Los niños y las niñas pequeños/as (de menos de siete u ocho años) normalmente pueden clasificar eficazmente los elementos de un conjunto. Saben separar, por ejemplo, las bolitas rojas de las bolitas negras e incluso formar un grupo con las bolitas rojas y grandes, otro con las grandes y negras, uno más con las pequeñas […]
Los niños y las niñas pequeños/as (de menos de siete u ocho años) normalmente pueden clasificar eficazmente los elementos de un conjunto. Saben separar, por ejemplo, las bolitas rojas de las bolitas negras e incluso formar un grupo con las bolitas rojas y grandes, otro con las grandes y negras, uno más con las pequeñas y rojas y otro distinto con las bolitas pequeñas y negras. Pueden usar por tanto, simultáneamente, dos criterios distintos de clasificación e incluso más. De la misma manera pueden contar y no se equivocan a la hora de enumerar los elementos que contiene un conjunto o cada uno de sus subconjuntos. Sin embargo, no saben contar ni clasificar. No saben hacerlo porque no saben lo que es una clase, ni lo que es un número. Esto no quiere decir, por supuesto, que no sean capaces de dar una definición de esas nociones, sino que aún no las poseen, que carecen de esas ideas.
La prueba de ello es que si se les pregunta, por ejemplo, si en una fila de doce bolitas de las cuales siete son rojas y cinco negras hay «más bolitas rojas» o «más bolitas», responden, infaliblemente, que «hay más bolitas rojas». El razonamiento que siguen es evidente -y ella o él no tendrán ningún problema en explicárnoslo como si fuésemos idiotas-: «hay más bolitas rojas» porque «hay más bolitas rojas que bolitas negras», es decir (para que hasta nosotros y nosotras podamos entenderlo), porque ese grupo -el de las bolitas rojas- tiene la propiedad de que «hay más» de él (i.e.: de que hay más de él que de otra cosa).
-Y ¿qué pasa con el grupo formado por «las bolitas»? -puede que se nos ocurra preguntar- .
-Es que todas son bolitas.
-Pero, entonces, ¿no son más «todas las bolitas» que «las bolitas rojas»? -diremos-.
-No, no pueden ser «más», porque son t-o-d-a-s.
El niño o la niña sabe perfectamente que el grupo formado por «todas las bolitas» contiene tanto a las bolitas rojas como a las negras -no es que no comprenda el sentido de palabras como «todo», «parte», «más», «menos», etc., ya que no confunde el todo con la parte ni considera nunca mayor al grupo menos numeroso de bolitas de un color o mayor al mas escaso-; pero, a pesar de ello, no considera comparables al conjunto de las «bolitas rojas» con el de las «bolitas». Entiende que se puedan comparar, en términos de mayor o menor, el conjunto de «todas las bolitas» con el de «todos los membrillos», o el de las bolitas negras con el de las rojas, pero no puede concebir este último como comparable al de «todas las bolitas»; y no puede porque, obviamente, eso es una chorrada. Habrá más o menos de algo (muchas bolitas o pocas), o habrá más o menos de algo que de otra cosa (más bolitas que ceniceros o más bolitas grandes que pequeñas); pero no puede haber más o menos de algo que de ese mismo algo (más o menos bolitas rojas que bolitas). Esto último no les parece más que una pura arbitrariedad.
Sin embargo, si sólo unas semanas o unos meses después (alrededor de los seis, siete, ocho años) se vuelven a hacer las mismas preguntas a los mismos niños o niñas relativas a los mismos conjuntos de bolitas, todos ellos y ellas responderán infaliblemente que en un conjunto formado por bolitas rojas y negras siempre habrá, necesariamente, más «bolitas» que «bolitas rojas», y que para saber eso no hace falta molestarse ni siquiera en echarles un vistazo, y mucho menos en contarlas -que eso es algo que, digamos, puede saberse enteramente a priori-. Después de decir esto nos mirarán, además, con cierta compasión. Lo consideran una completa obviedad. Parece que -como diría Gila- en esas semanas o meses «alguien ha aprendido algo».
