El fotógrafo iraquí Latif Al-Ani pasó años de su vida buscando las luces de Bagdad, los signos del nuevo Iraq que había surgido del reparto colonial del viejo imperio otomano tras la gran guerra y que buscaba su desarrollo con la república de 1958. Había nacido en Kerbala, en 1932, y murió hace unos meses en Bagdad, en noviembre de 2021, con ochenta y nueve años. Vivió el nacimiento del moderno Iraq y, al final de su vida, la degollina que desató Estados Unidos en su país. Hace más de medio siglo, Latif Al-Ani era un afamado fotógrafo de Bagdad y su nombre era conocido en Europa.
Después, fue olvidado. En su vejez, todavía tuvo que padecer otra desgracia mayor que el olvido: en abril de 2003, Estados Unidos invadió Iraq, justificando la guerra con mentiras; bombardeó Bagdad, destruyó los archivos nacionales, la Biblioteca Nacional, el Museo Nacional; y el archivo del Ministerio de Cultura con las fotografías de Latif Al-Ani desapareció ese año en el caos desatado por la invasión y la guerra. Ahl al-Naft, la revista de la Iraq Petroleum Company donde participó, se ha perdido, como la publicación del ministerio de Cultura, New Iraq, que Al-Ani dirigió, en el desorden y los saqueos que permitieron las tropas estadounidenses. Latif hizo muchas fotografías a lo largo de su vida, pero la mayoría se extraviaron en la guerra; las que se conservan son imágenes de los años cincuenta y sesenta, sobre todo de Bagdad, pero también de otras regiones del país, como las que captó en los yacimientos arqueológicos de Babilonia y Ctesifonte.
Tres años antes de la ocupación estadounidense de Iraq que destruyó la memoria del país, llegaron al archivo beirutí de la Arab Image Foundation unas dos mil fotografías de Latif Al-Ani que el fotógrafo había clasificado antes. Como si a Al-Ani le persiguiera la desgracia, la terrible explosión de tres mil toneladas de nitrato de amonio que devastó el puerto de Beirut el 4 de agosto de 2020 estuvo a punto de volar también la Arab Image Foundation, donde se guardan tesoros de la fotografía y de la historia de Oriente Medio. Por fortuna, el archivo se salvó. Al-Ani cayó en el olvido, aunque en sus últimos años y gracias a sus propios archivos una parte de su obra pudo verse de nuevo: en la Bienal de Venecia en 2015; y en Sharjah, en los Emiratos Árabes Unidos, en 2018.
Como si hubiera unido su destino a la tierra, el mismo año del nacimiento de Al-Ani la Sociedad de Naciones reconoció a Iraq. No por ello alcanzó la libertad: Gran Bretaña había inventado el país y Londres siguió controlando la vieja Mesopotamia, aunque el nacimiento del panarabismo y, tras la Segunda Guerra Mundial, la aparición de corrientes socialistas moderadas como el baazismo y el nasserismo dotarían de un programa de acción y un proyecto de modernización al Iraq republicano que tuvo en Abdul Karim Qássim su más destacado dirigente. La monarquía impuesta por Churchill en la figura de Faisal, a quien sucedió su hijo Gazi y el último monarca, el nieto Faisal II, estuvo siempre bajo el control británico, aunque algunas fuentes creen que las inclinaciones arabistas de Gazi explican su sospechosa y temprana muerte cuando solo tenía veintisiete años. Faisal II y su tío Abd al-Ilah, que fue regente durante la mayor parte del reinado de su sobrino, fueron asesinados por un militar tras rendirse durante el golpe de Estado de Abdul Karim Qássim. La monarquía persiguió con crueldad al Partido Comunista iraquí: el secretario general, Yusuf Salmán, el célebre camarada Fahd, fue encarcelado en la siniestra Abu Ghraib (la misma prisión que utilizaron los estadounidenses como centro de tortura y exterminio tras la invasión de 2003) y después ahorcado públicamente en la plaza bagdadí de Al-Karj en febrero de 1949. La represión llegó al extremo de que a los militantes comunistas les retiraban la nacionalidad: pasaban a ser apátridas. La república iraquí proclamada en julio de 1958 fue un giro trascendental: no solo acabó con la monarquía hachemita impuesta por los británicos, también inició el desarrollo de orientación socialista, que llevó incluso a la nacionalización de la industria petrolera en 1972, hasta entonces en manos de británicos, franceses y holandeses.
