
Algunas consecuencias más o menos inmediatas de la homogeneización y objetivación de los datos, propias del pensamiento científico, son muy características de este y le diferencian del pensamiento cotidiano. Por ejemplo: la distancia respecto de la subjetividad conseguida por la objetivación hace que el pensamiento científico sea mucho menos antropomórfico, mucho menos determinado por la espontaneidad de la especie humana (en su organización social de cada caso) que el pensamiento cotidiano. Otra de esas consecuencias diferenciadoras características se refiere a los diversos modos de acumulación del conocimiento científico y el cotidiano. Es claro que también en este se produce una acumulación del conocimiento. Pero la peculiaridad de la acumulación de conocimiento por la investigación científica consiste, como ha señalado el físico J. Robert Oppenheimer (1904), en que esta es capaz de transformar el objeto de la investigación en instrumento de esta misma. Ejemplos de esa capacidad se encuentran tanto en las ciencias reales (los que estudian la realidad) cuanto en las formales (la lógica y la matemática). La utilización de las partículas intraatómicas -ellas mismas objeto de la investigación- como «proyectiles» para el estudio de otros fenómenos microfísicos puede ilustrar lo dicho.
La utilización de la matemática en el estudio de la naturaleza y de la sociedad es un excelente ejemplo de la conversión de un objeto de conocimiento en un instrumento de la investigación. En ella se dan las principales características que diferencian el conocimiento científico propiamente dicho –el moderno– del conocimiento común. Se tiene, por de pronto, un notable alejamiento de la práctica inmediata. Así, por ejemplo, la insuficiente separación respecto de los datos empíricos inmediatos parecen hacer sido la causa principal (en el orden conceptual) de que los intentos de matematizar la mecánica que hicieron algunos físicos del final de la Edad Media (Nicolás de Oresme, -m. 1362) no llegaron a madurar. Estos físicos del siglo XIV pretendían una coincidencia exacta entre la formulación matemática y el dato singular. Por el contrario, uno de los más decisivos fundadores de la ciencia moderna, Galileo Galilei, entendió desde el primer momento que la visión matemática de los fenómenos es la construcción de un esquema idealizado de los hechos, no la literal reproducción de la singularidad de estos. Cuando un crítico escolástico hizo notar que las bolas de madera, de hierro o de plomo no cumplían la ley de caída libre de los graves tal como la había enunciado Galileo, sino que caen más velozmente los de material más pesado, los galileanos no se inmutaron; uno de ellos, Torricelli, contestó que si las bolas no se comportaban según la ley de Galileo, peor para ellas. El científico moderno sabe, en efecto, que la formulación matemática de los fenómenos presupone el «olvido» de numerosas singularidades concretas (en el caso de la caída de los graves, el «olvido» del roce). De modo que la matematización de la física es así un excelente ejemplo del modo mediato, no directo, como el conocimiento científico responde a la práctica.
2. Ontogénesis y filogénesis del conocimiento científico.
‘Ontogénesis’ y ‘filogénesis’ son dos términos de la biología. El primero significa «constitución del individuo»; el segundo «constitución de la especie». Aquí servirán (metafóricamente) para referirse a la constitución del conocimiento científico en el individuo y en la especie respectivamente.
Por lo que hace a la constitución del conocimiento científico –e incluso de la actitud científica– en el individuo humano hoy y en toda época histórica, parece claro que tiene lugar a partir de un fondo ya adquirido de conocimiento común. El niño recibe ese poso de conocimiento común por su propia experiencia y, sobre todo, por transmisión (educación) a través del lenguaje materno, étnico. La función educativa del lenguaje es muy importante y se opera en dos planos: por una parte, los padres y los maestros del niño usan el lenguaje para comunicarle explícitamente conocimientos. Por otra parte, la sintaxis del lenguaje comunica también implícitamente a quien lo usa de modo «natural» (nativo) un conocimiento básico implícito: la sintaxis del lenguaje usado determina la naturaleza general de las preguntas que puede hacer o hacerse un niño acerca de la realidad. El que un lenguaje disponga o no disponga del verbo ser, de conjunciones causales, explicatium, ilativas, de pronombres, etc., es determinante para el género de problemas que una inteligencia puede plantearse, y también para las soluciones posibles y la adecuación de unos y otras.
