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Expediente F: ¿Por qué lo llaman deporte cuando quieren decir sexo?

Los trescientos golpes

Fuentes: Rebelión

Sin duda la base de la sociedad espartana estaba en la educación. Se trataba de una educación muy estricta (la llamada agogé) encaminada a lograr la interiorización de unos valores compartidos y la integración en una sociedad eficiente y competitiva que dio finalmente como resultado un sistema dirigido, exclusivamente, a convertir a los espartanos en […]

Sin duda la base de la sociedad espartana estaba en la educación. Se trataba de una educación muy estricta (la llamada agogé) encaminada a lograr la interiorización de unos valores compartidos y la integración en una sociedad eficiente y competitiva que dio finalmente como resultado un sistema dirigido, exclusivamente, a convertir a los espartanos en buenos soldados y a las espartanas en buenas madres. Así, los soldados espartanos podían luchar después por las madres espartanas, y las madres espartanas podían parir a los nuevos soldados espartanos y a las nuevas madres espartanas que volverían luego, por su parte, a defenderse y parirse mutuamente, etc.

La simplicidad de esta sociedad, la austeridad y pureza de sus costumbres pero, sobre todo, la rigidez y eficacia de su sistema educativo, siempre han causado una notable fascinación en aquellos espíritus más sensibles a las tonalidades épicas como son, por ejemplo, los de los sadomasoquistas, los torturadores, los profesores de educación física y los entrenadores deportivos.

Todo aquello que implique un adiestramiento suele tomar como modelo algún aspecto del sistema educativo espartano, especialmente cuando se trata de alcanzar el máximo nivel de rendimiento. Éste sistema se basaba, en efecto, en un método prácticamente infalible: un completo sometimiento a la necesidad -física y moral- del cual sólo había una escapatoria: la obediencia.

Ciertamente la obediencia -a las órdenes de los jefes, a las costumbres de la tribu, y a los mandatos de los dioses- es lo que convierte a un hombre en un buen soldado o en una buena madre -al menos espartano o espartana respectivamente-.

Así, a los niños espartanos se les separaba de sus familias al alcanzar los cinco o siete años y, a partir de entonces pasaban a encargarse de su educación el hambre -se les privaba incluso de los alimentos imprescindibles viéndose obligados a robarlos (y siendo brutalmente castigados, si se les descubría haciéndolo, por su torpeza al dejarse descubrir)-, la guerra -recibían una completa educación paramilitar de la cual el deporte, e incluso la danza y el canto, no eran sino una parte más-, el dolor -se les obligaba a ir rapados, sucios y desnudos, a andar descalzos, a practicar agotadores ejercicios físicos, a someterse a los deseos de sus amantes más mayores (erastas) y a los castigos de cualquier adulto-, y la muerte -muchos de los que no habían sido despeñados ya por la roca Tarpeya, morían después como resultado de las duras condiciones de vida, el agotamiento, o los golpes-. De la mano de estos cuatro maestros pasaban de la infancia a la adolescencia.

Las mujeres espartanas, por su parte, eran educadas con el mismo rigor, si bien, en este caso, para funciones de producción (cocinar, tejer, coser y cantar, etc.), reproducción (realizaban ejercicios físicos para mantenerse sanas, fuertes y fértiles) y represión (los vínculos emocionales de naturaleza filial o erótica no eran socialmente aceptables ya que sólo se podía amar a la tribu, y tampoco estaba bien visto el pudor o cualquier clase de coquetería, ñoñería o melindre -especialmente en lo que respecta a los remilgos a la hora de contribuir a las tareas reproductivas-).

Sólo al alcanzar la edad de quince años se podía escapar de este régimen disciplinario; si bien sólo para entrar en otro, el propio de los adultos.

Las espartanas pasaban a hacerse cargo de sus obligaciones familiares y de las labores propias de su sexo -especialmente relacionadas con la economía doméstica- bajo el estricto control del resto de la sección femenina, y si disfrutaban, aparentemente, de cierta libertad -que en ningún caso redundaba en ninguna participación real en las instituciones tribales- esta se limitaba realmente a poco más que a la de poder exhibir sus piernas (los atenienses las denominaban las fainomérides -«las que enseñan los muslos»- por la supervivencia en su atuendo del peplo arcaico sin coser por los lados)i.

