Con demasiada frecuencia, los protagonistas de la coacción, -guardias civiles, policías- utilizan las armas reglamentarias, u otras, en sus ajustes privados de cuenta, en sus juergas, en sus chulerías autoritarias. El luto de tantas familias, la humillación de las víctimas de su prepotencia, los derechos constitucionales conculcados, parece que no motivan suficientemente a los políticos, […]
Con demasiada frecuencia, los protagonistas de la coacción, -guardias civiles, policías- utilizan las armas reglamentarias, u otras, en sus ajustes privados de cuenta, en sus juergas, en sus chulerías autoritarias. El luto de tantas familias, la humillación de las víctimas de su prepotencia, los derechos constitucionales conculcados, parece que no motivan suficientemente a los políticos, a los legisladores, para tomar medidas más estrictas al respecto.
Algunos analistas son partidarios de una interpretación subjetiva de esos desmanes. Lo que hay que hacer, según ellos, es mejorar la recluta de las fuerzas de seguridad, inocularlos contra su propia agresividad merced a una indoctrinación en la naturaleza y límites de su función,entrenarlos y controlarlos mejor. Ahí se dan cita los estudios psicológicos y sociológicos sobre la profesión policíaca y sus candidatos, que nos presenta, sobre todo en los paises sureños, un perfil muy peculiar, bastante negativo, sobre las razones por las que el mercado de trabajo selecciona a un cierto tipo de jóvenes para este oficio, y sobre el peculiar corporativismo de la profesión, con su frecuente cobertura mafiosa de tropelías y abusos. Pero la interpretación subjetivista y la corporativista son limitadas. Hay condicionantes estructurales, tendencias políticas, que los favorecen.
Una de las razones por las que los ciudadanos, todos, tenemos urgencia de que se termine el terrorismo, de que se den soluciones racionales, políticas, a los conflictos de identidad regional, de reparto de poder territorial, es, justamente, acabar con este estado de «democracia armada», donde la ciudadanía, especialmente en algunos lugares, vive bajo sospecha. La violencias de ambos signos se fecundan recíprocamente y la consecuencia es, por ejemplo, el permiso para portar armas fuera de servicio, que tantas consecuencias nefastas está trayendo consigo.
Pero aún hay más.
El modelo liberal conservador, con su praxis clasista, se receta, para gestionar ese tercio de población marginada, sin empleo fijo, sin seguridad social, sin esperanza, la mezcla de beneficiencia y policía que hoy vemos desplegada en los suburbios pobres, en ciertas zonas rurales, en los guetos urbanos. Lo que pasa es que la policía es más notoria que la beneficencia- hay más agentes del orden que asistentes sociales- y el sistema concede tal grado de autonomía a los gestores y permite tal indefensión de los gestionados, que la gente no afectada prefiere vivir de espaldas a una situación donde se tiende a etiquetar de delincuencia lo que, tantas veces, no es más que miseria y desamparo. Y así como la convivencia entre delincuentes y policías produce una contaminación de éstos, que se agudiza cuando hay mucho dinero en juego, la negación del respeto social al tercio marginado engendra una actitud en los agentes del orden, mezcla de paternalismo e ignorancia, legitimada por la virtual soberanía incondicionada que la sociedad les concede sobre estos hombres y mujeres. Tantas veces, en la jerga de comisaria, «el drogata», ha sustituído al «rojeras», como enemigo a batir, como desecho humano a despreciar, y los espacios oscuros de una sociedad insolidaria están a cargo, muchas veces, de jóvenes inexpertos, tantas veces asustados, cuya principal herramienta de trabajo es la pistola. Y ahora, con la incorporación del sospechoso de terrorismo, podemos llegar a ese asesinato de un joven brasileño en el Metro de Londres a manos de unos policías mal informados, mal coordinados, armados hasta los dientes y, sobre todo, asustados.
Hay otro problema añadido. Las fuerzas del orden son entrenadas, y con frecuencia dirigidas, por militares, en esa delegación histórica que la sociedad civil ha hecho al respecto y que, tantas veces, ha conducido a que el Ejército sea fuerza de ocupación en el país propio. La cultura militar, con sus simplificaciones inevitables-amigo,enemigo-, con su jerarquización y sus obediencias ciegas, no es precisamente el mejor caldo de cultivo para que desarrollen su servicio asistencial los protagonistas de la coacción civil.
Y ésto tiene, finalmente, que ver, con la peculiar manera en que los poderes civiles se relacionan con los ciudadanos. Aún hay protagonistas del poder que nos ven como súbditos y tienen una idea mayestática de su oficio. La frase «La calle es mía» no es solamente una baladronada de un político conservador, sino un tic gubernamental de quien no tolera ni siquiera la toma simbólica del poder por el pueblo. Es un modo de gobernar, mezcla de mundo feliz huxleyriano y sumisión atemorizada, en el que los ciudadanos deben reducir su jornada a un viaje pacifico del trabajo a casa, del supermercado al televisor. Y cuando las carencias y las incongruencias del sistema se ponen de manifiesto, ese poder, en vez de dialogar directamente, pone a la policía, al ejército, entre ellos y el pueblo. ¡Cuantas veces, cuando las gentes se reunen para protestar de que no hay agua o luz, o del estado lamentable de los servicios, se topan, no con ingenieros o funcionarios, con los gestores culpables o negligentes, sino con el bastón policiaco¡. Los protagonistas de la coacción son los interlocutores habituales de la ciudadanía y, por eso, tantas veces, el poder civil tiene que tolerar sus prepotencias, a cambio de que les hagan el trabajo sucio. En esa tolerancia radican los malos modos, la perversión de la función. Constituye ya casi un género literario la estupefacción del pueblo cuando se encuentra, defendiendo los intereses de los poderosos, a sus propios parientes, a los suyos, haciendo de ejecutores de un orden injusto. Y resulta irónico recordar, entre nosotros, el tiempo en que nos congratulábamos de la transformación de la dura Guardia civil en amables agentes del tráfico.¡Buen susto nos llevamos al encontrar a un puñado de esos agentes, aquella tarde del 23 F, siguiendo ciegamente a un mando ocasional para secuestrar, una vez más, la convivencia democrática.