1. Goshbusters
Quizás podría pensarse que cuando las niñas y los niños menores de siete u ocho años se muestran incapaces de comparar el conjunto formado por «las bolitas rojas» con el formado por «las bolitas» ello se debe a que carecen de la «idea abstracta de bolita», y que esa carencia se debe a que son seres demasiado ligados aún a lo concreto, a la percepción, al lado salvaje del pensamiento. Puesto que no hay un ejemplar de «bolita en cuanto tal» que tomar como referencia para realizar una comparación empírica no pueden formar ese conjunto. En cambio, una vez contemplada la idea metafísica -o, más bien mística- de una bolita que no es ni roja ni negra, ni grande ni pequeña etc., (sino todo eso y nada de eso a la vez), esas niñas y niños ya podrán comparar todo aquello de lo que se pretenda decir que es «bolita», con el modelo ideal de bolita del que participa aunque se haya ido alejando, cada vez más, a medida que se le han ido colgando determinaciones particulares y singulares.
O bien, se podría pensar también que el problema se debe a una falta de experiencia de los individuos e individuas en cuestión. Al hecho de que no han visto las suficientes bolitas. Y a que sólo después de tratar con más y más bolitas de todas clases podrán descubrir qué es lo que tienen en común todas ellas: la forma de bolita «en general» gracias a la cual pueden ya componer aquel conjunto de las «bolitas en general».
Sin embargo, parece que hace falta ya bastante capacidad de abstracción para llamar «bolitas» sólo a las bolitas (y tanto a las rojas como a las negras, y a las grandes como a las pequeñas) y para llamar «membrillos» sólo a los membrillos y no a las peras, las manzanas y los ceniceros. En general, no parece fácil prescindir de esa capacidad y seguir usando eficazmente un lenguaje -cosa que las niñas y los niños hacen de manera bastante correcta desde mucho antes (un año y medio, o dos años)-. Tampoco parece que haga falta mucha experiencia con madres para alzarse hasta el concepto de «madre en general» sino, más bien, al contrario: para no llamar a todas las madres «mamá» ni a todos los objetos aproximadamente esféricos (tales como los membrillos) «bolitas».
No cabe duda de que «alguien ha aprendido algo», pero ese algo tiene un cierto aspecto problemático e incluso aporético. Parece, en efecto, que sólo después de haber aprendido que tanto los membrillos grandes como los pequeños son «membrillos en general», las niñas y los niños pueden saber lo que es un «membrillo en general» y en qué consiste la clase formada por «todos los membrillos» o por los «membrillos en general». Pero, por otra parte, para saber lo que es un membrillo grande o lo que es un membrillo pequeño -y para llamar a ambos «membrillo», y no a uno «Fernando» y al otro «ciclogénesis explosiva»-, parece que es necesario haber aprendido antes, de alguna manera, lo que es un membrillo -digamos- en general, y saber que todos los membrillos -tanto los grandes como los pequeños- son, en general «membrillos».
Una vez comprobada esa problematicidad o este carácter aporético, y vistas las dificultades que presentan los distintos tipos de historias que pueden contarse respecto a cómo ha podido llegar a suceder eso, puede afirmarse también que aquello ha sucedido dentro de una caja negra y que no es posible abrir esa caja de ninguna manera -ya sea porque se trata de una especie de arca de la alianza ante la que nos sacude un temor reverencial o ya sea porque se considera, simplemente, que acerca de aquello de lo que no se puede hablar, es mejor mantener la boca cerrada-. Así, una vez metido ese fantasma dentro de su jaula para que no alborote más por ahí -como en la película de Harold Ramis Los Cazafantasmas-, ya es posible dedicarse a otras cuestiones más interesantes y productivas.
Pero si bien puede resultar problemático, como veíamos, el afirmar que cuando las muchachas y muchachos sostienen que (en cualquier conjunto formado por bolitas negras y rojas) necesariamente hay más «bolitas» que «bolitas rojas», eso se debe a que han aprendido algo más acerca de lo que son las bolitas en sí mismas o en general, o acerca de aquello en lo que consiste ser una bolita (sea en lo que respecta a aquellas notas que podrían llegar a formar parte de su definición, o sea en lo relativo a aquellos aspectos empíricamente verificables de su consistencia), lo que sí está claro, en cualquier caso, es que han aprendido algo más acerca de aquello en lo que consiste una clase. No cabe duda de que ya son capaces de concebir un conjunto como el formado por «todo aquello de lo que puede decirse que es una bolita» o cualquier otro, y de compararlo con cualquiera de sus subconjuntos -por arbitrario que sea el predicado mediante el que se lo determine-.
