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Los sonámbulos

Fuentes: Periódico de poesía

«La plenitud jamás tiene lugar en lo real, pero el camino del anhelo y de la libertad es infinito y nunca podrá ser hollado, es estrecho y tortuoso como el del sonámbulo». Y es quizá en medio de un conflicto entre realidad y libertad donde se desarrollan las novelas de Hermann Broch que componen su […]

«La plenitud jamás tiene lugar en lo real, pero el camino del anhelo y de la libertad es infinito y nunca podrá ser hollado, es estrecho y tortuoso como el del sonámbulo». Y es quizá en medio de un conflicto entre realidad y libertad donde se desarrollan las novelas de Hermann Broch que componen su trilogía Los sonámbulos; pero sería un conflicto que, a la vez, existiera y no llegara nunca a darse, que parece tener salida pero no puede encontrarla, a la manera de la vida de quien anda y actúa dormido.

Escritas entre 1928 y 1931, las tres novelas –Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía, Huguenau o el realismo– evocan tres momentos sucesivos de la vida alemana: el final del siglo XIX, los primeros años del XX y los meses últimos de la Gran Guerra en 1918;sus situaciones, si se reducen al argumento, tal vez no desbordan lo usual: una familia de terratenientes y militares prusianos sometidos a rígidos códigos sociales, las instituciones paralelas del matrimonio y el concubinato, las diferencias entre nobleza rural y burguesía, la inestable condición de los pequeños burgueses asomados al desclasamiento y la proletarización, el derrumbamiento del mundo y la supervivencia de los que siempre saben sacar partido de la desgracia ajena, los pequeños odios y los mezquinos amores… Y la sucesión también de los escenarios: el campo prusiano y el del sur, Berlín, las ciudades renanas y su vértigo económico.

Sin embargo, nada de esto define la obra única y perturbadora con que Broch abrió, pasados sus cuarenta años de edad, su trayectoria de escritor. Ante ello se ve qué vana resulta esa frase oída a menudo en los últimos años: «lo que importan son las historias», «el sentido de escribir es contar historias» u otras semejantes y bien conocidas. No es la clave tampoco el variadísimo repertorio de técnicas que se pone en juego o la mezcla de los géneros (poemas, ensayos, dramatizaciones intercaladas en Huguenau o el realismo). No. Es la forma de contar convertida en materia de los personajes, la corriente de palabras que los recorre a estos sin cesar y se hace indistinguible de sus actos, forma y contenido disueltos en la voz.

Es extraño. Pasenow y Esch son personajes planos y confusos y, sin embargo, tienen una activa vida interior, tan fuerte que con frecuencia parece que va a suplantar como escenario a la realidad cotidiana. Esta intuición distingue la mirada de Broch, es lo que le induce a seguir el detalle, el continuo relieve y sobresalto de una existencia tan aparentemente uniforme y ensordecida. Como mostró también su coetáneo Musil, en el hombre sin atributos no bulle menos el espacio íntimo que en el héroe.

La mirada del narrador entra y sale de los personajes, va de una a otro, enlaza sus sensaciones y sus actos, tramando un espacio de vida en el que lo que solemos considerar como un no pensar se convierte en la forma del pensamiento; no sentir, en la forma del sentimiento. El vacío, la debilidad, el rechazo, la ausencia también están ahí llenando un lugar, constituyéndolo. Ese hombre o mujer tiende a no pensar, quiere olvidarse de sus posibles problemas, se fija en cualquier cosa sin importancia que tenga delante; si escucha, por azar o equivocación, cualquier idea bien formulada que se salga de sus códigos, se desconcierta, queda sonado como boxeador que encaja un golpe. Broch se apoya en la práctica freudiana -nunca de modo explícito ni con términos técnicos- para ir levantando los decorados de cartón-piedra y mostrando el deseo, mostrando la conmoción que sufre ese hombre o mujer si llega a percibir su propio funcionamiento mental, a aislar su conducta. La digresión interior, que la cabeza se deje llevar por cualquier estímulo, se va pareciendo cada vez más, en su falta de control, a un delirio, por más que sea un delirio rasante; el hombre o mujer va siempre a hacer lo contrario de lo que decide, siguiendo las huellas que pasos desconocidos han imprimido en él. Cuesta distinguir qué es lo imaginado y lo que ha ocurrido.