En lo que respecta a los espartanos, estos se veían también, a partir de su entrada en pubertad, envueltos en la competitividad que se fomentaba entre ellos mediante enfrentamientos y combates continuos, y aún entonces seguían expuestos a la humillación y el rechazo social en caso de que permanecieran solteros -y no contribuyesen a la producción de nuevos soldados y madres- o no demostrasen el suficiente arrojo en el campo de batalla -aun cuando su cobardía consistiese únicamente en haber vuelto con vida de él-. El legendario valor de estos guerreros se entiende mejor, en efecto, si se piensa en ese sistemático proceso de embrutecimiento al que eran sometidos desde su niñez, y en la ametralladora social que tenían detrás mientras avanzaban por el campo de batalla.

Un nutrido grupo de siervos (los hilotas) dedicados a las tareas de mantenimiento y sometidos a un régimen de esclavitud por los espartanos garantizaban las condiciones materiales de existencia de la élite aristocrática (formada por los homoioi: los iguales) y ponían así un paisaje adecuado a este encantador cuadro social.

2.

La cerrada y compacta consistencia que la comunidad espartana lograba por medio de esa reducción y esa homogeneización (criaban a sus hijos en común, comían juntos en una mesa comunal, los varones se intercambiaban a las mujeres, y los efebos compartían a sus amados, etc.), tenía su fiel reflejo en las apretadas falanges con las que los soldados espartanos barrían a sus enemigos del terreno. Las homéricas hazañas individuales estaban prohibidas por el reglamento, y cada soldado debía atacar mientras defendía con su escudo el flanco de un amiguito que protegía, a su vez, de la misma manera, el de su vecino, etc., como si todos ellos no fuesen más que un mismo hombre distribuido de forma fraccionaria. Del mismo modo, las mujeres espartanas podían parir, indistintamente, al hijo o hija de su propio marido o al de cualquier otro de los miembros de la falange, y podían criar y educar a suyos o a los de sus vecinas y amigas, dando capones o mordiendo en el pulgar a diestro y siniestro a cualquier creatura que se pasara un poco de la raya, y convirtiéndose todas en una sola madre con un ojo en cada esquina y una zapatilla para sacudir traseros en cada mano. Todo el ejército funcionaba como una misma máquina de guerra, y todo el poblado actuaba a modo de dispositivo de control parental panóptico de cuya vigilancia no era posible escapar y cuyo castigo en caso de infracción era tan seguro como si se tratara del cumplimiento de una ley de la naturaleza.

Gracias a esta simplificación y militarización de la existencia llegó a hacerse realidad aquella Esparta que soñaba Licurgo -el legislador espartano responsable de este ordenamiento que se conocía como «La Gran Retra» (aludiendo quizás al carácter inequívocamente «retro» que debía tener la cosa incluso para el siglo VII a. C.)-. El gran ideal licúrgico era, ante todo, el de la igualdad: la igualdad ante la necesidad.

Es casi imposible sobreestimar los logros obtenidos por la sociedad espartana. Por poner sólo algunos ejemplos: de los 81 ganadores conocidos en los Juegos Olímpicos, entre el año 720 y el 576 a.C., 46 son espartanos. Teniendo en cuenta que en los juegos llegaron a participar prácticamente todas las ciudades relevantes de Grecia no cabe duda de que el rendimiento de los atletas espartanos fue excepcional -incluso teniendo en cuenta su grado de profesionalidad, que hacía que la cosa fuera como comparar a Paquillo Fernández con un simple aficionado como el ateniense Filípides que cayó muerto después de correr el maratón tras la batalla del mismo nombre-. Sólo en las carreras a pie, de los 36 ganadores que se conocen, 21 eran espartanos. Incluso la primera atleta olímpica fue una espartana: Cinisca, la hermana del rey Agelisao, que ganó de calle en su primera actuación la carrera de carros tirados por cuatro caballosii.

Sin embargo, también es posible que los nombres de los atletas espartanos sean tan recordados gracias a la gran afición que tenían detrás. Todo el mundo sabe lo que una buena afición puede hacer por su equipo y de que manera convierte a sus preferidos en auténticos héroes. En el caso de los espartanos esto era literal, ya que los ganadores olímpicos pasaban a ser considerados héroes tras su muerte, sus nombres eran escritos en los sitios públicos, los poetas les dedicaban odas (normalmente previo pago de su importe) y obtenían el privilegio de luchar en la guerra al lado del Rey.