Ciertamente no da la impresión de que gracias a una experimentación más sistemática o una teoría más abstracta hayan llegado a saber más acerca de lo que son las bolitas pero sí parece, en cambio, que gracias a las bolitas (entre otras cosas) han aprendido, al menos, algo más acerca de aquello en lo que consiste una teoría abstracta o una experimentación -siquiera en tanto que actividades en las cuales ha de hacerse uso necesariamente de algo así como «clases» y «clasificaciones»-. En efecto, ahora dominan enteramente las relaciones de inclusión que antes sólo manejaban de forma parcial e imperfecta, y con ello pueden ya realizar todas las operaciones propias de la lógica de clases (unión, intersección, complementación), y hacerlo con clases cualesquiera.
A partir de ese momento las muchachas y muchachos ya no ejecutan las clasificaciones de los conjuntos de cosas que se les proponen de forma más o menos tentativa, ni tienen que ir perfeccionándola a medida que la realizan cambiando algo de sitio cuando se dan cuenta de que pega más aquí que allí, sino que las llevan a cabo de manera completamente sistemática y sin ninguna vacilación, y pueden construirlas usando cualesquiera criterios que se les indiquen -incluso aunque les lleven a dejar, por ejemplo, clases vacías-. Aquella especie de lucha de clases a la que se enfrentaban antes cuando no sabían dónde tenían que meter esta o aquella cosa se ha acabado, y basta con aplicar mecánicamente uno criterios fijados previamente. Disponen ya, por tanto, de gran parte de lo necesario para emprender metódicamente el estudio de una teoría o la realización de un trabajo experimental de tipo científico tal y como nosotros y nosotras lo solemos entender.
Entre tanto, lo que parecía ser una arbitrariedad se ha convertido rápidamente para ellos y para ellas en una obviedad, en algo «necesario» o «natural»; pero no porque hayan aprendido esto o aquello acerca de lo que son las cosas en sí mismas o hayan comprobado que las cosas son de esa manera y no de otra, sino porque ahora saben cómo hacerlas funcionar, o saben cómo funcionan determinadas cosas que se pueden hacer con ellas como -por ejemplo-, las clasificaciones. Poseen ya algo así como el esquema mismo de la clasificación científica, las reglas que permiten construir cualquier clase por chorra que sea. A partir de ese momento, los niños y niñas que han dado ese paso comienzan a estar en disposición de -digamos- ciertas condiciones de posibilidad del conocimiento -entendiendo por tal aquello que nos permite hacer, por ejemplo (aunque no solamente) algo así como construir una ciencia [1] -. Han dado un paso importante hacia su mayoría de edad intelectual.
2. Multiplicity
Pero del mismo modo en que no es fácil atribuir un origen meramente lógico o meramente empírico a esas nociones, tampoco parece sencillo fijar ese origen sólo en las enseñanzas -formales o informales- que esas individuas e individuos han recibido, o en los contactos sociales o familiares que han mantenido, contactos a través de los cuales les habría sido impuesta esa manera de hacer las cosas.
En efecto, es imposible enseñar a un niño o una niña de menos de seis, siete u ocho años a, por ejemplo, contar. Si se le pone delante una fila de doce bolitas las irá, en todo caso, tocando con el dedo una a una, o las irá mirando una a una mientras dice uno, dos, tres … etc. y al final dirá que hay doce. Parece haberlas contado. Pero si le preguntamos que cuántas bolitas habrá si las contamos al revés (de izquierda a derecha, en lugar de hacerlo de derecha a izquierda), o si separamos un poco las bolitas en el espacio, delante suyo (sin agregar ni quitar ninguna), y le volvemos a preguntar que cuántas bolitas hay ahora, responderá, infaliblemente, que no se puede saber, que habrá que volver a contarlas. Las contará de nuevo de izquierda a derecha, o incluso dirá que ahora que están más separadas (y la fila ocupa más espacio) seguro que hay más bolitas.