Hay que observar que incluso la ciencia más adelantada se comunica principalmente por medio del lenguaje común. Es verdad que la ciencia más progresada –la que ha llegado a la fase teórica– tiende siempre a construir lenguajes artificiales, más o menos completamente normados y adecuados exclusivamente al objeto de cada teoría. La lógica (cfr. vol. I) puede entenderse en gran parte como la teoría general de la construcción de lenguajes artificiales exactos. Pero, por lo común, el lenguaje artificial de una ciencia no se realiza autónomamente más que para su núcleo más teórico; y, además, siempre presupone el lenguaje común, y no solo genéticamente; pues siempre es posible en principio parafrasear en lenguaje común (acaso impreciso en ciertos términos) las formulaciones de un lenguaje artificial exacto. Esta posibilidad es precisamente lo que permite que el joven adquiera conocimiento científico a partir del común.
Por lo que hace a la génesis de la ciencia poseída por la especie humana, o sea, de la ciencia como producto cultural, los datos históricos hacen plausible la hipótesis de que su origen está también en un conocimiento vulgar, precientífico, de mayor o menor objetividad según los casos. De todos modos, la cuestión es susceptible de diversas respuestas, según la exigencia con que se use el término ‘ciencia’. Si se usa en el sentido más estricto –varias veces admitido aquí: la ciencia moderna sin más procedentes que la geometría y la silogística griegas–, se está pensando entonces en la ciencia como teoría. Pero la teoría científica, la ciencia en el sentido más fuerte de la palabra, llega siempre precedida por esfuerzos que en algún sentido merecen el nombre de científicos. Pues esos esfuerzos y los logros consiguientes no son solo y siempre –como a veces se supone, por sobreestimación de las teorías– de naturaleza descriptiva y clasificatoria. Por el contrario, son muy a menudo de carácter explicativo e interpretativo. Por ejemplo: difícilmente podrá afirmarse que la ciencia moderna haya alcanzado una condición verdaderamente teórica antes de Newton (1642-1727). Pero no por eso se afirmará que la obra de Copérnico (1473-1543), Kepler (1571-1630) y Galileo (1564-1642) es precientífica en el sentido de puramente descriptiva y clasificatoria. Por lo demás, las mismas relaciones «meramente» clasificatorias pueden ser fruto de una actitud científica que es lo decisivo y aparece sin duda antes que las teorías. Un ejemplo clásico de esto es el ideal de la «clasificación natural», presente en la biología desde el siglo XVIII, aunque solo la teoría de la evolución permitiera realizarlo en sucesivas versiones más o menos incompletas, pero ya teóricas, científicas en sentido fuerte.
Si la cuestión de la filogénesis de la ciencia se plantea de este modo, no como pregunta por el origen de las teorías propiamente dichas, sino como inquisición acerca de lo que más arriba se ha llamado actitud científica, se aprecia fácilmente la difícil complejidad del problema. Considérese, por ejemplo, el caso mejor documentado históricamente de nacimiento de la actitud científica: la ciencia griega. Examinando las noticias de interés para este tema que se conservan de los siglos VII-VI a. C, se tiene la primera –y fundada– impresión de que la ciencia ha nacido como rebelión contra el modo mitológico y mágico de explicación del mundo, propio de la cultura griega arcaica. Pero no es menos obligado reconocer que la naciente ciencia griega conserva, en su misma oposición al mito, numerosos elementos conceptuales de este. Tales de Mileto (ap. 640-546), tradicionalmente considerado como el padre de la filosofía y la ciencia griegas, ha roto con la interpretación mitológica del mundo al explicar este por un elemento constitutivo natural, material (el agua) y mediante los conceptos de composición física y evolución natural (mientras que el mito –que es una narración– «explica» dramáticamente, por una acción de personajes, no de factores físicos). Pero no puede olvidarse al mismo tiempo que Tales ha debido conocer mitos griegos y egipcios según los cuales todo procede del dios (o la diosa) de las aguas. Parece, pues, como si la génesis de la ciencia fuera en este caso resultado de una reinterpretación del conocimiento común (aquí mitológico) recibido.
