En Dili, la capital de Timor Oriental, ese país que solo aparece en los medios de comunicación cuando es objeto de las ambiciones de sus vecinos -Australia o Indonesia- por sus recursos naturales o cuando es sacudido por la guerra -como cuando entre sangre y fuego alcanzó la independencia frente a la brutal represión indonesia-, […]
En Dili, la capital de Timor Oriental, ese país que solo aparece en los medios de comunicación cuando es objeto de las ambiciones de sus vecinos -Australia o Indonesia- por sus recursos naturales o cuando es sacudido por la guerra -como cuando entre sangre y fuego alcanzó la independencia frente a la brutal represión indonesia-, se reunieron el pasado mes de abril delegaciones de varios de los llamados «Estados frágiles». Se trata de esos países que dependen de la ayuda exterior para sobrevivir y, en ciertas circunstancias, aspirar a poseer los medios que les permitan salir de la espiral de miseria, corrupción y desorganización en la que están endémicamente atrapados.
Además de los de Timor, asistieron representantes de Burundi, Chad, Costa de Marfil, Haití, Islas Salomón, Nepal, República Centroafricana, República Democrática del Congo, Sierra Leona y Sudán meridional, entre otros. Esta enumeración permitirá al lector hacerse una idea del tipo de países al que nos estamos refiriendo.
Lo que esos países pedían era que sus Gobiernos intervinieran más directamente en el destino y distribución de los fondos que los países donantes dedican a la ayuda al desarrollo. El diálogo entre donantes y socorridos se planteó en términos crudos. El representante de una OING (Organización internacional no gubernamental) declaró: «Desde el punto de vista de los Gobiernos está bien que deseen controlar los fondos asignados, y debemos estimularlo. Pero, francamente, muchos de estos Gobiernos no son expertos en la construcción de la paz». Desde el otro lado, la ministra de Finanzas de Timor recordó que el índice de pobreza había aumentado en su país un 50% entre 2001 y 2007, añadiendo: «¿Es este el resultado que deseamos? Comprendo que hemos de ponernos de acuerdo [donantes y beneficiados] sobre los resultados a alcanzar. Pero, después, déjenme a mí que actúe a mi modo porque conozco mejor el contexto en el que estamos trabajando y que ustedes desconocen».
Hay que aplaudir y fomentar estas reuniones que ponen en contacto a los dos polos de la ayuda al desarrollo, los que la reciben y los que la organizan, y que son beneficiosas para ambas partes al permitir un mejor conocimiento mutuo. Pero también hay oscuras sombras que empañan las actividades de ayuda humanitaria. Sombras que se advierten en estas palabras de un economista de Zambia: «Esa ayuda es la causa, y no la solución, de los problemas del mundo en desarrollo». No son pocos los que citan casos, en creciente número, en los que la ayuda ha servido para prolongar las guerras y los conflictos, y para premiar la actuación de asesinos y de Gobiernos corruptos.
La escritora y activista holandesa Linda Polman se hace eco de los problemas que aquejan a la ayuda humanitaria en un libro recientemente publicado y cuyo título puede traducirse así: «Juegos de guerra: la historia de la ayuda y la guerra en los tiempos modernos». La ayuda humanitaria se ha convertido en un negocio importante que opera estrechamente vinculado con los medios de comunicación y con los protagonistas de las actividades bélicas. De las 40 agencias que en los años 80 intervinieron en el conflicto de Camboya o de las 250 que diez años después lo hicieron en Yugoslavia, se pasó en 2004 a las más de 2500 que trabajaban en Afganistán. El principal motivo de preocupación es la triple vinculación citada: las OING necesitan de la publicidad mediática para recibir donaciones y seguir funcionando; a su vez, los Gobiernos y los señores de la guerra las utilizan en beneficio propio.
Polman afirma que la pretendida imparcialidad de la ayuda acaba favoreciendo a los fuertes y a los violentos y no a quienes está destinada, pues aquéllos pueden instrumentarla a su gusto. Entrevistada en The Guardian Weekly declara: «Sea manipulada por el régimen sudanés o por las fuerzas de la coalición en Afganistán, la ayuda es un instrumento de guerra». Sugiere que las OING se nieguen a actuar en esas condiciones, a pesar de ser consciente de que si una de ellas rechaza intervenir por motivos morales o estratégicos, habrá otra que lo hará en su lugar para ampliar el negocio: «Si sospechamos de los contratistas privados que hacen negocio con la guerra ¿por qué las organizaciones humanitarias privadas no habrían de hacer lo mismo?».
Opina que las OING deberían combinar sus esfuerzos en interés exclusivo de los pueblos a los que ayudan. Pero hoy día esta benévola idea nos resulta tan difícil de imaginar como la de combinar a todos los bancos del sistema financiero mundial -que nos han hundido en la crisis que a todos nos daña en mayor o menor medida- para que actuaran en beneficio de las personas y no de sus cuentas de resultados que favorecen a los más redomados especuladores.
Conviene saber, sin embargo, que la ayuda humanitaria se ejerce a veces en circunstancias muy distintas y difíciles y que por ello está sujeta a compromisos y errores. Pero la opinión pública carece de referencias para poder juzgar sus resultados, del mismo modo que ignora los entresijos del corrupto sistema capitalista que desde la sombra controla nuestros destinos. Una vez más cobra sentido aquella expresión del general Eisenhower al abandonar la presidencia de EEUU en 1961, cuando recordó la importancia de contar con «ciudadanos vigilantes e informados» para hacer frente a los problemas del momento. Ahora bien, unos ciudadanos embobados por programas de televisión de muy baja calidad y distraídos por el fútbol y por las preocupaciones habituales de la vida diaria no pueden vigilar ni informarse. Y de eso se aprovechan quienes sí saben hacerlo en beneficio propio.
Publicado en CEIPAZ el 7 de junio de 2010
Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/piris/luces-y-sombras-de-la-ayuda-humanitaria