Al-Ani trabajaba en una pequeña imprenta de su familia; hacia 1947 aprende fotografía en el taller de un judío iraquí situado en la calle Al-Mutanabbi, al tiempo que ingresa en un grupo de teatro aficionado. Su primera cámara fue una Kodak compacta; después, trajina con una Rolleiflex, toma escenas en blanco y negro. En 1953, con poco más de veinte años, ingresa gracias a un amigo suyo en el departamento de fotografía de la Iraq Petroleum Company, IPC, que había sido creado dos años antes por el británico Jack Percival. La IPC se fundó en 1929, con sede en Londres: los ingleses se apoderaron durante décadas de la riqueza petrolera de Iraq hasta que en 1972, el gobierno baazista de Ahmed Hasán al-Bakr (que se había acercado a Nasser, a la República Democrática Alemana y a la Unión Soviética, con quien firmó un Tratado de Amistad) nacionalizó la compañía. Al-Bakr nombró incluso dos ministros comunistas.
Percival le enseñó a Al-Ani a utilizar la cámara, a revelar los negativos, a seleccionar la imagen. En su nueva función, debía tomar escenas del desarollo iraquí para publicarlas en la revista mensual de la compañía, Ahl al-Naft (Gente del Petróleo), acompañando a Percival en muchos de sus viajes por el país y por Oriente Medio. En 1954, Al-Ani hizo un reportaje fotográfico de Faisal II, que tenía en ese momento diecinueve años y hacía solo uno que había sido proclamado rey, aunque seguía tutelado por su tío Abd al-Ilah y por el primer ministro Nuri al-Said, un hombre de Londres.
En esos años cincuenta se construye una parte de las infraestructuras del país, que se impulsarán aún más con la proclamación de la república en julio de 1958, y que fueron acompañadas de un ambicioso plan de educación que cambió por completo el precario y casi inexistente sistema educativo anterior. Con la revolución de julio, Al-Ani asume una función más importante: el control del rostro que el país enseñaría al mundo con las fotografías y los documentales. En 1960, trabaja ya en el Ministerio de Cultura y se encarga de todas las imágenes que publican las revistas oficiales, que se imprimen en árabe, kurdo y turkmeno, y también en inglés y francés. Así, Latif fotografía por encargo de la Iraq Petroleum Company las nuevas presas, puentes, instalaciones petroleras, aunque también captura imágenes del pasado de Mesopotamia. Trabaja tanto para la IPC como para el ministerio de Planificación y para la agencia Iraqi News que había fundado Abdul Karim Qássim en 1959. El rápido desarrollo impulsa la construcción de pantanos para la agricultura, vías férreas, la electrificación, la apertura de hospitales y escuelas: Al-Ani quiere mostrar la modernización de Iraq. Latif documenta esa agitación desde la calle y también tomando imágenes desde aviones y helicópteros facilitados por el ejército o alquilados por la Iraq Petroleum. «Hice fotografías por todo Iraq, de norte a sur, imágenes de la artesanía popular, la vida cotidiana, la industria, la educación», contó él mismo en 2012, seguro de que «tenía el deber de mostrar Iraq». Buscaba la belleza de la imagen, las luces de Bagdad, y no se preocupaba por la política, según dijo él mismo, aunque el país estaba en ebullición.
En febrero de 1963, Abdul Karim Qássim es derrocado por los baazistas coaligados con grupos nacionalistas y con el ejército, que ejecutan al primer ministro e inician una feroz persecución contra el Partido Comunista iraquí que causará miles de muertos entre sus militantes. Los baazistas apenas saborean su victoria: nueve meses después, en noviembre de 1963, los nasseristas protagonizan otro golpe de Estado y los declaran ilegales. Ese año, Latif viaja a Estados Unidos, donde se presentó su trabajo en una exposición, Faces and Facets of Iraq, que recorrió Los Angeles, San Francisco y Washington. Al año siguiente, visita Jordania, Egipto, Líbano e Irán donde se exhiben sus fotografías de Estados Unidos. Latif Al-Ani viajó también a la República Democrática Alemana en 1965, invitado por el gobierno de Willi Stoph, y expuso sus fotografías en el Festival de Berlín. En medio de la frecuente inestabilidad política y de los enfrentamientos entre distintas expresiones del panarabismo, estaban construyendo el nuevo Iraq, aunque el destino reservado para el país por el imperialismo estadounidense sería cruel e implacable. Son los años en que el centro de Bagdad, las calles Al Rashid y Al-Mutanabbi concentraban la vida elegante y los cafés, como el Shahbandar, que todavía existe.