Una tesis del psicólogo francés Henri Wallon (1879-1962) coincide con esa segunda impresión. Wallon arguye que, aunque la ciencia propiamente dicha se encuentra en permanente pugna con las representaciones mágicas, la magia misma, filogenéticamente considerada, debe entenderse como uno de los orígenes del pensamiento científico. Pues, si bien es verdad que, comparado con el científico, el pensamiento mágico carece de aquel alejamiento de la práctica inmediata que permite a la larga la construcción de teorías, también lo es que el símbolo mágico, a lo sumo alegórico, que lleva en germen una distanciación, aunque luego, sobre todo una vez nacida la ciencia, se desvíe y se enquiste por una vía muerta.
Las anteriores consideraciones, como todas las de esta sección, deben servir para apreciar la complejidad de la situación en que opera el pensamiento científico antes de llegar al estudio de la teoría (objeto de la siguiente sección tercera).
3. Las dificultades del estudio del pensamiento objetivo cotidiano.
Es un lugar común la afirmación de que el conocimiento de la sociedad y la cultura no ha progresado a la par del conocimiento de la naturaleza. La escasez de conocimientos científicos acerca del fenómeno cultural que es el conocimiento cotidiano o vulgar abona ese lugar común. Aunque desde hace unos decenios sea corriente hablar de «sociología del saber» o «del conocimiento», los resultados de esta investigación son todavía muy parcos. Y es notable que en los mismos años, poco más o menos, el estudio del pensamiento común desde un punto de vista científico-natural (el de la psicología empírica y experimental) haya hecho en cambio considerables progresos.
Las dificultades empiezan ya con el concepto mismo y la terminología. ‘Cotidiana’, ‘común’, ’vulgar’, los términos usados hasta ahora, no son lo suficientemente inequívocos para caracterizar bien el objeto mentado. Uno de ellos, ‘vulgar’, es un resto del pasado, reliquia de situaciones históricas en las cuales fue clara la distinción entre un conocimiento superior y otro inferior. En la Antigüedad o en la Edad Media esa palabra se adaptada bastante bien a la distinción que designaba porque el conocimiento superior era patrimonio de castas bien determinadas, generalmente (salvo en Grecia) sacerdotes. Hoy día se mantiene a grandes rasgos esa situación (aunque con la variación importante de que, en vez de tratarse de castas privilegiadas y capas de población excluidas del saber, se tiene una distinción entre clases sociales cuyos miembros pueden en general acceder fácilmente a la instrucción superior y otros cuyos miembros solo pueden conseguirlo excepcionalmente y a costa de grandes sacrificios. Más la manera no es ahora personal, sino económica, más externa al sujeto). Pero a esa común situación básica ha venido a sumarse un hecho nuevo: la acumulación de conocimientos y la división del trabajo intelectual convierten a cada especialista en «vulgo» respecto de otros campos de conocimiento. Este hecho es probablemente menos grave de lo que a veces se dice. Pues lo decisivo para el progreso del conocimiento y para la influencia de este en la vida es la actitud o capacidad científica –común a todos los especialistas–, y no el dominio de datos. Pero, de todos modos, el hecho es importante: basta, por ejemplo, para poner en duda que siga siendo vigente la idea tradicional del sabio, representante universal del saber de una época. Por otra parte, el hecho implica también que el apelativo de ‘vulgar’ no puede entenderse principalmente hoy como una calificación de la mentalidad subjetiva de los individuos –pues el poeta más sutil puede ser «vulgo» en física–, sino de la claridad de los conceptos y los comportamientos que dominan socialmente en alguna zona de la vida.