Entonces descubrimos que no las ha contado, sino que sólo las ha nombrado. Que no tiene ni idea de lo que es un número, ni de lo que es, propiamente, una cantidad. Domina aparentemente el esquema según el cual se construyen o se determinan las propiedades cuantitativas de un conjunto -la construcción de una serie formada por elementos a cada uno de los cuales se considera un, digamos, género en sí mismo, una clase única (una unidad distinta de aquella otra, y de aquella otra, y de aquella otra, por más que todas ellas pertenezcan a una misma clase lógica y sean todas ellas bolitas, y puedan ser consideradas, desde ese punto de vista, «lo mismo» [2] )-, pero lo domina sólo «formalmente». Puede contar de un modo -digamos- meramente explícito, pero no sabe lo que eso implica, no domina aquellos axiomas, aquellas reglas que, para nosotras y nosotros, están implicadas en la operación de contar, a saber: las de la conservación de la cantidad, la conmutatividad y asociatividad de la operación de adición mediante la que se construye ese tipo particular de representaciones a las que denominamos «cantidades», etc.
No ha interiorizado, por tanto, el esquema de aquello a lo que llamamos «número» y, por eso, no puede prever de antemano el resultado de esa operación consistente en contar un conjunto al revés, ni saber si será o no el mismo cuando lo que se cuenta tiene forma de línea de bolitas o cuando tiene forma de cuadrado de bolitas; cree que no podrá saberse hasta que de hecho se lleve a cabo, otra vez, esa operación de contar que -como si fuese un rito- permite unir al conjunto con la cifra, a las palabras con las cosas. O bien vuelve a evaluar (perceptivamente, y usando en este caso como criterio la longitud) la fila de bolitas una vez alargada para saber si contiene más o menos unidades, usando así un método cualitativo, de medida, como si se le estuviera pidiendo que dijese si es más larga o más corta que antes, si ocupa una extensión mayor o menor. Tampoco aquí hay un desconocimiento del significado de las palabras, o un error en la apreciación de los atributos empíricos de las cosas, sino una insuficiente asimilación de los esquemas operatorios y de sus propiedades, desconocimiento de las estructuras mismas en que se asienta el carácter objetivo de la cantidad, y de las propiedades -digamos «trascendentales»- de esa estructuras (y no de las cosas mismas que, gracias a ellas, pueden ser tratadas como «objetos» de un pensamiento científico). Lo que se ignora es algo que forma parte de esas mismas condiciones de posibilidad del conocimiento.
La conmutatividad de la adición no es, obviamente, una propiedad de las bolitas, sino del método mismo de construcción de ciertas representaciones, de unas muy especiales que nos permiten prever -conocer a priori, y con total universalidad y necesidad- cosas relativas a cualesquiera objetos y, por tanto, a también a las bolitas en tanto que tales objetos, en tanto que elementos de un conjunto. Pero se puede hacer que la niña o el niño en cuestión las cuente sesenta veces, al derecho y al revés, de arriba a abajo o de abajo arriba y seguirá sin saber contar hasta que no aprenda eso que nadie le puede enseñar (del mismo modo en que nadie nos puede enseñar el teorema de Pitágoras -nos lo explique como nos lo explique, y se ponga como se ponga- a menos que nosotras y nosotros mismos lo aprendamos).
Y, sin embargo, podemos contar con que, un día -imposible de fijar con exactitud, como diría aquel- descubriremos que ya sabe contar; con que habrá aprendido sin que ni nosotros ni nadie seamos capaces de decir cómo.