La vieja Bagdad se recogía en barrios tradicionales donde, pese a la incipiente modernización, la influencia de los predicadores islamistas imponía las costumbres e incluso la vestimenta entre chiítas, sunnitas y kurdos, y la vida se vertía en las callejuelas de casas otomanas de madera, en mercados de soportales, mezquitas como sortijas, trastiendas para el té y tenduchas dormidas junto al Tigris en una maraña urbana que se derramaba abrumada por la geografía de la tierra y el polvo, desde los aledaños de la Kadhimiya hasta el gran meandro del río en la isla de Um Al-Janzir. Pero la república de julio inaugura barrios modernos: la nueva Bagdad crecía con las edificaciones del arquitecto griego Constantinos Doxiadis, cuyo estudio trabajaba para muchos países de Oriente Medio y diseñó en esos años la nueva capital pakistaní, Islamabad, situada junto a Rawalpindi. En 1961 se construye la plaza Tahrir, con el Jardín Ummah y el monumento Nasb al-Hurriyah, un homenaje a la libertad y la nueva república, con influencias de Picasso, que fue diseñado por Rifat Chadirji y Yawad Salim. Trabajando en medios oficiales, Latif estaba obligado a mostrar los nuevos logros del país, el rostro de un Iraq esperanzado que trabajaba intensamente en su desarrollo, obviando la difícil situación de los barrios y regiones más pobres que todavía no habían superado la postración de los años otomanos y de la colonia británica, aunque la república desarrolla planes de desarrollo de las ciudades e impulsa una reforma agraria para mejorar la vida de los campesinos.
Al-Ani quiere mostrar ese nuevo país que surge. De esos años, destacan sus fotografías de turistas ricos, los únicos que podían permitirse viajar por Oriente Medio en los años sesenta, como la pareja que en 1964 mira a un músico callejero ante las ruinas del Taq Kasra en la antigua Ctesifonte, y la mujer que en 1961 posa con su traje de chaqueta blanco ante la muralla de Babilonia, en un reportaje de Babel Films, una compañía británica que organizaba el turismo de personas adineradas a Oriente Medio. Pero el Iraq moderno no olvida sus raíces, y Latif fotografía los restos de las culturas milenarias, sumeria, babilónica, los abásidas, que contrastan con otras imágenes donde surgen figuras de mujeres iraquíes ataviadas con hiyabs negros, o las escenas de festejos populares como la Eid al-Umma, la fiesta nacional iraquí en el Bagdad de 1961, donde retrata a unas niñas subidas a una carroza que transporta una gran flor, rodeadas por la muchedumbre festiva. También registra las calles que guardaban la historia de Iraq, como esas casas de Basora, con los balcones de madera del siglo XVI, shanashil, que fotografía en una fecha indeterminada; o capta un día plácido y soleado en la moderna plaza Tahrir, y las calles con soportales de Bagdad, en 1961. Prefirió capturar el Iraq moderno, aunque también surgía a veces la vida sencilla, las escenas cotidianas, como esas mujeres que compran en una tienda bagdadí en 1963, con ropas semejantes a las europeas de la época.
Al-Ani era un hombre singular que vivió en tiempos convulsos, atravesando dos guerras, una con Irán y otra con Estados Unidos; después, la desolación y la penuria por las inhumanas sanciones impuestas al gobierno de Sadam Hussein, y finalmente otra guerra con Estados Unidos y la invasión del país en 2003. Sin embargo, no fotografió las consecuencias de la guerra y la posterior ocupación, como si hubiera perdido el interés por su país. De hecho, en 1977 dejó de fotografiar Iraq y se fue a vivir en Kuwait hasta 1982, y ya no documentaría los estragos de la guerra con el Irán de Jomeini, ni la devastación de los bombardeos estadounidenses y de la ocupación posterior. Por eso, sus fotografías muestran un país que no parece el suyo, si atendemos a las imágenes de destrucción con que se asocia Iraq en nuestros días.
