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Los sonidos del silencio

Fuentes: Rebelión

Érase una vez un país en el que los habitantes pagaban con su vida, la luz, las velas, el carbón, el gas y el aceite que vendían los gobernantes. Al parecer eran bienes muy costosos, pero mientras iluminábamos nuestras noches, aunque pudiéramos perder días, semanas o meses (a veces años) en las mazmorras del estado, […]

Érase una vez un país en el que los habitantes pagaban con su vida, la luz, las velas, el carbón, el gas y el aceite que vendían los gobernantes. Al parecer eran bienes muy costosos, pero mientras iluminábamos nuestras noches, aunque pudiéramos perder días, semanas o meses (a veces años) en las mazmorras del estado, pintábamos, esculpíamos, escribíamos y componíamos miles de obras para repartir alegremente. El intercambio de conocimiento no estaba penalizado.

Tanta fue la lluvia de cuadros, esculturas, libros y canciones, que fue haciéndose la luz y el gris dejó paso al blanco. En ese tiempo se hizo verdad aquello de que, por un día, la libertad salió a la calle, y el poder fue de la imaginación. Después de tres décadas, toda aquella explosión de ensueño contra la mediocridad ha sido anulada por el inefable poder de la mala música, la pésima cultura, la usura, el cine para mentecatos (Balada triste de trompeta), la estafa, el humor para gansos, el PPSOE y las pandemias originadas por virus de origen desconocido, aunque localizadas en Wall Street.

Ese estallido de color y matices impregnó toda una época, un tiempo de esperanza en el que el rojo se movía a ritmo de glam rock, el azul copulaba con el amarillo para dar a luz a los textos de Fernando Márquez o Germán Coppini, el violeta y el turquesa quedaban atrapados en las descargas del pop más infantil, el bermellón y el azul cobalto eran bautizados en una pila cuaresmal con los buenos oficios del anticlericalismo. Otros construían paraísos, Eduardo Haro Ibars era el poeta necesario y la mirada de Alberto García Alix atrapaba los segundos llenos de mil tonalidades. Colores de una vitalidad extrema, de una luz venida desde los confines del oscurantismo, para estallar en un comienzo de libertad balbuciente, que fue tomando cuerpo de ola hasta devenir en sirena complaciente, dispuesta al orgasmo colectivo en un mar de imaginación desbordada. Nada más hermoso que el creador que no espera recompensa.

Aquella fracción tan breve de energía (si utilizamos el símil de Stephen Hawkins) quedó en el universo como una Vía Láctea que recorrer hasta el Nirvana. Un agujero de gamas inéditas que atrapaba al cosmonauta sin cápsula, donde encontrabas miles de seres de otros mundos, de otros orbes, a los que no intimidaba la mirada obscena del huidizo conspirador; personajes angelicales y demoníacos (al fin y al cabo, ángeles rebeldes) de cuyas manos y gargantas nacían himnos generacionales en los que era patente la ausencia de consignas. Y si alguien rijoso o malintencionado quisiera romper el entusiasmo, el común denominador era la proclamación de la alegría de un esbozo de libertad, que en 1984 castró la democracia de Felipe González y Juan Carlos de Borbón, sonrientes ante la tortura y la iniquidad. Nada más repugnante que la sangre derramada inútilmente.

En aquel entonces, el calor desértico no importaba. Los oasis aparecían en cualquier esquina de las ciudades-espejismo, las fuentes eran cataratas y el agua no estaba contaminada. Los viajeros de la caravana cruzaban las dunas lentamente, ingiriendo bebidas espirituosas que mezclaban con hierbas medicinales traídas de lejanos páramos urbanos. Y en esos verdes lugares donde el amor estaba asegurado, no hacía falta la lluvia, la furtiva lágrima del verso social, para sentirse liberado de unas argollas clavadas en un paredón. Sultanes del ritmo, huríes de Birmania, quijotes yeyés, solapados agentes federales y toda suerte de grupos teatrales venían a compartir líquidos. Nada más poético que la humedad.

Y, de pronto, desapareció todo el paisaje. Una goma de borrar inmensa y agresiva, cayó del cielo como impulsada por la mano asesina de la mediocridad. Los oasis fueron tragados por la arena de la violencia; los viajeros huyeron despavoridos y se disfrazaron de vendedores de sexo-quincalla, los artistas abandonaron las plumas, los pinceles, los cinceles y los teclados, para mezclarse entre las huestes invasoras. Nada más patético que un pueblo sin luces, ideas, ilusiones y utopías.

Más de un cuarto de siglo después de la llegada triunfal del Arco Iris, todo ha adquirido un sospechoso aire de aceptación de la miseria. La caravana viajera no aparece matizada con mil esmaltes nunca vistos; los carros y carruajes, carrozas y camellos, están controlados por un sistema GSP que maneja El Gran Eunuco Mental. Hay en este ambiente como una extraña sensación de mutis. Un siniestro espasmo de venganza sobre la libertad.

Y para colmo, ese zumbido, ese intenso y desagradable pitido que sólo puede escucharse cuando las voces se han apagado. Nada más sospechoso que el silencio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.