A decir verdad ése era el único premio que obtenían: los laureles. Sin embargo, el significado simbólico de éstos llegó a ser tan grande que a principios del siglo V a.C. se le erigió una estatua en el santuario de Olimpia a la competitividad (la lucha: agón). En ella la aparecía sosteniendo unas pesas en el aire -esfuerzo vano donde los haya cuando se dispone de estanterías-. La diosa de la victoria (niké), y las alas con las que ayuda a quien la obtiene a remontarse por encima de las nieblas del tiempo, llegó a encarnar ese espíritu olímpico gracias al cual la guerra podía ser reproducida en tiempos de paz, e incluso en tiempos de guerra, ya que si bien en los primeros juegos olímpicos las guerras entre las diferentes tribus de Grecia se suspendían al llegar aquellos, en el año 480 a.C., mientras el bravo Leónidas se batía con sus trescientos en el desfiladero de las Termópilas, los demás griegos participaban en los septuagésimo quintos Juegos Olímpicos con abundante regocijo y con gran éxito de crítica y público.

3.

No cabe duda de que este áspero y exigente espíritu espartano de sometimiento a la naturaleza y a la necesidad para encontrar en ellas la medida del propio valor, sigue constituyendo un referente con el que aún hoy se identifican muchos individuos pertenecientes, incluso, a nuestra propia especie.

No resulta difícil de entender el hecho de que a una identidad que se adquiere después de tantos sufrimientos le sea atribuida luego -incluso por parte de aquellos mismos sujetos que se ha visto sometidos a ese proceso de modelado a martillazos- un valor proporcional al sacrificio que ha sido necesario realizar para alcanzarla. Esa es, en efecto, la esencia de todos los ritos iniciáticos mediante los cuales se reproduce -gracias a la inversión de capital sacrificial realizada por el propio inciado- el valor -o el plusvalor- simbólico de la identidad misma que se adquiere a través del rito, un valor que resulta ser así tan imaginario, tan especulativo, y tan imposible de convertir en efectivo como el de las viviendas hipotecadas españolas.

De este fenómeno pueden observarse, en efecto, aún hoy, interesantes ejemplos en el ámbito de las prácticas deportivas, las cuales son ya casi las únicas que permanecen enteramente diferenciadas por sexos, y donde se permiten aún manifestaciones de carácter identitario y excluyente que se considerarían impresentables en cualesquiera otros. Las funciones que siguen desempeñando las prácticas deportivas, y la exhibición de los resultados corporales de las mismas, como factor de diferenciación y reconocimiento en los ritos de apareamiento de los adolescentes son tan notables como las que despeñan, posteriormente, estos espectáculos en las rutinas de socialización de los individuos legalmente adultos -especialmente varones-.

El papel jugado por el deporte como refugio de las identidades genéricas, nacionales, o de clase social está directamente relacionado con su capacidad para escenificarlas a todas ellas como diferencias en su oposición con otras identidades idénticamente constituidas, y de presentarlas bajo la forma de un enfrentamiento directo, de una lucha en la que se puede ganar o perder (al menos simbólico-ritualmente) de forma clara e indiscutible, pudiéndose alcanzar así una catarsis y quedando el conflicto diluido en una mera efusión políticamente inoperante.

La victoria justifica y hace olvidar cualquier sufrimiento convirtiéndolo en el precio que ha habido que pagar por ella, y el mecanismo compensatorio es igual de efectivo aunque ese sacrificio sea tan ajeno a la victoria misma como lo es el que diariamente lleva a cabo, a lo largo de sus ocho horas, el mecánico que anima al Rayo o el oficinista que lanza maldiciones mientras ve el Tour. Cuando se trata de practicar deportes, los hombres de sexo masculino siguen, con frecuencia, corriendo más deprisa, saltando más alto y dando golpes más fuertes que los de sexo femenino, y es ahí donde muchos de ellos siguen creyendo ganar la batalla de los sexos.

En general, el ánimo con el que se afrontan estas prácticas a nivel social no puede resumirse mejor que con esa sobriedad con la que aparece recogido -dando con ello ejemplo de otra de las proverbiales virtudes de los espartanos o laconios: el «laconismo»- en los eslóganes publicitarios de prendas, complementos y accesorios deportivos; y de manera magistral en los de la marca de las marcas: Nike.