Separación de cada uno respecto de sí mismo: «el sentimiento que tenemos de la vida va siempre rezagado, respecto a la vida real, medio siglo o un siglo. El sentimiento es siempre de hecho menos humano que la vida que vivimos». Como si cada persona participara de su tiempo solo con una pequeña parte de sí, mientras el resto permanece en lugar incierto. Hablan unos con otros conversaciones de sordos, en las que cada uno va siguiendo su propia cadena de asociaciones aunque parezca que se refieren a lo mismo. Y, además, está la inercia: los móviles de los actos se van haciendo borrosos, apenas un recuerdo de algo que se quiso y ya no interesa, y sin embargo sigue moviéndose en incierta dirección. Un mundo automático. También un mundo de islas, salpicado de vacíos: «Otros escritores coleccionaban seres humanos -escribe Canetti-, Broch coleccionaba los espacios respiratorios situados alrededor de las personas y que contenían el aire que había estado primero en sus pulmones y había sido luego expelido por ellos». O, dicho de otra manera, quizá todo, incluida la presencia constante del sexo, sean formas de ensordecer la soledad, de aturdir el miedo; pese a Freud, el centro turbio de todo, el que no se deja conocer, no parece sexual, sino existencial.

«¿De qué frontera vienes tú, pensamiento?», pregunta uno de los versos intercalados en Huguenau o el realismo. Y, pese a la voluntad de Broch en el cierre de la trilogía de dar peso a lo especulativo -Canetti recuerda que su biblioteca era sobre todo filosófica, Hanna Arendt escribe un largo ensayo que lo considera como filósofo-, el pensamiento surge de la mirada narrativa como la forma oscura y atravesada de conflictos del no pensar: «por debajo de su visible manera de vivir, totalmente fláccida, existía en cada elemento una tensión constante. Si uno pretendiera cortar el más pequeño fragmento de uno de aquellos hilos visiblemente blandos, descubriría en él una torsión inmensa, una convulsión de las moléculas, por así decirlo. Lo que de ello se percibía desde el exterior podría definirse del modo más normal con la palabra nerviosismo, entendiendo este concepto como la guerra de guerrillas que el Yo ha de sostener a cada instante contra cada una de las partículas de lo empírico con las que su superficie entra en contacto». Un pensar-vivir, existir como una tensa lucha química, energía incesante, cuerpo-alma.

Quizá ocurre que Broch, en la percepción sutil de su escritura, nos lo hace ver así; pero él no lo acepta. Y esa separación interna que va incubando la voz cambia las proporciones al final de la trilogía, rompe la unidad del texto, sorprende con sus preguntas. ¿O es una inquietud centroeuropea (recuerdo a Döblin, a Aleksander Wat, las apariciones demoníacas en ambos)? «Pareció que la palabra ‘redención’ flotara liberada por encima de las mesas». Y surgen las escenas en torno al Ejército de Salvación, las sesiones de lectura bíblica en que Pasenow y Esch -que confluyen en la tercera novela- acuerdan su confusión y su deseo, extraños y conmovedores amigos. Todo se derrumba alrededor, no solo porque llega el final de la guerra y el estallido revolucionario; ya se había ensoñado la invasión de Europa por hordas de africanos bautizados, para restablecer la fe, en inesperada metamorfosis de la visión de Rimbaud. «Grande es la angustia de aquel que despierta. Regresa con justificaciones mínimas y teme la fuerza de su sueño. El expulsado del sueño vaga en el sueño». Solo queda despierto quien no llegó nunca a ser sonámbulo: Huguenau, el heredero del negocio textil familiar (como el propio Broch, irónica contrafigura), timador y parásito, asesino y portavoz de la razón económica, «el primero de esos hombres ordinarios -al decir de Blanchot- que, al amparo de un sistema, van a convertirse sin saberlo siquiera, en burócratas del crimen y contables de la violencia».

Lecturas

– Hermann Broch, Pasenow o el romanticismo, traducción de María Ángeles Grau, Barcelona, Lumen, 1974.
Esch o la anarquía, traducción de María Ángeles Grau, Barcelona, Lumen, 1977.

– Huguenau o el realismo, no figura traductor, Barcelona, Lumen, 1986.

– Elías Canetti, El juego de ojos, traducción de Andrés Sánchez Pascual, Barcelona, Muchnik, 1985.

– Maurice Blanchot, El libro que vendrá, traducción de Pierre de Place, Caracas, Monte Ávila, 1969.

Este texto ha sido publicado en «La sombra del ciprés», suplemento del diario El Norte de Castilla.

Fuente: http://www.periodicodepoesia.unam.mx/index.php/1659-tienda-de-fieltro/4328-no-092-tienda-de-fieltro-los-sonambulos