Seguramente, cuando se encuentren con que ya saben hacer las cosas de aquella manera -cuando eso se haya convertido, incluso, en una obviedad- ni ellas ni ellos recordarán tampoco haberlo aprendido en ningún momento determinado, del mismo modo en que nosotras y nosotros mismos nos creeremos investigadores/as o exploradoras/es de la psicología infantil lo suficientemente hábiles, o padres y madres lo suficientemente modernos y liberales como para no haberles dirigido -sin darnos cuenta- hacia nuestros propios métodos o para no haberles impuesto nuestros propios criterios de clasificación. A ninguno y a ninguna se nos ocurrirá una idea tan absurda como la de que, quizás, la simple sugerencia de que podría existir alguna duda respecto de esa obviedad de que hubiera más bolas rojas que bolas podría haber sido suficiente, por sí sola, para poner en crisis esa certeza y para hacerla deslizarse por la pendiente que acabaría por arruinarla definitivamente, haciendo a esa niña o a ese niño caer en la cuenta por primera vez -siquiera en alguna medida- de que algo podía fallar en sus métodos clasificatorios o calculísticos; de que había algo que no acababa de encajar o de cerrar en ellos -al menos cuando se los confrontaba con ciertas consideraciones enteramente arbitrarias y chorras que ciertos sujetos o ciertas sujetas podían venir a hacer al respecto-, o de que si le preguntaban que si prefería jugar con la muñeca o con la hormigonera debía ser porque, a lo mejor, no era «lo mismo» una cosa que otra.
3. Groundhog day
Pero, quizás, lo que ocurre en realidad es que si somos incapaces de recodar cuándo aprendimos o enseñamos esas cosas, ello se debe a que cuando aprendemos todo eso no aprendemos nada; al menos nada propiamente dicho. Como decíamos, cuando se aprende a clasificar o a contar no se aprende nada nuevo acerca de cualesquiera propiedades empíricas o lógicas de las cosas. Más que descubrir algo nuevo parece que lo que se hace es, más bien, algo así como «recordar». Pero no se recuerdan -más o menos confusamente- todas las cosas diferentes que uno o una ha ido contando a lo largo de su todavía más o menos corta -bien que fructífera- carrera matemática; sino algo -algo muy determinado y siempre igual- que ha ocurrido en todos y cada uno de esos casos, a saber: que por más que un conjunto se haya contado primero al derecho y luego al revés, o primero colocando los elementos en fila india y luego formando con ellos un círculo, o contando primero los elementos de un color y luego los de otro o viceversa … siempre se ha obtenido el mismo resultado. Lo que se recuerda parece que tiene más que ver con la operación misma de contar que con las cosas contadas. Es como si (al igual que ocurría en la famosa película de Harold Ramis Groundhog day) descubriésemos que, vayamos por un sitio o vayamos por otro y hagamos lo que hagamos para evitarlo, la historia se repite: hay cosas que no podemos conseguir que ocurran de otra manera. Contemos lo que contemos, y lo contemos como lo contemos siempre se lo cuenta igual, y una vez contado ya no hay nada que hacer, por muchas veces que lo volvamos a contar sigue habiendo lo mismo. Tarde o temprano nos acabaremos dando cuenta de ello.
Un día, cuando abrimos las puertas de la caseta en que hiberna la marmota ella sale y no ve más que su propia sombra, se da la vuelta y se queda durmiendo en su caverna; y entonces sabemos que todavía quedan unas semanas de invierno. Pero otro día, cuando abrimos nuevamente las puertas se levanta y sale al exterior, y entonces el invierno se ha acabado y ha ya empezado la primavera.
Lo mismo ocurre con todas y cada una de aquellas veces en que cogimos primero las bolas rojas o azules o verdes, y luego «todas las bolas»; y en que resultó que teníamos más bolas en el segundo caso -al cogerlas «todas»- que cuando teníamos sólo «las verdes», o «las rojas» o «las azules». Y también pasó eso con todas las veces en que se vertió el contenido de un vaso alto y estrecho en otro bajo y ancho y, aunque parecía que había menos en el segundo caso, luego al volver a verter el líquido en el primer vaso resultó que había exactamente el mismo -ya fuese agua, leche, Cola Cao, o vino de Cariñena, etc.-. Al final es como si les empezásemos a encontrar un cierto aire de familia a todos esos acontecimientos y empezamos a ser capaces de anticipar los resultados de esas operaciones -como anticipamos ciertos movimientos cuando aprendemos a bailar, o ciertas respuestas relativas a lo mucho que nos gustan o no los lacitos rosas cuando aprendemos a adivinar la mirada complacida de papá o de mamá-.