A eso parecen aludir los términos ‘cotidiano’ y ‘común’, aplicados al conocimiento «vulgar»: este sería el característico de las zonas de la vida que no están especialmente cualificadas, sino que son comunes, dominio del vivir de cada día. Pero tampoco esta noción puede considerarse suficientemente clara y distinta. No solo por la vaguedad de ‘cotidiano’ y ‘común’, sino también porque la vida cotidiana (en alguno de los imprecisos sentidos de la expresión) abunda hoy en elementos de procedencia científico-técnica. Aunque es verdad, por otra parte, que con frecuencia esos elementos pueden ser interpretados arcaicamente por el pensamiento cotidiano. Un buen ejemplo de cómo pueden mezclarse ambos motivos es el éxito que tuvo en gran parte del mundo (entre personas poco informadas, pero de países de cultura científica) el cultivo de cierto hongo supuesta y falsamente terapéutico: es imposible no ver en aquel hecho un trasunto del descubrimiento, ocurrido poco años antes, de la penicilina y otros antibióticos. Una comprensión no-científica de la palabra ‘hongo’ se encontró probablemente entre las causas de aquella fantasía. Pero el ejemplo ilustra también la penetración de representaciones científicas en el pensamiento común más ignorante.
Todo eso basta, en cualquier caso, para estimar la dificultad del estudio del pensamiento cotidiano, aunque esa investigación se limite al pensamiento que puede llamarse objetivo por ser el que posibilita el trato cotidiano con las cosas. Solo una utilización de grandes medios de investigación –principalmente sociológicos y de psicología social– permitirá emprenderla de un modo fecundo. Hasta el momento no se ha avanzado mucho por ese camino.
Hay, sin embargo, unos cuantos temas que, por presentarse a la vez a propósito del conocimiento común y del científico, han sido ya considerablemente investigados. Tres de ellos se consideran en lo que sigue, en los puntos 4, 5 y 6 de esta sección.
4. Conocimiento y lenguaje.
El renacimiento de la lógica formal y de la lingüística en el siglo XX ha vuelto a poner en primer plano en teoría del conocimiento la cuestión del lenguaje. Los fisiólogos y los psicólogos del conocimiento van coincidiendo visiblemente en una concepción de las relaciones entre conocimiento y lenguaje que lima un poco la categórica identificación, alguna vez de moda entre los lógicos, de conocimiento y lenguaje.
La percepción de estructuras u ordenaciones o formas (Gestalten) –es decir, no solo de los elementos presentes a los sentidos (sobre todo el de la vista), sino también de la ordenación de estos en un todo– se reconoce hoy como común a los animales superiores (al menos) y al hombre. Y en esa capacidad se ve el substrato de la memoria y de los procesos de abstracción. «Pero mientras tenemos ese proceso intuitivo en común con los animales» –escribe S. Zuckermann– «el uso de la palabra y de los signos numéricos, sean escritos o hablados es nuestra especial prerrogativa, y a ella debemos la supremacía en el seno de los seres vivientes». La diferencia o superior capacidad que da origen al conocimiento propiamente dicho –el que cuenta con símbolos de ideas abstractas– no parece deberse tanto a la presencia de otra facultad, cuanto a la posibilidad de ejercer la capacidad de reconocer formas sobre otros objetos, los símbolos. Así escribe Russell Brain: «El proceso que se desarrolla en el sistema nervioso y que permite al ratón reconocer un triángulo es similar al que permite a un ser humano reconocer una palabra».
De esas afirmaciones –que, sino unánimes, sí son las más frecuentes entre los investigadores– se desprende como inferencia plausible la tesis de que existe pensamiento objetivo, conocimiento prelingüístico, pero limitado a elementos o a situaciones que no requieran para su comprensión, transmisión y elaboración un sistema articulado de símbolos. El autor recién citado concluye así una argumentación: «Dentro de ciertos límites podemos pensar sin palabras, pero únicamente si pensamos de manera concreta. Por el contrario, no es posible tener ideas abstractas sin el uso de palabras».
Algunos hechos estudiados permiten, sin embargo, pensar que una afirmación como esa de Russell Brain es demasiado categórica y debería matizarse como sigue: es posible tener ideas abstractas sin palabras, pero no lo es desarrollar a partir de ellas un sistema acumulativo y progresivo. Un ejemplo puede aclarar esto.