El Iraq de Sadam Hussein, azuzado por Estados Unidos, desató la devastadora guerra con Irán entre 1980 y 1988, y cuando el país no se había recuperado aún de sus heridas llegó la hora de la agresión estadounidense, que se inicia con la guerra de 1991, sigue con las criminales sanciones que destruyeron a toda una generación de iraquíes, y finalmente con la invasión de 2003 que se prolongaría en una ocupación militar que duró casi dos décadas y finalizó en diciembre de 2021, aunque hoy siguen acantonadas tropas del Pentágono con la excusa de que adiestran al ejército iraquí.
En 2002, un año antes de la invasión, los funcionarios del Pentágono ya sabían que habría guerra en Iraq. Trabajaban en múltiples planes y contingencias, pero ningún organismo planificaba la protección del patrimonio cultural e histórico iraquí, pese a que responsables del Metropolitan Museum de Nueva York hicieron gestiones ante el Departamento de Estado y el Pentágono para conocer los programas de custodia y conservación que hubiesen elaborado: no había nada preparado. También el Archaeological Institute of America, AIA, hizo trámites, que fueron ignorados por los militares.
Tras el diluvio de bombas lanzadas sobre Bagdad, los archivos, edificios oficiales, la Biblioteca Nacional, el Museo de Iraq, la INLA (Iraq National Library and Archive), Archivo de Iraq, todos fueron saqueados y robados. Saad Eskander, un académico kurdo iraquí, volvió a su ciudad, Bagdad, en 2003 para dirigir la Biblioteca Nacional, y escribió un diario (que iba publicando en la web de la British Library) en 2006 y 2007 donde describe el caos bajo la ocupación, los atentados de coches bomba, tiroteos, asesinatos en la calle, los empleados de la biblioteca que mueren, explosiones en la calle Al-Mutanabbi, sede de viejos cafés y librerías que tiene la estatua del poeta al pie del embarcadero del Tigris y junto al café Shahbandar. Los funcionarios iraquíes que estaban al frente de archivos y museos, pidieron ayuda a las tropas norteamericanas para evitar los saqueos, pero estas se negaron a protegerlos, y muchos militares estadounidenses participaron en el comercio sucio, el pillaje y el robo, que llegó al extremo de que en las bases establecidas por el ejército norteamericano en Iraq se organizaron mercados donde vendían piezas artísticas saqueadas. Más de medio millón de valiosas obras desaparecieron, lubricando el mercado negro, los intermediarios de Oriente Medio, para llegar después a marchantes corruptos y coleccionistas occidentales: frisos de Nínive llegaron a Gran Bretaña, y otras piezas fueron a parar a las instituciones y museos estadounidenses. Los ladrones y sus cómplices consiguieron, durante años, ganar decenas de millones de dólares.
El Museo Nacional de Arte Moderno de Bagdad fue saqueado y miles de obras de arte desaparecieron, ante la mirada de las tropas norteamericanas. Estados Unidos destruyó una parte de la memoria de Iraq y de Oriente Medio, arruinó restos arqueológicos, dejó que expoliaran archivos y robó documentación. También desaparecieron decenas de miles de libros, archivos de fotografías, mapas, y los soldados estadounidenses y polacos contribuyeron a destruir yacimientos arqueológicos: llegaron a entrar con carros de combate en las ruinas de Babilonia. El pavimento de Babilonia, de 2.600 años de antigüedad, fue destruido por el paso de los tanques estadounidenses, que instalaron allí una base militar. Arrasaron los ladrillos de la época de Nabucodonosor II, y la ignorancia de los militares llegó al delirio, llevando con ellos el desdén por una cultura milenaria, la incompetencia y el desinterés por el pasado de Mesopotamia. Hasta el British Museum criticó después la increíble desidia de las tropas norteamericanas: John Curtis, un responsable del departamento de Oriente Próximo del museo, viajó a Iraq a petición de los iraquíes para examinar qué había pasado en Babilonia.
Las tropas norteamericanas confiscaron más de cien millones de documentos de todas las épocas, y se llevaron a Washington el archivo y la importante documentación de los judíos iraquíes. Otro importante archivo del Partido Baaz Árabe Socialista fue robado y trasladado al Instituto Hoover de la Universidad de Stanford, cerca de San Francisco, en California. Otros importantes fondos llegaraon al Pentágono y a la CIA. Las bombas no solo destruyeron las ciudades iraquíes: pretendían también matar la memoria, levantar de nuevo la historia de los pueblos de Oriente Medio, porque tras ellas se apresuraron los grandes medios de comunicación, las fundaciones, las universidades occidentales, que trabajan e investigan con el dinero sucio facilitado por los gobiernos que quieren escribir la historia a su medida.