Se acaban anticipando esos resultados pero, quizás, no porque nos hayamos habituado a lo que son las cosas «en sí mismas» -en qué consiste su «naturaleza» de cosas en cuanto tales- o porque hayamos descubierto quiénes somos nosotros y nosotras mismos y mismas -quienes somos de verdad, y cuál era nuestra «naturaleza»-; sino porque hemos aprendido que hay ciertas cosas que las cosas pueden ser sean lo que sean en sí mismas y seamos nosotras y nosotros quienes seamos «por naturaleza»; a saber: «objetos». Puede ser que el apropiarse de ese punto de vista no sea nada distinto del convertirse en un «sujeto» o una «sujeta»; pero hacer esto no es aprender nada acerca de nada ni de nadie, sino adaptarse a unas condiciones o asimilar unos recursos que hacen posibles determinadas cosas, cosas tales como el que a una o a uno no le tomen el pelo al cambiarle todas las canicas por todas las canicas rojas, o el que pueda anticipar el resultado de una operación aritmética sin tener que realizarla materialmente.
Así pues, por lo menos cuando se trata de clasificar, contar, medir, pesar, etc., cualquier cosa, hay muchas cosas al respecto que un día descubrimos que ya sabemos antes de empezar. Sabemos que su suma será conmutativa, que su producto será distributivo, que si hace inclinarse hacia sí el brazo de una balanza en mayor medida que otro cuerpo puesto al otro lado pesa más que él -sea cual sea su volumen-, y que si desaloja más líquido de una bañera al sumergirse en ella tiene mayor volumen -sea cual sea su peso-, etc. Ya sabemos que todo eso ocurrirá -sin necesidad, siquiera, de abrir, para ello los ojos- al menos mientras los objetos sigan siendo «meros objetos» (es decir: seres incapaces de decidir arbitrariamente ser algo distinto de lo que son o hacer algo distinto de lo que hacen) y nosotros y nosotras «meros y meras sujetos y sujetas» (es decir: los y las mismas que ya hemos contado esa fila de bolitas, o que ya vimos a esa piedra caer otras veces -o, siquiera, una sola vez- con una aceleración de 9,8 m/s, esos y esas que, por lo tanto, están enteramente autorizados/as a presuponer, que la cantidad de bolitas será la misma y la aceleración en la caída de la piedra también, sea quien sea quién lo cuente o lo mida, y que si ello no fuese así sería porque se cometió un error la primera vez). Sabemos que cada uno de los capítulos de esa historia de los objetos puede siempre volver a repetirse exactamente de la misma manera (de acuerdo con la tríada del aprehender-reproducir-reconocer), o bien que, de no ser así, será porque no se trataba de uno de esos capítulos, sino de uno de los capítulos de la historia de algún individuo concreto, de ese o esa que realizó mal experimento o hizo mal la cuenta [3] .
Pero el caso es que si entendemos la cosa así tendremos que decir que no nos hemos «acostumbrado» propiamente a nada, sino que hemos aprendido algo acerca de la realidad, pero acerca de -digamos- su forma, no de su -digamos- materia. De hecho, si a esas niñas y niños que afirman que en un conjunto formado por bolitas rojas y negras, necesariamente hay más «bolitas» que «bolitas rojas» -y que para saber eso no tienen necesidad de mirar a las bolitas-, les preguntásemos que si pueden saber de la misma manera si hay «más bolitas rojas o negras» nos dirían que no, que para eso habría que verlas y que contarlas, que esa no es una de esas cosas que pueden saberse, acerca de ellas así a priori, sino sólo a posteriori.
Hemos aprendido más acerca de la forma de la experiencia pero, ciertamente, no parece que para eso hayamos tenido que alzarnos hasta una experiencia que no lo sería de nada y lo sería de todo (toda llena de bolitas que no serían ni rojas ni negras, ni pequeñas ni grandes, etc.), o que lo sería en realidad de sí misma: el propio desvelamiento de lo que ella -la experiencia- es en sí, en lo que ella llega a ser en el para sí o en el para mí o en el patapún chimpún y en el venga de darte angustia de la muerte o náuseas de las raíces peludas, infinitamente finitas, pringosamente concretas, materiales, sagradas e hirientes de lo existente o de lo deviniente. A pesar de ello, tampoco parece que eso que hemos aprendido -aunque no sea, propiamente, nada- tenga por qué ser una cosa «puramente formal», algo meramente lógico, abstracto, vacío, convencional, instrumental, inofensivo, finstro, cobarde y pecador de la pradera.