Se conocen poblaciones africanas que, antes de asimilar elementos de cultura grecoeuropea, disponían del siguiente método de cuenteo no-lingüístico, aunque primitivamente simbólico: en una tribu dedicada a la ganadería, sus individuos tenían que resolver el problema de garantizar la integridad de los rebaños. Para rebaños pequeños, les bastaba con su desarrolladísima memoria visual, sin necesidad de cómputo explícito. No así para rebaños grandes. Careciendo de numerales en su lenguaje, operaban del modo siguiente en el recuento de grandes rebaños: se disponían las reses fuera del cercado en el que se iban a encerrar. Luego se iban introduciendo de una en una. A cada res que entraba, se disponía en un espacio determinado un objeto. A llegar el décimo objeto, en vez de añadir uno al montón, se tomaba uno del montón y se situaba en otro lugar determinado. Al mismo tiempo, se retiraban los otros objetos. Y así sucesivamente.
Parece razonable admitir que aquellos hombres, aun sin poseer lenguaje para el cómputo, sí poseían ideas inicialmente abstractas como la de decena (o la base numéricas que fuera). En cambio, en ninguna de estas poblaciones observan los antropólogos ningún desarrollo apreciable de la aritmética. Los símbolos usuales les permitieron alcanzar abstracciones muy elementales. Pero solo el símbolo implícito permite manejar dichas abstracciones elementales, combinarlas y ordenarlas hasta conseguir, partiendo de ellas, las abstracciones superiores características del conocimiento acumulativo y progresivo.
Hay que decir, sin embargo, que incluso en la versión matizada que aquí se acaba de ofrecer la tesis de la imprescindibilidad del lenguaje para el pensamiento abstracto tiene sus contradictores. El matemático francés Jacques Hadamard realizó una encuesta entre grandes matemáticos con el objeto de dar una respuesta empírica a esta cuestión. La mayoría de los encuestados negó que en su trabajo intelectual inventivo necesitara el lenguaje. Sin duda, varios científicos contestaron que consideraban el lenguaje más imprescindible para su labor de invención. Entre ellos puede citarse a G. D. Birkhoff, un importante algebrista, a Polya y al creador de la cibernética, Norbert Wiener. En cambio, un científico tan autorizado como Einstein contestó negativamente. Es interesante leer algún párrafo de su texto de respuesta: «Las palabras o el lenguaje, escrito o hablado, no creo que desempeñen ningún papel en el mecanismo de mi pensamiento….»
Nota de edición
[1] Índice
La primera sección del libro se dividía en dos subsecciones: 1. Los planteamientos especulativo, positivo y crítico-analítico y 2. Los aspectos de la consideración contemporánea de los problemas del conocimiento.
La primera subsección constaba de cinco aparados: 1. Sentido de una distinción entre planteamientos antiguos y planteamientos contemporáneos de los problemas del conocimiento. 2. El planteamiento especulativo. 3. El planteamiento positivo. 4. El planteamiento crítico y analítico. 5. El hecho de la ciencia. La segunda la forman tres nuevos apartados: 6. Aspectos científico-positivos. 7. Aspectos crítico-analíticos. 8. Aspectos especulativos.
La segunda sección –La ciencia y el conocimiento cotidiano– presenta la siguiente estructura:
Subsección a: El análisis del pensamiento objetivo cotidiano, con los siguientes apartados: 1. La distinción entre pensamiento científico y pensamiento objetivo cotidiano. 2. Ontogénesis y filogénesis del conocimiento científico. 3. Las dificultades del estudio del pensamiento objetivo cotidiano. 4. Conocimiento y lenguaje [hasta aquí la parte transcrita]. 5. Conocimiento y práctica. 6. Las fronteras entre el conocimiento cotidiano y el científico.