Después de la magnífica campaña diseñada para Nike por Wieden & Kennedy para la Sansilvestre Vallecana con el eslogan «¿Sufres más cuando corres, o cuando no sales a correr?» -en la que podían verse bonitas imágenes de personas vomitando, asfixiándose, sufriendo calambres, y desplomándose como consecuencia de sus intentos de imitar las hazañas de Filípides (todas ellas acompañadas de una decoración de esparadrapos y manchas de sangre, sudor y otras secreciones orgánicas)-, o de aquella otra en la que aparecían gentes aparentemente normales practicando deportes al aire libre en condiciones climatológicas absurdas junto con el mensaje: «Dicen que estás loco(a) pero son ellos los que están encerrados», ahora puede verse otra con eslóganes tan aptos para el gusto espartano como: «Nadie entrena para ser el segundo» o «Entrenar es duro pero necesario, necesario para ser duro»iii.

Acompañando a estos mensajes aparecen, en esta ocasión, distintos varones -presumiblemente deportistas de éxito- en actitud enérgica que avanzan sobre una cancha hacia la luz desde un fondo completamente oscuro -como si trataran de arrancarse a las sombras del olvido que cubren en el Hades a aquellos cuyas hazañas no recuerdan los vivosiv-. Las mujeres por su parte han desaparecido ya prácticamente de las campaña de Nike desde aquella de 2003 en la que se mostraban distintas piezas suyas -como una bonita espalda, un bello torso, un hermoso culito, etc.- y se las instaba a cuidar más de su cuerpo para estar más monas. De hecho la rima ni siquiera se puede hacer si de lo que se trata es de ser «dura» en lugar de «duro».

Ese entusiasmante sometimiento a la naturaleza y a la necesidad tal y como éstas se nos imponen a través de los sufrimientos a los que sometemos a nuestros propios cuerpos -y que tan claramente representan las actividades deportivas agónicas-, y ese espíritu de obediencia incondicional a las exigencias que estas prácticas nos imponen -por arbitrarias y absurdas que sean-, quedan magníficamente expresadas, en efecto, por el lema de la empresa en cuestión -que parece redactado por la mismísima Venus de las Pieles-: «Just do it«. 

4.

Sin embargo, llama todavía más la atención, por su personalización y su acumulativa movilización de recursos identitarios, la última campaña lanzada por la misma marca con ocasión de un torneo de baloncesto (igual podían haber sido, obviamente, unas Olimpiadas o unos juegos florales), y con el eslogan «Ser español (lo mismo podía haber sido «ser espartano» o «ser persa» o «ser griego») ya no es una excusa. Es una responsabilidad» -un mensaje seguramente inspirado en las pintadas de algún grupo neonazi-. En una de las imágenes de la campaña, un hombre varón -probablemente un encestador profesionalv– imita el grito fiero de Leónidas en la película 300 de Zack Snyder mientras señala directamente al espectador (la espectadora, obviamente ha pasado ya de largo puesto que raramente se considera a sí misma «español»)vi.

Detrás de este individuo melenudo (decía el legislador espartano Licurgo que la melena hace más guapos a los guapos y más temibles a los feosvii) aparecen otros miembros de la falange posando en actitud de raperos. La imagen está distorsionada para aparentar una especie de grafiti o un dibujo de cómic -e incluso recuerda algo a los dibujos rudos y nudosos del cómic 300 de Frank Miller (en el que se inspira la película del mismo título y también unos capítulos de un famoso libro de Herodoto)-. Detrás aparece un fondo de manchurrones de un color rojo sanginolento lleno de salpicaduras y cuajarones diversos del mismo color. El fondo evoca, quizás, el estado en que debieron quedar las paredes del desfiladero de las Piletas Térmicas tras la batalla definitivaviii.

Este espíritu nacionalista-europeísta-occidentalista-agónico-identitario-viril que sitúa aún su pila de bautismo (de sangre) en las Termópilas, puede verse también claramente reflejado en otras campañas publicitarias aparecidas con ocasión del mismo torneo como la de Adidas («Unidos venceremos»), o la lanzada por los propios organizadores del evento, en la que aparecen encestadores varios vestidos con cotas de malla y espadones a juego y el lema «La corona de Europa está en liza».

El esfuerzo, el sacrificio, la resistencia al dolor, el espíritu de equipo, los desfiles triunfales e incluso las apoteosis de consagración de los héroes, parecen reservados hoy sólo para los deportistas -recuérdese el reciente caso del jugador del Sevilla caído en el campo de juego-. Pero no ha de perderse la esperanza de que regresen algún día, de nuevo, al campo de batalla real, quizás de la mano del austero general Petreus y de sus futuros encuentros con los persas -puede que hasta benditas en latín por el romano pontífice (ya se sabe aquello de «Tu es Petreus et super hanc petram …» etc.)-.