Es posible, en efecto, como decíamos, intentar no contar ninguna historia al respecto y seguir concibiendo esa caja negra como tal, poniendo encima una aséptica X. Pero eso no tiene tampoco por qué significar que no pueda decirse nada más acerca de esa incógnita, que no haya más remedio que callarse definitivamente la boca.
4. Analyze this
El que no podamos medir de hecho con una regla el diámetro de la Tierra, o el que no podamos determinar, ni siquiera de derecho, la «cantidad de materia» que compone un cuerpo por medio de ningún procedimiento directo de estimación, no significa que no sea posible «deducir» eso mismo a partir de otros datos, de la relación de unos hechos con otros hechos, o de la resolución de un sistema de ecuaciones lineales o diferenciales que nos permitirá, una vez «despejada» la incógnita pertinente, expresarla «en función» de otros datos quizás más conocidos. Eso es lo que desde la Antigüedad -y con mayor frecuencia desde Vieta y Descartes- se llama «análisis».
Ese análisis no nos dirá nunca nada -digamos- materialmente relevante acerca de la realidad, no nos desvelará nada que no supiéramos -de alguna manera- ya; pero tampoco parece que se trate de un ejercicio enteramente ocioso, puramente formal, de una pérdida de tiempo. Puede que toda la información de que disponemos acerca del valor de la incógnita x tal y como aparece en la ecuación x+7=3x+3 o en la ecuación x+y=12 esté ya en esas mismas ecuaciones, pero lo está implícitamente, y quizás un poco de análisis nos resulte útil y podamos reconocerla más fácilmente cuando decimos que x=2 o que x=12-y (lo cual es igual, pero -digamos- no es lo mismo -al menos para nosotros/as los/las torpes de ingenio)-. Sin embargo, lo único que hemos hecho ha sido darle otra forma, modificar una fórmula.
Es obvio ya, a estas alturas, que Leibniz, Newton, Lagrange, Laplace y San Anselmo de Canterbury podrían haberse pasado la vida analizando todos juntos el concepto de bolita, de fuerza o de bacalao al ajoarriero y no habrían obtenido ni una sola pista más que nos permitiese calcular el volumen de esa esfera, la intensidad de la fuerza de la gravedad a nivel del mar o la receta para preparar aquel plato. Pero lo que no parece que esté tan claro es que una fórmula como esa que dice que «f=m·a» pueda ser considerada, sin más, como un verbalismo, una simple convención, una mera formalidad que no sirve para nada; o que pueda decirse que se trata de una simple tautología y de una pirueta lógica porque cuando uno pretende definir «m» resulta que sólo puede decir que «m=f/a» y cuando define «a» le sale que «a=f/m».
Ciertamente esa fórmula no hace sino determinar -digámoslo así- un lugar estructural. Pero en él está implícito todo lo que, propiamente, constituye esa estructura (en este caso la de la mecánica clásica). Ahora bien, explicitar eso no puede ser más que decir arbitrariedades y cosas incomprensibles para quien no participa de esos implícitos -que son, en este caso, los de la metafísica moderna (recuérdese al «insensato» aquel de San Anselmo)- o bien decir obviedades -para quien comparte implícitos tales como los de que la materia total del universo o la cantidad de movimiento permanece constante, o el de que las fuerzas no producen movimientos sino aceleraciones-. Pero a pesar de ello, la explicitación de esas insensateces u obviedades no parece ser, ni mucho menos, inocua. Más bien -como diría aquél mismo- la propia explicitación de las reglas del juego puede que sea, por sí sola, capar de arruinarlo, porque es como si lo desenmascarase en su carácter de ser, siempre, mera condición de posibilidad de otra cosa; de algo que quizás no se quiera que siga siendo posible, o de algo que no se quiera seguir siendo (aunque no se sepa cómo hacer para dejar de serlo o para que deje de serlo). Pero también puede ocurrir lo contrario, que se lo quiera seguir siendo, o que se siga queriendo que aquello cuya condición de posibilidad garantizan esas arbitrariedades-obviedades y que fijan esas fórmulas siga siendo posible; y en tal caso, ya no se podrá lograr que lo siga siendo -como hasta entonces- de manera implícita, invisible y «natural». Esas son las complicaciones a las que nos enfrentamos a medida que nos vamos aproximando a la mayoría de edad.
