Miren que uno trata de hacer un periodismo más amable, que arrulle y compense a quienes, vivan donde vivan, tienen que encarar una época signada también por la globalización de las preocupaciones, si no de la desesperación, a causa de una crisis que se extiende como el peor de los virus posibles. Pero cada vez […]
Miren que uno trata de hacer un periodismo más amable, que arrulle y compense a quienes, vivan donde vivan, tienen que encarar una época signada también por la globalización de las preocupaciones, si no de la desesperación, a causa de una crisis que se extiende como el peor de los virus posibles.
Pero cada vez que en el magín de uno está tomando cuerpo la anécdota burbujeante que distraería al ceñudo lector, precisamente la realidad se encarga de frustrar el anhelo lúdicro con un torrentoso flujo de números rojos, que ya abarrotan el archivo del escribano. ¿Una muestra? «La crisis global, que ha arrastrado al crecimiento económico al nivel más bajo desde la Segunda Guerra Mundial, podría dejar 50 millones de nuevos desempleados…»
Caramba, no importa que uno, incurable socialista de inspiración y credo marxistas, se vea tentado a solazarse con noticias como las que siguen: «La empresa automotriz Ford cerró 2008 con la peor pérdida de su historia: 14 mil 600 millones de dólares; Toshiba concluye el año con tres mil 100 millones menos; la economía de Estados Unidos registró una contracción del 3,8 por ciento, la mayor en cinco lustros, al crecer apenas 1,3 por ciento, menor que el porcentaje, de 2, reportado en 2007, cuando se constató el incremento más lento desde la pasada recesión, en 2001…» No importa, no. Creo que difícil le resultará alegrarse incluso al más acérrimo impugnador del status quo, entre otras razones porque la debacle económica y financiera que comenzó en USA y medra cual alud de nieve, tirando del orbe industrializado, se hace sentir con vigor impar en los países subdesarrollados y en los sectores más frágiles de la humanidad.
Y de sobra se sabe que los desafueros de los menos, los pudientes, repercuten entre los más, los «condenados de la Tierra» al decir de Frantz Fanon, con mucha más fuerza que el eco enclaustrado. No en vano la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) ha asegurado que la ampliación del desempleo y la caída de las remesas en 2009, a expensas de la desaceleración mundial, golpearán a los hogares más pobres de la región, cuyo crecimiento se contraerá de 4,6 por ciento en 2008 a 1,9 por ciento en 2009, mientras el desempleo se elevará de 7,8 a 8,1 por ciento en el mismo lapso y las remesas rodarán por el suelo, junto con los ingresos por exportaciones.
Ahora, pensándolo mejor, sí que hay pábulo para la esperanza trasuntada al menos en sonrisa tímida -ojalá alguna vez lográramos provocarlas-, pues, como asevera el académico francés Alain Bihr, el agravamiento de la situación económica abre la posibilidad de una ruptura revolucionaria que, ojo, dependerá de la capacidad de lucha de las capas populares. De esas mismas a las cuales «la burguesía y los gobiernos que defienden sus intereses tratarán (tratan) de hacer pagar los platos rotos» por una crisis que se remonta a la conmoción petrolera de la década de los setenta (siglo XX, claro), ha transitado por varias fases y, a todas luces, acaba de entrar en una nueva etapa, con los recientes desastres financieros y bancarios.
No yerra nuestra fuente al sentenciar que, si esa capacidad deviene suficiente, el capitalismo tiene sobrados motivos para inquietarse – hasta la paranoia, agregamos -, aun en el caso de que la partición de la riqueza de manera más favorable a los estratos populares suplante a la revolución, única cura radical de tanta injusticia acumulada.
Por suerte, hechos como la implosión de la Unión Soviética y la destrucción del socialismo dizque real han enseñado que la historia no posee un teleológico decurso; o sea, que no marcha de modo determinista, sin una voluntad concertada, a un fin como preconcebido, el de la alborada del comunismo, de la libertad total. La historia es más bien como un libro de final abierto, una arena en la que las leyes, objetivas, actúan como tendencias y no en son de rígidas coyundas. Y una sociedad distinta, igualitaria, más justa -su alternativa sería la barbarie, según Rosa Luxemburgo; el término de la humanidad, conforme a otros pensadores- vendrá en andas de esa capacidad de resistencia y de lucha de los pueblos. Si estos no se activan, en cumplimiento de la misión, probablemente el capitalismo consiga restablecerse, autorregularse con parches keynesianos y disímiles inventos, aunque los desafíos que hoy enfrenta no encuentren parangón en el tiempo.
Sí, el capital continuará en su más que tradicional maximización de las ganancias, a un más que terrible costo social, mientras la precariedad ecológica que engendra se lo consienta, o hasta que los más se «confabulen» exitosamente en su contra. Y concluyo aquí, con la placidez de la esperanza, aunque la vida me impida una vez más ese periodismo «amable» que arrulle y compense a uno que otro ceñudo lector. Quizás mañana aparezcan por fin las carcajadas.