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Los que lloran a Pinochet

Fuentes: Rebelión

Hace ya varios días que el dictador chileno Augusto Pinochet falleció y aún la portada de varios periódicos hace alusión a las manifestaciones públicas -mayoritariamente en contra, pero también a favor- que se continúan produciendo; y llama tremendamente la atención un comentario coloquial que, creo, ha sido el más repetido estos días por los lectores […]


Hace ya varios días que el dictador chileno Augusto Pinochet falleció y aún la portada de varios periódicos hace alusión a las manifestaciones públicas -mayoritariamente en contra, pero también a favor- que se continúan produciendo; y llama tremendamente la atención un comentario coloquial que, creo, ha sido el más repetido estos días por los lectores de a pie: «No me explico como puede haber gente que lo apoye».

Evidentemente, a cualquiera con un mínimo de corazón le bastaría con leer las declaraciones en las que el tirano aseguraba irónicamente que los disidentes políticos se subían a un avión «y se caían en cualquier lado» para considerarlo como la alimaña inmunda que sin duda fue, pero creo que no está de más un poco de realismo y de visión histórica para entender porqué algunos chilenos (los suficientes para hacer ruido) rompieron a llorar de la manera más sincera al enterarse de la muerte de su militarote querido. Hay muchos, aunque desde luego no mayoritarios, que le deben mucho a Pinochet, muchísimo: nada más y nada menos que haber derrocado a sangre y fuego a un gobierno que, en su día, amenazó sus intereses.

Éstos que desfilan hoy ante el féretro de un cobarde que traicionó todos sus juramentos son los mismos, o los hijos, de quienes en 1970 temblaron ante la posibilidad de que con el triunfo de la Unidad Popular en Chile pudiera peligrar su inmunidad como explotadores. Los mismos, o los hijos, de quienes contaron con la inestimable ayuda de Nixon y Kissinger para planificar un golpe de Estado mientras Allende convertía en públicos los recursos nacionales; los mismos, o los hijos, de los que acumulaban en sus sótanos los bienes alimentarios para simular escasez mientras el gobierno universalizaba la educación y potenciaba la cultura; los mismos, o los hijos, de quienes apelaban a la integridad nacional y a mil milongas para boicotear el transporte y paralizar la actividad política del Parlamento, mientras los revolucionarios hacían florecer por todo el país multitud de estructuras de participación popular y democrática; los mismos, o los hijos, de los que se negaron a acatar las normas del voto, frente a quienes se propusieron transitar a una sociedad más justa y aprobada por una mayoría de los chilenos en elecciones libres y transparentes sin disparar una bala, sin reprimir un derecho y a partir de las propias instituciones del parlamentarismo burgués. Si esto fue o no un erróneo exceso de confianza es algo que no me corresponde juzgar ahora.

Pero no nos engañamos. Esos niños de papá bien peinaditos que hoy se dan golpes de pecho ante el «salvador de la patria» tan sólo cumplen con su deber, qué menos. El caro Mercedes en el que, como buenos miembros de la oligarquía golpista de ese maltratado país, se desplazaron hasta el féretro de su protector castrense, se lo deben precisamente a él, como le deben sus privilegios, sus empresas privadas, sus influencias, sus círculos de poder, sus vinos caros, sus chalets en Valparaíso, sus clubes high a donde fueron de la mano de su papá golpista y a donde hoy llevan a sus hijos y futuros ultraliberales del mañana, sus vacaciones en el Caribe, sus cámaras de seguridad para vigilar sus costosas propiedades y cuantas injusticias sociales hubieran ido a parar al trastero de la historia nacional si Pinochet no hubiera aplastado con bota militar la voluntad de unos humildes que no quisieron imitar los métodos de sus verdugos. Ellos combatieron con la palabra, con la razón, con el voto; y la derecha capitaneada por el difunto dictador demostró su incapacidad para entenderse en estos términos al tiempo que su maestría en el uso del asesinato, la tortura y la traición. Pero no fue en vano: sólo prestaban un servicio a su clase social, cumplían en el más alto grado su sucio deber de oligarcas, y eso es lo que hoy le agradecen.

A menudo se critica la ingenuidad de la izquierda, pero la de quienes no se creen que haya quien apoye al lúgubre difunto me parece mucho más pasmosa. Quizás se debe a un exceso de lectura de editoriales de todos esos periódicos tibios que pretenden hacer creer que las convicciones político-sociales de los ricos están por encima de su interés económico, y por lo visto, lo consiguen. Se debe quizás a toda esa ola universalista, con pretensiones de verdad revelada que, obviando todo análisis realista, pronostica que no hay diferencias sociales, sino sólo aquella que existe entre «los demócratas», en tan amplio espectro que hasta cabe Manuel Fraga (quien también llora a Pinochet), y «los no demócratas», donde se mete todo aquello políticamente incorrecto. Por ahí, claro, cae también el difunto sátrapa, porque esa minucia de reventar a base de electrodos los testículos de los izquierdistas no encaja del todo bien dentro de la teoría del buen rollito político que nos pretenden imponer.

El mundo, a mi modesto entender, no se divide entre los que piensan que los parlamentos donde rebuznan los mangantes son la panacea de la convivencia social y los que no, ni entre quienes piensan que Pinochet fue un cerdo asesino y los que no, ni entre quienes piensan tal o cual cosa y los que no lo hacen. El mundo no se divide, en su raíz, en base a qué se piensa, sino en base a qué se tiene, a dónde se está socialmente. Y no hay mayor prueba de ello que ver la historia de Chile: el país con mayor tradición democrática de Latinoamérica hasta 1973. ¿Qué pasó entonces, pues? Que a los que mandan se les amenazaron sus intereses. Con eso bastó. No hubo lugar para consideraciones políticas, estudios sociológicos ni diatribas filosóficas: estaban los que querían dejar de ser pobres y los que querían seguir siendo tremendamente ricos, y ambas cosas, como se aprende con tan sólo leer un libro de historia, no resultan a menudo compatibles. La democracia ha existido en la medida en que ha encajado en las pretensiones de los poderosos, en la medida en que no ha cuestionado el orden de cosas que les favorece. Cuando eso ha cambiado, chau democracia, porque un empresario enojado ante la posibilidad de que sus trabajadores comiencen a representar para él algo más que mano de obra barata y explotable está demasiado ocupado organizando un golpe de estado como para ponerse a discutir cuál es la forma más justa de gobierno. Ésa es una verdad histórica, por mucho que a los «creadores de opinión» de los grandes medios «neutrales» les reviente, quizás porque sus padres les pudieron enchufar en tan alto status cuando Franco aún daba sus últimos coletazos.

Así pues, no hay que extrañarse de que los ricos honren a sus héroes, al fin y al cabo, entre ellos siempre se han sido leales, haciendo gala de una conciencia de clase que ya la quisieran para sí los trabajadores del mundo que lamentablemente nunca han terminado de unirse. Cumplen con su deber y estos días lloran a su salvador honestamente. Qué menos que rendirle homenaje al genocida que hizo correr ríos de sangre para que todo siguiera igual de bien en sus oficinas, sus mansiones y sus pastoreos.