Sin embargo, es una lástima que, en tiempos de paz (o, más bien, de pax, que no es exactamente lo mismo), hasta los más épicos afanes queden reducidos a unas manifestaciones, a menudo, tan ridículas como las que pueden verse hoy en día en los alrededores de los estadios deportivos.

También ocurrió, según parece, durante la Pax Romana impuesta por el Imperio, que en la ciudad de Esparta, convertida ya «en un poblachón sin importancia de la provincia romana de Acaya», siguieron celebrándose las ceremonias de iniciación en el santuario de Artemisa Ortia, si bien ya «a manera de novatadas», pudiéndose ver allí espectáculos tales como «combates rituales disputándose pilas de quesos colocados sobre los altares» o siendo posible asistir al «sádico ritual de la dimastígosis, en la que a los niños, desnudos y al sol, se les flagela incluso hasta la muerte, ante las ávidas miradas de los espectadores, venidos de toda Grecia». El valor educativo y de formación del espíritu nacional y sexual de este tipo de espectáculos queda fuera de toda duda y es, incomparablemente mayor que el de cualquier posible asignatura específica que quiera impartirse en la educación secundaria hoy en día.

 

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i Aunque las mujeres espartanas no estaban tan sometidas como lo estaban, por ejemplo, las atenienses (que tenían limitada su libertad de movimiento, eran, prácticamente, propiedad de sus maridos y tenían un estatuto que era, durante toda su vida, el mismo que el de los niños), y por más que llegase a disfrutar, incluso, de algunas libertades significativas (como la de tener propiedades, hablar en los lugares públicos, o competir en las actividades gimnásticas con los varones), carecieron, en todo momento, de cualquier derecho político, del acceso a cualquier cargo y de la posibilidad de formar parte del ejército. Se trata de derechos de los que, en aquel mismo momento, sí disfrutaban, por ejemplo, las mujeres persas. Por otra parte, la naturaleza de la fuente de que brotaban estas libertades puede verse claramente incluso en la famosa anécdota recogida por Plutarco relativa a la reina Gorgo, esposa de Leónidas, quien ante la sorpresa de una forastera por la independencia de la que gozaban las espartanas respecto de los varones le respondió: «También nosotras solas parimos a los hombres». Era, por tanto, también en su calidad de madres -no de hombres o de ciudadanas-, como accedían a esas libertades.

ii La participación de Cinisca es atribuida, no obstante, por las fuentes clásicas, más que a un intento de elevar el estatus de la mujer al deseo del rey de demostrar lo despreciables que resultaban ese tipo de competiciones hípicas en las cuales el triunfo dependía más de la calidad de los animales que de la de los aurigas, y en las que incluso una mujer podía resultar vencedar.

iii Obviamente no se aclara para qué es necesario ser duro en una sociedad en la que raramente se tendrán ocasiones de combatir con otros hoplitas. Debe ser que va de suyo.

iv El conocido logotipo de Nike diseñado en 1971 por Carolyn Davidson representa, precisamente, las alas de la diosa de la victoria.

v Podría tratarse de un tal Gasoil.

vi El anuncio reproduce de este modo la imagen del tan imitado cartel de reclutamiento protagonizado por el bigotudo Lord Kitchener durante la Primera Guerra Mundial -aquel al que acompañaba el texto: «YOUR COUNTRY NEEDS YOU»-. Durante la Segunda Guerra Mundial el lugar de Lord Kitchner fue ocupado por el Tío Sam.

vii El individuo en cuestión cae, obviamente, más próximo al segundo caso.

viii Quienes hayan visto la película sabrán que aquella batalla consistió en una serie de pantallas que tuvieron que ir siendo superadas por los 300 espartanos en cuestión -que jugaban en falange o en red (como se diría ahora)- a base de masacrar a sucesivas hordas de enemigos cada vez más grandes, más gordos y más malos -como en el modelo clásico del videojuego de toda la vida al que se conoce, precisamente, como «Arcade»-. Los lacedemonios fueron pasando allí una especie de fases de clasificación eliminatorias con bastante fortuna hasta caer, finalmente, derrotados en la final.

Uno de los efectos visuales más llamativos de la película Snyder eran, precisamente, los hermosos salpicones de sangre que liaban los espartanos a medida que iban acuchillando, destripando o descabezando persas, y que casi parecían capaces de empapar a los espectadores y espectadoras desprevenidos después de hacer sus piruetas y volantines sobre la pantalla, como en los buenos combates de boxeo.