Así, si por ejemplo, alguien hubiese llegado a mostrar, alguna vez, cuáles son las reglas de ese juego en el que consiste -pongamos por caso- la condición moderna de ciudadano o ciudadana (tal y como todavía hoy en día sigue apareciendo en la base de determinados ordenamientos jurídicos), y hubiese mostrado hasta qué punto se haya fundada sobre la noción de agente libre y responsable, quizás, al mismo tiempo en que ponía de manifiesto cómo esa noción se oponía a la noción de súbdita y súbdito, hubiese sacado a la luz otras características de la misma que estaban implícitas en ella, que se seguirían de la estructura misma a la que pertenece, del lugar estructural mismo que designa, tales como, por ejemplo, la de que también se opone -por idénticas razones- a la noción de soberano y soberana, es decir, a la de un agente en que se encuentran reunidas, a la vez, las potestades formales (legislativa, ejecutiva y judicial) y los poderes materiales (propiedad del territorio, monopolio de la violencia), aquellas condiciones que permiten tomar decisiones (autonomía) y ponerlas en práctica (poder) de manera enteramente independiente; ya que un poder soberano que se gobierna a sí mismo es un poder autárquico y no autónomo y la moderna condición de ciudadano, nos guste o no, estaría -de ser correcto ese análisis- construida sobre la idea de autonomía y no sobre la de autarquía. En tal caso, defender esa noción implicaría aceptarla con todas sus implicaciones.
Acusar a las fórmulas que recogen los principios de la termodinámica de ser «puras formalidades», es tan inapropiado como acusarlas de ser las culpables de que no podamos construir móviles perpetuos de primera especie, y pensar que sólo tendríamos que cambiar esas leyes para poder hacerlo. Ahora bien, tampoco parece que ganemos mucho pretendiendo llamar «móvil perpetuo» a una rueda de madera que luego resulta que estamos haciendo girar por debajo de la mesa a base de dar pedales.
Quizás haga mucha falta que, además de ciudadanos y ciudadanas, seamos también otras cosas o quizás no haya ninguna necesidad -al menos ninguna necesidad absoluta- de que seamos ciudadanos o ciudadanas al modo en que la modernidad ha pensado esa noción, o incluso no haga ninguna falta que comparemos el conjunto de todas las churras o de todas las merinas con el de todas las ovejas, o que tomemos como magnitud fundamental de la Física a la fuerza en lugar de a la masa -como hacen los británicos y británicas-, o a la masa en lugar de la fuerza -como hacemos los y las continentales-. Pero, como decía alguien respecto del arte de tocar las castañuelas, si se quiere aprender a tocarlas, es mejor aprender a tocarlas bien que mal. Y lo mismo podría decirse respecto de lo de las bolitas.
[1] Del mismo modo, aunque desde mucho antes, han pasado a apropiarse de las condiciones de posibilidad del lenguaje -y han empezado a construir oraciones- y, quizás antes aún, han interiorizado las condiciones de posibilidad de la dominación -como diría alguien-, y han empezado a construir géneros sexualmente diferenciados y a naturalizar luego -usando esos mismos esquemas- todas las demás relaciones de jerarquía y subordinación por razón de edad, clase social, raza, religión, etc. que tan útiles les serán para encontrar su lugar en la vida y adaptarse a lo que se espera de ellos y de ellas.
[2] Como ocurría en la película de Harold Ramis Multiplicity con las copias de sí mismo que iban fabricándose el protagonista o sus propias copias (a las que llamaba, precisamente, «número uno», «numero dos», «número tres»).
[3] No deja de ser significativo a este respecto -al menos en sentido ontológico-fundamental- el hecho de que el título castellano de la película de Ramis fuera, precisamente, Atrapado en el tiempo.