Después, continuó la sistemática destrucción del país, las matanzas impunes, los bombardeos sobre la población civil, la comisión de crímenes de guerra, las torturas en la cárcel de Abu Graib; las violaciones, como la que documentó el Creciente Rojo iraquí en Tal Afar, donde el 16 de octubre de 2005 los soldados estadounidenses violaron a las mujeres en sus propias casas: cada mujer fue forzada por varios soldados, uno tras otro, en una secuencia de horror que llevó a la muerte al menos a una de las víctimas. Llegó la contaminación con uranio empobrecido, que denunció Scott Peterson, los asesinatos, las matanzas en las carreteras a la menor sospecha, las cacerías de seres humanos perpetradas por los mercenarios que el Pentágono contrató para aterrorizar a los iraquíes. Por todo Iraq se sucedieron los crímenes: el 14 de octubre de 2004, Kasim Abdelsattar al-Yumaili, envió una carta al secretario general de la ONU, Kofi Annan, en nombre del sindicato de maestros y de otras asociaciones de Faluya, pidiendo el amparo de las Naciones Unidas: «En este momento, mientras le escribimos, las fuerzas estadounidenses están perpetrando esos crímenes en la ciudad de Faluya. Los aviones de guerra de Estados Unidos están lanzando las más potentes bombas contra la población civil de la ciudad, asesinando e hiriendo a centenares de personas inocentes. […] Como usted sabe, no hay presencia militar en la ciudad.» En su carta, Kasim Abdelsattar al-Yumaili explicaba la razón de la ferocidad del ejército estadounidense: «Simplemente, no dimos la bienvenida a las fuerzas de ocupación.» Aquella democracia y libertad que habían llevado los estadounidenses a la vieja Mesopotamia estaba degollando a los iraquíes. Finalmente, en noviembre de 2004, Estados Unidos lanzó el asalto a Faluya; miles de iraquíes murieron bajo los bombardeos, pero para el mando estadounidense esas muertes estaban justificadas: poco antes de atacar la ciudad, el coronel Gary Brandl, que mandaba las fuerzas de marines, declaró a los periodistas: «El enemigo tiene rostro: el de Satanás. Está en Faluya y vamos a destruirlo.»
El 1 de mayo de 2003, el presidente estadounidense George W. Bush se mostró exultante en la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln, mientras se dirigía a los soldados en formación. A su espalda, una pancarta indicaba: Mission accomplished. Misión cumplida. La fotografía dio la vuelta al mundo, pero era otra mentira más, porque la guerra y las matanzas continuaron: como la que, dos años después, el 20 de octubre de 2005, acabó con un niño de nueve años, Mohamad Jabir, asesinado por un francotirador estadounidense en la puerta de su casa, en Al-Qaim. La prensa internacional ni siquiera mostró las lágrimas desconsoladas de su padre.
Latif Al-Ani vio cómo se truncaba el desarrollo de su país y, al final de su vida, la plaga bíblica que Estados Unidos desató en Iraq. Pero entonces ya no hacía fotografías, aunque las tropas de ocupación estadounidenses utilizaron una suya: imprimieron un billete de veinticinco mil dinares con la imagen de una campesina que había retratado muchos años atrás. El negativo, como buena parte de su obra, desapareció también en la invasión de 2003. Las luces de Bagdad que quiso mostrar el joven Latif ya se habían apagado, y todo Iraq era un páramo de cementerios. La realidad de un país que se desarrollaba y trabajaba por el futuro que mostraban sus imágenes, se tornó la irrealidad de una Bagdad calcinada por las bombas, que veía la destrucción de sus esperanzas; que sentía la rabia ante la sanguijuela fría de la ocupación militar, de los cadáveres lanzados al Tigris, de los niños hambrientos derramando lágrimas entre carceleros. Si la turista norteamericana retratada por Al-Ani que posaba en 1964 ante las ruinas de Ctesifonte aventuraba la modernidad frente a la tradición del iraquí sentado a sus pies tocando un viejo instrumento musical, las huellas de los blindados estadounidenses y polacos en el yacimiento arqueológico de la vieja Babilonia señalaban el destino de un Iraq preso de los traficantes de la muerte, como el propio Latif pudo contemplar en su vejez en la melancolía de un Bagdad oscuro, sin luz, prisionero de los atentados terroristas y de los mercenarios estadounidenses.
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