Subsección b: La ciencia como reconstrucción del conocimiento cotidiano, con los apartados: 7. Invención y reconstrucción. 8. Reconstrucción y teoría positiva. 9. Algunos rasgos de la reconstrucción teorética. 10. Intuición y ciencia. 11. La llamada «paradoja del análisis».
La tercera sección –La teoría científica– se divide en: a) La naturaleza de la teoría, b) Los conceptos teoréticos, c) Las proposiciones teoréticas («leyes»), d) La teoría científica y la realidad.
La primera subsección consta de los siguientes apartados: 1. Teoría como reconstrucción. 2. La función explicativa de las teorías. 3. La función unificadora de las teorías. 4. La artificialidad de las teorías. 5. El convencionalismo. 6. Las teorías como artefactos intelectuales.
La b presenta la siguiente división: 7. Problemas de la definición. 8. Algunas clases de definiciones. 9. Conceptos primitivos y definiciones implícitas. 10. El operacionalismo. 11. Constitución de conceptos. 12. Problemas de la clasificación o división. 13. Los conceptos de disposición. 14. Los conceptos de estructura.
Los apartados de c: 15. Terminología. 16. Teoremas deductivos. 17. Teoremas de tendencia. 18. Teoremas probabilísticos. 19. El problema lógico de la inducción: la concepción tradicional. 20. El problema lógico de la inducción: la teoría de Carnap. 21. El intento de eliminar el problema lógico de la inducción. 22. El sentido de las «leyes estadísticas».
La subsección d: 23. Qué puede someterse a contrastación objetiva. 24. La tesis de los «datos sensibles». 25. El «principio de verificabilidad». 26. El principio de falsabilidad. 27. El criterio de la simplicidad. 28. El criterio del alcance sistemático. 29. Una metáfora de W. V. O. Quine. 30. El estatuto del núcleo formal de las teorías. 31. La relatividad de la validez de las teorías científicas. 32. La artificialidad en la contrastación misma. 33. La relativización metodológica del concepto de verdad. 34. Las teorías científicas en la historia.
La sección cuarta y última estaba dividida en cuatro subsecciones: 1. Problemas y pseudoproblemas. 2. La unidad de la ciencia. 3. La ciencia y la técnica. 4. La ciencia y la filosofía.
La primera está dividida en cinco apartados: 1. Las vías de la comprensión del mundo. 2. El conocimiento de lo singular. 3. Las doctrinas de una comprensión extra-científica. 4. Pseudoproblemas metacientíficos. 5. Tres problemas metacientíficos.
La siguiente la forman: 6. Ideales y requisitos del progreso científico. 7. El ideal de la unidad de la ciencia. 8. El fisicalismo. 9. La unidad previa del trabajo científico.10. La metafísica inductiva. 11. La ciencia y la conciencia práctica.
La subsección c presenta los siguientes puntos: 12. Un planteamiento neutro de la relación entre la ciencia y la práctica. 13. La realidad técnica de la ciencia moderna. 14. La crítica mitológica de la técnica. 15. La acción de conocer.
La última subsección: 16. El progresivo vaciado de la filosofía. 17. La raíz científica de los problemas filosóficos consistentes. 18. Filosofía y filosofar.
Como se indicó. Sacristán desarrolló todos los apartados de la primera sección y los cuatro primeros de la segunda.
Algunas secciones, no desarrolladas, presentan indicaciones (o subdivisiones) del siguiente tenor:
7. Invención y reconstrucción.
– Hoy parece que todo sea invención interna a la ciencia.
– Y seguramente hoy predomina (salvo en que mucha invención científica atraviesa un estadio –que teoriza– muy análogo al conocimiento cotidiano).
– Pero en la historia ha sido muy importante la reconstrucción del conocimiento cotidiano. Prescindiendo de presumibles fenómenos arcaicos, la matemática pitagórico-platónica.
10. Intuición y ciencia.
– En mal sentido: los «intuiciones» que se contraponen a la ciencia.
– En buen sentido: las anticipaciones de soluciones sin discurso pleno, obra de la asimilación del proceder científico por el pensamiento cotidiano (Kekulé, Dubois).
– En sentido trivial didáctico.
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